En estos días de agosto, el santuario de Torreciudad se prepara ya para la celebración un año más de la Jornada Mariana de las Familias, que tendrá lugar el sábado 1 de septiembre
Este año además coincide que, a la mañana siguiente −domingo 2 de septiembre−, se celebrarán las ordenaciones presbiterales de tres miembros Agregados de la Prelatura del Opus Dei. Y por si fuera poco, un día después −lunes día 3 de septiembre− en todo el mundo se celebra la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, Jornada instituida por el actual papa Francisco con el deseo de concienciar a todas las personas de la necesidad de cuidar de nuestro hogar común −la Tierra−, jornada que en Torreciudad puede vivirse con mayor realce porque el entorno y el propio santuario lo facilitan.
Torreciudad es un precioso santuario mariano anclado en pleno Somontano, a la vera del embalse de El Grado. En un paraje natural magnífico, son muchísimas las personas que cada año se acercan para ver y rezar a Nuestra Señora de los Ángeles, buscando estar así más cerca de Ella y de su Hijo, al tiempo que disfrutan del entorno y del paisaje. La labor pastoral que se realiza en y desde Torreciudad está encomendada a la Prelatura del Opus Dei, por lo que el santuario muestra en todos sus rincones y aspectos el espíritu de la Obra que Dios inspiró a san Josemaría Escrivá en Madrid el 2 de octubre de 1928. Se trata pues de uno de tantos lugares de culto a la Virgen que pueblan la Tierra y que manifiestan el amor del pueblo cristiano a la Madre de Cristo pero, al mismo tiempo, posee características peculiares. Todos los Santuarios marianos buscan acercar las almas a Dios a través de la Virgen, pero todos responden al mismo tiempo a un modo peculiar de vivir esa piedad y ese cariño tan humano que los hijos e hijas de Dios tienen por su Madre.
En estos días de agosto, el santuario de Torreciudad se prepara ya para la celebración un año más de la Jornada Mariana de las Familias, que tendrá lugar el sábado 1 de septiembre. Este año además coincide que, a la mañana siguiente −domingo 2 de septiembre−, se celebrarán las ordenaciones presbiterales de tres miembros Agregados de la Prelatura del Opus Dei. Y por si fuera poco, un día después −lunes día 3 de septiembre− en todo el mundo se celebra la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, Jornada instituida por el actual papa Francisco con el deseo de concienciar a todas las personas de la necesidad de cuidar de nuestro hogar común −la Tierra−, jornada que en Torreciudad puede vivirse con mayor realce porque el entorno y el propio santuario lo facilitan.
La coincidencia de estos tres acontecimientos en unas mismas fechas es la que me lleva a hacer una serie de reflexiones sobre ese sentido y espíritu tan peculiar de Torreciudad. No son sino algunos términos que a modo de collage pueden ayudar a profundizar en lo que san Josemaría deseaba y llevaba en el corazón cuando promovió con tanto cariño ese Santuario mariano que se alza modestamente majestuoso en las montañas del prepirineo aragonés. Aspectos genéricos que describen y descubren algo del entramado interior específico de aquel lugar y que tienen en común esos tres grandes misterios que nos preparamos a celebrar: Familia, Sacerdocio y Creación.
Lo primero que salta a la vista al llegar a Torreciudad es su belleza. Si lo más bello que guarda el Santuario es la Virgen, es lógico que antes de mirarla a Ella los ojos se deban ir preparando poco a poco para poder entrar luego a contemplar ese tesoro, el más preciado del Templo. La mirada debe adaptarse. Y lo hace aquí del mejor modo. Primero con un entorno natural que te invita a contemplar la belleza de la Creación de Dios. Al descender del vehículo y mirar hacia el santuario, la sencillez y modestia de su construcción no permite que haya solución de continuidad: las personas que llegan a esa explanada, sin tener que interrumpir la mirada, pasan de contemplar un espléndido paisaje a mirar un retablo impresionante que custodia el Sagrario y en cuyo centro está la Virgen, acogiendo Ella misma a cada peregrino. Si Gaudí quiso que la Sagrada Familia fuese como un bosque natural donde habita Dios, Torreciudad “se conforma” con que las personas que allí llegan conozcan directamente y de primera mano al Autor de tanta Belleza natural, amparado por su Madre.
La belleza sería por tanto el primer aspecto que hemos de señalar y que une el ámbito familiar, el sacerdotal y la Creación. Ya el papa Francisco, al final de su encíclica Laudato sì sobre la ecología, se dirige a Dios con estas palabras: “Señor Uno y Trino, comunidad preciosa de amor infinito, enséñanos a contemplarte en la belleza del universo, donde todo nos habla de ti”. Frente a la concepción meramente esteticista y vacua de la belleza del Universo, el papa quiere destacar que la visión cristiana es muy distinta: “no se puede proponer una relación con el ambiente aislada de la relación con las demás personas y con Dios. Sería un individualismo romántico disfrazado de belleza ecológica y un asfixiante encierro en la inmanencia”[1]. El hombre se sabe ser social, comunitario, familiar. Y con esa perspectiva contempla el mundo creado por Dios Trino, por Dios Familia.
Al mismo tiempo, toda esa belleza que se vuelca en la Creación, es la que se renueva cada vez que se celebra la Santa Misa. Corresponde al sacerdote ser protagonista de ese encuentro del Amor de Dios Padre y Dios Hijo por obra del Espíritu Santo que tiene lugar en la Misa. Nada en la función sacerdotal es individual (individualista quiero decir) sino fruto del Amor trinitario. Por eso cada Misa celebrada por un sacerdote tiene ese sentido cósmico, que supera cualquier limitación de espacio y tiempo. Y en eso radica la fuerza y la belleza de cada celebración eucarística.
Torreciudad nos habla de la necesidad de la belleza para la Salvación, de la Belleza como rasgo de lo divino. La belleza del mundo natural, del amor familiar y esponsal, de la Liturgia sacramental. Nos recuerda que el objetivo último y único de nuestras vidas es encontrarnos cara a cara frente a la infinita belleza de Dios (cf. 1 Co 13,12). No caben distracciones. Si la belleza sólo se revela a la persona que vive con atención (Simon Weil), Torreciudad nos ayuda a poner atención en la belleza creada por Dios y nos anima a cuidarla como nuestro hogar. Es en el hogar de familia donde las personas aprendemos ese tipo de atenciones, donde uno escucha a diario: “es tan bueno que existas…”. ¿Y qué es sino atención lo que el sacerdote manifiesta al celebrar la Misa, con el cuidado de la Liturgia? El pintor y poeta romántico inglés William Blake escribía: «En un grano de arena ver un mundo, / y en cada flor silvestre un paraíso. / Vivir la eternidad en una hora, / sostener en la palma el infinito»[2]. Eso es lo que hace el sacerdote con sus propias manos: encerrar en un tiempo breve y en un espacio reducido toda la eternidad y todo el infinito.
Mostrar la belleza que salva el mundo: la belleza que es Dios. Eso es lo que hace Torreciudad. Cuentan que Dostoievsky iba todos los años a contemplar la hermosa Madonna Sixtina de Rafael para llenarse de esa belleza que le hiciera capaz de escribir lo más misterioso de la naturaleza humana. Ir a Torreciudad lleva también a descubrir la belleza de Dios que se luce en su Madre, tan morena como hermosa:
“Soy morena, pero bella,
hijas de Jerusalén,
como las tiendas de Quedar,
como los pabellones de Salomón”[3].
El Espíritu Santo se refiere a la Iglesia, “morena, por la fragilidad de la condición humana, bella por la gracia”[4]. Como la familia, tan frágil y sin embargo tan hermosa. Como tantas almas que se acercan a Torreciudad a recuperar la gracia a través del sacramento de la confesión que administrarán esos nuevos sacerdotes. Torreciudad derrama constantemente el agua de la gracia en las almas que llegan como tierra reseca; reseca pero fértil. Belleza de un mundo donde, como dice el papa Francisco en su encíclica, todo está conectado; pero no sólo en el mundo natural, también en el sobrenatural. Pues donde hay Belleza, ahí está Dios.
Sobreabundancia es otro nombre de Dios (Benedicto XVI). Dios ha venido para dar vida, y vida abundante. Como el matrimonio abierto al don de la vida, como el sacerdote protagoniza la transubstanciación del pan inerte en el Pan de Vida, como este mundo que habitamos que es una muestra del mayor derrochador que ha existido y existirá: Dios. Fecundidad de Dios Espíritu Santo en el amor esponsal, del Dios Hijo en la Santa Misa, de Dios Padre en la Creación. Aunque en todos los casos actúe siempre la Trinidad de Personas divinas.
La Jornada Mariana de la Familia es una prueba palpable de la sobreabundancia del Amor de Dios. Sólo llegar a ese lugar ya nos muestra la magnanimidad con la que Dios ha creado este mundo. Porque, ¿cómo entender si no tanto Universo −aún por descubrir− para poder ser habitado y contemplado por criaturas tan limitadas como nosotros? ¿O es que tal vez también sea ese el mensaje: “recuerda criatura cuál es tu verdadera condición y tu grandeza”? Frente a la pusilanimidad del hombre surgido de la calculadora Modernidad, Torreciudad transpira la magnanimidad de quien sabe vivir con templanza y contemplando tanta sobreabundancia de vida, y agradecer constantemente tanto don gratuito. Al llegar al santuario en ese día, vemos con asombro que los 40 confesionarios que quiso san Josemaría que hubiera en el Santuario se han quedado cortos pues se hace necesario instalar en distintos puntos del recinto confesionarios portátiles de los que fueron usados en el Parque del Retiro durante la JMJ de Madrid, en aquella célebre jornada dedicada al sacramento de la Reconciliación. Perdonar setenta veces siete no es ya una simple expresión semítica: es toda una asombrosa impresión aragonesa. Una vez más se muestra que la misericordia de Dios es sobreabundante. ¿Quién podrá canalizarla? ¿Quién podrá embalsar esas aguas, si el dique del Amor de Dios se rompe apenas un alma llame suavemente a su Corazón?
“La ley del amor es la entrega; sólo cuando es excesivo es suficiente”[5]. Amar es derrochar. Quien ama pierde literalmente la vida por la persona que ama, y sólo al perderla −paradójicamente− a su vez la gana. Esta faceta del amor, que supone generosidad, riesgo, valentía, compromiso… es de las más olvidadas en nuestros días. Es quizá la raíz de la falta de vocaciones, tanto para el matrimonio como para el sacerdocio. Dios no deja de llamar, con amor (dilectio) de predilección. Ama abundantemente y pide amor en la misma medida. Los que somos sacerdotes hemos aprendido a vivir el celibato precisamente en el amor generoso, casto y sobreabundante de nuestros padres. Y la fraternidad que ahora vivimos con los demás sacerdotes procede de aquella que ya gozamos siendo pequeños −y aunque pasen los años− en nuestras propias familias. Torreciudad es una mirada profunda a la generosidad insondable de Dios: “El Señor es mi pastor, nada me falta… en verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas…”.
Torreciudad: lugar donde volvemos al hogar. Como el hijo pródigo, al recordar “¡cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia!... le diré: Padre, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”. Pero Dios es mucho mejor de lo que pensamos, y a la abundancia de nuestras miserias y recelos responde con gracia y cariño sobreabundante. Aquel Dios que bendijo las bodas de Caná convirtiendo las vasijas de agua en una enorme cantidad de vino de la más alta calidad, nos vuelve a sorprender. Porque el amor esponsal, sea vivido en el matrimonio sea en el celibato, es el mejor vino. Pero ha de ser esponsal, donación, holocausto… Torreciudad es reserva de vino de la mejor bodega del Somontano, denominación de origen sobrenatural, elaborada y distribuida por manos sacerdotales ante la mirada de aquella que era la que realmente organizaba el banquete. Agua y vino sobreabundante del Alto Aragón que se transubstancia ante la súplica de la Madre a su Hijo: “¡No tienen vino!... Haced lo que Él os diga”. Porque aquí la que manda es Ella. Siempre ha sido así, y así está bien que sea.
Sobreabundancia es la señal de que han llegado los tiempos mesiánicos. Ya no son los tiempos del maná, sino de la Eucaristía. No es que Dios calcule mal; es que Dios también es Madre, y como tal no escatima cuando se trata de sus hijos. Y si tiene que crear el Mundo lo hace asombroso; y si tiene que dar poder a sus hijos los asemeja a Él mismo; y si tiene que entregar algo entrega a su propio Hijo. Dios no calculó mal en las multiplicaciones de los panes y los peces. Sobraron panes y peces, y siempre sobrarán. ¿Qué significan esas sobras y ese derroche? Para los mezquinos de corazón, es un mal cálculo o un derroche innecesario. Para los que saben amar, como aquella mujer que derramó sobre los pies del Señor un perfume de nardo carísimo, aquello es un signo de que Dios está entre nosotros. Qué bien se hace visible esto en Torreciudad, en la riqueza del culto, en la magnanimidad del Templo… en tanto amor escondido por cada uno de los ladrillos que lo forman. Todos los frutos del corazón de Jesús (alegría, ternura, misericordia, paz…) son excedentes, y sólo se perderían si no se entregaran. Pero si se entregan (¡es la vocación!) dan fruto sobreabundante.
En la homilía Amar al mundo apasionadamente, san Josemaría dejó recogida in nuce la específica espiritualidad del Opus Dei: santificar el mundo desde dentro, ser santos no ya simplemente “sin apartarse del mundo” sino haciendo de hecho del mundo el lugar privilegiado de encuentro con Dios. Lo expresaba con estas hermosas palabras: «En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria…»[6]. Esta enseñanza, tan novedosa en los comienzos del siglo XX, fue luego recogida en el Magisterio del Concilio Vaticano II (Lumen Gentium) y forma ya parte de la enseñanza común de la Iglesia en nuestros días.
Sin embargo, es bien conocido que en la bimilenaria historia de la Iglesia la espiritualidad que ha dominado la visión cristiana de la vida, la que se ha considerado como la ideal y modélica para todos los cristianos, ha sido la de aquellos que se han entregado a Dios apartándose del mundo, la de las personas consagradas que se separan del mundo para poder estar así más cerca de Dios (consecratio mundi). Según este tipo de espiritualidad, la montaña (como el desierto) ha sido siempre concebida como el lugar más adecuado para apartarse del mundo y poder tratar así a Dios más de cerca, como ya hicieran los grandes santos de la Antigüedad (Abraham, Moisés, Elías…). Sin embargo, san Josemaría, amando como amaba con toda su alma ese tipo de vocaciones “fuera del mundo”, entendía que lo que Dios le pedía era algo muy distinto. Por eso, en aquella homilía del Campus no habla tanto del riesgo que el cristiano pudiera tener de mundanizarse, sino más bien destaca lo contrario: pensar erróneamente que el mundo creado pudiera ser un obstáculo para tratar a Dios de cerca y con intimidad. Torreciudad se halla entre montañas, pero en este caso no para apartarse del ruido del mundo, sino para acercarnos a él, para ayudarnos a ser contemplativos en las realidades cotidianas y seculares.
Como decía, en principio se podría pensar que este modo de pensar y concebir la santidad en medio de la calle resulta en nuestros días más que aceptado por la mayoría de los cristianos (el propio papa Francisco acaba de escribir toda una exhortación apostólica hablando de los santos “de la puerta de al lado” −no de “la montaña de al lado”−). Pues bien, a pesar de esas apariencias, a pesar del desarrollo que esta doctrina ha tenido en los últimos decenios tanto en el Magisterio como en la vida práctica de los cristianos, aún hoy siguen siendo muy pocos los que claramente reconocen que el mundo actual se halla menos marcado por el materialismo que por la desmaterialización (Fabrice Hadjadj). Para muchos el mundo sigue siendo un peligro. Para san Josemaría, sin embargo, “donde está el peligro ahí está la salvación” (Holderlin). El ambiente que reina cada año en la Jornada de las Familias en Torreciudad es un botón de muestra de todo lo que acabo de decir.
La vida de san Josemaría −como la de todos los miembros del Opus Dei− no consistió en otra cosa que difundir por todas partes ese carisma de la secularidad. “Se han abierto los caminos de la Tierra”, le gustaba repetir. Y las aguas de esa corriente se abren paso “a través de las montañas”. Dios nos llama a servirle en todos los lugares donde nos encontremos. Allí donde una persona honrada ofrezca su vida y su trabajo a Dios, allí estará también Él. Es cuestión de Amor, de Amor de Dios. Un Amor que es capaz de hacer de la Tierra no ya una simple antesala del Cielo, sino un lugar donde poder pregustar ese Cielo (¡cuántas experiencias de este tipo se dan en contacto con la naturaleza; incluso por personas que quizá no son especialmente creyentes, pero que encuentran en la montaña un lugar de paz, de serenidad… lo más parecido al Cielo que sea posible encontrar en nuestro mundo!). Algo parecido a la escena que acabamos de contemplar en estos días y que tuvo lugar en el Monte Tabor: “Señor, qué bien se está aquí. Hagamos tres tiendas!”
Esa cercanía del Cielo a la Tierra, que cabe experimentar con una simple excursión al monte, tiene su correlato real divino y en grado máximo en la celebración de la Eucaristía. Los sacerdotes, al celebrar la Misa, no hacen sino subir al Monte Calvario, no ya a representar sino a revivir ese drama consistente en renovar la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Las manos y palabras del sacerdote son capaces de hacer que el Cielo baje a la Tierra, o que la gracia del perdón se derrame en el alma del pecador que viene arrepentido, o del sujeto que pide el Bautismo… Todo sacramento responde a ese misterio. Es el momento misterioso que unido a otro sacramento, y a otro, y a otro… va conformando esa línea del horizonte donde de verdad se encuentran el Cielo y la Tierra. “En vuestros corazones”, dice san Josemaría (¡es el alma sacerdotal!); y especialmente en el corazón y la vida de cada sacerdote, pues el sacerdocio no es sino el Amor del Corazón de Jesús (Santo Cura de Ars).
¿Y qué decir respecto a la familia y el matrimonio? ¿También ahí se encuentra Cristo? Por supuesto. Como decía san Josemaría con palabras fuertes y claras, para quien vive conforme a ese espíritu, el lecho nupcial es como un altar; y toda la vida familiar su corolario. El matrimonio no es un remedio contra la concupiscencia, ni un estado donde sólo pueda albergarse una santidad de segunda categoría, o algo así. De hecho Dios quiso venir a la Tierra, a encontrarse con nosotros, dentro de una Familia, la que formaban la Virgen, san José y el propio Jesús. Y quiso −en el colmo de la naturalidad− ser engendrado en María Virgen, crecer durante nueve meses como todas las criaturas de la Tierra, y vivir casi toda su vida en ese ambiente de familia corriente de un pequeño pueblo. La Sagrada Familia es el modelo de toda familia. Y el sacramento del Matrimonio y del Orden, los cauces que Dios ha dejado para que los seres humanos aprendan a encontrar a Dios en medio de la Creación.
El cuidado es una de las grandes virtudes de la dependencia reconocida[7]. Tal vez la principal. Al mismo género de virtudes pertenecerían otras como la generosidad, la misericordia, la piedad, el perdón, el agradecimiento, la ternura… Si nos fijamos bien, sólo con ir mencionando cada una de ellas sacamos rápidamente esta conclusión: ¡cuánta falta hacen, justo estas virtudes, en nuestro tiempo! Y es que vivimos en los tiempos donde se exalta la independencia cada vez más y por eso mismo se añora en la misma medida la dependencia natural de toda persona: sea de Dios, sea de la Familia, sea del Mundo. Somos seres constitutivamente dependientes. Necesitamos ante todo cuidar y ser cuidados.
Pero lo primero que hemos de considerar en este sentido es la necesidad de elevar el significado del término “cuidado”. Durante los últimos años el cuidado se ha ido identificando cada vez más con una actitud paternalista y falsamente protectora. Que alguien cuide de otro se identifica muchas veces con que se le sustituya (en nuestros días pasa sobre todo por parte del Estado o de las instituciones públicas, que dicen cuidarnos pero que para lograr ese objetivo, en principio bueno, en realidad nos van quitando tantas veces posibilidades de actuación). Y por otro lado, si uno necesita ser cuidado, se considera que obrando así pierde su valía o capacidad como persona (un ejemplo actual es la propuesta de legalizar la eutanasia, que es un ataque directo contra el quinto mandamiento, frente a la posibilidad de promocionar mucho más los cuidados paliativos, que son una manifestación del amor a la vida). Sea como sea, incluso cuando el cuidado no se ve como algo negativo, sí que se estima en general como algo subsidiario que, en lo posible, debe ser evitado, frente a la vida modélica o más perfecta que sería la de quien no necesita de nada ni de nadie para vivir. La persona ha sido sustituida por el individuo. El atomismo social promueve la indiferencia, y la no ingerencia en la vida de los demás se considera un bien a proteger.
Pero la verdad y realidad del ser humano es muy otra. El cuidado (eso que los griegos denominaban −con mayor riqueza significativa− epiméleia) no consiste en suplir ni limitar la vida de otro, sino muy al contrario en dejar ser y apoyar el actuar de una persona que se encuentre limitada o disminuida por cualquier razón. Cuidado es “cultivo de la vida”. Cultivamos la vida como cultivamos la Tierra, no con el fin de explotarla, sino de llenarla de sentido. Y cultivamos las tradiciones que nos hacen ser precisamente quienes somos, como cultivamos aquellas instituciones (Estado y Familia) que nos configuran como seres humanos en sociedad. Ahí −sobre todo dentro de cada familia− todo son relaciones de cuidado: los padres cuidan de los hijos; los esposos se cuidan mutuamente… Al mismo tiempo, todo ese cuidado genera aceptación y reconocimiento por aquellos que son cuidados, de forma que los hijos van aprendiendo a cuidar de sus padres y de sus abuelos, o los ciudadanos han de cuidar de la ciudad y del Estado…
Para cuidar del medio ambiente, el primer paso es reconocer la dependencia que la naturaleza tiene de cada ser humano. Se trata de volver a recordar el mandato genesíaco: “cuidad (cultivad) la Tierra”. Pues vivimos en un mundo tan sobreabundante como menesteroso y frágil. Esta perenne verdad pasa a un primerísimo plano cuando hemos llegado a una civilización más poderosa que nunca, con una extraordinaria capacidad técnica que igual que nos puede ayudar a construir un mundo más humano, también puede usarse contra la naturaleza y las propias personas. Y los cristianos, más conscientes que ninguno de no ser un producto ciego de la evolución, sino obra directa de Dios, debemos tomar partido principalísimo en esa tarea del cuidado del planeta. Los gemidos de la Creación (¡dolores de parto!) deben llegar al corazón de todo ser humano para poner cada uno de su parte todo lo que pueda por cuidar más y mejor la naturaleza. Cuidar en la familia de la vida indefensa, cuidar en el mundo de las especies o zonas en peligro de extinción.
En la cúspide de esa pirámide del cuidado, como siempre, se encuentra Dios. Dios cuida de todos. Y lo hace constantemente y respetando ese margen de libertad. Dios no sustituye a nada ni a nadie. Dios Padre es lo más contrario al paternalismo y a la prepotencia porque nos quiere hijos libres (las palabras hijo y libre poseen la misma raíz etimológica). Y las personas que se saben y se sienten cuidadas por Dios responden a esa gracia cuidando de Él: ofrecen a Dios su culto. En Torreciudad se aprende lo que significa verdaderamente cuidar. El ambiente, la acogida, la limpieza, la serenidad que se respira, la paz que inunda todo… Torreciudad empuja a la actitud contemplativa que hace crecer en el alma el deseo de cuidar del tesoro de la naturaleza, pero también de todas aquellas cosas pequeñas materiales que en el Santuario se cuidan tanto porque responden a un misterio que se encierra en aquel lugar. Un ejemplo −tal vez el más importante− es el cuidado de todos aquellos aspectos que tienen que ver con la Liturgia. En Torreciudad resulta fácil vislumbrar que el secreto del cuidado es el amor, un profundo y verdadero amor, tanto por Dios como por las personas y por todo aquello que Dios ha creado. “¡Qué cuidado está todo!”, se suele escuchar cuando se está allí. Entran ganas de responder: “¡Y qué cuidado estás tú!” Y tal vez reprochar a algunos: “¡Pon más cuidado −más amor− en tu vida!”.
Basta entrar por primera vez en la explanada de Torreciudad para darse cuenta de que nos encontramos en un Santuario muy distinto a cualquier otro. Las fuentes de la explanada nos lo dicen con una sinceridad y unas letras bien claras: “Agua natural potable”. Como cualquier agua que brota de una fuente natural, como aquella que manaba en Nazareth y María iba a buscar con esfuerzo cada día. No es agua que anuncia curaciones extraordinarias. Todo el Santuario rebosa de la naturalidad y sencillez de la vida cristiana bien vivida: agua tan corriente como la vida misma. La construcción, cuidada hasta los más mínimos detalles, en la que los innumerables ladrillos lo único que tienen de especial es que están todos bien puestos (¡y son miles y miles…!); la limpieza esmerada hasta los últimos rincones, fruto de la colaboración perfecta entre muchas manos laboriosas y otros tantos ojos dilatados por el amor; el cuidado de la Liturgia como ya mencionábamos (tanto en las celebraciones como en los objetos litúrgicos, ornamentos, etc. −recomiendo en este sentido una visita guiada a la Sacristía mayor−) para que nos lleve siempre a Dios por el esmero y belleza, sin pedirle a Dios otro milagro que el de la transubstanciación y el de la conversión de muchas almas; la atención delicada de las personas que te hacen sentirte como en casa… los infinitos detalles en definitiva que muestran la grandeza de la ordinario, de lo pequeño. Algo que caracterizaba la enseñanza sobre el trabajo del fundador del Opus Dei: la grandeza de lo pequeño. Torreciudad es una catequesis viva de ese espíritu esencialmente cristiano al tiempo que específicamente católico. Algo que como digo está en el núcleo de las enseñanzas de san Josemaría en torno al trabajo profesional. Ni escrúpulos ni perfeccionismo: puro amor a Dios materializado en los detalles.
En un excursus de su maravilloso libro Introducción al Cristianismo, el cardenal Ratzinger señalaba entre las características principales de lo propiamente cristiano lo que denominaba “la ley de lo incógnito”, que no es sino otro modo de hablar de la grandeza de lo pequeño. Así lo describía: “Lo más pequeño del cosmos y del mundo es el signo auténtico de Dios en el que se revela como totalmente otro, el signo que no podemos reconocer a pesar de nuestras expectativas. Es lo propio de Dios: no caber en el mundo y a la vez poder encerrarse en lo más pequeño. No estar encerrado en lo máximo y estar contenido en lo mínimo”. La Biblia en efecto nos habla del doble modo en que Dios se aparece en el mundo: con toda su grandeza y poder sin duda (no puede encerrarse en el Universo), pero también, por la “ley de lo incognito”, encerrado en lo más pequeño. Este precioso y profundo misterio es el que se halla en la base de los misterios más hondos del Amor de Dios: de la Escatología (cualquier pequeño acto hecho por amor de Dios rebosa de la trascendencia divina); de la Encarnación (Dios que se hace carne, un niño pequeño, una criatura más, siendo toda su labor cien por cien Opus Dei); y, de un modo aún más manifiesto para nosotros, en la Eucaristía (en cada partícula de la Hostia está “todo Dios”)[8].
También esa ley de lo incógnito fundamenta como decía el amor por las cosas pequeñas que caracterizaba el mensaje del fundador del Opus Dei. Ese algo santo que se encuentra en toda la realidad creada ni es algo etéreo o ideal, ni es algo mágico o sobrecogedor. Ya no hay nada que pueda llamarse pequeño: “¿No has visto en qué "pequeñeces" está el amor humano? −Pues también en "pequeñeces" está el Amor divino”[9]. Torreciudad es un lugar privilegiado para ver cómo Dios cuida con amor hasta el detalle de los lirios del campo y los pájaros del cielo, y para ver cómo la familia es el ámbito donde la capacidad del amor humano se vuelca con enorme imaginación y alegría. Y todo ello teniendo como referencia la Eucaristía, donde la desproporción del espacio y del tiempo respecto al misterio divino que allí se encierra llega a su grado máximo como los sacerdotes podemos contemplar, celebrar… ¡tocar, partir y repartir! cada día.
Alianza, sí, y no enfrentamiento. Porque la Historia de la Salvación es la historia de las Alianzas que Dios ha ido haciendo con los hombres y a las que estos tantas veces, tras un primer buen deseo y momento, no han sabido guardar fidelidad. Así fue de hecho hasta llegar la plenitud de los tiempos, en la que es Dios Padre quien manda a su propio Hijo hecho hombre a hacer una Alianza nueva y eterna que ya nada ni nadie podrá destruir. Cristo ha recuperado para nosotros esa armonía perdida desde el principio de la Creación. Por este motivo el término Alianza resume de algún modo todos los demás términos que hemos venido describiendo y que no son sino el corolario de esa relación de Alianza entre Dios y la humanidad.
Sin embargo, si vemos la situación actual de nuestro tiempo, podría parecer que esa armonía entre Dios, las criaturas y el mundo está en sus peores momentos. Bastaría leer despacio la descripción que el papa Francisco hace en toda la primera parte de su encíclica Laudato sì para desanimar a cualquiera en ese sentido. Simplemente con pensar la situación de la familia o de la defensa de la vida en nuestras actuales legislaciones ya bastaría para que llegáramos a la misma conclusión derrotista. Pero sin embargo, y precisamente por todo lo que hemos comentado, se hace necesario ahora más que nunca mantener con la Creación una relación de Alianza, y no de enfrentamiento: “Puede que el mundo sea hostil, pero lo cierto es que las piedras están de nuestra parte: “os digo que si estos callan gritarán las piedras” (Lc 19,40); que los árboles están de nuestra parte: “Exultarán todos los árboles del bosque (Sal 96,12); que los animales están de nuestra parte: “Bendecid, aves del cielo, al Señor (…) Bendecid, fieras y ganados, al Señor” (Dn 3,80-81)”[10]. Como decía hace poco un autor profundamente católico de nuestros días (José Jiménez Lozano): “yo creo que merece la pena vivir porque hay personas, porque hay pájaros, porque hay cosas que están muy bien, excelentemente bien”.
La capacidad que el mundo material tiene de asombrar al ser humano, de sacar al ser humano de sus pequeños parámetros o de sus enredados mundos interiores, radica precisamente en ello: en que la Creación, por ser obra divina, muestra al hombre la sobreabundancia del poder y de la belleza de Dios; y Dios, al poner el mundo en nuestras manos, nos muestra al mismo tiempo la sobreabundancia de su Amor por nosotros. “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria. Y el hijo del hombre, para que lo visites?”[11]
Esa relación “mundo físico-persona” crea una inmensa solidaridad del ser humano con la naturaleza, una solidaridad (auténtica caridad, en el caso de un cristiano) que ha sido uno de los grandes aportes que han hecho sin duda los movimientos ecologistas a nuestros días. Con todas sus limitaciones (pues en algunos casos ese ecologismo paradójicamente ha justificado la violencia e incluso la eliminación de seres humanos), la ecología ha ayudado en nuestros días a que el ser humano tome conciencia de su responsabilidad por cuidar el planeta. Si nuestros tiempos son sin duda mejores que otras épocas anteriores, es entre otras cosas por esa corriente de vuelta a la naturaleza física y a su cuidado, al cuidado de la casa común (la Tierra) como parte importante de la solidaridad intergeneracional de todos los seres humanos. Y es que cada vez somos más conscientes de que, más allá de las ideas o avances técnicos que podamos dejar a las generaciones venideras, lo primero y más importante de nuestro legado ha de ser el cuidado y atención de ese hogar común.
Dios hizo “un jardín en Edén”. Por eso resulta tan adecuado que, para la memoria litúrgica de san Josemaría, se haya elegido el texto genesíaco en el que se recoge la creación ese jardín que Dios puso en manos del hombre “ut operaretur et custodiret illum”; texto que era la referencia constante del fundador del Opus Dei cuando hablaba de su mensaje de santidad en la tarea profesional. El cuidado del planeta se ha convertido en un lugar común y decisivo para la nueva Evangelización, pues la ecología conlleva contemplar el mundo natural dado con agradecimiento, une a toda la humanidad en una empresa verdaderamente común, y nos eleva necesariamente hacia el Creador de esa belleza y armonía.
Cualquier persona con sensibilidad comprende perfectamente que la Naturaleza es la mejor maestra de la belleza de la Creación y de la grandeza de lo pequeño. Y que aquellas personas que trabajan en el mundo rural o en un entorno natural no realizan un trabajo sólo manual (queriendo significar así una labor de segunda categoría, tal y como en nuestros tiempos se suele entender por desgracia de modo muy equivocado). Ejercen un trabajo que es también intelectual, pues encierra toda la Sabiduría que Dios ha puesto en la naturaleza creada. La Creación muestra de un modo primigenio la mano de Dios Creador (belleza; sobreabundancia; cuidado; grandeza de lo pequeño…).
Esa Alianza entre Dios y la Humanidad es la que se renueva cada vez que los sacerdotes celebran la Santa Misa, con la propia carne y sangre de Cristo como prenda verdadera de valor infinito. Apoyados en esa garantía de validez y fidelidad, el matrimonio se celebra teniendo por testigo a Dios, de modo que el modelo de su fidelidad sea precisamente la unión fiel entre Cristo y su Iglesia. Gran misterio este del matrimonio –como san Pablo exclama- cuyo fundamento es la Eucaristía, que se manifiesta y vive en la fidelidad del sacerdote a su ministerio, y del esposo y la esposa en su matrimonio, y que se puede contemplar en la elocuencia de la Creación. Una misma, sola y Nueva Alianza de Dios con los esposos, a través de la Eucaristía y visible en la Creación.
Los rasgos con los que acabamos de trazar esa línea que conecta Familia, Sacerdocio y Creación, se hallan todos y en grado máximo en la persona de María de Nazareth. Ella, tan morena como hermosa, la que en Caná logra que sobreabunde el mejor vino y el mundo esté lleno de amor mariano en cada rincón, la que preside desde el presbiterio de la explanada de Torreciudad esas Misas multitudinarias que son toda una imagen de la presencia de Dios en medio del mundo, la que cuida de todos los peregrinos que se acercan a Ella cada uno con sus problemas, la que como mujer es capaz de poner todo el corazón en cada detalle… la que ya en el Protoevangelio pisa con su planta inmaculada la cabeza del dragón infernal, anunciando así la Alianza de la que Ella misma sería portadora en sus entrañas purísimas.
Y es que María es la Mujer. La Mujer Madre sobre la que se funda y construye toda la Familia de los hombres, la Mujer Hija que corredime con su Hijo al pie del Calvario siendo así mujer eucarística por excelencia, y la Mujer Esposa del Espíritu Santo cuyo manto se extiende sobre toda la Creación vivificándola. Pero todas esas prerrogativas de María tienen su origen en el privilegio de su Maternidad. María es, antes que cualquier otra cosa, Madre de Cristo encarnado.
El motivo fundamental de la existencia de Torreciudad es la Virgen, porque Torreciudad surgió del amor de san Josemaría por su Madre del Cielo en connivencia con su madre de la tierra, doña Dolores, que prometió llevar a su hijo a aquella ermita si salía delante de la grave enfermedad que tuvo a los dos años, y por la que ya el médico de la familia le había desahuciado. Pero como en Guadalupe al indio Juan Diego, o en el Pilar al apóstol Santiago, o al propio san Josemaría en el Santuario de Loreto (son las tres advocaciones que están en las capillas de confesionarios de Torreciudad), la Virgen salió en ayuda de sus hijos. Todo un mensaje universal: “Necesitamos una madre”, nos decía el papa Francisco desde el santuario de Fátima. Eso mismo nos quiso decir y dejar san Josemaría en Torreciudad. He ahí un lugar donde poder ser acogidos con amor materno, todo fortaleza y todo ternura.
El espíritu de maternidad es sin duda el gran ausente en este tiempo que vivimos, tal vez por haber construido una imagen de Dios a la que muchos no pueden llamar Madre. Y Dios es también Madre. Una Madre que engendra a sus hijos con dolores de parto y, también con dolor, le acompaña hasta la vuelta al hogar definitivo. Es Madre que engendra a su Hijo en cada Eucaristía que celebre cualquier sacerdote de la Tierra. Es la Madre que parece ausente en la casa del hijo pródigo y que, sin embargo, prepara todo para la vuelta y lo celebra a lo grande. Es Madre que sabe recibir en su santuario a todo tipo de personas y darles a cada uno la ayuda oportuna con gran delicadeza y acierto.
Resulta significativo que cuando la herejía panteísta pretende hacer de la Tierra una criatura con alma e inteligencia, la figura que evoque sea la de la madre. Y es que, detrás de todos los errores doctrinales siempre hay un punto grande de verdad. La “Madre Tierra” −como la llaman, pretendiendo hacer del planeta una divinidad− tiene en efecto caracteres maternales. Aunque sea erróneo darle al mundo creado esas características antropomórficas, lo cierto es que nos ayuda a entrever el misterio que señala el papa Francisco en su encíclica, glosando la expresión del Cántico de las criaturas de san Francisco de Asís: “Nuestra casa común es también como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos: «Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba»”.
En la Jornada Mariana de la Familia, las grandes protagonistas del día son las madres que llenan la explanada rodeadas de sus hijos e hijas, todos en torno a la Madre. No es cuestión de jerarquía, es cuestión de corazón. Muchas de ellas ya desde el Cielo, acompañando a la Virgen y gobernando junto a ella a sus familias y a toda la Familia humana. ¿Y qué podremos decir de la madre del sacerdote sin que nos quedemos cortos? Sólo “gracias”, porque el corazón de toda madre es por eso mismo ya sacerdotal, imagen del Corazón de María, que es a su vez imagen perfecta del Corazón sacerdotal de Cristo. María, Madre, Reina y Señora de todo lo creado, de este Hogar común que es la Tierra, que nos cuida y a la que hemos de cuidar como buenos hijos.
“María, la madre que cuidó a Jesús, ahora cuida con afecto y dolor materno este mundo herido. Así como lloró con el corazón traspasado la muerte de Jesús, ahora se compadece del sufrimiento de los pobres crucificados y de las criaturas de este mundo arrasadas por el poder humano. Ella vive con Jesús completamente transfigurada, y todas las criaturas cantan su belleza. Es la Mujer « vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza » (Ap 12,1). Elevada al cielo, es Madre y Reina de todo lo creado. En su cuerpo glorificado, junto con Cristo resucitado, parte de la creación alcanzó toda la plenitud de su hermosura. Ella no sólo guarda en su corazón toda la vida de Jesús, que «conservaba» cuidadosamente (cf Lc 2,19.51), sino que también comprende ahora el sentido de todas las cosas. Por eso podemos pedirle que nos ayude a mirar este mundo con ojos más sabios”[12].
Así es como aparece iconografiada la imagen de Nuestra Señora de los Ángeles de Torreciudad. Como el asiento de Jesucristo, la única Sabiduría, que Ella nos muestra desde el precioso retablo del santuario. Como esclava del Señor que acoge a todos los peregrinos que van a verla por un gran motivo sin duda (la Jornada de las Familias, la ordenación de tres sacerdotes, o la oración por el cuidado de la Creación), pero no pueden imaginarse hasta qué punto todo está conectado (papa Francisco), y todo es lenguaje de Dios que nos dice −de tres modos tan diversos como misteriosos− la misma Palabra.
Antonio Schlatter Navarro
[1] Laudato sì, n.119.
[2] Cit. en Gloria Mª Tomás y Garrido, Una aproximación a la búsqueda de la belleza en Laudato Sì., en www.enciclopediadebioética.com.
[3] Cantar de los Cantares 1,5.
[4] San Ambrosio, De mysteriis 35.
[5] J. Ratzinger, Introducción al Cristianismo, pp. 215-219.
[6] San Josemaría, Hom. Amar al mundo apasionadamente (Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n.116).
[7] El concepto es de A. MacIntyre, en su libro Animales racionales dependientes.
[8] Como bellamente expresa san Juan Pablo II en una de sus poesías (Canción sobre el Dios oculto, 1,13.- Las orillas del silencio).
"Una migaja de pan es más real
que el universo,
más llena de la vida y de la
palabra
−canción que cubre como el mar,
−torbellino de sol,
−destierro de Dios".
[9] Camino, n.824.
[10] HADJADJ, F., ib., La suerte de haber nacido en nuestro tiempo, Rialp, Madrid 2016, p.27-28.
[11] Salmo 8, 3-4.
[12] Laudato Sì, n.241.
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