El siglo XXI se caracteriza por el desarrollo intensivo de la tecnología, que ha colonizado casi todos los ámbitos. Pero también ha crecido de forma llamativa la distracción que puede facilitar la acedia
Este artículo intenta establecer una relación entre estos elementos.
Un estudio de una década en del Departamento de Informática de la Universidad de California, Irvine, sostiene que nuestra capacidad de atención aparece más débil en la realización de tareas. La jefa de la investigación Gloria Mark, pidió a los encuestados que trabajaran y utilizaran aplicaciones en dos pantallas de computador. En 2004, los sujetos cambiaban su atención de una pantalla a la otra, en promedio, cada tres minutos. Para el año 2012 el tiempo medio de retener el foco en una pantalla se redujo significativamente hasta un minuto y 15 segundos. Y en 2014, ese promedio era sólo de 59.5 segundos.
La investigación concluye que en nuestra era digital podemos comunicarnos, acceder, crear y compartir una gran cantidad de información de forma rápida y casi sin esfuerzo. Y que la consecuencia de tener tantas opciones es que compiten por nuestra atención, así que estamos continuamente cambiando nuestra atención entre los diferentes tipos de información mientras continuamos realizando diferentes tipos de tareas, y esto es complicado.
No podemos pensar que todo es malo. La capacidad de comunicación y la versatilidad con que podemos intercambiar información ha revolucionado positivamente la forma de hacer negocios y de hacer gestiones básicas cotidianas, como pagar electrónicamente, y agilizado la gestión pública. A la vez, somos testigos de que el estilo de vida digital se ha convertido en una distracción constante para compromisos de trabajo y las obligaciones familiares y, según observadores, esta falta de enfoque se está tornando cada vez peor. También se perciben otros efectos, como la dificultad para concentrarse y para profundizar en las cosas, y la facilidad con que se difunden –y reciben- también contenidos indeseados.
Santo Tomás de Aquino habla de un deseo inmoderado de ver como el vicio de la curiositas. Cuando aquel “percibir el conocimiento” no está dirigido hacia lo que es provechoso, entonces es un obstáculo para consideraciones de utilidad. Como ejemplos pertinentes de hoy en día, relacionados con lo que el filósofo quiere decir aquí, nos podríamos referir al uso del internet o de la televisión. Aunque es verdad que el ciberespacio nos provee de abundante información de utilidad y que la televisión también difunde programas aprovechables y relajantes, algunas veces dichos medios son utilizados en formas que pueden resultar perjudiciales para los niños, adolescentes e incluso adultos.
En este contexto, Tomás de Aquino se refiere a “verlo todo”, un término que, referido a la búsqueda de conocimiento, puede parecer extraño para los lectores contemporáneos: “Verlo todo se vuelve pecaminoso cuando hace a un hombre propenso a los vicios de lujuria y crueldad como resultado de las cosas que ve representadas”. En este punto podemos sin duda pensar en cualquier persona que pierde su tiempo cambiando los canales en su televisor, viendo repetidamente escenas sensuales o violentas, o se dedica a la lectura, por ejemplo, de revistas baratas en kioscos, las cuales provocan miradas embobadas y excitan la imaginación, sin promover ningún valor estético o moral.
Es interesante notar cómo el santo se refiere a la curiositas de este tipo como a la “inquietud errante del espíritu”. Es la primera manifestación de acedia, una tristeza del corazón, una pesadez del espíritu humano que no quiere aceptar la nobleza y dignidad de la persona humana que está íntimamente relacionada con Dios, a quien le debe su existencia y hacia quien está destinada. Dicha “inquietud errante del espíritu” se manifiesta en la insaciabilidad de la curiosidad, agitación del cuerpo e inestabilidad de lugar y de determinación. Como resultado, ésta favorece la existencia de individuos apocados y pusilánimes. Uno podría preguntarse si las altas tasas de suicidio entre los adolescentes no se deben, en parte, a los efectos de una curiositas desenfrenada.
Pero no se trata de algo moderno. Ya en el siglo V, San Gregorio Magno hablaba de la falta de concentración, en concreto estudia “la divagación de la mente por lo ilícito”. Y define a este defecto como una de las seis hijas de la acedia. Gregorio explica que consiste en soltar la mente para dirigirse a lo indebido como fruto de la deserción de los bienes sobrenaturales. La persona que está afectada por la acedia deja que su imaginación construya castillos en el aire, en los que él es protagonista de cuanto no hace nada en la vida real. Esto no sólo representa una pérdida de tiempo, sino que muchas veces, suele terminar siendo ocasión de pecado.
Según el Catecismo la acedia es la pereza espiritual, que llega a rechazar el gozo que viene de Dios. Podríamos catalogarla como perteneciente al género de las tristezas. La sabiduría espiritual cristiana ha considerado la acedia como un vicio que, sin control, eventualmente resulta mortal para la vida cristiana. Cuando se cede a la acedia se trata con indulgencia la apatía espiritual, y se tiende a evitar esa tristeza, primero evadiendo, luego despreciando el amor y la misericordia de Dios, y finalmente buscando compensaciones en el placer.
San Juan Casiano nació alrededor del 360. Sus padres, piadosos cristianos, le dieron una excelente educación clásica. También escribió sobre la acedia, y la identifica con una “ansiedad del corazón”, un tedio que llega hasta aquello más íntimo del hombre, es decir, hasta su corazón. Casiano nos presenta la acedia menos como un deseo de salir de uno mismo, que como una falta de entusiasmo por el trabajo. La acedia aparece descrita como algo muy cercano a la ociosidad. Por eso, Casiano aboga por el trabajo manual como remedio para la acedia. Es decir, si respecto al trabajo se siente una cierta pereza, falta de entusiasmo o desgana, Casiano sostendrá que no se debe huir de él, sino al contrario, perseverar en ello incluso con más empeño. Por eso, dirá: “La experiencia constata que no hay que huir ante el ataque de la acedia, sino que se la supera resistiendo”.
Esta tendencia a distraerse con frecuencia puede verse atraída por los contenidos inconvenientes que abundan en la red. El sitio web más grande de pornografía en el mundo se jacta de que una persona que quiera revisar todos sus contenidos eróticos necesitará de 68 años conectado sin dormir o comer. La cantidad de pornografía disponible es impresionante. Y el daño que produce a las personas también.
San Agustín, en el siglo IV, da un testimonio que se parecería la descripción de la adicción que produce el consumo de pornografía en internet: “Porque de haberse la voluntad pervertido, pasó a ser apetito desordenado; y de ser éste servido y obedecido, vino a ser costumbre; y no siendo ésta contenida y refrenada, se hizo necesidad como naturaleza. De estos como eslabones unidos entre sí se formó la que llamé cadena, que me tenía estrechado a una dura servidumbre y penosa esclavitud”.
La concupiscencia consentida y habituada reúne tal fuerza que adquiere la naturaleza de una cierta clase de necesidad, que compele a la voluntad de tal manera que el individuo deja de ser libre en alguna medida.
Durante mucho tiempo la Iglesia ha enseñado que la concupiscencia de los ojos inflama la concupiscencia de la carne, y viceversa. Lastimosamente se han convertido en un componente casi normal de la vida cotidiana de muchas personas: el envío frecuente de imágenes eróticas, especialmente compartidas en grupos de WhatsApp y la búsqueda de contenido pornográfico, son hondamente nocivas y tienen un efecto adormecedor en la vida espiritual cristiana. Es un círculo vicioso: la acedia predispone al alma para ceder con más facilidad ante los embates de la pornografía, y, por el contrario, la pornografía va asentando cada vez más la acedia.
Escribe Joseph Pieper: “La templanza es la auto conservación desprendida. Y la falta de templanza equivale, según esto, a la autodestrucción por degeneración egoísta de las energías destinadas a la auto conservación”.
Esto tiene significados fundamentales para la preservación de la dignidad humana. Si queremos proteger la dignidad humana en asuntos sexuales y en todos los demás asuntos humanos, debemos ejercer una verdadera y perfecta prudencia. Si queremos ejercer la verdadera y perfecta prudencia, debemos buscar la castidad. Pero antes de que podamos ejercer la castidad en su sentido propio, debemos practicar una virtud más general de castidad, una castidad espiritual. Pues es esta irtud la que aborda la raíz espiritual del problema: acedia. ¿Qué es la castidad espiritual?
Santo Tomás explica que se llamará castidad espiritual “si la mente humana se deleita en la unión espiritual con aquello a lo cual debe unirse, es decir, a Dios, y se abstiene de unirse en el deleite a otros objetos opuestos al orden divino”. Tomada así la castidad, es una virtud general, porque como dice el Aquinate, “cualquier virtud hace que la mente humana no se una al deleite mediante cosas ilícitas”. Esta castidad espiritual surge directamente de la fe, la esperanza y la caridad, que unen la mente humana a Dios. La castidad espiritual preserva la unión con Dios, y por lo tanto ofrece la protección más sobresaliente contra la acedia.
La práctica más importante que fortalece nuestra castidad espiritual y simultáneamente nos protege de la acedia es el esfuerzo activo y persistente de tener una vida de oración.
La práctica de la oración es una disciplina espiritual categóricamente diferente, y no un sustituto de la terapia recomendable para aquellos que experimentan conductas compulsivas o adicciones. En conclusión, una iniciativa espiritual muy pertinente que aborda de manera más directa el problema contemporáneo de la pornografía en internet −no en su brillante superficie electrónica, sino en su raíz espiritual oculta− es la oración, y en concreto la realizada frente al Santísimo Sacramento.
La oración sostiene la unión espiritual de la mente y del corazón con Dios y con todo lo que es consonante con la voluntad de Dios, nos protege más eficazmente para evitar caer en la apatía espiritual y su descendencia la divagación de la mente por lo ilícito.
Enseñar a los más jóvenes a hacer oración será fundamental para prepararles a combatir contra las tentaciones de acceder a material nocivo que seguramente deberán enfrentar en durante su vida.
Promover que todos hagan oración, enseñar que es posible hablar con Dios para sujetar un poco la imaginación, para evitar la divagación, para centrarnos en lo importante, como nos hace notar el Papa Francisco en la exhortación apostólica Gaudete et Exsultate: “No es posible prescindir del silencio de la oración detenida”.
Podríamos decir que la tecnología ha hecho que la distracción se vuelva omnipresente. No todos los avances tecnológicos o todas las funcionalidades van bien a todas las personas. Hay que pensar. Conviene preguntarse que en cada caso: esto, a mí, ¿en qué me aporta o en qué me dificulta?, y actuar en consecuencia. Ahora bien, no se pueden establecer reglas generales, sino que cada uno debe experimentar qué cosas le convienen, no sólo porque facilitan su trabajo, sino porque mejoran su relación con los demás y con Dios.
Un experto del hombre moderno, san Josemaría Escrivá, señala una experiencia con la que es fácil identificarse: “‘Me bullen en la cabeza los asuntos en los momentos más inoportunos...’, dices. -Por eso te he recomendado que trates de lograr unos tiempos de silencio interior,... y la guarda de los sentidos externos e internos”. Para alcanzar un recogimiento que lleve a meter las potencias en la tarea que realizamos, y así poder santificarla, es preciso ejercitarse en la guarda de los sentidos. Y esto se aplica de modo especial al uso de los recursos informáticos, que –como todos los bienes materiales– se deben emplear con moderación.
La virtud de la templanza es una aliada para conservar la libertad interior al moverse por los ambientes digitales. Templanza es señorío, porque ordena nuestras inclinaciones hacia el bien en el uso de los instrumentos con los que contamos. Lleva a obrar de manera que se empleen rectamente las cosas, porque se les da su justo valor, de acuerdo con la dignidad de hijos de Dios.
Juan Carlos Vásconez
Fuente: Revista Palabra.
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