¿La Eclesiología es un tratado del siglo XX? Con matices, hay que decir que sí, que es un tratado del siglo XX. Y que queda consagrado con el documento más importante del Concilio Vaticano II, la Constitución Dogmática ‘Lumen gentium’
En otros artículos hemos hablado de las dificultades de la manualística para tratar la Eclesiología, la Liturgia e incluso el Misterio Pascual. Por eso, no ha existido hasta mediados del siglo XX un tratado teológico sobre la Iglesia. La escolástica se basa en la ontología de las cosas y tiende a describir la Iglesia como una sociedad de fieles cristianos, que es su aspecto visible. Esta descripción interesa más bien al derecho y doctrina política, a la sociología y a la historia. Y se refleja, por ejemplo, en el Catecismo de la Doctrina Cristiana de segundo grado de 1958 (el que yo estudié); allí se lee: “¿Qué es la santa Iglesia? – La santa Iglesia es la congregación de los fieles cristianos, fundada por Jesucristo y cuya cabeza visible es el Papa”.
Cuando lo leemos muchos años después, nos damos cuenta de que es una buena y breve descripción, aunque más bien “externa”, sociológica, histórica y jurídica, pero no expresa el “misterio de la Iglesia”.
Aquí nos tropezamos con una cuestión teológica importante. El mensaje cristiano tiene en su centro un núcleo simbólico que no es posible traducir a otras categorías. La acción de un sacerdote que celebra la Misa podría ser descrita sencillamente como una persona que sigue las indicaciones escritas en un ritual. Sería una descripción “externa”, quizá suficiente en algunos contextos. Sin embargo, este sacerdote podría decir que él, aunque parezca solo, participa en el culto eterno del cielo, unido a toda la Iglesia, los ángeles y los santos, hablando en nombre de toda la creación, ofreciendo unido a Cristo, su Cuerpo y su Sangre, por toda la humanidad. Y esto no es de ninguna manera una exageración piadosa, sino una definición mucho más plena y auténtica que la de una persona siguiendo un ritual.
Y además, nos introduce en el misterio de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, cuya actividad principal consiste en ofrecer al Padre el sacrificio redentor del Hijo. El sujeto que celebra, esté quien esté, es siempre Cristo con todo su Cuerpo místico. Es uno de los subrayados principales de Guardini en El espíritu de la liturgia. ¿Esto es una metáfora piadosa, que exagera la realidad? En absoluto, es la realidad del culto cristiano y la realidad de la Iglesia. Esta es la “ontología” de la Iglesia, que, antes que nada, es un cuerpo orgánico que da culto a Dios. Eso es el punto de referencia de todo lo demás.
Esto se ha sabido siempre. Pero caben distintos grados de conciencia de lo que se sabe. Y se puede decir que, en el siglo XX, la Iglesia católica adquirió una conciencia muy viva de su misterio.
Y llega a un cénit en la Constitución Dogmática Lumen Gentium. En su primer número dice: “La Iglesia es, en Cristo, como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”. Esa frase, redactada por Gerard Philips y ligeramente rebajada, ya que no dice sencillamente “es” (est), sino “como” (−veluti), tiene detrás casi la entera historia de la comprensión cristiana de la Iglesia y al mismo tiempo reflejos nuevos, que han confluido desde el siglo XIX y, sobre todo, a inicios del siglo XX. Es lo que vamos a ver.
La historia de la eclesiología se puede dividir en cinco etapas. Hasta el siglo XI, la Iglesia es entendida simbólicamente a partir de muchas imágenes de la Escritura, ampliamente acogidas, por ejemplo, por San Agustín. Conviene recordar, por cierto, que la tesis doctoral de Joseph Ratzinger fue sobre La Iglesia como pueblo y casa de Dios en San Agustín.
Pasemos a la escolástica. Pedro Lombardo apenas habla de la Iglesia en sus sentencias. Y en la Suma de Santo Tomás, la Iglesia no llega a ser tratada en cuanto tal, entre otras cosas porque la tercera parte quedó inconclusa. En consecuencia, cuando la Suma pasó a ser el manual de referencia para el estudio de la teología (s. XV) y, poco después, se dividió en tratados independientes, no surgió un tratado de eclesiología. En paralelo con esto, las dificultades de la Iglesia con los Estados medievales nacientes hicieron que, desde el siglo XIII, se desarrollaran los conceptos jurídicos para defender principalmente la potestad del Papa, la autonomía ante los poderes temporales (investiduras) y la manera de combinar los “dos poderes”. De ahí proviene el De regimine christiano. En el mismo sentido, tenemos el tratado De Ecclesia, de Torquemada, que amplía la temática pero no sale de este encuadre jurídico.
La gravísima ruptura que sigue a la Reforma protestante y el cisma anglicano plantean una tercera fase, donde la pregunta es dónde está la verdadera Iglesia y cómo se distingue. Así se desarrolla la doctrina de las cuatro notas de la Iglesia (una, santa, católica y apostólica). Proceden del Credo del II Concilio de Constantinopla, pero ahora se toman en sentido apologético: de hecho, en el XIX se incluirán en un nuevo tratado de “Apologética”, que también incluye la defensa de los orígenes del cristianismo. La reflexión teológica sobre las cuatro notas llega, con mucho fruto, hasta el siglo XX. Toda esta historia ha sido bien contada por Yves Congar, en su contribución a la Historia de los Dogmas de Michael Schmauss. En esta perspectiva, hay que mencionar también al cardenal Newman, que, como parte de su proceso de conversión, investigó las pretensiones de legitimidad de la Iglesia anglicana (la Via media).
La cuarta etapa del despliegue de la eclesiología tiene también un cariz apologético. Es exactamente la defensa de esa frase que leíamos de pasada en la escueta definición del viejo catecismo español: “fundada por Jesucristo”. Desde el siglo XVIII, la Iglesia en Europa ha sentido la crítica de los descreídos que atacan la religión cristiana como si estuviera basada en leyendas. La apologética católica desarrolló la demostración de que hay Dios y alma (preambula fidei); que Dios puede revelarse y se ha revelado de hecho en Jesucristo, personaje histórico perfectamente situado (demonstratio christiana); que Jesucristo quiso y fundó una Iglesia (demonstratio ecclesiastica); y que se puede distinguir cuál es la verdadera por las cuatro notas (demonstratio católica).
De manera que, al llegar el siglo XX, tenemos grandes temas de la eclesiología repartidos entre el Derecho Canónico, el estudio del sacramento del orden (jerarquía, estructura y potestad de la Iglesia, episcopado) y la Apologética (después convertida en Teología Fundamental), que se ocupa del estudio histórico de la fundación de la Iglesia y del desarrollo teológico de las cuatro notas, cada vez con mayor profundidad.
A estos grandes temas se van a añadir importantes inspiraciones que vienen de muchos lados y que es difícil exponer con rigor cronológico porque son fermentos que surgen y poco a poco influyen, hasta llegar a una verdadera recepción eclesial. Es decir que, con la maduración e interacción de todas estas inspiraciones va configurándose una doctrina común que es asumida por la Iglesia en su enseñanza, predicación, magisterio ordinario y en los grandes documentos conciliares.
Se considera con razón a Odo Casel como el que recupera la noción de “misterio”. Hemos tenido ocasión de verlo en otro artículo. Misterio, en su sentido religioso, es una fuerte presencia de lo sagrado, que al mismo tiempo obra y permanece trascendente. Es una noción clásica de la patrística, pero se añaden ahora matices que vienen de la historia de las religiones: el sentido de fuerza (tremendum) y al mismo tiempo de trascendencia que tiene el misterio. La diferencia es que el cristianismo sabe quién está allí: quién es el Dios revelado a Israel y por Cristo. En esa línea toda la Liturgia cristiana es misterio, presencia de Dios, al mismo tiempo tremenda y trascendente. Y ese mismo Dios está presente en Cristo (en sus misterios), y en la Iglesia, prolongación y Cuerpo de Cristo, por el Espíritu Santo. Por eso, la Iglesia es misterio, no sólo en el sentido de su profundidad gnoseológica, por así decir, sino por estar en ella Dios presente con su fuerza y trascendencia.
Además, el lenguaje religioso es necesariamente simbólico. Los símbolos expresan lo que sucede. Y, en ese sentido, tienen una naturaleza sacramental. Si recordamos la noción clásica de sacramentos, como signos que realizan lo que significan, todo lo que llevamos dicho cobra más fuerza. El signo central del cristianismo es el Misterio Pascual, a través del cual se realiza la salvación que se aplica a cada cristiano en el bautismo, donde muere al pecado para renacer en Cristo. De allí brotan todos los sacramentos que participan de la eficacia del Misterio Pascual y contribuyen a ese paso del hombre viejo al nuevo. La Iglesia misma es fruto de la resurrección por la infusión del Espíritu. Los Padres recordarán que la Iglesia nace del costado de Cristo (muerto), como Eva nació del costado de Adán. Las aguas de vida que brotan del costado de Cristo son el río que sale del costado del templo para fecundar la tierra hasta la resurrección. Eso es la Iglesia.
La teología de la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo es uno de los grandes temas que surgen desde comienzos de siglo. Tiene también múltiples inspiraciones. Uno de los más sólidos es el de los estudios históricos y teológicos de Emile Mersch, que ya hemos visto. A esto se añadirán los del P. Trump. La encíclica de Pío XII Mystici Corporis (1943), que escribió fundamentalmente el P. Trump, consagra esta recuperación de un gran tema paulino que expresa en parte el misterio de la Iglesia.
Por su parte, Henri de Lubac, intentando superar una visión de la salvación demasiado individualista, escribe el libro quizá más importante de la teología del siglo XX, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma (1938). Él pretende mostrar que el cristiano vive y se salva en la Iglesia, recurriendo a múltiples testimonios de los Padres. Pero con su atenta erudición consigue mucho más: y es que se aprecie en vivo la teología de los Padres sobre la Iglesia. En este libro se dice que la Eucaristía hace la Iglesia. Y se completa, de modo mucho más desarrollado en Corpus Mysticum. La Eucaristía y la Iglesia en la Edad Media (1944), magnífico libro. Y como síntesis, en su Meditación sobre la Iglesia (1953), también extraordinario.
Entretanto aparecen y van creciendo los grandes manuales de Journet y de Michael Schmaus, que recogen mucha erudición de la Escritura y Patrística y comienzan a sintetizar todos estos materiales.
Acabamos de recordar la noción clásica de sacramento como algo que expresa y realiza lo que expresa. Hay muchas razones que apuntan a entender la Iglesia como misterio y sacramento, o como sacramento original y fuente de todos los demás.
Y aquí vinieron en auxilio dos fuentes muy distintas. Por un lado, los grandes estudios de Teología Bíblica se fijaron en el nombre griego de Ekklesia, como asamblea, convocación o congregación de personas. y lo relacionaron con un gran concepto bíblico, el de Qahal, la convocatoria del pueblo, que es el pueblo de la Alianza, para dar culto a Dios. Y hay que recordar que ese pueblo se ha constituido precisamente para dar culto a Dios. Es un tipo de lo que se realiza en la Iglesia, pueblo convocado y renovado en Cristo para dar culto al Padre. Con una convocatoria que se dirige a toda la humanidad.
Por otro lado se recibe una inspiración personalista que se extiende en los primeros decenios del siglo y tiene una recepción teológica (Guardini, por ejemplo). Se recuerda que persona significa principalmente relación, y que en la Trinidad se da la máxima comunión de personas. Y que toda unión de personas en la verdad y la caridad refleja algo de la Trinidad. Eso sucede en el matrimonio y la familia (lo difundirá Juan Pablo II), pero eminentemente en la Iglesia.
Con estas luces podemos volver al primer número de Lumen gentium y entenderlo con mucha más fuerza: “La Iglesia es, en Cristo, como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”. La Iglesia es, en sí misma, la gran llamada o convocatoria en la historia a todas las gentes y todas las naciones, para unirse y renovarse en Cristo y dar gloria al Padre. Y este reunirse en Ekklesía-Qahal para el culto de Dios significa y realiza la reconciliación y unión con Dios y entre todos los hombres. Y, por eso, aquel sacerdote que celebra solo con su misal en realidad representa y realiza este Misterio de salvación que es la Iglesia, ante todos los santos del Cielo y para toda la humanidad de la tierra. Y no es esto una consideración piadosa, sino la verdad más profunda de lo que sucede.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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