En este artículo se estudia con cierto detenimiento y con abundantes textos la relación entre filosofía, fe y cultura cristiana, que ha resultado a veces problemática, quizá porque se tenía una concepción racionalista de la filosofía −casi asimilable a las matemáticas− o porque se creía erróneamente que un cristiano no podía ser un verdadero filósofo
La exposición está organizada a grandes rasgos en sentido histórico con una primera sección dedicada al impacto del cristianismo en la filosofía antigua; en segundo lugar, la grave situación en la modernidad y la reacción de la Iglesia Católica en el siglo XIX; para finalmente sugerir en la tercera sección algunas claves para la renovación de la filosofía cristiana en el siglo XXI.
«Ninguno ha creído a Sócrates hasta morir por su doctrina, pero por Cristo hasta los artesanos y los ignorantes han despreciado no solo las opiniones del mundo, sino también el temor de la muerte» (II Apología, 10). Con estas emocionantes palabras describe san Justino (c.100-165), uno de los primeros filósofos cristianos, el impacto que la predicación del Evangelio tuvo en la vida de muchas personas de los más diversos estratos sociales del Imperio romano. Desde sus primeros momentos el cristianismo aparece como algo mucho más potente que una teoría filosófica o una manera novedosa de entender el mundo, pues irrumpe como un mensaje de redención y de vida. Frente a la sofisticada mitología grecorromana –en la que ya no creían siquiera las personas cultivadas de la época–, el mensaje cristiano aparece como algo revolucionario, del todo subversivo para el orden establecido. Un suceso histórico –el nacimiento, pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret– que ha tenido lugar en un oscuro rincón del Imperio está llamado a transformar por completo la sociedad y en muchos casos la vida de los primeros cristianos se percibe como una amenaza para el Imperio.
El impacto del cristianismo en la civilización grecorromana es enorme. También es grande a su vez el impacto de la cultura helénica en la predicación cristiana de los primeros siglos. Se trata de un fenómeno complejo, muy rico en matices, al que merece la pena prestar atención. Vienen a mi memoria las palabras pronunciadas con tono solemne por el papa san Juan Pablo II en la mañana del 3 de noviembre de 1982 en un aula de la Universidad Complutense de Madrid: «La síntesis entre cultura y fe no es solo una exigencia de la cultura, sino también de la fe. Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida». Se trata de un verdadero desafío intelectual para quienes se dedican profesionalmente a la filosofía y también para los lectores de una revista como esta.
En este artículo voy a estudiar con cierto detenimiento –y con abundantes textos– esta cuestión, que ha resultado a veces problemática, quizá porque se tenía una concepción racionalista de la filosofía –casi asimilable a las matemáticas– o porque se creía erróneamente que un cristiano no podía ser un verdadero filósofo. La exposición está organizada a grandes rasgos en sentido histórico con una primera sección dedicada al impacto del cristianismo en la filosofía antigua; en segundo lugar, la grave situación en la modernidad y la reacción de la Iglesia Católica en el siglo XIX; para finalmente sugerir en la tercera sección algunas claves para la renovación de la filosofía cristiana en el siglo XXI.
El encuentro temprano del cristianismo con la cultura griega queda magníficamente expresado en la escena de san Pablo en el ágora de Atenas cuando es invitado por parte de algunos filósofos epicúreos y estoicos a explicar lo que tiene que decirles. Merece la pena transcribir por extenso la narración, incluido el discurso de Pablo (Hch 17:16-34):
Mientras Pablo los esperaba en Atenas, se consumía en su interior al ver la ciudad llena de ídolos. Dialogaba en la sinagoga con los judíos y los prosélitos, [y] todos los días en el ágora con los que acudían allí. También algunos filósofos epicúreos y estoicos conversaban con él. Unos decían: «¿Qué querrá decir este charlatán?». Y otros: «Parece un predicador de divinidades extrañas» –porque les anunciaba a Jesús y la Resurrección–. Le llevaron con ellos y le condujeron al Areópago diciéndole:
—¿Podemos saber cuál es esa doctrina nueva de la que hablas? Porque haces llegar a nuestros oídos cosas extrañas y queremos saber qué significan.
Todos los atenienses y forasteros que residían allí no se dedicaban a otra cosa que a decir o escuchar algo nuevo. Entonces Pablo, de pie en medio del Areópago, habló:
—Atenienses, en todo veo que sois más religiosos que nadie, porque al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados he encontrado también un altar en el que estaba escrito: «Al Dios desconocido». Pues bien, yo vengo a anunciaros lo que veneráis sin conocer. El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos fabricados por hombres, ni es servido por manos humanas como si necesitara de algo el que da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. Él hizo, de un solo hombre, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra. Y fijó las edades de su historia y los límites de los lugares en que los hombres habían de vivir para que buscasen a Dios, a ver si al menos a tientas lo encontraban, aunque no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en él vivimos, nos movemos y existimos, como han dicho algunos de vuestros poetas: «Porque somos también de su linaje».
Si somos linaje de Dios no debemos pensar, por tanto, que la divinidad es semejante al oro, a la plata o a la piedra, escultura del arte y del ingenio humanos. Dios ha permitido los tiempos de la ignorancia y anuncia ahora a los hombres que todos en todas partes deben convertirse, puesto que ha fijado el día en que va a juzgar la tierra con justicia, por mediación del hombre que ha designado, presentando a todos un argumento digno de fe al resucitarlo de entre los muertos.
Cuando oyeron lo de «resurrección de los muertos», unos se echaron a reír y otros dijeron:
—Te escucharemos sobre eso en otra ocasión.
Así que Pablo salió de en medio de ellos. Pero algunos hombres se unieron a él y creyeron, entre ellos Dionisio el Areopagita, y también una mujer que se llamaba Damaris y varios más.
Al lector de hoy esta narración le impresiona, en primer lugar, por su extraordinaria actualidad: los atenienses cultos de la época no se dedican a otra cosa –según el narrador de los Hechos– más que a escuchar novedades, tal como acontece en nuestra época ansiosa de noticias y de entretenimiento a través de los medios de comunicación y las redes sociales. En segundo lugar, impactan tanto la fuerza de la predicación de Pablo y la calidad de su oratoria como la risa –que resuena hasta hoy– de los filósofos epicúreos y estoicos de Atenas al oír hablar de «resurrección». Solo queda el consuelo de unas pocas conversiones, entre ellos Dionisio y Damaris. En las primeras décadas casi siempre el mensaje cristiano se difunde así, de persona a persona, de familia a familia, de amigos a amigos, de personas interesadas en descubrir la verdad que la encuentran en sus maestros y en la predicación de los apóstoles o sus sucesores. No hay espacio para una discusión meramente teórica, sino que se trata de un mensaje que compromete verdaderamente la vida por entero, cabeza y corazón de los que siguen a Jesús.
Uno de los más antiguos documentos de la comunidad cristiana refleja muy bien esta realidad. Se trata de la Carta a Diogneto escrita a finales del siglo II para defender a los cristianos de algunas calumniosas acusaciones, cuyo manuscrito fue descubierto en 1436 en una pescadería de Constantinopla apilado con el papel de envolver pescado. Merece la pena transcribir unos párrafos:
Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. En efecto, en lugar alguno establecen ciudades exclusivas suyas, ni usan lengua alguna extraña, ni viven un género de vida singular. La doctrina que les es propia no ha sido hallada gracias a la inteligencia y especulación de hombres curiosos, ni hacen profesión, como algunos hacen, de seguir una determinada opinión humana, sino que habitando en las ciudades griegas o bárbaras, según a cada uno le cupo en suerte, y siguiendo los usos de cada región en lo que se refiere al vestido y a la comida y a las demás cosas de la vida, se muestran viviendo un tenor de vida admirable y, por confesión de todos, extraordinario. Habitan en sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña.
Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne. Están sobre la tierra, pero su ciudadanía es la del cielo. Se someten a las leyes establecidas, pero con su propia vida superan las leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los desconoce, y con todo se los condena. Son llevados a la muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos (2 Cor 6:10). Les falta todo, pero les sobra todo. Son deshonrados, pero se glorían en la misma deshonra. Son calumniados, y en ello son justificados. Se los insulta y ellos bendicen (1 Cor 4:22). Se los injuria, y ellos dan honor. Hacen el bien, y son castigados como malvados. Ante la pena de muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos les declaran guerra como a extranjeros y los griegos les persiguen, pero los mismos que les odian no pueden decir los motivos de su odio.
Para decirlo con brevedad, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo.
Realmente impresiona esta descripción, como impresiona la rápida expansión del cristianismo en el Imperio romano. Según atestigua este manuscrito, los cristianos no traen una filosofía, pues su doctrina «no ha sido hallada gracias a la inteligencia y especulación de hombres curiosos», ni tampoco pretenden unánimemente «seguir una determinada opinión humana», sino que son como los demás aportando en particular un estilo de vida mucho más humano («no abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne»).
En este sentido, merece la pena la lectura del libro del sociólogo Rodney Stark La expansión del cristianismo (Trotta, 2009), que propone una explicación fascinante, mucho más creíble que la afirmación al uso de que el cristianismo vino a llenar el vacío dejado por el derrumbamiento del Imperio. A juicio de Stark, «el Imperio romano había alcanzado increíbles cotas de cultura y de arte, pero a la vez era una sociedad dura y a veces incluso cruel con las personas. En ese ambiente, la Iglesia se extendió porque era una comunidad acogedora, donde era posible vivir una experiencia de amor y libertad. Los católicos trataban al prójimo con caridad, cuidaban de los niños, los pobres, los ancianos, los enfermos. Todo eso se convirtió en un irresistible imán de atracción» (Mora, 2012, p. 748).
Amor y libertad: se trata de dos realidades distintas, pero que en el cristianismo se viven íntimamente entrelazadas. «No hay verdadera filosofía sin libertad interior», escribirá Nilo de Ancira. Y esto es así, porque entre los griegos la filosofía era entendida sobre todo como una forma de vida. De esta misma manera fue concebida también por los primeros cristianos y en particular por los primeros cristianos filósofos, san Justino, Clemente de Alejandría, Orígenes o san Agustín.
Para los antiguos griegos la filosofía abarcaba no solo las discusiones teóricas, sino también el conocimiento de uno mismo, e implicaba siempre una forma consecuente de vivir. Por eso merece prestar atención a lo que hacen y ponen por escrito los primeros filósofos cristianos: para ellos la filosofía es esa sabiduría que les permite articular unitariamente los diversos estratos de la existencia humana, entre los que la fe ocupa un lugar central.
Quizá conviene tener presente que desde un punto de vista cultural lo que aparece en aquel momento como mayor enemigo de la fe cristiana es el gnosticismo, mientras que la filosofía platónica o el neoplatonismo son entendidos más bien como aliados de la enseñanza cristiana. Para ilustrar esto puede acudirse al testimonio de san Ireneo (c.130-c.202) que en su libro Contra las herejías sostiene que la razón, junto con la Sagrada Escritura y la Tradición, son las fuentes de la autoridad. En su lucha contra el gnosticismo confía en el carácter razonable de las enseñanzas cristianas. Esta es una característica central de los pensadores cristianos, pues aspiran a mostrar que los contenidos de la fe no son irracionales.
San Justino, el filósofo mártir, llega al cristianismo después de un proceso de búsqueda intelectual por las diversas filosofías de su tiempo. Una vez cristiano, no renuncia a la filosofía, sino que la ve culminada en la revelación cristiana y la valora como una eficaz vía de aproximación. «Porque la filosofía es en realidad el mayor de los bienes y el más preciado ante Dios. Es la única que nos conduce hasta llevarnos a su encuentro. Son santos de veras los que cultivan su mente con la filosofía» (Diálogo con Trifón 2,2; Trevijano, Patrología, p. 113).
Algo semejante se advierte en el elogio de Orígenes que hace san Gregorio Taumaturgo (Elogio del maestro cristiano, n.º 75):
Ensalzaba la filosofía y a los filósofos con grandes panegíricos, y hacía frecuente referencia a ellos, diciendo que solo viven realmente los que poseen una vida conforme a la razón, los que viven rectamente; los que conocen quiénes son ellos mismos en primer lugar, y luego cuál es el verdadero bien que el hombre debe perseguir, y cuál es el verdadero mal que debe rechazar.
Los testimonios podrían multiplicarse mostrando la apertura de los cristianos hacia la filosofía griega, en particular, hacia la tradición platónica que llegan a valorar como un don de Dios por medio del Logos, cuya luz se irradia sobre su imagen terrena, la inteligencia humana (Clemente de Alejandría; Trevijano, Patrología, p. 165).
Como afirmaba lúcidamente Joseph Ratzinger en su Introducción al cristianismo (1968):
La Iglesia primitiva rechazó resueltamente todo el mundo de las antiguas religiones, lo consideró como espejismo y alucinación y expresó así su fe: nosotros no veneramos a ninguno de vuestros dioses; cuando hablamos de Dios nos referimos al ser mismo, a lo que los filósofos consideran como el fundamento de todo ser, al que han ensalzado como Dios sobre todos los poderes; ese es nuestro único Dios.
Y unas páginas más adelante:
La fe cristiana optó por el Dios de los filósofos en contra de los dioses de las religiones, es decir por la verdad del ser mismo en contra del mito de la costumbre. En este hecho se apoya la acusación formulada en contra de la primitiva Iglesia que calificaba a sus miembros de ateos; tal acusación nace de que la primitiva Iglesia rechazó todo el mundo de la antigua religio, de la que no aceptaba nada [...] En la sospecha de ateísmo con la que tuvo que enfrentarse el cristianismo primitivo se ve claramente su orientación espiritual, su opción únicamente en pro de la verdad, su opción únicamente en pro de la verdad del ser.
La fe cristiana se decidió solamente en favor del Dios de los filósofos; en consecuencia este Dios es el Dios a quien se dirige el hombre en sus oraciones y el Dios que habla al hombre. Pero al tiempo la fe cristiana dio a este Dios una significación nueva, lo sacó del terreno de lo puramente académico y así lo transformó profundamente. Este Dios que antes aparecería como algo neutro, como un concepto supremo y definitivo, este Dios que se concibió como puro ser o puro pensar, eternamente cerrado en sí mismo, sin proyección alguna hacia el hombre y hacia su pequeño mundo; este Dios de los filósofos, cuya pura eternidad e inmutabilidad excluye toda relación a lo mutable y contingente, es para la fe el hombre Dios, que no solo es pensar del pensar, eterna matemática del universo, sino agapé, potencia de amor creador. En este sentido se da en la fe cristiana la misma experiencia que tuvo Pascal cuando una noche escribió en un trozo de papel que luego cosió al forro de su casaca, estas palabras: «Dios de Abraham, Isaac y Jacob, no el Dios de los filósofos y letrados».
No es solo que los primeros cristianos que se dedicaron a la filosofía vieran en ella un saber capaz de articular razonablemente su experiencia religiosa, su fe, su vida y sus conocimientos, sino que además defendieron la alianza del cristianismo con la filosofía griega. Benedicto XVI ha defendido que este proceso de helenización no fue un mero azar histórico, sino más bien una exigencia interna de la fe cristiana que nunca se entendió a sí misma como un mito o una religión civil, sino como el mensaje de «la Verdad que salva».
Suele afirmarse que con el Edicto de Milán (año 313) del emperador Constantino termina la persecución de los cristianos. Según los testimonios históricos, incluso el propio Constantino fue bautizado en su lecho de muerte. Se abre ahora un nuevo tiempo para el cristianismo. Por una parte, se van sucediendo las diversas oleadas migratorias de los pueblos llamados bárbaros procedentes de Asia y, por otra, va desarrollándose simultáneamente la evangelización misionera de todas las regiones de Europa. Este proceso tiene un desarrollo tan amplio que puede decirse que en la Edad Media la cultura occidental es eminentemente cristiana. Los monasterios se convierten a menudo en lugares venerados donde se guardan los tesoros culturales de Occidente y bajo el auspicio de las autoridades religiosas van naciendo las universidades en las que se forman los clérigos y quienes van a dirigir la sociedad. Sin embargo, una seria y constante amenaza para la cultura cristiana es la expansión del islam que será combatido militarmente durante siglos desde la batalla de Poitiers (732) hasta las guerras contra el Imperio otomano del siglo XVIII al XIX pasando por Lepanto (1571) y tantos otros lances con los ejércitos musulmanes.
En este amplio espacio de tiempo, la filosofía se hace y se enseña principalmente en las universidades: Bolonia, París, Oxford, Salamanca y tantas otras que van floreciendo paulatinamente en los países europeos. En torno a estos centros académicos brillan los grandes filósofos de la época medieval: san Anselmo de Canterbury, Pedro Abelardo, santo Tomás de Aquino, Duns Scoto, san Buenaventura, Pedro Hispano, Guillermo de Ockham y muchos otros. La llamada Baja Edad Media (siglos XI-XV) es una época de gran florecimiento de la filosofía que se hace en las escuelas. Se trata de la denominada Filosofía escolástica, que recuperó una parte importante de la tradición grecolatina para intentar comprender mejor y expresar con más nitidez conceptual los contenidos de la fe cristiana. En este sentido, la filosofía era calificada por los autores medievales como ancilla theologiae, esto es, sierva de la teología, que era considerada como el saber humano más alto.
Sin embargo, cabe afirmar con Pierre Hadot que la profesionalización de la filosofía a partir del siglo XIII en las universidades trajo consigo muy probablemente una cierta desvitalización por estar desgajada de la dimensión de perfeccionamiento personal que tenía la filosofía entre los griegos y entre los primeros cristianos filósofos. Las disputas entre las escuelas o la trivialización de la genuina búsqueda de la verdad mediante enredos verbales sofísticos escandalizaban a pensadores como Tomás Moro o Juan Luis Vives, que critican muy severamente a los lógicos tardomedievales. La crítica principal de Vives a la lógica de París consistía en la acusación de que había perdido el contacto con los problemas reales. Viene a ser lo mismo que tantas veces se reprocha hoy a la filosofía académica cuando se afirma que hay que transformarla en un instrumento práctico y útil, ya que el genuino pensamiento ha de estar unido necesariamente a la experiencia vital y concreta.
Este fenómeno de desvitalización de la filosofía se generalizó en la Edad Moderna cuando los filósofos comenzaron a verse a sí mismos más como hombres de ciencia que como maestros de vida. Además, muchos de ellos pusieron su fe religiosa al margen de su trabajo como filósofos, defendiendo una supuesta autonomía de la razón frente a cualquier sumisión teológica o intromisión religiosa. El símbolo moderno de esta actitud puede encontrarse en David Hume (1711-1776), quien en su Investigación sobre el entendimiento humano (III, 12) envía a la hoguera todos los libros que no superen unos estrictos criterios científicos. Merece la pena releer aquel famoso párrafo suyo:
Cuando recorremos las bibliotecas persuadidos de estos principios, ¡qué estragos no debiéramos hacer! Si tomamos en nuestras manos cualquier volumen de teología [divinity] o metafísica escolástica, por ejemplo, preguntémonos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad o el número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental sobre cuestiones de hecho y existencia? No. Entonces destinémoslo a las llamas, ya que no puede contener nada más que sofística o engaño [illusion].
El pensamiento ilustrado que se desarrolla en Europa desde mediados del siglo XVII hasta principios del XIX (y llega hasta nuestros días bajo la forma del cientismo dominante) proclama, entre otras cosas, la independencia de la razón humana y defiende la audacia para pensar sin miedo hasta eliminar toda oscuridad y todo temor. Así escribirá Kant en ¿Qué es la Ilustración? (1784):
Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es el culpable de dicha minoría de edad cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de resolución y valor para servirse del suyo propio sin la guía del de algún otro. Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración.
Pereza y cobardía son las causas merced a las cuales tantos hombres continúan siendo con gusto menores de edad durante toda su vida, pese a que la naturaleza los haya liberado hace ya tiempo de una conducción ajena (haciéndoles físicamente adultos); y por eso les ha resultado tan fácil a otros el erigirse en tutores suyos. Es tan cómodo ser menor de edad. Basta con tener un libro que supla mi entendimiento, alguien que vele por mi alma y haga las veces de mi conciencia moral, un médico que me prescriba la dieta, etc., para que yo no tenga que tomarme tales molestias. No me hace falta pensar, siempre que pueda pagar; otros asumirán por mí tan engorrosa tarea.
La filosofía moderna de cuño racionalista –que culmina en el idealismo alemán– recibe un notable influjo de la reforma protestante caracterizada por la radical separación entre fe y razón. Los ilustrados tienden a presentar la religión como algo del todo opuesto a la razón, como algo propio de aquella minoría de edad de la que hablaba Kant, que ya no tendrá cabida en una sociedad adulta, en una cultura científica.
Por supuesto, en el seno de la Iglesia Católica había una clara conciencia de esta «crisis cultural» que afectaba tan gravemente a la fe cristiana y en esa dirección ha de entenderse la Constitución Dei Filius (1869) del Concilio Vaticano I sobre las relaciones entre fe y razón y, muy especialmente, la encíclica Aeterni Patris (1879) de León XIII, dedicada precisamente a «la reconstrucción cristiana de la filosofía». Merece la pena recoger aquí la descripción que hacen Illanes y Saranyana en su Historia de la Teología (pp. 301-302):
¿Cómo puede explicarse que, en sociedades formadas mayoritariamente por cristianos, la cultura haya tomado una orientación acristiana, por no decir anticristiana, y que incluso los cristianos hayan desarrollado filones de pensamiento que han contribuido de hecho a esa deriva cultural?, se pregunta León XIII. La razón de todo ello radica –responde– en que se ha procedido a filosofar basándose en la sola razón, abandonando el philosophandi genus, el estilo de filosofar, que caracterizó a los grandes autores de las épocas patrística y medieval, o sea, un filosofar situado en el contexto de la fe e iluminado por ella. En coherencia con ese juicio, el papa León XIII propugna un modo de proceder intelectual en el que la filosofía, fundada en una razón anclada en lo real y abierta a la fe, contribuya a la salud de la inteligencia y facilite la profundización en la comprensión de la verdad cristiana.
En conformidad con este juicio en las décadas siguientes se produce una fuerte renovación de la filosofía en el mundo católico, con un especial énfasis en las enseñanzas de santo Tomás de Aquino. Se trata del movimiento neotomista que tuvo gran auge en los seminarios y universidades del mundo católico en las primeras décadas del siglo XX. Se trataba de mostrar que la Escolástica y sus enseñanzas no eran incompatibles con el progreso de la cultura y las ciencias positivas, sino que podía integrar estos nuevos conocimientos en un marco teórico más rico. Un papel central en este desarrollo lo tuvieron el cardenal Mercier (1851-1926) en Lovaina y sobre todo Étienne Gilson (1884-1978) en Francia. Este último fue el impulsor de un amplio debate acaecido en París (1931) y Juvisy (1933) sobre la legitimidad del propio término «filosofía cristiana», cuyo eco llega hasta nuestros días.
El siglo XX ha visto un papa filósofo, san Juan Pablo II, que fue profesor de filosofía antes de ser obispo y que se interesó muy vivamente a lo largo de toda su vida por la aculturación de la fe, por el diálogo con las ciencias, por la articulación de la filosofía, la teología y los demás saberes al servicio de una nueva «civilización del amor». Por todo esto, merece especial atención lo que escribe en la encíclica Fides et Ratio (1998) donde se hace también eco de aquellos debates de décadas antes. Transcribimos aquí parcialmente la magnífica sección n.º 76 dedicada específicamente a la filosofía cristiana, que resulta de una luminosa claridad:
Una segunda posición de la filosofía es la que muchos designan con la expresión filosofía cristiana. La denominación es en sí misma legítima, pero no debe ser mal interpretada: con ella no se pretende aludir a una filosofía oficial de la Iglesia, puesto que la fe como tal no es una filosofía. Con este apelativo se quiere indicar más bien un modo de filosofar cristiano, una especulación filosófica concebida en unión vital con la fe. No se hace referencia simplemente, pues, a una filosofía hecha por filósofos cristianos, que en su investigación no han querido contradecir su fe. Hablando de filosofía cristiana se pretende abarcar todos los progresos importantes del pensamiento filosófico que no se hubieran realizado sin la aportación, directa o indirecta, de la fe cristiana.
Dos son, por tanto, los aspectos de la filosofía cristiana: uno subjetivo, que consiste en la purificación de la razón por parte de la fe. Como virtud teologal, la fe libera la razón de la presunción, tentación típica a la que los filósofos están fácilmente sometidos. Ya san Pablo y los Padres de la Iglesia y, más cercanos a nuestros días, filósofos como Pascal y Kierkegaard la han estigmatizado. Con la humildad, el filósofo adquiere también el valor de afrontar algunas cuestiones que difícilmente podría resolver sin considerar los datos recibidos de la Revelación. Piénsese, por ejemplo, en los problemas del mal y del sufrimiento, en la identidad personal de Dios y en la pregunta sobre el sentido de la vida o, más directamente, en la pregunta metafísica radical: «¿Por qué existe algo?»
Además está el aspecto objetivo, que afecta a los contenidos. La Revelación propone claramente algunas verdades que, aun no siendo por naturaleza inaccesibles a la razón, tal vez no hubieran sido nunca descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola. En este horizonte se sitúan cuestiones como el concepto de un Dios personal, libre y creador, que tanta importancia ha tenido para el desarrollo del pensamiento filosófico y, en particular, para la filosofía del ser.
Son luminosas estas afirmaciones del papa filósofo, porque remarcan específicamente que la fe no es solo una norma negativa para el filósofo, sino que verdaderamente la revelación y experiencia religiosas son capaces de alimentar positivamente la reflexión de los cristianos que se dedican a la filosofía.
Solo resta añadir ahora que el eje central de las enseñanzas de Benedicto XVI –su ariete intelectual en el panorama a veces desolador de la cultura postmoderna– se encuentra muy probablemente en su reiterada afirmación de que es preciso ensanchar la razón humana para que en ella quepan el corazón, los sentimientos, la belleza y la bondad, «las fuerzas salvadoras de la fe, el discernimiento entre el bien y el mal» (Spe salvi, n.º 23); para que en ella puedan encontrar cabida aquellos elementos más humanos que fueron desechados por el materialismo científico ilustrado dominante en los dos últimos siglos. Este es también el núcleo del famoso discurso de Ratisbona:
Este intento de crítica de la razón moderna desde su interior, expuesto solo a grandes rasgos, no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al período anterior a la Ilustración, rechazando de plano las convicciones de la época moderna. [...] La intención no es retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso. [...] Solo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir su horizonte en toda su amplitud.
Efectivamente, la clave para poder desarrollar verdaderamente una filosofía cristiana radica, en primer lugar, en ensanchar la propia noción de conocimiento no solo para que haya espacio para la fe, sino incluso para que sea posible comprender bien la propia actividad intelectual de quienes se dedican a buscar y tratar de comprender la verdad a través de las ciencias o de la filosofía. Razón y revelación no son antagónicas, sino que pueden colaborar: «La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo» (Fides et Ratio, n.º 1). Tenemos bien experimentado que los seres humanos, si son razonables, descubren que hay realidades misteriosas que superan sus pobres razonamientos limitados, pero también comprobamos que siempre se puede pensar más y que, en última instancia, la razón humana no puede dar razón de sí misma.
Para el autor de estas páginas, las enseñanzas de san Josemaría Escrivá sobre los primeros cristianos afectan muy directamente al modo de concebir y desarrollar el trabajo de quienes se dedican a la filosofía en el horizonte de hoy. A mi modo de ver, les está diciendo que, como los primeros cristianos, deben aspirar a una síntesis personal de fe y vida en su trabajo filosófico de la que puedan aprender los demás, y que esa genuina articulación vital solo es posible en el marco de una profunda y verdadera libertad personal puesta al servicio de la humanidad entera.
3.1. Amor a la libertad
San Josemaría fue toda su vida un enamorado de la libertad. En Amigos de Dios (nº 32) escribió:
Cuando, durante mis años de sacerdocio, no diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal, noto en algunos un gesto de desconfianza, como si sospechasen que la defensa de la libertad entrañara un peligro para la fe. Que se tranquilicen esos pusilánimes. Exclusivamente atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje.
San Josemaría no temía a la libertad, porque sabía bien que es un don de Dios y que en el maravilloso juego de libertad y responsabilidad es donde verdaderamente acontece la vida cristiana: sin libertad no se puede amar a Dios.
Sin duda, la afirmación de la primacía existencial de la libertad es válida para todos los hombres, sea cual sea su trabajo o situación en la sociedad, pero resulta del todo indispensable para quienes como los filósofos se dedican profesionalmente al cultivo de la vida intelectual. Sin libertad no hay filosofía. No es posible una genuina reflexión filosófica cuando la persona que piensa no vive en libertad o no tiene al menos la libertad interior necesaria para comprender la necesidad y así –parafraseando a Hegel– trascender la necesidad al comprenderla (Leonardo Polo). Esto es así, porque la fuente de una genuina vida intelectual es siempre la propia espontaneidad creativa de quien no transfiere a otros –sea la tradición, la autoridad o las modas– las riendas de su vivir y de su pensar, sino que aspira a forjar mediante su propia reflexión una articulación personal de pensamiento y vida.
Ese trabajo de síntesis o armonización de los diferentes horizontes de la existencia solo puede llevarse a cabo en un clima de efectiva libertad, pues esa síntesis siempre es personal. Requiere el estudio atento de las razones de quienes nos han precedido en el análisis de esos mismos problemas, pues no basta con aceptar acríticamente lo que otros han pensado previamente, sino que en cierto sentido es necesario volver a pensar de nuevo todo, volver a dar vida a aquellos pensamientos para poder incorporar a nuestra vida los que superen con éxito ese escrutinio. Esta tarea demanda audacia y confianza en las fuerzas de la propia razón y, sobre todo, un verdadero empeño en pensar por uno mismo; para ello se requiere el fomento de la creatividad personal, el desarrollo de la originalidad, pues solo así puede alcanzarse aquella síntesis vital capaz de conferir sentido a las inquietudes más profundas.
A veces se ha dicho que los límites de la libertad creativa de los filósofos cristianos se encuentran en los contenidos de la fe católica que se convierten en una norma negativa para su trabajo profesional: si en su investigación llegaran a una conclusión opuesta a la doctrina revelada sabrían por la fe que su razonamiento habría errado en alguno de sus pasos y deberían rehacerlo. Es esta una visión muy pobre. Por una parte, el contenido cognitivo de la fe católica es una tradición que admite una pluralidad de descripciones, pero, por otra, la fides quaerens intellectum no se conforma con no lesionar la fe, sino que busca positivamente progresar en la comprensión de la fe y en la articulación razonable de fe y vida hasta lograr una síntesis personal y vital de lo humano y lo cristiano. En este sentido, puede decirse que los cristianos de hoy que se sienten vocacionalmente llamados al trabajo filosófico aspiran a mucho más que a llegar a conclusiones que no se opongan a la fe: aspiran a forjar en su vida y en su trabajo, mediante el libre ejercicio de su razón, una articulación vital de sus convicciones cristianas y de su creatividad filosófica que pueda hacer avanzar la comprensión que la humanidad tiene de sí misma, y que puedan entregar a otros para que prosigan la tarea. Por eso, para un cristiano la filosofía no es solo libertad, sino que es también y sobre todo responsabilidad, tarea, vocación de servicio.
3.2. Vocación de servicio
El cristiano que se dedica a la filosofía en el siglo XXI no puede estar movido por un mero afán erudito. La filosofía tiene para esa persona un claro sentido de misión, pues, si es coherente con su fe, tratará de acercar su pensamiento a su vida, intentará articular inteligentemente erudición y creatividad, y procurará integrar la dilucidación histórica con los problemas que acucian hoy a nuestra sociedad.
En un mundo como el nuestro en el que la vida de tantas personas y organizaciones se encuentra –casi siempre– alejada del examen inteligente de uno mismo y de lo que acontece en la sociedad, no podemos permitirnos una filosofía que se aparte de los verdaderos problemas humanos, tal como ha hecho buena parte de la filosofía moderna. Quienes nos dedicamos a cultivar el pensamiento somos en expresión de Husserl los «funcionarios –los servidores– de la humanidad»: tenemos como misión propia el mantener vivos la libertad de espíritu, el afán por la justicia y la paz, el cultivo de las ansias de comprender que albergan los corazones humanos. Vienen aquí al caso aquellas memorables palabras finales de la conferencia de Husserl en Viena el 10 de mayo de 1935:
(...) la crisis de la existencia europea solo tiene dos salidas: la decadencia de Europa, alienada de su propio sentido racional de la vida, [con la consiguiente] caída en el odio del espíritu y la barbarie, o el renacimiento de Europa desde el espíritu de la filosofía mediante un heroísmo de la razón que supere definitivamente el naturalismo.
Han pasado ochenta años desde aquellas memorables palabras. Europa atravesó la penosa experiencia de una terrible nueva guerra mundial y el horror del Holocausto. Sin embargo, son bastantes los elementos que llevan a pensar que la avanzada sociedad occidental sigue hoy en aquella peligrosa situación, caracterizada por una radical desconfianza hacia la razón libre, el pensamiento independiente y, por supuesto, el desprecio hacia las humanidades en general.
Hay un texto particularmente luminoso de san Josemaría en el que describe algunas de las características que debe fomentar una genuina formación intelectual. Merece la pena su transcripción por entero (Surco, n.° 428):
Para ti, que deseas formarte una mentalidad católica, universal, transcribo algunas características:
—amplitud de horizontes, y una profundización enérgica, en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica;
—afán recto y sano —nunca frivolidad— de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia...;
—una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos;
—y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida.
Como muestra bien esta enumeración, para san Josemaría nada hay más alejado de una auténtica formación intelectual que una enseñanza cerrada sobre sí misma: una genuina formación filosófica requiere siempre amplitud de horizontes, un buen conocimiento de las aportaciones de las ciencias, la atención a las orientaciones del pensamiento contemporáneo y una actitud positiva y abierta a las transformaciones sociales y culturales de las formas de vida.
Hay dos de las características incluidas en esa descripción, que son como el anverso y el reverso de una misma moneda, en las que merece la pena detenerse: se trata de la profundización enérgica en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica y en el afán recto y sano por renovar las doctrinas del pensamiento tradicional en la filosofía y en la interpretación de la historia. En la comprensión de una ajustada articulación de estas dos características –que a primera vista podrían parecer incluso opuestas– está en juego el descubrimiento de que la vocación a la libertad que entraña el ser cristiano y filósofo implica necesariamente la responsabilidad de poner el mejor esfuerzo en volver a pensar las doctrinas permanentes de la tradición, y en tratar de expresarlas con categorías y palabras actuales de forma que puedan ser comprendidas por los demás.
3.3. Seguir a santo Tomás
San Josemaría –fiel a las enseñanzas del Magisterio– recomendaba a quienes se dedican profesionalmente a la filosofía que siguieran a Tomás de Aquino:
Debemos ciertamente cultivar la doctrina del Doctor Angélico, pero del mismo modo que él la cultivaría si hoy viviese. Por eso, algunas veces habrá que llevar a término lo que él mismo solo pudo comenzar; y por eso también, hacemos nuestros todos los hallazgos de otros autores que respondan a la verdad.
Nada más alejado de la verdadera filosofía que una repetición muerta de viejas doctrinas cuyo genuino sentido es casi imposible hoy en día descubrir, porque responden a menudo a problemas o cuestiones de tiempos que no son los nuestros. Al invitar a los cristianos a que cultiven la filosofía tal como lo haría Tomás de Aquino si viviera hoy, san Josemaría estaba destacando no solo los formidables logros intelectuales del Aquinate, sino sobre todo la actitud con la que afrontó su trabajo filosófico.
Santo Tomás concibió su reflexión filosófica como una forma de vida, como una actividad comunicativa, como un esfuerzo personal de penetración y de exposición, marcado en toda su hondura por una clarísima finalidad apostólica, por un empeño por renovar las doctrinas típicas del pensamiento heredado y por expresarlas de una forma más articulada y atractiva para sus contemporáneos. Por eso obtuvo un excelente conocimiento de la ciencia de su época e incluso cultivó en muchas ocasiones la belleza literaria en la expresión. Pero quizá la actitud de Tomás de Aquino que da mejor razón de la permanente actualidad de su pensamiento es, en particular, su generosa apertura a la realidad y a las razones de los demás: como la realidad es multilateral, como tiene una ilimitada multiplicidad de aspectos, la verdad no puede ser agotada por ningún conocimiento humano, sino que queda siempre abierta a nuevas formulaciones. Nada más ajeno al espíritu de Tomás de Aquino que la simple repetición de sus enseñanzas como si constituyeran un sistema cerrado o una verdad definitivamente clausurada.
Al contrario, resulta mucho más certero considerar que la genuina herencia de Tomás de Aquino es el reconocimiento de la capacidad de verdad de los seres humanos, de la convicción de que en cada esfuerzo intelectual hay algún aspecto luminoso del que podemos aprender, de que la verdad humana está constituida por el saber acumulado construido entre todos a través de una historia multisecular de intentos, errores, rectificaciones y aciertos: Omnes enim opiniones secundum quid aliquid verum dicunt (Tomás de Aquino, 1 Dist. 23 q. 1, a. 3). El beato Álvaro del Portillo escribía:
Con sensibilidad vivamente actual, Juan Pablo II encuentra una válida aplicación de aquel principio de Tomás de Aquino en la investigación científica, afirmando que «esta presencia de la verdad, sea meramente parcial e imperfecta y a veces distorsionada, es un puente, que une a unos hombres con otros y hace posible el acuerdo cuando hay buena voluntad» (Juan Pablo II, 1980, p. 401).
La vocación del filósofo no se corresponde con la sombría figura de El pensador de Rodin o la tópica imagen de Descartes solitario junto a la estufa. El individualismo típico de la filosofía moderna es, a nuestro juicio, del todo opuesto a la tradición intelectual que se expresa en los diálogos platónicos, las disputationes medievales o el trabajo en equipo de los grupos de investigación contemporáneos. En este sentido, puede decirse que el trabajo en filosofía ha de ser siempre una tarea cooperativa, de cooperación en el espacio y en el tiempo con todos aquellos que buscan la verdad y, por tanto, también una tarea en buena medida interdisciplinar, de diálogo efectivo con todos los demás saberes que desde su peculiar perspectiva captan aspectos diversos de una verdad unitaria.
De modo semejante a como los primeros filósofos cristianos transformaron la cultura grecolatina en la que vivían, porque se atrevieron a pensar radicalmente la fe que profesaban, los filósofos cristianos del tercer milenio están llamados a llevar a cabo esa nueva articulación cultural que contrarreste por superación la trágica escisión moderna entre fe y razón, entre vida y filosofía. Hoy en día sabemos que esa nueva síntesis no puede realizarse de ningún otro modo más que trabajando cooperativamente, escuchándonos los unos a los otros, aprendiendo de todos, pues la verdad no es algo que se pueda poseer individualmente, sino que es más bien el fruto de la cooperación interdisciplinar en el espacio y en el tiempo de todos aquellos que han dedicado sus mejores esfuerzos a alcanzarla.
Referencias
Mora, M. (2012). Diez claves para la comunicación de la fe. Scripta Theologica, 44, 739–749.
Juan Pablo II, Discurso 13 de octubre 1980. En Portllo, A. (1995). Rendere amabile la verità. Vaticano: Librerìa Editrice Veticana.
Jaime Nubiola
Profesor de Filosofía en la Universidad de Navarra
[Conferencia pronunciada en la Fundación Rafael del Pino de Madrid el 17 de mayo de 2017]
Fuente: feylibertad.org.
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