“El Misterio de la acción conyugal en la unión de naturaleza y gracia. Perspectivas abiertas a 50 años de Humanae vitae”
Durante la Jornada “El Misterio de la acción conyugal en la unión de naturaleza y gracia. Perspectivas abiertas a 50 años de Humanae vitae”, la Sección Española del Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para Ciencias del Matrimonio y la Familia ha celebrado el 37 Aniversario de su fundación en la fiesta de la Virgen de Fátima con una misa que ha presidido el cardenal arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, y una conferencia que ha impartido el catedrático de Moral del Instituto Pontificio Juan Pablo II en Roma, José Noriega, sobre la encíclica ‘Humanae Vitae’, que este año celebra el 50 aniversario de su publicación.
Cuenta Plutarco en su obra Vidas paralelas la historia que vivió el general Pompeyo en un momento de la Urbe en el que faltaba el grano. Roma perecía de hambre. Enviaron a Pompeyo a África en busca de trigo. Y cuando ya tenía en el puerto las naves cargadas, los marineros no querían zarpar. Pompeyo les increpó, pero la marinería le hizo ver que la mar estaba agitada, que el viento era recio, que había peligro de naufragio: demasiado riesgo, ellos querían vivir. Pompeyo tuvo la feliz idea: saltó a la nave, comenzó a cortar amarras y desafió a la marinería: “Navigare necesse est. Vivere non necesse est”[1]. Los marineros se miraron sorprendidos unos a otros y de un golpe saltaron a las naves, levaron anclas y zarparon para Roma. ¿Qué es lo que entendieron de aquella frase feliz? Lo que entendieron es que el sentido de la vida es más grande que el vivir: el sentido de su vida era ser marineros y eso era más grande que el vivir. Si Roma perecía y ellos salvaban su pellejo, ¿qué sentido tendría su vida?
Hoy aquella frase del general nos queda muy lejana. Quizá fuese bueno concretarla. “Casarse es necesario, vivir no”. Cuando los jóvenes están sobre el muelle de la vida, llenos de miedo ante la navegación del matrimonio, dejando pasar las estaciones sin afrontar la aventura del vivir, es necesario saber desafiarles: ellos nos dirán que es demasiado arriesgado, que las tempestades son muy violentas, que hay mucho naufragio, que ellos quieren vivir. ¿Por qué casarse es necesario? Porque el sentido de la vida es más grande que el vivir. Es necesario para que la vida sea grande y bella, para que sea plena, porque la comunión hace grande la vida. Con todo, es necesario dar un segundo paso. Porque los cónyuges jóvenes están sobre el muelle de su matrimonio, mirando a la mar, y tienen miedo de tener hijos. Demasiada complicación. Mejor esperamos a que esté todo estabilizado, controlado. “Engendrar es necesario, vivir no”. Porque engendrar hace grande la vida. Porque en el engendrar se da una plenitud humana singular: allí se encierra el sentido último de la vida: engendrar una vida grande y bella en los hijos.
La encíclica Humanae vitae es un desafío a la modernidad burguesa, afanada por tener bajo control la vida y exprimir la ubre para disfrutar del sexo. Humanae vitae es el reclamo a la grandeza de la sexualidad. Si la revolución sexual grita al mundo: “Sex is for fun: entertaiment”; Humanae vitae dice “Sex is a gift”. Pone en evidencia de esta forma que el sentido del sexo es más grande que el sexo mismo. El sexo será un regalo siempre y cuando sea un don total de sí mismos: esto es, cuando los dos significados del amor estén indivisiblemente unidos; su significado unitivo y su significado procreativo. Estos dos significados hacen grande y bello el sexo, noble y santo. Si el sexo es solo para disfrutar, se vacía de sentido y acaba hastiando porque se convierte en inevitable. Un eros agónico, así ha sido definida la experiencia amorosa de la postmodernidad[2].
1968 ha sellado una contraposición. Recuerdo una conversación con un colega en la universidad, alto prelado con gran responsabilidad en los medios de comunicación. A mi propuesta de promover una película que mostrase en qué modo la vida sexual de los matrimonios en su navegación global se ha visto empobrecida y arruinada por la píldora y cómo los matrimonios que han acogido la verdad de la Humanae vitae, aún con sus dificultades, han podido asegurar una navegación firme, el prelado me respondió: “Humanae vitae es la causa del rechazo del mundo a la Iglesia: es necesario superar esa etapa o acabaremos en un nuevo caso Galileo”. Visión miope que no aprecia que lo que se contrapone son dos visiones de la sexualidad. La visión que ve el sexo como un don, y la visión que ve el sexo como una necesidad.
Permítanme desarrollar brevemente porqué el sexo es un regalo, y de qué regalo se trata: con ello se apreciará porqué Humanae vitae es una esperanza. Para ello, deberemos recorrer el camino de la buena filosofía y teología.
¿Qué significa el don de sí mismo? ¿Qué es lo que se da en el don conyugal?
La pregunta hace referencia a la identidad de la persona. ¿Quién soy yo? Esta pregunta está demasiado marcada por un narcisismo adolescente, excesivamente preocupado de su propia imagen. Los amantes, en todo caso, no están preocupados de su propia imagen, sino de su destino común, de la plenitud a la que son llamados. Lo que la experiencia amorosa les ha revelado es precisamente un telos nuevo, una forma de vivir “no solo uno junto al otro, sino uno para el otro” en una reciprocidad capaz de generar una familia. Y esto se les ha dado como una promesa, como un bien a alcanzar, a construir juntos. La pregunta quién soy yo solo se aclara desde los dones recibidos y su potencialidad, por lo que no se puede responder sino desde otra pregunta: ¿quién puedo llegar a ser?[3] El telos revelado por la experiencia amorosa constituye así nuestra identidad, lo que más profundamente somos, si aquello que puedo llegar a ser lo quiero junto a la otra persona. Aquí tenemos una primera dimensión del don de sí: lo que se dan los esposos es un telos común nuevo.
Quien escuchara afirmar que “yo soy mi telos” podría objetar que propiamente yo no soy mi telos, sino que el telos es lo que yo querría llegar a ser, pero todavía no lo soy. La objeción sería justa si la promesa del amor fuese solamente un elemento cognitivo de un estado ideal que despierta el deseo. Pero la promesa del amor tiene, además, un elemento transformativo de la subjetividad. Lo propio del amor como pasión es dejar un efecto en el paciente, transformarlo, inmutarlo, coadaptarlo al amado (STh I-II, q. 26, a. 2), dirigirlo hacia él en fuerza de una “complacencia interiormente radicada” (q. 28, a 2). El amado se haya ya afectivamente presente en el amante[4], en una presencia que admite grados, y a cuyo grado más profundo solo se llega si ambos se prometen el mismo telos. Es así como se genera la intimidad, que en los esposos comporta una affectio coniugalis recíproca[5]. No se trata ya solo de la voluntad continuada de vivir juntos, como en el derecho romano, sino de un afecto que constituye la intimidad de las personas, de una mutua presencia que genera una pertenencia recíproca. El vínculo matrimonial está así radicado en un afecto que constituye la intimidad de las personas.
El fin no es ya simplemente algo a alcanzar, sino algo que se nos da como principio de nuestras acciones de un modo afectivo. Es ahí, en ese afecto que se enraíza en el cuerpo, donde la libertad se radica y se hace capaz de elegir. Aparece ahora otra dimensión del don de sí: los esposos entregan su propia libertad, que se vincula al otro, y así entregan también el amor que está en el origen.
¿Qué eligen los esposos cuando deciden unirse conyugalmente? Ni ellos mismos lo saben[6]. Movidos por el deseo se abandonan a una acción que les atrae, seguros de su bondad. Sus cuerpos, transmutados por el afecto, cambian y se preparan para la acción sexual, se excita su fantasía, la cual, a través del nuevo equilibrio hormonal, hace posible la erección, dilatación y lubrificación de los miembros, en modo tal que la voluntad pueda ahora mover el cuerpo a una interactuación y unirse sexualmente: penetrar y ser penetrada, y así eyacular y acoger el semen. Con todo, no es esto lo que los esposos eligen, pues esto es lo mismo que sucede en la fornicación, o en el adulterio. Lo que distingue estas acciones de la unión conyugal no es lo que se ejecuta; la penetración o la eyaculación, ni las consecuencias naturales que pueda tener, como la fertilidad, sino lo que se busca en ella primeramente. La acción conyugal es una composición que realiza la razón práctica en base al sexo, penetración, eyaculación, placer y fecundidad: lo que elige la voluntad, sin embargo, tiene que ver con ello, pero no se reduce a nada de ello, porque el objeto de una acción no es aquello que ejecutamos, sino aquello que elegimos cuando miramos a un fin[7].
¿A qué fin miran los esposos? Sin duda, a una comunión plena entre ellos. Y mirando a esa comunión, eligen entregarse uno al otro, esto es, donarse y acogerse recíproca y totalmente en la sexualidad, así como cada uno es. Esta elección da forma al acto exterior de la ejecución de la interacción sexual, haciendo que sea un acto conyugal, en el que los esposos puedan vivir una comunión personal entre ellos.
Pero ¿qué es lo que entregan? Entregan, cierto, su cuerpo transmutado por el afecto, que se une al otro en un interactuar sexual. El tacto acaricia y el cuerpo al tocar, es tocado a su vez. Ofrecer el cuerpo así desvela la propia voluntad de entregarse, y del amor que está en su origen, esto es, se entrega la propia libertad y el propio amor. El órgano del tacto no es la piel ni la carne, sino el deseo, incluso el corazón[8]: por ello, el tacto sexual llega al corazón del otro y toca desde el propio corazón, en ese lugar donde las personas habitan unas en otras. Tocan la propia presencia en el corazón de la persona amada, el “nosotros” que la promesa del amor hizo posible.
El cuerpo, transmutado por la pasión del amor, en su dinamismo de entrega busca penetrar y ser penetrada, en una intracorporeidad recíproca en la se llega hasta lo más profundo: “hasta ese lugar enque la vida puede iniciar”[9] porque se entrega y se recibe el semen en aquel lugar único donde puede ser esperado por el óvulo. La totalidad de entrega del cuerpo en el dinamismo sexual comporta así la posibilidad de ser padres. A ello está destinado per se la entrega sexual del cuerpo, como un elemento que pertenece a la intencionalidad natural del acto.
El tacto sexual no solo toca la intimidad de la persona amada y el nosotros recíproco de los esposos, sino que llega al nosotros de la familia. Quien se une conyugalmente reconoce al otro no solo como cónyuge, sino como aquel con quien puede convertirse en padre o madre, tocando así la plenitud de la vida, aquello que la hace grande y bella. El don de sí entrega, entonces, naturalmente, la posibilidad de llegar a ser padres como algo que pertenece a la estructura misma del don por ser total, y que tiene una intrínseca relación con el telos, como una disposición de su amor a dilatar su ámbito relacional por la generación y educación de los hijos. No es, por lo tanto, un factum biológico.
Junto a estas dimensiones del don total de sí de los esposos, aparece una dimensión nueva: el placer que genera. Y es que el tacto sexual, porque tiene su origen en la transmutación del cuerpo, hace que el cuerpo del otro sea enormemente conveniente, y por ello, placentero. Pero el placer es siempre simbólico. Como perfección última de la acción, acto de un acto según la definición aristotélica (En VII, 12: 1153a14), depende radicalmente de la grandeza de la coniunctio que tiene lugar. Es la coniunctio no solo de dos cuerpos que se desean y se encuentran, sino de dos cuerpos que llegan a la intimidad, por lo que la cognitio que ofrece es el conocimiento experiencial del propio telos (I-II, q. 31, a. 3). Se trata de un conocimiento por connaturalidad del telos de la propia vida, de lo que la hace grande y bella, de la comunión fecunda que a uno le constituye.
Los esposos al unirse conyugalmente, al entregarse uno a otro en totalidad, pueden reconocer lo que cada uno de ellos son verdadera y últimamente: esposos y padres. De esta manera los esposos, al unirse conyugalmente, se tributan uno a otro el honor, por que dar honor significa testimoniar a otra persona el puesto que ocupa en nuestro corazón, esto es, reconocer su grandeza y excelencia. Quien así es amado puede tener experiencia de qué lugar ocupa en el corazón de la otra persona y así entender su puesto en el mundo. El acto conyugal es la forma más profunda de confirmar al otro la bondad, unicidad y preciosidad de su existencia.
El don sexual se transforma así en un “lenguaje de reconocimiento”: transmite en el gesto quién somos nosotros verdaderamente. En el don recíproco de sí mismo el hombre puede reconocerse, encontrarse a sí mismo en el otro. No solo. Por la pasividad que comporta, el hombre puede reconocerse creado, y encontrar al Creador. Quien experimenta el placer sexual tiene la memoria del origen: “y vio Dios que era muy bueno”.
“El hombre y la mujer, uniéndose entre ellos en el acto conyugal (“carne de mi carne y hueso de mis huesos”) pueden reconocerse recíprocamente y, como la primera vez, llamarse por su nombre”[10].
Con ello hemos llegado a una conclusión decisiva: la sexualidad permite la anamnesis del Creador[11], de la obra buena que Él ha hecho en nuestra vida, reconociendo en ese “ser uno para el otro” el parentesco con lo divino.
La unión del significado unitivo y procreativo, precisamente porque el don es total, nos ha manifestado la grandeza de la sexualidad. Sexo es regalo. Y porque es regalo total, permite la unión y la procreación, y así el honor recíproco, incluso la gratitud al Creador.
Con todo, se ha objetado que no es necesario introducir en el sexo la procreación, pues esto sería excesivamente biologicista, como si se atribuyera valor personal, incluso moral, a procesos biológicos. Lo propio de la sexualidad humana sería la fecundidad, no la procreación. Y esta se da cuando el sexo transmite vitalidad, energía personal, pasión por existir, y existir en contacto con otros, siendo capaces de ir más allá de nosotros mismos. Para ello es preciso que estén unidas la ternura y la sensualidad.
Andre Guindon, aplica este concepto de fecundidad incluso a la homosexualidad, y desde luego, a la contracepción. La contracepción podría ser fecunda, aunque no procreativa[12].
La pregunta es clara: ¿puede ser fecundo un don de sí de los esposos que excluya intencionalmente la procreación?
Es cierto que el sexo tiene el poder de comunicar el poder vital. Pero esto no es simplemente por la unión de la ternura con la sensualidad, sino porque el acto conyugal tiene una verdad intrínseca, señalada por la unión de sus dos significados. La condición para esa comunicación de la intimidad, para que pueda vincularse con la vida, es que la entrega sea total. En la intimidad se entra cuando el don es total. Y la totalidad de la entrega comporta entonces entregar también la potencialidad natural que el mismo acto conyugal tiene, esto es, la capacidad de ser padres, no como un hecho, porque tantas veces no se da, ni como algo que se debe querer intencionalmente, porque tener hijos no es objeto de ninguna elección, sino como una dimensión intrínseca a la que el mismo acto está destinado por sí mismo. La pretensión de eliminar esta dimensión a través de una elección contraceptiva, lo que hace es eliminar la totalidad del don. Aquel acto podrá ser, sí, un acto sexual, pero no un acto conyugal, porque le falta lo que lo especifica como tal[13].
Humanae vitae, al evidenciar la inadecuación de la contracepción, lo que está es resaltando la condición necesaria para que el acto conyugal sea verdaderamente un acto de amor conyugal, esto es, un don total de sí mismos capaz de unir a los esposos[14]. Con ello está resaltando en modo decisivo cuál es la contribución de la familia al bien común[15], y en qué manera la familia que acoge Humanae vitae es generadora de sociedad.
Humanae vitae pone la fuerza de su reflexión en que cualquier uso del matrimonio debe permanecer destinado per se a la generación de una vida humana (HV 11). Con ello no quiere decir que los esposos deban querer tener hijos de cada unión conyugal. El “per se destinatus” habla de una destinación que el acto conyugal tiene por sí mismo al ser un don total. Por ello acepta que los esposos puedan administrar el momento de unirse en razón de los ritmos de fertilidad de la mujer cuando se dan motivos serios para distanciar el nacimiento de los hijos.
La cuestión está en que “no unirse la próxima semana no hace infecundo el acto conyugal de hoy: el acto de hoy es un acto conyugal pleno”[16], aunque muy seguramente no será fértil porque se ha elegido hacerlo en el periodo infértil. Aquí la entrega es total, de la totalidad de lo que uno es, y así como uno es. Podría parecer una argucia dialéctica, pero quien lo vive sabe bien que no lo es: ellos no eliminan intencionalmente la potencialidad procreativa, la cual pertenece a la naturaleza misma del acto, sino que administran el momento de unirse para que no se deriven de ello el nacimiento de un nuevo hijo.
Este cambio en las costumbres sexuales comporta una responsabilidad procreativa específica: esos esposos podrán responder de la potencialidad procreativa intrínseca de su actuar, ya que no la han negado, y su acto continuará a estar destinado per se a la procreación. En la contracepción, por el contrario, los esposos eliminan intencionalmente esa potencialidad al impedir la función reproductiva: ese acto ya no está destinado per se a la procreación, y por ello, la elección contraceptiva corrompe la entrega total, que deja de ser total. Ese acto sexual no será capaz de unir las personas, aunque los cuerpos estén unidos.
La diferencia antropológica y ética de que habla Juan Pablo II en Familiaris consortio 32, toca, por lo tanto, en primer lugar, la diferencia de significado: el sexo en la continencia periódica significa algo diferente que el sexo en la contracepción: en un caso el sexo es un regalo, y para mantenerlo, se cambian las costumbres, y en el otro el sexo es una necesidad, y por ello se altera su estructura. Pero hay también una diferencia ética: la ética se preocupa del destino de la vida, y del gobierno de la vida hacia ese destino. En la continencia periódica la persona es capaz de gobernar su impulso sexual hacia la plenitud de una donación, y ello porque su deseo se encuentra ordenado por la virtud de la castidad. En la contracepción la persona encuentra en sí misma la dificultad de ordenar el impulso sexual que se encuentra ahora fragmentado, y resuelve el problema impidiendo directamente la procreación: su afecto y su deseo no están ordenados a una verdadera comunión.
La virtud de la castidad se configura así no simplemente como una capacidad de control, sino como una integración de la verdad plena de la sexualidad en el deseo[17].
Con ello se quiere responder en modo claro al intento de redefinir la virtud de la castidad en razón de la simple moderación o dominio del deseo. Jean Porter ha propuesto una reinterpretación de la castidad en razón de la justicia, esto es, de aquello que es debido a los demás en razón de cómo sea la persona y el tipo de relación en la que se vive[18]. De esta forma, intenta mostrar que podría darse la castidad en personas homosexuales activas, así como en esposos que vivieran la contracepción. Lo importante aquí sería la conveniencia de ese acto a las disposiciones del sujeto, siempre y cuando respete la justicia y no lo imponga o no pretenda usar/dominar con él a la otra persona.
Surge así con fuerza la pregunta: ¿Puede ser casta una persona homosexualmente activa? ¿Puede ser casto un polígamo? ¿Puede ser casto un cónyuge que usa la contracepción? Cierto, pueden tener el dominio, esto es, el control del impulso sexual, pero en ningún caso pueden integrar la verdad de la sexualidad en su deseo.
En esa verdad se encuentra el reconocimiento y aceptación de la dimensión procreativa intrínseca que la sexualidad tiene, por lo que ordena el deseo en modo que la incluya, integrando así la responsabilidad procreativa. Un deseo así conformado no solo permite actuar bien, sino, sobre todo, reaccionar bien ante lo que supone la atracción sexual. ¿Qué atrae en el sexo? ¿El placer? Atrae un modo de comunión que hace grande la vida, porque está abierta a comunicarse. Es ahí donde el hombre se reconcilia consigo mismo y con el Creador.
La virtud de la castidad es, por lo tanto, la posibilidad de vivir en la lógica del don. “Cada uno ve el fin como cada uno es”, así sentenciaba Aristóteles[19], en una formulación que fascinó a S. Tomás[20]. Ese “como cada uno es” se refiere al ser moral[21], al ser que con nuestras acciones hemos construido, esto es, al ser virtuoso o no. La castidad, por lo tanto, al no permitir que el deseo se concentre en el bien particular del placer, sino que el deseo se dirija a ese bien particular, pero en la perspectiva del bien último, de la plenitud de la vida[22], hace posible que la persona aprecie la atracción sexual como una llamada a la comunión, al don de sí mismo. Humanae vitae plantea de esta forma la radicalidad de la educación del deseo, por lo que pide una Iglesia que sea capaz de ayudar a las personas a que configuren en modo virtuoso sus deseos.
Con ello aparece el camino pastoral de la Iglesia en la postmodernidad. El camino es anunciar la grandeza de la sexualidad humana, su belleza y su santidad, y, a la vez, acompañar a las personas en el camino de la integración de la sexualidad, de la conformación del deseo en virtud. Quien anuncia Humanae vitae sabe que solo puede anunciarla si ofrece un caminode acompañamiento, un camino de construcción del sujeto para que adquiera el arte de amar.
En los últimos meses hemos visto reaparecer viejas propuestas. La aplicación de Humanae vitae debería dejarse a la conciencia de cada persona, la cual podría tener dificultades en comprender sus implicaciones precisas o podría encontrarse con factores que limitan su capacidad de decisión, o vería atenuada su libertad. La postmodernidad religiosa prefiere disculpar al hombre, des-responsabilizarle de su actuar sexual. La moral burguesa ha infeccionado no solo la sociedad, sino también la cultura eclesiástica: y lo ha hecho con la propuesta decadente de la conciencia errónea y de los atenuantes de la libertad. Así se asegura un espacio en el status quo actual, pero impide al sexo, en todo caso, que hable, que inquiete, que lleve al hombre a su grandeza. Y lo que es peor, abandona al hombre a un modo de vivir la sexualidad que no es cristiano con la aparente serenidad de que al fin y al cabo no es responsable de su actuación. ¿No tendrían razón Nietzsche y Marx en su crítica a la religión? Esos subproductos eclesiásticos de la conciencia errónea y de los atenuantes de la libertad pertenecen a la familia de los opiáceos.
Lo que está en juego no es el grado de responsabilidad en nuestra vida sexual, sino si la sexualidad es capaz de hacer grande y bella, incluso santa, la vida de las personas.
Pablo VI dio un mensaje de esperanza: el sexo no es banal, no es para el divertimiento. El sexo es unión y procreación a la vez. Un sexo así hace grande y bella la vida. Pero requiere educar el deseo.
Humanae vitae o la nada.
La afirmación es similar en un matrimonio a: “fidelidad o la nada”. O en el sacerdote: “virginidad o la nada”. O en la vida moral: “los mandamientos de la ley de Dios o la nada”.
La provocación no afronta el simple argumento de la coherencia de nuestras acciones con la dificultad que comporta. Nunca la propia debilidad o capacidad han sido la medida de la verdad de nuestra vida: no es ahí donde se encuentra la disyuntiva. La provocación afronta una cuestión de visión sobre lo que hace grande y bella la vida conyugal, lo que es el destino del amor, lo que es su plenitud. Es ahí donde aparece que el destino de la vida es más grande que el vivir, y que, por ello, hay una disyuntiva radical.
La esperanza nace cuando se entiende que navegar es necesario, vivir no, y que no estamos solos en esa navegación. Por ello, Humanae vitae es necesaria, vivir no, y lo que pedimos a la Iglesia es que acompañe a los esposos en su navegación conyugal y que prepare a los jóvenes a vivir un amor grande generando en ellos la castidad.
José Noriega
Profesor en la Sección Central del Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II
Fuente: jp2madrid.es.
[1] PLUTARCO, Vidas paralelas VI, Vida de Pompeyo 50.1, Editorial Gredos, Madrid 2007.
[2] Byung-Chul HAN, Eros in agonía, Nottetempo, Roma 2013.
[3] A. MACINTYRE, Tras la virtud, Crítica, Madrid 1987.
[4] J.J. PÉREZ-SOBA, El amor: introducción a un misterio, BAC, Madrid 2011, cap. II.
[5] G. KIM, La affectio coniugalis nella definizione del matrimonio, Cantagalli, Siena 2014.
[6] P. RICOEUR, “La sexualité. La merveille, l’errance, l’enigme”, en Esprit 28 (1960) 1665-1676.
[7] Cfr. M. RHONHEIMER, Etica della procreazione, PUL-Mursia, Roma 2000, cap. 1.II.d.
[8] J. NORIEGA, No solo de sexo... Hambre libido y felicidad: las formas del deseo, Monte Carmelo, Burgos 2012, cap. 2.2.
[9] H. VAN LIER, L’intention sexuelle, Casterman, Tournai-Paris 1968, 83.
[10] Giovanni Paolo II, cit., Cat. 10.2.
[11] Aplico la reflexión de Ratzinger al tema de la sexualidad, expuesta en: Id., “Conciencia y verdad”, en Verdad, valores, poder. Piedras de toque en la sociedad pluralista, Madrid, Rialp, 43-77.
[12] A. GUINDON, The Sexual Creators. An Ethical Proposal for Concerned Christians, University of America Press, Lanham – London 1986.
[13] G.E.M. ANSCOMBE, “Contraccezione e castità”, in S. Kampowski (a cura di), G.E.M. Anscombe. Una profezia per il nostro tempo: ricordare la sapienza di Humanae vitae, Cantagalli, Siena 2018.
[14] M. RHONHEIMER, Etica della procreazione, PUL-Mursia, Roma 2000.
[15] J. LARRÚ, El sello en el corazón. Ensayo de espiritualidad matrimonial, Monte Carmelo, Burgos 2014, cap. XVIII.
[16] ANSCOMBE, cit., 88.
[17] L. MELINA, Per una cultura della familia, cap. VI, Marcianum Press, Venezia 2006.
[18] J. PORTER, “Chastity as a Virtue,” en Scottish Journal of Theology 58 (2005) 285– 301.
[19] Etica Nicomaquea, III, 5, 1114a32.
[20] Entre otros textos: S. Th., I-II, q. 9, a. 2; II-II, q. 24, a. 11; De Virtutibus, q. 2, a. 12; Sententia libri Ethicorum, III, 13.
[21] J.J. PÉREZ-SOBA, “Operari sequitur esse?”, in L. MELINA - J. NORIEGA – J.J. PÉREZ-SOBA, La plenitud del obrar cristiano. Dinámica de la acción y perspectiva teológica de la moral, Palabra, Madrid 2001, 65-83. El texto decisivo es In II Sent., d. 7, a 2: “eo quod qualis est secundum habitum, talis finis videtur ei”.
[22] P. RICOEUR, “La fragilité affective”, en Philosophie de la volonté. II : Finitude et culpabilité I : L’homme faillible, Aubier, Paris 1960, cap. IV, 97-148: I. SERRADA, Acción y sexualidad. Hermenéutica simbólica a partir de Paul Ricoeur, Cantagalli, Siena 2011.
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