El cardenal Gregorio Rosa Chávez documenta algunos aspectos de la vida de Óscar Romero, a partir de su conocimiento personal y de una fuente de gran riqueza, aún por explorar: los apuntes que tomaba Romero con motivo de sus retiros espirituales
He pensado varias veces si sería interesante compartir mi experiencia junto a Monseñor Romero en un punto concreto: su relación con el Opus Dei. Pretendo sólo ofrecer algunos retazos y detalles que sólo yo conozco y creo que vale la pena compartirlos en vísperas de su canonización. Para ello utilizaré también una fuente casi inédita: sus apuntes de retiros espirituales desde antes de ser obispo hasta un mes antes de su asesinato.
El Padre Óscar Romero, como todos los obispos del país en aquel tiempo, recibió la visita del entonces Padre Fernando Sáenz Lacalle −Don Fernando− para pedirle que pusiera por escrito su apoyo a la canonización del fundador del Opus Dei. Es conocido el texto tan laudatorio que escribió el futuro arzobispo de San Salvador. Por cierto que cuando fue nombrado obispo de Santiago de María, suscribió a todos los sacerdotes de esta pequeña diócesis a la revista Palabra.
Siendo yo seminarista acompañé al Padre Romero un par de veces a la Residencia Doble Vía, en San Salvador, donde vivían estudiantes universitarios, la mayoría de la zona oriental del país, dirigida por la Obra. Él era muy cercano a la Obra y tenía como director espiritual a un sacerdote del Opus Dei. Creo que el último fue Don Fernando y con él consultó antes de aceptar la elección como obispo auxiliar de San Salvador. Consta que pidió a Don Fernando consejo en relación con el arzobispo de entonces, Luis Chávez y González y, sobre todo, con su auxiliar Arturo Rivera Damas. Y, por su parte, la Nunciatura le encomendó estar atento a la actuación de estos prelados e informar oportunamente al Vaticano si advertía algo en la línea pastoral de estos jerarcas que no estuviera acorde a las normas de la Iglesia.
Años más tarde, cuando Monseñor Romero sucedió a Monseñor Chávez en la sede arzobispal, entramos en un escenario muy diferente: Monseñor Romero, en su carta pastoral programática La Iglesia de la Pascua (abril 1977), hace un elogio bellísimo de su antecesor al afirmar que empuña el timón de la nave arzobispal “con el respeto y delicadeza de quien siente que ha recibido una herencia de incalculable valor para continuar llevándola y cultivándola a través de nuevos y difíciles horizontes” (p. 5).
En la misma carta pastoral, justamente a la mitad del texto, describe su utopía de Iglesia, tomándola de los documentos de Medelllín: “Que se presente cada vez más nítido el rostro de una Iglesia auténticamente pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida en la liberación de todo el hombre y de todos los hombre” (Juventud, 15). La palabra “pascual” aparece toda ella en legras mayúsculas en el texto. Estamos al inicio de su ministerio arzobispal y ya ha tenido que recoger el cadáver del primer sacerdote asesinado, el Padre Rutilio Grande.
Esa utopía la hizo realidad, firmándola con su sangre: nos dejó una Iglesia martirial, libre ante todo poder y totalmente comprometida con los pobres y los que sufren. Monseñor Romero fue, como reza la bula de beatificación, “pastor según el corazón de Cristo, evangelizador y padre de los pobres, testigo heroico del Reino de Dios”.
Esta bella descripción del testigo de Cristo el mismo Papa Francisco la completó al día siguiente, a la hora del Regina Coeli, al señalar que “este diligente pastor, siguiendo el ejemplo de Jesús, eligió estar en medio de su pueblo, especialmente de los pobres y los oprimidos, incluso a costa de su vida” (24 de mayo 2015).
Estamos al inicio de tres años dramáticos marcados por una profunda polarización incluso dentro de la Iglesia. En El Salvador abundaban las “relecturas” de Medellín; es bueno recordarlo cuando acabamos de celebrar los cincuenta años de este acontecimiento capital para la Iglesia en América Latina. Y es oportuno subrayar que sólo en este continente se dio una “recepción” oficial de los documentos conciliares. Era una época en la que los matices apenas existían: “Tienes que definirte”, decían los más radicales apóstoles de la liberación, “o estás con el pueblo oprimido o estás con los opresores”.
Con esta realidad le tocó bregar al venerable pastor. Y en este contexto me confió que estaba recibiendo fuertes presiones para que obligara al Opus Dei a asumir de lleno esos planteamientos, que algunos consideraban “la línea de la arquidiócesis”. A pesar de todo, Monseñor Romero mantuvo la amistad y el trato con los miembros de la Obra, escuchando con atención sus observaciones y sugerencias. Prueba de ello es que el día de su muerte había pasado toda la mañana, por invitación de Don Fernando, que lo llegó a recoger al arzobispado, junto al mar. Les acompañaron varios sacerdotes y se dedicaron sobre todo a estudiar documentos relacionados con la formación sacerdotal. Al regresar del paseo, Monseñor Romero pasó por la casa de los jesuitas en Santa Tecla, y se confesó. Esto consta por varios testimonios, siendo el más fehaciente el de su confesor, el jesuita Segundo Azcue. Una hora después ocurrió el sacrílego asesinato.
El Opus Dei aparece de nuevo en escena cuando, después de la inesperada muerte de Monseñor Arturo Rivera Damas, inmediato sucesor de Romero, es elegido como arzobispo de San Salvador Monseñor Fernando Sáenz Lacalle, quien nació en España pero llegó a El Salvador recién ordenado sacerdote. Recordemos que la primera reacción de mucha gente no fue favorable a Monseñor Sáenz. En este contexto la revista Palabra publicó una breve nota de Rutilio Silvestri en la que sostenía que era obvio que el cargo recayera precisamente sobre uno de los mejores amigos del pastor asesinado, ya que por largo tiempo había sido su confidente e incluso su director espiritual. Sería interesante explorar en forma crítica esta faceta del sacerdote y obispo Óscar Romero, así como su relación con la Obra en los tres años de su intenso y difícil pastoreo de esta porción de la Iglesia de Dios.
Como una contribución inicial voy a acudir a una fuente prácticamente inédita: sus apuntes de ejercicios espirituales, los cuales abarcan desde el año 1966, cuando aún no era obispo, hasta el retiro que realizó un mes antes de su muerte, en febrero de 1980. Estos apuntes ya están a disposición del público, aunque todavía en forma selectiva. Son en total 324 páginas. En cada página encontramos las notas escritas con su puño y letra, y, en la parte superior, la transcripción en letras de imprenta para facilitar la lectura del texto escrito a mano.
En el retiro que realiza junto al lago de Ilopango en septiembre de 1968 −el año anterior ha celebrado sus bodas de plata sacerdotales−, hay varias alusiones a Camino, el célebre librito de san Josemaría. En la meditación sobre el pecado anota estos propósitos:
“Más vida interior, más servicio a los demás. Negativamente: estrategia. Alejarse del peligro (Camino). Plan de vida. Luchar contra el pecado venial: sed perfectos. Ansia de reparación y penitencia (Camino). Hora de espiritualidad (…). Yo moriré. Otoño… yo seré hoja muerta (Camino). Humildad. El mundo seguirá. Nadie se acuerda de los que pasaron”. Y al hacer el examen de conciencia, anota: “Lo más importante, un acto de amor (Camino)”.
En estos detallados apuntes, encontramos al final varias referencias a la revista Palabra, una al meditar el evangelio de Marta y María (Camino: el sagrario en Betania). En la parte final transcribe esta cita de una carta del Prelado escrita en 1950: “Cada uno debe santificar su profesión, santificarse en su profesión, santificar con su profesión”. Hay espacio incluso para una anécdota de San Josemaría, que dijo en una charla, al saber que acababa de morir su madre: “La madre del sacerdote debe morir tres horas después del hijo”.
Del 10 al 14 de noviembre de 1969 participó en el retiro predicado por el Padre Juan Izquierdo, del Opus Dei. En este momento, Romero se desempeña como Secretario General de la Conferencia Episcopal de El Salvador y sólo puede estar presente en forma intermitente porque debe cumplir tareas que le encomienda Monseñor Pedro Arnoldo Aparicio, presidente del episcopado. Sin embargo, deja constancia de su decepción porque no hay un clima adecuado para el encuentro con Dios: “Falta de recogimiento. La ‘mancha brava’ rompió definitivamente el silencio… Interrumpo mi retiro el 11, que lo dedico todo a preparar la agenda […]. El 12 amanezco de nuevo en Apulo. Haré lo que pueda estos tres días”. En la página siguiente, anota brevemente: “26 de enero (de 1970). Confesión con el Padre Javier”.
Pocas líneas más abajo encontramos esta frase, escrita el 21 de abril de 1970: “El Señor Nuncio me notifica voluntad del Papa. Debo responder mañana. Consulta con el Padre Fernando”. Al día siguiente anota lo que éste le dice; vale la pena transcribirlo íntegramente: “Elementos positivos: línea de dirección espiritual. a) Frente al problema base: tomarlo como sacrificio, expiación y tomar en serio la enmienda: fuga de ocasiones, vida intensa de oración y mortificación. b) Frente a la tentación de triunfalismo: ver una seria responsabilidad, un servicio nada fácil, un trabajo en la presencia de Dios. c) Frente a la tentación de pusilanimidad: verlo como trabajo ante Dios, servicio y orientación a millones de almas. El Buen Pastor da su vida por sus ovejas”.
A renglón seguido, con fecha 8 de junio de 1970 (Colegio Belén), escribe: “El 21 de abril (¡21 tenía que ser!) como a las 6 p.m. me notificó el Señor Nuncio mi designación p. obispo auxiliar de Monseñor Arzobispo. Debía responder al día siguiente. Consulté al P. Sáenz, al Dr. Dárdano, al P. Navarrete”. Sigue un breve resumen de lo que cada uno de los consultados le dice.
Lo que anota a continuación marcó a fuego al obispo novato: “La Asamblea Plenaria del Episcopado de Centro América y Panamá en Antigua Guatemala: 27 de mayo – 2 de junio. Asamblea plenaria del Episcopado de Centro América y Panamá en Antigua Guatemala. Verdadera gracia de primer orden: la convivencia con tanto obispo bueno, la reflexión de Mons. (Eduardo) Pironio, la liturgia, mi trabajo…”.
El querido obispo argentino, cuya causa de canonización ha sido introducida hace varios años, predicó en 1974, por invitación de Pablo VI, el retiro en el Vaticano. Este mismo retiro lo repitió al año siguiente, en julio, ante los obispos del Istmo centroamericanos en Antigua Guatemala. Monseñor Romero era en ese momento secretario adjunto del SEDAC (Secretariado Episcopal de América Central) y tomó nota en forma detallada de cada una de las doce meditaciones predicadas por Pironio.
Allí comprendió Monseñor Romero el verdadero sentido de Medellín como acontecimiento salvífico que encarna en la dramática realidad latinoamericana las enseñanzas del Concilio Vaticano II. Y allí se fortalece una amistad que convertirá al obispo argentino en su consejero, en su confidente e incluso en su paño de lágrimas en cada una de las visitas que el arzobispo mártir realizará al Vaticano. Esto aparece con toda claridad en el Diario de Monseñor Romero y es conocido por todos.
Sirvan estas líneas para entender mejor al primer santo salvadoreño. Que el aroma de su santidad −el romero es una planta aromática− se expanda a lo largo y a lo ancho del mundo.
Cardenal Gregorio Rosa Chávez
Obispo auxiliar de San Salvador
Fuente: Revista Palabra.
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