Cada joven es amado por Dios de modo irrepetible y único. La propuesta vocacional de la Iglesia es para todos porque el Evangelio es para todos. Entre el todos y el cada uno se encuentra el ‘discernimiento’. Ahí es donde de modo especial tiene que estar presente la Iglesia
“Si nos pinchan, ¿acaso no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos envenenan, ¿acaso no morimos?” Las conocidas palabras de El Mercader de Venecia de Shakespeare, inmortalizadas también por Enrst Lubitsch en su genial comedia, Ser o no ser (1942), constituyen curiosamente para la Iglesia un profundo motivo de esperanza. Hablan, en efecto, a su modo, de experiencias primarias, ante las que se reacciona también primariamente, de un modo común para toda la humanidad. La pregunta por el sentido de la vida es una de esas experiencias comunes, como lo es también la pregunta sobre Dios y sobre su incidencia en mi vida, el papel y el alcance de la propia libertad, etc.
He decidido comenzar así este artículo sobre la vocación y el discernimiento porque todas estas cuestiones constituyen el ambiente —vital e intelectual— donde surge la pregunta por la vocación. Se trata de una cuestión profundamente existencial y, en cierto sentido, es la más específica de una existencia creyente: ¿puedo entender mi vida como una invitación del mismo Dios a compartir mi historia con Él, asumiendo como propia una misión que Él me confía?
Junto a la pregunta personal e íntima por la propia vocación, se plantean otras cuestiones de gran importancia para la reflexión pastoral: ¿en qué momento surge o debería surgir esta cuestión?; ¿qué papel desempeña en todo ello la comunidad cristiana?; y, sobre todo, ¿cómo llega cada uno a descubrirla en su especificidad última con la seguridad suficiente como para abrazarla con gratitud?
Si las palabras de Shakespeare llenan de esperanza, muchos de los análisis sobre la juventud actual pueden producir un desánimo inicial. Aunque las cosquillas sigan produciendo risa y el veneno muerte, no parece que muchos jóvenes de hoy estén dispuestos a hacerse las grandes preguntas que abren el corazón y la cabeza a la consideración de la llamada de Dios. Y es que muchos jóvenes, al menos en Occidente, parecen profundamente marcados por tres experiencias que les “pasan factura”:
— la experiencia del cansancio, fruto de una educación que busca, sobre todo, el rendimiento y la máxima capacitación a todos los niveles para ser, necesariamente, un “triunfador”. El resultado es el de jóvenes cansados, abocados desde pequeños a un esfuerzo continuo y perfectamente establecido, para lograr “colocarse” en el lugar deseado del perfecto mecanismo que constituye nuestra sociedad globalizada;
— la experiencia del fracaso, consecuencia de la anterior. No todos podemos ser superman por mucho que nos empeñemos. Pero, sobre todo, esa experiencia es consecuencia de que, a la hiperpreparación en lo profesional, corresponde una nula educación en lo afectivo y en lo social. Eso condena a los jóvenes a experiencias muy dolorosas en aquello que valoran mucho más que la profesión: la amistad, el amor… Consecuencia inmediata es el desencanto, el escepticismo ante lo bello y ante lo grande;
— la experiencia de la ligereza, de nuevo consecuencia de las anteriores. Ante el cansancio y el fracaso, una vida banal parece la mejor (¿o la única?) alternativa. Se trabaja para descansar y se descansa para no pensar. En la satisfacción material se espera encontrar la tranquilidad en lo espiritual. Inquietudes de cualquier tipo aparecen como enemigos de este precario equilibrio que ofrece la vida ligera.
Se comprende que desde el “¡No tengáis miedo!” de san Juan Pablo II, al “No vinimos a este mundo a vegetar” del Papa Francisco, el empeño de la Iglesia haya sido el de despertar a los jóvenes, el de hacerles ir más allá de esas experiencias que les adormecen, convirtiéndoles —siempre según el Papa— en “cristianos de sofá”.
La misión de la Iglesia se funda, necesariamente, en la convicción de que existe un joven de siempre, quizás oculto tras esas experiencias propias del joven de hoy. Y que en el corazón de dicho joven siguen anidando esperanzas y anhelos, sueños y proyectos. Sobre todo, sigue resonando en él la voz de un Dios, que es amigo del hombre y que no le abandona.
Se puede decir, pues, que la misión de la Iglesia respecto a los jóvenes es en primer lugar mayéutica: está orientada a liberar al joven de hoy de esas experiencias que le impiden vivir y disfrutar de su corazón de siempre. Para ello, la Iglesia necesita anunciar continuamente el evangelio de la Gracia de Dios, puesto que las experiencias señaladas convierten al joven, sin saberlo, en un triste pelagiano: alguien empeñado en vivir solo con sus fuerzas, encerrado en aquellos horizontes accesibles a sus pobres capacidades. Combatir un cristianismo pelagiano (cf. Francisco, Ex. Ap. Gaudete et exsultate, 47-62), es el primer servicio que la comunidad cristiana puede ofrecer a los jóvenes de hoy, para que recuperen su capacidad de soñar y, por consiguiente, de abrirse a la llamada de Dios.
Conducido a vivir en Gracia y de la Gracia, el joven estará en condiciones de descubrir y de entusiasmarse con el Rostro del Dios verdadero, el mismo que invitó a Abraham a salir de su tierra y a recorrer su vida en su compañía, o el que eligió a María Magdalena, o a Mateo y a los demás apóstoles para vivir junto a Sí y enviarlos a predicar (cf. Mc 3,14). Estará en condiciones de entablar una relación personal de amistad con Él, “de corazón a corazón”, como le gustaba señalar al beato John Henry Newman. Estará en condiciones de escuchar la Voz de Dios, que también a él le llama a desempeñar una misión concreta.
Una vez despertado, es preciso dar un paso más: “Dios me ama y cuenta conmigo, pero… ¿para qué?” En la medida en que “los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rom 11, 29) y en la medida en que todo hombre tiene derecho a tomar sus decisiones vitales con la máxima seriedad, se entiende la importancia personal y pastoral de acertar con la propia vocación. Al servicio de este acierto se encuentra el discernimiento, que puede definirse como “el proceso por el cual la persona llega a realizar, en el diálogo con el Señor y escuchando la voz del Espíritu, las elecciones fundamentales, empezando por la del estado de vida” (Sínodo de los Obispos, Documento preparatorio, II, 2). Se trata, pues, de una acción eminentemente personal, en el sentido de que el sujeto es insustituible en toda decisión vocacional, que debe ser consciente y libre.
Pero que el discernimiento sea personal no quiere decir que sea tan solo una cuestión individual. En dicho proceso, cada hombre debe contar con la ayuda de la Iglesia, comunidad en la que vive y de la que brotan todas las vocaciones específicas, a cuyo servicio también se ordenan. En este sentido, la pastoral vocacional debe configurarse como un servicio eclesial a la persona, para que ésta pueda descubrir y abrazar el designio que Dios le ofrece.
Hablar de vocación es hablar de una peculiar irrupción de Dios en la historia de cada hombre. La llamada, en efecto, se manifiesta como una propuesta, generalmente inesperada, que viene a dar a la propia vida una “novedad de sentido”. De este modo, el tiempo del hombre se convierte en kairós, tiempo de gracia, que ilumina la grandeza y la seriedad de la propia vida de un modo inaudito.
Ahora bien, puesto que Dios se manifiesta a un hombre marcado, mientras vive en mundo, por la temporalidad —somos seres históricos—, la vocación también está marcada por la historicidad, y solo así puede comprenderse. Por eso, es posible hablar de etapas o fases en el camino de discernimiento vocacional, cada una con sus peculiaridades aunque también con sus elementos comunes.
Existe una primera fase en el camino vocacional, que puede llamarse de descubrimiento. Irrumpe en el corazón de la persona algo que se percibe como distinto a lo pensado hasta entonces. Se sospecha que proviene de Dios, y consiste en una invitación a tomar una decisión en un sentido determinado, que orientará de modo definitivo la propia vida.
¿Cuándo sucede esto? La única respuesta absoluta a esta pregunta es: cuando Dios quiere. Al mismo tiempo, la Escritura y la experiencia permiten dar una respuesta más precisa, aunque igualmente abierta: sucede en el “tiempo del amor” (cf. Ez 16, 8), es decir, cuando en el hombre comienza a despertar esa experiencia humana de plenitud. Quizás por ello se entiende con facilidad tanto la convicción —permanente en la Iglesia— de que puede percibirse la llamada desde la primera juventud, como el hecho —en una sociedad como la nuestra— de un progresivo “retrasarse” de la edad en que los jóvenes se plantean la cuestión. Parece, en efecto, lógico que jóvenes marcados por las experiencias del cansancio, el fracaso y la ligereza tarden más en llegar al “tiempo del amor”, aunque tal vez hayan llegado mucho antes al “tiempo de la experimentación” en el terreno de la sexualidad…
En cualquier caso, la etapa del descubrimiento requiere que la libertad del joven sea respetada al máximo. Es preciso darle todo el espacio y el tiempo que necesite para despejar sus dudas y hacerse a la idea de que debe emprender “con grande ánimo y liberalidad” el camino que Dios ha abierto ante sus ojos. Pero quizás también necesite del consejo que le haga ver que los contornos precisos del camino solo se ven con claridad cuando se comienza a andar…
A la fase del descubrimiento sucede la de la maduración. Saberlo debería dar una enorme tranquilidad a los jóvenes. Aunque es difícil —y poco aconsejable— ponerse en el camino de una vocación específica sin un alto grado de certeza interior, es liberador saber que se tienen por delante en general años en los que dicha certeza está llamada a verificarse y autentificarse, de nuevo con la ayuda de la Iglesia.
En el caso de la llamada al matrimonio, esta etapa se identifica con el noviazgo, cuya importancia para el discernimiento es imposible minimizar. En otras vocaciones específicas, se identifica con el periodo de formación, generalmente vivido en lugares pensados para facilitar dicho discernimiento y maduración.
Se trata de un momento en el que el discernimiento cuenta con la ayuda de los llamados criterios de idoneidad. La sabiduría de la Iglesia ha ido decantándolos para verificar del modo más objetivo posible la autenticidad de una experiencia vocacional, que habitualmente se percibe en la propia conciencia y, por tanto, desde un punto de vista estrictamente subjetivo. Ayudar a confrontar lo percibido interiormente, con las exigencias de la llamada concreta, y con las propias capacidades para asumirlas (siempre con la ayuda de la Gracia), es la gran función encomendada a la pastoral vocacional en esta etapa.
Por último, una vocación madurada, está llamada a realizar el compromiso definitivo, que inaugura la fase de la fidelidad. A partir de este momento, el discernimiento cambia de cometido pues, como recuerda san Ignacio, “en la elección inmutable, que ya una vez se ha hecho elección, no hay más que elegir” (Ejercicios Espirituales, n. 172). Se tratará ahora de discernir cuáles son los mejores medios para crecer en el amor, según el camino abierto por Dios y libremente abrazado por la persona.
Conocidas las fases por las que necesariamente debe pasar toda decisión vocacional y sus características más sobresalientes, ¿con qué medios cuenta la Iglesia para ayudar al joven en dicho camino? Sería absurdo querer dar una respuesta exhaustiva. Me contentaré con señalar tres que parecen imprescindibles:
— el ambiente. Quien vive imbuido en la cultura del rendimiento, con la consiguiente necesidad de intentar hacer lo máximo y por sí mismo, necesita aprender a vivir de un modo diverso, si no quiere acabar viviendo cansado, fracasado y ávido de un ligereza que nunca termina de serenar. Los hombres, al menos desde tiempos de Aristóteles, sabemos que las cosas importantes —como la virtud— se aprenden, sobre todo, por contagio. De ahí la necesidad de crear “espacios de confianza”, donde los jóvenes aprendan a confiar, primero en el poder de la Gracia de Dios y, luego, en la amistad de otros. Donde se sientan aceptados como son y donde encuentren ayuda para cultivar aquellos aspectos de la propia vida que, generalmente, tanto se descuidad en la sociedad actual: la propia afectividad, la entrega a los demás, la interioridad…
Un ambiente así descrito es quizás el sueño de toda propuesta de pastoral juvenil, y solo resulta posible si está marcado por una profunda libertad, que debe ser perceptible por los mismos jóvenes. En efecto, toda impresión de adoctrinamiento, de amaestramiento para imponer modos alternativos de vivir, sin que sean libremente asumidos, condenarían al fracaso cualquier iniciativa y traicionarían la misión misma de la Iglesia, cada vez más convencida de que está llamada a crecer “por atracción”;
— el acompañamiento. En la medida en que la llamada de Dios resuena en el interior de cada uno, resulta imprescindible aprender a “interpretarse”, a “conocerse”, a “escuchar” la voz de Otro y a “leer” sus intervenciones en la propia vida. Son tareas para las que ninguno nacemos aprendidos: necesitamos que nos enseñen. En el desarrollo y maduración de la propia personalidad, los demás son esenciales. Pero no todos del mismo modo. Lo son, sobre todo, los que buscan el bien de la persona porque la quieren: los padres en primer lugar; también algunos maestros y profesores; luego, aquellos que se ganan con justicia el título de amigos…
En este contexto de amor desinteresado, que legitima para ayudar al joven en lo que su recorrido vital tiene de más personal, se encuadra el acompañamiento personal o dirección espiritual. Resulta un medio especialmente idóneo para salir al encuentro de aquello que de específico e irrepetible tiene cada persona. Y una experiencia que proporciona al joven seguridad y confianza para adentrarse en una tarea que es solo suya: la de escuchar a Dios y tomar la determinación de secundar su invitación.
Que en las comunidades cristianas se redescubra el arte de acompañar, empezando por los sacerdotes, es uno de los desafíos más grandes y, desde luego, un empeño improrrogable, si se quiere anunciar significativamente el evangelio de la vocación;
— la oración. Si el punto de partida de toda decisión vocacional se encuentra en la percepción de la llamada de Dios, el joven necesita ser introducido en la vida de oración, ámbito privilegiado donde su Voz resuena y se acoge. Por eso, el acompañante debe ser, antes que nada, maestro de oración.
Introducir a los jóvenes en la oración supone enseñarles a valorar y disfrutar del silencio, que tiene que ser suscitado y “defendido” de ruidos externos e internos. Pero también a descubrir el carácter vivo de la Palabra de Dios, que sigue hablando hoy, el elocuente silencio de la Presencia eucarística del Señor, y el valor de la adoración prolongada para aprender la “disciplina de la escucha”, etc.
Y supone, desde luego, acompañarles y confirmarles en el camino emprendido cuando el sentimiento acompaña menos, cuando debe buscarse el trato con Dios sin la ayuda de la oración comunitaria, o en momentos de mayor trabajo o cansancio. Porque la oración, que es fuente de luz, es también combate y, en ocasiones, oscuridad. Pero es siempre compañía fiel de Dios que acompaña y prepara nuestro corazón para ser, a su vez, fieles.
Cada joven es amado por Dios de modo irrepetible y único; todo joven es amado así. La propuesta vocacional de la Iglesia es para todos porque el Evangelio es para todos. Entre el todos y el cada uno, equilibrio permanente de la acción pastoral de la Iglesia, se encuentra el discernimiento, por el que todos y cada uno están llamados a descubrir los rasgos precisos del amor y de la misión que Dios les tiene preparados. Allí es donde de modo especial tiene que estar presente la Iglesia. Los resultados del próximo Sínodo, sin duda, ofrecerán caminos para que efectivamente todos y cada uno de los jóvenes encuentren el acompañamiento que necesitan en la realización de esta tarea apasionante de descubrir el propio lugar en la Historia de la Salvación.
Nicolás Álvarez de las Asturias
Universidad Eclesiástica San Dámaso (Madrid)
Fuente: Revista Palabra.
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