San Josemaría Escrivá, fundador de la Universidad de Navarra, pronunció su homilía «Amar al mundo apasionadamente» durante la misa celebrada en Pamplona el 8 de octubre de 1967, con ocasión de la II Asamblea de Amigos de la Universidad. La secularidad cristiana y la misión de los laicos configuran dos de los temas de la conocida, con familiaridad, como la «homilía del campus»
A la vuelta del tiempo transcurrido desde 1967, año en el que san Josemaría pronunció la homilía «Amar al mundo apasionadamente» −como apareció luego titulada en España en el libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer−, sería pretencioso añadir nuevos comentarios realmente originales sobre la homilía. Basta asomarse a la no pequeña bibliografía histórico-teológica y espiritual que ha analizado con detalle el contexto y significado de las palabras pronunciadas por san Josemaría en aquella inolvidable ocasión. Entre ella, también se encuentra Nuestro Tiempo, con dos artículos publicados por los profesores Pedro Rodríguez y Domingo Ramos-Lissón en 2003.
Para no volver a exponer lo ya sabido por un lector conocedor de la homilía e interesado en ella, quizá sea más útil prolongar alguna cuestión tratada en aquellos textos publicados en la revista. Quien leyera entonces el análisis pormenorizado de la «homilía del campus» llevado a cabo por el profesor Pedro Rodríguez con el objeto de desentrañar «el sentido de un mensaje», ese lector, digo, encontró en la segunda parte de su escrito unas tesis sobre la secularidad. Además de otros temas, el autor abordaba el planteamiento que ofrecía san Josemaría acerca de la relación cristiana con el mundo, y su distancia con otras ideas sobre la secularidad que estuvieron en boga a finales de los sesenta del siglo pasado en ciertos ámbitos eclesiales del momento. Se podrá ilustrar esa diferencia acudiendo a un acontecimiento −entre muchos otros que cabría evocar− de aquellos años de agitación social, cultural y eclesiástica.
Me refiero al llamado «concilio pastoral holandés», celebrado en varias sesiones entre 1966 y 1970, que aspiraba a ser una deliberación de la provincia eclesiástica de Holanda para la aplicación del Concilio Vaticano II. Al lector que viviera de cerca esa época le vendrá a la memoria que el estado ambiental de aquella asamblea venía dominado por un determinado proyecto de secularidad, o más bien de secularización.
Vaya por delante que el término secularización posee sentidos muy diferentes. Puede designar el proceso histórico de separación entre los ámbitos eclesiásticos y civiles, como sucedió en el Occidente cristiano a partir del siglo XVIII; o bien, por el contrario, puede referirse a una posición ideológica sobre la relación entre religión y vida, entre sagrado y profano, entre fe y razón, entre Iglesia y mundo. En esta segunda acepción se situaba la llamada «teología de la secularización» que mencionaba el profesor Rodríguez, y que podemos ilustrar brevemente a partir de los documentos provisionales de trabajo de aquella asamblea −por fortuna, no todos ellos encontraron aceptación−.
En esos textos el mundo se presentaba «como lo profano frente a lo segregado, a lo sagrado. El término mundo remitía a una realidad proyectada por el hombre, referida al hombre, a la naturaleza como hecha por el hombre. […] Además del hombre (y de la naturaleza a su disposición) ninguna causa extra-empírica influye en la historia»[1]. El mundo, lo profano, se entendía como la entera realidad dotada de dinámica propia y de finalidad inmanente a sí misma ajena a Dios. La mentalidad del hombre moderno, configurada por los avances científicos y por el análisis marxista de la historia, no dejaría espacio para la dimensión religiosa y vertical del ser humano. En esta concepción secular de la realidad no habría presencia, intervención y salvación de Dios, puesto que no habría «ninguna causa extra-empírica» que afectara a este mundo. El mundo ya no habla de Dios, porque nada habría en él superior al contenido deducido por la experiencia humana directa, ni ofrecería espacio alguno para una salvación trascendente que fuera más allá de la que es posible alcanzar en este mundo con los medios humanos.
Las consecuencias de esta visión secular para la comprensión de la fe cristiana eran necesariamente radicales. La experiencia secular del mundo ya no permitía un espiritualismo ingenuo. Para hacer significativa la fe cristiana en este nuevo contexto, el lenguaje de la fe debería sustituir sus contenidos trascendentes por otros inmanentes al mundo y así aceptables para la mentalidad secular. Por ejemplo, se proponía a la asamblea holandesa que «el reino de Dios no se puede buscar en el cielo, sino que hay que construirlo aquí en este mundo. No hay posibilidad de evasión a otra realidad». Era esta una percepción extendida en ciertos círculos eclesiásticos del momento. Como confesaba inocentemente una religiosa al teólogo francés Luis Bouyer en el agitado año de 1968: «Para mí, mi religión solo conoce la dimensión horizontal»[2]. Así las cosas, el culto y reconocimiento de Dios, su alabanza y glorificación quedaban sin fundamento. La secularidad −según el llamado «ateísmo cristiano»− sugería que había llegado el momento en que la lectura matinal del periódico debía sustituir la oración de la Iglesia[3]; y en línea similar se proponía en la asamblea holandesa «convertir en auténtica oración el plan esmerado del programa del día, la lectura seria del periódico, la reflexión común sobre nuestra tarea en el acontecer mundano»[4]. El lenguaje cristiano cambiaba enteramente de significado cuando, por ejemplo, el teólogo holandés W. J. Veldhuis sostenía en aquellos años la necesidad de «no mirar hacia arriba» para «encontrar a Dios en el mundo»[5].
En esta comprensión del mundo, Dios sería a lo más una pura expectativa que se encuentra al final de la historia, y que los creyentes acreditan cuando se comprometen en la transformación de la realidad terrena. Un compromiso que podía calificarse como cristiano, se decía, «si tiene su norma y modelo de actuación en Jesús de Nazareth», a saber, en «su actitud revolucionaria frente al orden reinante»[6]. Jesús sería un símbolo de los cambios epocales que se anunciaban inminentes, y donde la fe sería «una inspiración para el servicio de la vida», «una música vital», «una posibilidad de encontrarse en la vida con más libertad y confianza» y así transformar la realidad del mundo en «historia de salvación»[7].
Naturalmente, tal identificación de la existencia con el mundo y sus tareas volatilizaba lo específico de la fe cristiana. ¿Qué Dios podría encontrarse en un mundo clausurado en sus propios límites, que no debería «mirar hacia arriba»? Ese mundo resultaría incapaz de ofrecerse como lugar del encuentro con el Dios Creador y Salvador, a quien reconocer y adorar, de la fe cristiana.
En la «homilía del campus» la aproximación de san Josemaría a la relación cristiana con el mundo tiene un contexto radicalmente diferente del que proponía aquel proyecto de secularización. Esto es así porque san Josemaría, obviamente, habla a partir de la nueva criatura regenerada en Cristo mediante la fe y el bautismo, es decir, desde el don que procede de Dios, y no del mundo. Recordemos algunos datos básicos de la fe cristiana al respecto.
La fe es acogida de la palabra de Dios en la revelación y sus testimonios, que se transmite en la comunidad convocada por Dios en Cristo, que es la Iglesia. La fe es un conocimiento sobre Dios, y el cristiano tiene algo que decir en la medida en que comunica algo sobre Dios. Si solo dijese algo sobre el hombre y el mundo, sin hablar de Dios, nada aportaría a la humanidad. Por lo mismo, el creyente no puede configurar desde la fe el mundo si antes Dios mismo no lo dota de ese conocimiento −la fe− y de esa capacidad −la gracia−. No es posible amar según Dios al prójimo y al mundo si antes el hombre no sabe cómo Dios ama al mundo y al hombre mismo. El mundo no es portador de sentido al margen de Dios, pues son justamente el mundo y la existencia humana los que están indigentes de sentido. Por eso, no pueden identificarse −como proponía el proyecto de secularización antes evocado− la relación con Dios y la relación con el mundo: el hombre no llega a Dios ocupándose solo del mundo. El mundo adquiere sentido desde el encuentro con Dios en la fe de la Iglesia. Cuando se piensa que ya no se puede pedir al hombre moderno este encuentro con Dios y con su palabra, y en su lugar se remite solo a la tarea en el mundo, precisamente entonces no se descubre el significado salvador de la presencia de Dios en el mundo.
El fenómeno originario de la fe es, pues, la relación personal con el Dios de la creación y de la gracia. San Josemaría no siente necesidad de explicitar en su «homilía del campus» este contenido elemental de la fe, dándolo por conocido cuando se dirige a un auditorio sabedor de que la salvación procede de Cristo y de que no es posible «encontrar a Dios en el mundo» sin a la vez «mirar hacia arriba», por decirlo con la citada tesis de Veldhuis. San Josemaría, porque presupone todo ello, puede ofrecer entonces con tranquila confianza formulaciones incisivas con un significado radicalmente diferente de una mentalidad secularizadora. Sin riesgo de equívocos afirma la vida ordinaria como «verdadero lugar» de la existencia cristiana[8], o propone nítidamente: «No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca»; o bien asegura que hay «un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»[9].
Esta afirmación de la vida ordinaria como espacio de encuentro con el Señor nada tiene que ver con postergar el templo o la vida eclesial. San Josemaría quiere subrayar más bien el valor del mundo a la luz de la fe, y lo hace con toda intencionalidad teniendo en cuenta la escasa relevancia que durante siglos la praxis eclesiástica atribuyó a la vida ordinaria en la santificación cristiana. Justamente por eso quiere afirmar en un lenguaje comprensible el valor del mundo para la santidad cristiana. «En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...»[10]. Aquí se encuentra, como señalaba el profesor Rodríguez, el «eje doctrinal» de la homilía, a saber, exponer el modo de llevar a cabo «una vida santa en medio de la realidad secular»[11]. Bien sabe san Josemaría, además, que no se está dirigiendo a un grupo de religiosas de clausura o de monjes, sino a un auditorio constituido masivamente −como sucede en la Iglesia misma− por cristianos laicos, a los que expone el modo de vivir santamente su relación constitutiva con el mundo. San Josemaría, en efecto, habla de la «realidad secular», que es el ámbito propio de los laicos, y lo hace en continuidad implícita con el Concilio Vaticano II, que caracteriza a los laicos en virtud de lo que llamó «índole secular» de su condición laical[12]. Esta perspectiva de las palabras de san Josemaría nos invita a indagar en el significado de la secularidad cristiana en general, y en el modo propio de vivirla de la mayoría de los cristianos, es decir, la «índole secular» de los fieles laicos.
Secularidad designa la pertenencia del ser humano al saeculum (mundo en latín), esto es, al mundo creado por Dios. La secularidad es una nota antropológica común a toda persona en virtud de su condición creatural. En este sentido, todo ser humano es secular. La fe y el bautismo no anulan esta condición sino que transforman a la persona en «nueva criatura» llamada a «caminar en novedad de vida» (cf. Rom 6, 4). Esta novedad −ya lo hemos apuntado− no procede del mundo, sino del don de Dios mediante la fe y los sacramentos. San Josemaría presupone en sus oyentes este conocimiento básico de la condición cristiana: la vida nueva de hijos de Dios en Cristo, sostenida y acrecentada por los sacramentos y la oración, que comporta una nueva forma de vivir en el mundo.
Esta vida nueva no anula, decíamos, la secularidad o relación del hombre con el mundo −la misma que el cristiano comparte con los no cristianos−, que sigue siendo elemento de su condición cristiana. Con el bautismo, el mundo y su dinámica no se tornan en un simple escenario donde el bautizado desarrolla su existencia, sino que permanecen como dimensión intrínseca de su vida humana, ahora cristiana. No desaparece la secularidad. Ahora bien, la regeneración bautismal reconfigura decisivamente la relación connatural al mundo −«sana y eleva» la naturaleza, dirá la teología clásica− desde la redención de Cristo y a la espera de la consumación final. En virtud de esta nueva secularidad cristiana, todo bautizado ha de contribuir, dice el Concilio Vaticano II, «a la restauración de todo el orden temporal»[13], a «restablecer rectamente el orden de los bienes temporales y de ordenarlos hacia Dios por Cristo»[14]. Con ello no hay que temer que se confundan entre sí Dios y mundo, sagrado y profano, Iglesia y mundo; pero tampoco están en simple yuxtaposición, sino que constituyen una unidad que implica a la vez relación y diferencia, pues el orden de la gracia y el orden de la creación «aunque se distinguen, se compenetran de tal forma en el único designio de Dios, que el mismo Dios busca, en Cristo, reasumir al universo mundo en la nueva criatura, incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el último día»[15].
El magisterio pontificio ha designado esta nueva relación cristiana con el mundo con la expresión «dimensión secular» de la Iglesia. «La Iglesia −decía san Pablo VI− tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión». «Todos los miembros de la Iglesia −reiteraba san Juan Pablo II− son partícipes de su dimensión secular». Así pues, la secularidad es cualidad común a todos los bautizados. Precisamente porque es una nota común a todos, se ha discutido en la teología reciente qué es la «índole secular» que el Concilio atribuye como propia de los laicos. Clarificar esta cuestión es asunto capital para comprender el alcance teológico de la homilía de san Josemaría.
Si la secularidad es común a todos los bautizados, no se ve entonces cómo pueda ser una cualidad que identifique y diferencie en la Iglesia a los laicos en cuanto tales. En realidad, laico designaría la condición cristiana sin más, al cristiano sin otra cualificación. Según esto, no existen en rigor cristianos laicos, sino cristianos. El término laico podría tener un uso práctico, pero no añadiría una cualidad propia a la condición bautismal. En cambio, quienes se caracterizan en la Iglesia por algo serían los ministros ordenados −el sacramento del orden− y los religiosos −un carisma especial−.
Nótese que la raíz de esta objeción es la identificación de la secularidad común a todos, que deriva del bautismo, con la «índole secular» de los laicos. Se olvida que la secularidad o «dimensión secular de la Iglesia» no se realiza de modo unívoco. Pablo VI y Juan Pablo II, tras afirmar que la relación con el mundo es una cualidad común a todo bautizado, precisan que «se realiza de formas diversas en todos sus miembros» (Pablo VI); si todos son partícipes de ella, no obstante «lo son de formas diversas» (Juan Pablo II). Existen modos diferentes de realizar la secularidad cristiana, según la diferente condición de los bautizados, como ministros, o religiosos o laicos. Si todos los laicos son cristianos, no todos los cristianos son laicos. Esto significa que existe algo propio en la condición laical que puede cambiar en otra. Esa cualidad caracterizadora de su vocación cristiana es la «índole secular», que el Concilio atribuye a los laicos, que constituye su forma propia de vivir la secularidad, diferente de otras −la de los religiosos, por ejemplo−, y que se caracteriza porque se lleva a cabo «desde dentro» del mundo mismo. En esa línea se mueve la segunda precisión que debemos anotar.
En efecto, cuando el Concilio Vaticano II dice que «a los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales», se remite a las circunstancias que configuran la existencia de los laicos: «Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida»[16]. Esta «realidad secular» que describe el Concilio, y que san Josemaría presenta en su homilía como lugar de santidad, no es una simple circunstancia sociológica irrelevante. Si ese fuera el caso, el mundo sería simple escenario pastoral y ocasión externa para la vida y el testimonio cristiano, pero el mundo y sus tareas quedarían intocadas por la gracia y ajenas a la fe cristiana. Por el contrario, según el Concilio, esa realidad secular se transforma para los laicos en verdadera vocación divina: «Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo»[17]. Dios asigna a ese cristiano como vocación y misión, para buscar el Reino de Dios, el lugar que ya tenía en el orden de la creación −y que comparte con los no cristianos−. Por eso, san Juan Pablo II, al tratar de la identidad eclesial de los laicos, hacía notar que «la “índole secular” del fiel laico no debe ser definida solamente en sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico», y concluía: «La condición eclesial de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad cristiana y caracterizada por su índole secular»[18]. La condición bautismal es, pues, lo sustantivo que define al laico; laico es el adjetivo que cualifica su existencia. Para los laicos, su posición humana en el interior de la dinámica secular cualifica su vocación cristiana y eclesial como laicos.
Si retornamos a la «homilía del campus», las consideraciones anteriores ofrecen el marco teológico adecuado para captar el alcance del eje de la homilía de san Josemaría: la «vida santa en medio de la realidad secular» como el «verdadero lugar» de la existencia cristiana para los fieles laicos donde «encontrar al Señor».
Para concluir, conviene notar que la santificación o restauración del mundo según el designio de Dios no es tarea que ataña de modo exclusivo a los laicos. La misión de toda la Iglesia «no es solo entregar −dice el Concilio Vaticano II− el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico» porque «la obra de la redención de Cristo, mientras tiende de por sí a salvar a los hombres, se propone la restauración incluso del orden temporal»[19]. Este doble momento de la misión, la salvación de los hombres y la restauración del orden terreno según el designio de Dios, es tarea de todos en la Iglesia, cualquiera que sea su posición en ella. Lo exclusivo y propio de los laicos no es, pues, santificar el mundo −también lo hace el monje de otra forma desde su retiro orante−, sino el modo propio de llevarlo a cabo, es decir, desde su situación humana asumida como vocación cristiana. De esta forma los laicos hacen presente a la Iglesia en el mundo en virtud de su existencia cristiana vivida con autenticidad y, por eso, realizadora del Reino de Dios en la medida en que la Iglesia peregrina puede anticipar.
José Ramón Villar, profesor Ordinario de Teología Sistemática, Facultad de Teología (Universidad de Navarra).
Fuente: Nuestro Tiempo.
[A lo largo del curso 2017-18 distintas actividades sirvieron para señalar el aniversario del que se hace eco este ensayo. Desde este link puede acceder al reportaje especial sobre la «homilía del campus» en la web de la Universidad].
[1] Pastoral Concilie van de Nederlandse Kerkprovince (PC), Amersfoort: Katholiek Archief, 1966-1970, 5, 84.
[2] L. Bouyer, La descomposición del catolicismo, Barcelona: Herder, 1969, 51.
[3] Cf. D. Sölle, Ateistisch an Gott glauben, 1968.
[4] PC 5, 24.
[5] Zerbrochene Gottesbilder, Freiburg: Herder, 109-149.
[6] PC 5, 23.
[7] Ídem 6, 80ss.
[8] Conversaciones, n. 113e.
[9] Ídem n. 114e.
[10] Ídem n. 116b.
[11] Ídem 123a.
[12] Cf. Const. dogm. Lumen gentium n. 31.
[13] Decr. Apostolicam actuositatem, n. 5.
[14] Ídem n. 7.
[15] Ídem n. 5.
[16] Const. dogm. Lumen Gentium n. 31.
[17] Ídem n. 31.
[18] Exh. apost. Christifideles laici, n. 15.
[19] Decr. Apostolicam actuositatem, n. 5.
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