Frente a la opción de construir por nosotros mismos un sentido para nuestra vida hay otra opción posible: la de recibir ese sentido de otro, como un don
En esta línea se encuentra la interpretación que hace Joseph Ratzinger de la fe y de su necesidad para la vida humana
Según los datos del Instituto Nacional de Estadística, hasta 2013 en España el suicidio viene siendo la primera causa de muerte no producida por enfermedad, por encima de los accidentes de tráfico. La tasa general de suicidio española (8,3 por 100.000 habitantes) no es de las más elevadas en el panorama mundial (11,4 por 100.000 habitantes), pero resulta lo suficientemente significativa como para que se pueda considerar presente en nuestras vidas. Según los últimos estudios científicos, un 7,77% de las personas que cometieron suicidio eran menores de 30 años.
La Organización Mundial de la Salud estima que a cada suicidio cometido hay que sumar unas veinte tentativas.
El suicidio plantea importantes preguntas sobre los motivos personales y sociales que conducen a él. Se trata de un fenómeno multidimensional en sus causas. Entre las personales destacan la enfermedad mental, la depresión o el consumo de sustancias tóxicas. Entre las sociales se cuentan la insatisfacción laboral, el estrés o la presión del grupo (sobre todo en jóvenes). La apreciación de que la propia vida no tiene sentido siempre es subjetiva, y normalmente no es compartida por los seres queridos del suicida que lamentan el suceso. No obstante, se trata de una percepción real que presupone la convicción de un fracaso existencial.
Esas mismas estadísticas ponen de manifiesto que las personas religiosas cometen menos suicidios que las ateas. Desde la perspectiva de la filosofía del hombre y de la religión se propone como factor explicativo que el sentido que han encontrado las personas religiosas para sus vidas les ayuda a sobrellevar dificultades que comparten con los demás seres humanos. Es la interpretación que puede reconstruirse desde las aportaciones de uno de los mejores intérpretes del pensamiento religioso y de la cultura contemporánea de las últimas décadas, Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI.
En un discurso dirigido a los representantes del mundo de la cultura, Benedicto XVI señalaba las contradicciones internas de la imperante cultura de la imagen. Esta tiene su contexto en la secularización en el mundo occidental, que conduce a pensar que Dios se ha vuelto superfluo para el hombre. De ella deriva un «culto al individuo», que se manifiesta bajo forma de hedonismo y consumismo. Este culto lleva a la convicción de que todo lo que el ser humano necesita para ser feliz es el bienestar corporal y que cada necesidad se satisface encontrando el producto adecuado en el mercado. La contradicción estriba en el abandono de la dimensión más profunda del ser humano, donde se encuentra su felicidad radical. Se produce «una tendencia hacia la superficialidad y un egocentrismo […]. En este contexto espiritual, existe el peligro de caer en una atrofia espiritual y en un vacío del corazón».
La filosofía y la teología hablan de la presencia de una «crisis de sentido», que fue descrita con acentos dramáticos por Pascal. El ser humano aspira por naturaleza a la felicidad, al bien, al amor y conocimiento, en grado infinito; pero no puede alcanzarlo por sí mismo. El ser humano se percibe como limitado en el alcance de sus buenas intenciones, culpable a veces del mal a su alrededor, y también víctima de los males que le acompañan bajo forma de enfermedad y muerte. No puede encontrar una respuesta en los seres inferiores, y tampoco en sus iguales, pues con todos comparte la limitación. Por eso, la crisis de sentido no puede resolverse si no es acudiendo a la dimensión trascendente.
Una opción posible, típica del subjetivismo postmoderno, es la de entender que la dimensión religiosa es una más entre las muchas necesidades individuales. En consecuencia, se debería tratar igual que cualquiera de esas necesidades: buscando lo que mejor se adapte al gusto del individuo. Así, se opta por adherirse a la religión que se considere más adecuada, o por tomar elementos de varias confesiones para construir una confesión propia, ecléctica, a la medida del sujeto. Benedicto XVI no ignora la comodidad de esta elección, pero identifica un peligro en esta opción, debido a que lo rompe la esfera del individualismo. Así lo advertía en su primer gran encuentro con los jóvenes del mundo: «La religión se convierte casi en un producto de consumo. Se escoge aquello que agrada […]. Pero la religión buscada “a la medida de cada uno” a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero en el momento de crisis nos abandona a nuestra suerte». Si no hay una instancia distinta de uno mismo, en el momento de encontrarse frente a un problema que el sujeto no sea capaz de resolver, se encontrará solo, sin apoyo y sin solución posible. Esta situación se conoce como desesperación existencial, y es capaz de hacer que la vida se perciba como un castigo insoportable.
Frente a la opción de construir por nosotros mismos un sentido para nuestra vida hay otra opción posible: la de recibir ese sentido de otro, como un don. En esta línea se encuentra la interpretación que hace Ratzinger de la fe y de su necesidad para la vida humana. Entiende que se trata de un regalo que hace Dios al hombre que busca sentido. «El sentido no es un producto humano sino dado por Dios: […] es algo que nos sustenta, que precede y desborda nuestros propios pensamientos y descubrimientos, y solo de esa manera posee la capacidad de sustentar nuestra vida».
En la situación actual de la cultura occidental ha de superarse un obstáculo importante, tal vez el principal, para encontrar esa orientación fundamental de la vida. El hombre y la mujer de hoy en día son competitivos, confían todo a la ciencia y tienden a pensar que esta dará una respuesta a todo interrogante. Es la capacidad que se define como saber, por la cual el ser humano hace una interpretación de la realidad y de sus características, para ponerlas a su servicio. No es que Ratzinger haga una valoración negativa de la ciencia ni del saber tecnológico, simplemente señala que hay un error de principio en pretender que la ciencia responda a cuestiones que están fuera de su alcance. «La ciencia no puede sustituir a la filosofía y a la revelación, dando una respuesta exhaustiva a las cuestiones fundamentales del hombre, como las que atañen al sentido de la vida y la muerte, a los valores últimos y a la naturaleza del progreso mismo».
El auténtico desarrollo, destaca Benedicto XVI, es el que incluye la dimensión espiritual del hombre, y para ello es indispensable «captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la persona considerada en la globalidad de su ser». La técnica es capaz de responder a la forma óptima de ejecutar una acción, pero no al fin por el que esta se realiza, ni a la felicidad que pueda aportar al sujeto que la ejecuta. Y este es el ámbito específico de las elecciones morales y de la fe religiosa.
Para el Papa emérito la fe «antes de ser una creencia religiosa, es un modo de ver la realidad, un modo de pensar, una sensibilidad interior que enriquece al ser humano como tal». Permite contemplar la realidad tal y como es, en toda su profundidad, trascendiendo la esfera de la técnica y de la utilidad. Sin la percepción de Dios «todo se achata y se reduce a una sola dimensión. Todo queda aplastado en el plano material […] las cosas y las personas me interesan en la medida en que satisfacen mis necesidades, no por sí mismas». En cambio, desde la contemplación creyente, las personas y las cosas aparecen en toda su riqueza. Entre otras cosas, esta nueva valoración es lo que ha permitido a muchas personas creyentes reconocer el mal y resistirse a él aunque se encontraran solos: por ayudarles a captar el valor de la persona, han sido incapaces de hacer daño a otros, aunque el precio por ello fuera padecer la violencia. Es el caso de Maximiliano Kolbe o Janusz Korczak: hombres que antepusieron el sentido de la dignidad humana por encima de su propia supervivencia.
La primera necesidad, pues, para encontrar el sentido de la vida, es que la razón se abra a recibirlo de una instancia superior a ella misma. En eso precisamente consiste el acto de fe. En su esencia, el ser humano ya no ejercita el saber en cuanto conocimiento creado y adquirido con las propias fuerzas, sino el comprender. La diferencia entre un acto y otro estriba en la confianza que ejerce la razón creyente al aceptar lo que no ve. Se trata de un acto enteramente personal, que tiene un contenido, en el que la razón puede y debe profundizar porque aporta fundamento a su existencia y significado a lo que le rodea. Por eso concluía Ratzinger en su Introducción al cristianismo que en el acto de comprender «aprendemos a captar como sentido y como verdad el fundamento sobre el que nos hemos situado, aprendemos a reconocer que el fundamento constituye el sentido». Según estas palabras, tener un sentido en la vida es tener un fundamento que dé soporte a nuestra existencia por encima de los cambios de circunstancias, y que permita mantenerse firme ante las dificultades, fiel a uno mismo. Al mismo tiempo, ese fundamento es también la verdad, pero una verdad que se interpreta en clave existencial y por tanto, global.
«¿Qué es la verdad?», pregunta de Pilato a Jesucristo. Nuestra cultura postmoderna considera la verdad como una presencia intrusa, limitante de la autonomía y libertad humanas, fuente de coerción y violencia. Por eso, se prefiere una sociedad donde la verdad no exista o carezca de importancia. Pero esta actitud, en principio tolerante, genera sus propias insuficiencias e injusticias, como pone de relieve cualquier análisis, por sumario que sea, de la facilidad con que se generan fake news. La posición de Ratzinger ante esto es la de compartir los motivos de rechazo hacia quienes se creen poseedores de la verdad, actitud que mueve a querer imponerla a los demás. Según declaraba en un encuentro con sus antiguos alumnos: «Nadie puede tener la verdad. Es la verdad la que nos posee, es algo vivo. Nosotros no la poseemos, sino que somos aferrados por ella».
Al referirse a la posesión, el pensamiento del pontífice emérito se sitúa en el extremo opuesto a cualquier forma de fanatismo, porque no la interpreta como sustitución de la libertad y de las capacidades propiamente humanas. La forma de posesión a la que se refiere es aquella que produce el amor: en efecto, quien ama a otra persona, se siente en cierto modo poseído por ella, ya que desea compartir con ella lo más profundo de su vida y empeñarse en facilitar la felicidad del otro. Esto no anula la inteligencia, la voluntad, ni las emociones del amante, sino que las potencia en el ejercicio del don. Por eso «solo permanecemos en ella si nos dejamos guiar y mover por ella; solo está en nosotros y para nosotros si somos, con ella y en ella, peregrinos de la verdad». Igual que el amor, no se tiene de una vez y para siempre, no es una realidad estática al modo de un objeto, sino que se adquiere día a día. Por eso, la verdad se parece más a una peregrinación: a la búsqueda constante del amor.
Desde su ordenación episcopal en 1977, Ratzinger lleva como lema espiritual «colaborador de la verdad». Cree firmemente en la existencia de la verdad, y piensa que el cristianismo, desde su origen en el mundo antiguo, se define por su opción por el logos que da sentido a la existencia, frente al mito o relato imaginativo. Cree, por tanto, en la razón y en su capacidad para conocer. Pero no circunscribe la verdad ni la razón a la dimensión especulativa. Sin despreciar la dimensión más teorética del conocimiento, señala que la verdad es una persona, y que se ofrece en forma de amor personal: «La fe cristiana es más que una opción por la existencia de un fundamento espiritual del mundo; su fórmula principal no reza: “Creo algo” sino: “Creo en ti”. La fe cristiana es el encuentro con el hombre Jesús y, en tal encuentro, experimenta el sentido del mundo como persona».
En el encuentro personal se produce una concreción en hechos, porque Jesús de Nazaret se define como ser-para-los-demás que se entrega hasta el límite de lo humanamente posible. Ese amor que se hace donación supera la barrera de la inmortalidad y, con ello, contiene también una promesa de eternidad a quien quiere acogerse a esa propuesta. Por eso, para Ratzinger, «la fe cristiana vive de que no existe el sentido meramente objetivo; antes bien, este Sentido me conoce y me ama, a él me puedo encomendar con el gesto de un niño que sabe acogidas todas sus preguntas en el tú de la madre. Así, fe, confianza y amor son, en el fondo, uno y lo mismo, y todos los contenidos alrededor de los cuales gira la fe no constituyen más que concreciones del cambio que todo lo sostiene, del «creo en ti»: el descubrimiento de Dios en el rostro del hombre Jesús de Nazaret».
Benedicto XVI insiste en que «No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor», y que el Dios de Jesucristo «no es una lejana “causa primera” del mundo, porque su Hijo unigénito se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él: “Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí” (Ga 2,20)». Como consecuencia, nos invita, en primer lugar, a afrontar la cuestión del sentido, sin distracciones, porque nos jugamos la felicidad personal en ella. A continuación, advierte que «llevar al extremo nuestro intento de comprender al hombre prescindiendo totalmente de Dios nos conduce cada vez más al borde del abismo, o sea a prescindir completamente del hombre», y por eso renueva a los no creyentes la apuesta de Pascal por vivir como si Dios existiera. Quien no emprende una búsqueda, no va a encontrar nada; quien emprenda la búsqueda de Dios puede encontrar el sentido de toda la realidad a cambio de muy poco.
Dios es amor, recordaba Benedicto XVI en su primera encíclica. Ese amor es incondicional e inamovible, capaz de colmar las más nobles aspiraciones humanas, y por eso es esperanza que nos salva, título de su segunda encíclica. La clave de ese amor que es verdad y da sentido es una persona, Jesús de Nazaret, a quien Joseph Ratzinger ha dedicado una imponente trilogía. En estos títulos se sintetiza el núcleo de un mensaje que sigue siendo coherente para el hombre y la mujer postmoderno, por su sensibilidad poco dada a la abstracción y más afín a la realidad concreta y personal.
Elena Álvarez
Doctora en Teología por la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma) y profesora de Filosofía Moderna en el Grado de Humanidades de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR). Entre sus proyectos se encuentra el análisis de las aportaciones de Joseph Ratzinger para la interpretación del mundo contemporáneo.
Fuente: nuevarevista.net.
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