La II Asamblea del CELAM en Medellín (1968) suele considerarse como fecha simbólica de la Teología de la Liberación. No porque naciese de la misma asamblea o de sus documentos, sino porque algunas de las expresiones de la asamblea se formularon y expandieron con esa clave
La Teología de la Liberación (TL), cincuenta años después, suena a muchas cosas. En primer lugar a los autores históricos: Gustavo Gutiérrez, Juan Luis Segundo, Leonardo Boff, por citar a los principales, cada uno con posiciones y evolución diferentes. En un segundo círculo recuerda los ambientes revolucionarios latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, con sus mezclas de cristianismo y marxismo, su enfrentamiento con las dictaduras, y su halo romántico y místico simbolizado en la foto del Che, de Alberto Díaz (Korda). La foto no manifiesta, sin embargo, el carácter implacable del Che en lo político (ejecuciones) y en lo económico (nacionalizaciones). Según cuenta, la misma noche de la toma del poder, fue nombrado ministro de economía y cogió El Capital para leerlo, porque era médico y no sabía nada de economía: consiguió destrozar la economía cubana para los siguientes cincuenta años.
En tercer lugar, muchos líderes populistas actuales de los países latinoamericanos se dicen inspirados por la Teología de la Liberación; aunque eso solo significa un recuerdo de la simbiosis de grupos cristianos con la izquierda, pero ninguna referencia o reflexión sobre Dios, su revelación y salvación: es decir, nada de teología. En cuarto lugar, para algunos eclesiásticos, su adhesión a la TL significa solo cierta opción de izquierdas y, con frecuencia, una disposición crítica respecto a la Iglesia institucional.
Medellín, propiamente, no adoptó una TL, pero los fermentos estaban presentes y asoman en sus textos. Después, como sucedió también en el Concilio, se difundirá un “espíritu de Medellín” que no se basa siempre en lo que dice, sino en lo que se quería que hubiera dicho.
También se produjo un notable desconcierto eclesiástico, con muchas bajas de sacerdotes y religiosos y una fuerte caída de vocaciones, empezando por la diócesis anfitriona. Resumiendo mucho, se puede decir que el contexto donde nace la TL tiene tres elementos.
El primero es la situación objetiva de grave desequilibrio social en el que viven la mayor parte de las naciones latinoamericanas. El segundo es ideológico, y en gran parte está marcado por el marxismo que llega tanto teóricamente, a través de la impregnación de las ciencias sociales, como directamente a través de la propaganda crítica de los movimientos revolucionarios y partidos de izquierda a los regímenes burgueses democráticos. El tercero es la responsabilidad cristiana y la caridad: no es posible permanecer indiferentes ante lo que se ve en la calle: no tiene sentido hablar de una salvación cristiana que no tenga efecto visible en la justicia de la sociedad; además, el pueblo cristiano es mayoritariamente pobre, incluso insultantemente pobre.
En cierto modo, los análisis marxistas y su influjo político provocaron que se viese con toda claridad que había una situación social de explotación y que ésta se volviera intolerable, también para una sensibilidad cristiana.
Además, la tradición marxista, ya muy experimentada en la primera mitad del siglo XX, proporcionaba métodos de análisis, sensibilización y entrenamiento político. Aquello tenía una fuerza difícil de entender hoy, cuando la experiencia nos ha enseñado tanto.
La primera área de las conclusiones de Medellín lleva por título Promoción humana, y su primer epígrafe trata de la Justicia. En términos lúcidamente cristianos advierte que “la originalidad del mensaje cristiano no consiste en la afirmación de la necesidad de un cambio de estructuras, sino en la insistencia en la conversión del hombre que exige luego ese cambio”.
Pero la urgencia de cambiar las estructuras a veces haría olvidar la primacía del cambio interior. Y la impresión que se obtuvo, en parte inspirada por la realidad y en parte por el análisis marxista, es que no era posible una evolución: era necesario romperlas.
Por eso, el clamor por la liberación se inclinó por la revolución. Incluso las tareas asistenciales tradicionales de la Iglesia fueron severamente criticadas porque podían retrasar la conciencia de la injusticia y la consiguiente revolución.
Juan Carlos Scannone es un teólogo jesuita argentino, promotor de una filosofía de la liberación que ha compartido muchas inquietudes con los teólogos de la liberación, pero con mayor equilibrio y matices. En un famoso artículo de los años ochenta (La teología de la liberación. Caracterización, corrientes, etapas), distinguía cuatro ramas de la TL:
−la Teología de la praxis social de la Iglesia, que estaría encarnada en el cardenal argentino Pironio, gestor de la asamblea de Medellín, y que, en definitiva, representa la Doctrina Social de la Iglesia;
−la Teología desde la praxis de grupos revolucionarios, donde estarían diversos grupos de cristianos por el socialismo (apoyados y promovidos por Cuba);
−la Teología desde la praxis histórica, sobre todo de Gustavo Gutiérrez, que tiene el mérito de haber originado una reflexión que llevaría a la “opción preferencial por los pobres”, pero el déficit de un análisis demasiado marxista (que es también demasiado simplista) sobre la estructura y lucha de clases de la sociedad;
−la Teología del pueblo, donde se sitúa el propio Scannone junto con otros pensadores argentinos (Lucio Gera, Methol Ferré). Con la novedad que permite adscribir allí al Papa Francisco. Sobre esto se pueden encontrar artículos más recientes de Scannone y el libro de Ciro Enrique Bianchi, Introducción a la Teología del Pueblo.
Quizá debido al marxismo ambiental, los años sesenta resultaron, al mismo tiempo, tremendamente utópicos y tremendamente ingenuos, aunque algunas consecuencias fueran muy dolorosas. Parecía que todo era cuestión de despertar, y el final feliz estaba a un paso, quizá a un paso revolucionario, pero a un paso.
La presencia marxista, pretendidamente científica, desbancó completamente como “saberes burgueses” y, por tanto, cómplices de la injusticia, a toda la tradición de sabiduría política, sociológica y económica convencional. Es decir, a todo el saber profesional sobre cómo son y cómo progresan los pueblos. Incluso el acento teológico parecía permitir prescindir de ellas: de hecho, la TL parece no haber recibido nada de la sabiduría económica y política universal, fuera de la tradición marxista. Pero olvidar la “autonomía de las realidades temporales” es una grave deficiencia: la mejora de la estructura y economía de las naciones necesita no solo un impulso moral, sino también muchos conocimientos profesionales, mucho trabajo y mucho acierto. Basta mirar a Venezuela, coletazo final, de momento, de un tiempo utópico. Además, no se veía, quizá no se quería ver, el fracaso económico y la opresión política en la que se movían los regímenes comunistas y Cuba. Se creía que con solo romper las estructuras viejas surgirían las nuevas mucho mejores.
Al escuchar las entrevistas grabadas de este sacerdote y artista nicaragüense, con sus barbas blancas y boina a lo Che, se aprecia que tiene que ser buena persona. Pero no basta esto para transformar justamente un país. Nacido en 1925 en una familia notable, con patrimonio, tuvo una formación internacional. Tras una conversión ingresó en la Trapa, donde conoció al famoso Thomas Merton. Su salud no le permitió seguir en ella, e idearon una comunidad libre en un pequeño e idílico archipiélago, Solentiname (1964). Hizo una escuela popular de artesanía y canto, con éxito. Y bastante imbuido ya de ideología liberacionista, formó un grupo de chicos que un día salió en una lancha y asaltó un cuartel de la dictadura somozista (1977). Habían entrado en contacto con el frente sandinista, marxista. El asalto fue un fracaso, pero se considera el punto de partida de la caída de los Somoza, un hito en la historia de Nicaragua.
Se habían roto las estructuras viejas. Como otros sacerdotes, Ernesto entró en el gobierno y fue ministro de Cultura (1979-1987). Se ganó una reprimenda famosa de Juan Pablo II, al que no le gustaba que los sacerdotes estuvieran implicados en un régimen político, que además tenía inspiración marxista. La economía no funcionaba y la política tampoco: los comandantes sandinistas se repartieron los poderes (y muchos bienes). Con el tiempo el régimen eliminó el ministerio de cultura, más bien decorativo, alegando falta de presupuesto. Y en el segundo gobierno sandinista, Ernesto comprobó que habían instaurado otra dictadura, pero ya se le había escapado la vida.
Camilo Torres (1929-1966) era un chico colombiano despierto y simpático, hijo de una familia acomodada, con buena formación, que decidió ser sacerdote. Con muchas inquietudes intelectuales, y ya sacerdote, se formó en sociología en Lovaina. En Europa entró en contacto con diversos movimientos políticos e independentistas. Y a la vuelta colaboró en la fundación de una Facultad de Sociología de Bogotá y en estudios sobre la pobreza. Inquieto, formó grupos de activistas cristianos y entró en contacto con grupos marxistas.
Llegó a la conclusión de que la situación social no tenía remedio. Abandonó la enseñanza y el sacerdocio y se fue a la guerrilla, con barbas y boina a lo Che (1966). Se incorporó al ELN (Ejército de Liberación Nacional). Se suponía que tenía una inspiración cristiana y militaban allí otros sacerdotes. Al parecer, enseguida quedó desengañado sobre el carácter místico de la guerrilla, pero le mataron en la primera escaramuza con los militares. Hay quien dice que lo colocaron en primera fila para librarse de él. La experiencia guerrillera duró solo cuatro meses, pero Camilo Torres quedó como icono revolucionario.
Quizá en algún momento el ELN tuvo alguna inspiración cristiana. Desde luego militaron sacerdotes y desde mediados de los ochenta hasta su muerte en 1998, su jefe fue el “cura Pérez”, Gregorio Pérez, nacido en Alfamén (Zaragoza, España), misionero de la OCHSA. Pero la violencia no es un método cristiano y tiene su propia lógica. El ELN se convirtió en un movimiento terrorista como todos: se financió con secuestros, asesinó a sus disidentes, reclutó forzadamente a niños, quemó poblados, explotó campesinos, y finalmente se combinó con el narcotráfico. Además, en 1986, asesinó a Mons. Jesús Emilio Jaramillo, primer obispo de Arauca. Obispo clásico, que había promovido muchas obras de beneficencia en una zona pobre de misión, pero no era del gusto de la guerrilla. El “cura Pérez” fue excomulgado. Y en el 2017, durante su viaje a Colombia, el Papa Francisco beatificó como mártir a Mons. Jesús Emilio Jaramillo.
En Medellín se habló mucho de los “signos de los tiempos”, de las urgencias que impone la hora. Hoy entre nuestros signos de los tiempos está lo que hemos aprendido de la historia y sus revoluciones. No nos toca hacer el juicio universal de las personas, que eso corresponde al Señor, pero sí aprender de lo sucedido.
De todo aquel convulso proceso ha quedado la “opción preferencial por los pobres”. Se formuló en la asamblea general de Puebla, y ha llegado a la Iglesia universal. La Santa Sede hizo un discernimiento muy lúcido sobre la TL en sus dos documentos: en el primero, Libertatis nuntius (1984), criticaba el método de análisis marxista, la lucha de clases y el recurso a la violencia. En el segundo, Libertatis conscientia (1986), reconocía la urgencia de la situación y la nobleza de muchos impulsos.
El horizonte utópico ha desaparecido desde 1989, con la caída de los regímenes comunistas. Algunos exponentes de la TL giraron entonces hacia otras “Teologías alternativas”: ecologismo, feminismo e indigenismo, siempre en clave reivindicativa. Y en paralelo sigue la “Teología del Pueblo”. La categoría “pueblo”, válida en las naciones latinoamericanas, parece difícilmente aplicable a las europeas, educadas en el individualismo: en las Iglesias europeas, solo queda “pueblo” en zonas rurales.
Fuera de esto cabe el peligro de que, ante la fuerte experiencia de la complejidad e ineficacia política y económica, y de los escasos recursos con los que cuenta la Iglesia, quede la nostalgia de lo que pudo ser y no fue porque la realidad es muy dura. En esa misma medida “la opción preferencial por los pobres” puede convertirse en un recurso retórico y de gestos simbólicos con escasa incidencia real, política y económica.
La misión asistencial de la Iglesia, atacada en los sesenta, ha vuelto a su normalidad, aunque sea una gota en el océano de las necesidades. Los pobres siguen siendo pobres, aunque quizá un poco menos que hace unos decenios. Los signos de los tiempos imponen un realismo, pero no una abdicación.
El balance histórico de lo que ha pasado es que se necesita, primero, un gran compromiso moral y una permanente concienciación de los cristianos y de todos los ciudadanos para que cumplan sus deberes cívicos. En segundo lugar, hay que aceptar la “autonomía de las realidades temporales” y optar por mucha más profesionalidad en el manejo de la realidad social, política y económica. Pasó la época de los ideólogos simplistas. Es el momento de los laicos profesionales cristianos impulsados por un compromiso de justicia y caridad. Pero, hoy como ayer, primero se necesita la conversión interior.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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