La palabra francesa ‘ressourcement’ se ha convertido en la forma de expresar lo mejor que ha sucedido en la teología católica del siglo XX: una renovación inspirada por un nuevo acercamiento a las fuentes: la Escritura y la Tradición viva de la Iglesia. Es el momento de trazar un panorama
En realidad, la Tradición viva es la misma Iglesia, con su Magisterio evangelizador (servicio a la verdad), su historia (salvación y presencia de Dios entre los hombres), su Liturgia y la experiencia de su vivir en Cristo, dejándose llevar por el Espíritu Santo: es decir, su moral y su espiritualidad.
De entrada, ante esta presentación entusiasta pesa una objeción seria y extendida en medios cristianos practicantes. ¿Cómo es posible que tanto enriquecimiento teológico, recogido en el mismo Concilio Vaticano II, fuera seguido de una crisis postconciliar tan aguda en términos numéricos? En el viejo mundo, la Iglesia se ha reducido a la quinta o sexta parte de lo que era. ¿Fue la “nueva teología” responsable de esta caída? ¿No es mejor quedarnos con “lo de antes”?
Es necesario construir un buen relato para comprender la crisis, todavía demasiado cercana. Se necesita mucho discernimiento, como el que tuvo Benedicto XVI, al distinguir entre reforma y ruptura. Mi experiencia personal es que la crisis fue provocada por un intenso y juvenil deseo de renovar, que, en gran parte, careció de criterio teológico y, al final, también de amor por lo que quería cambiar. Así se convirtió en ruptura y daño. No fue por mucha teología, sino por poca y mala por lo que sufrió tanto la liturgia, la enseñanza y el régimen de la Iglesia y la vida cristiana. La desgraciada polémica entre el espíritu y la letra del Concilio manifiesta bien a las claras lo poco en que se tenía la “letra” del Concilio, expresión de lo mejor de la teología. Y lo mucho que movía un “espíritu”, que no era el Espíritu Santo, sino, en gran parte, el espíritu del mundo, inspirado entonces por las críticas liberales y comunistas a la Iglesia. Espoleados por ellas, con mucha utopía y poco discernimiento, intentaron hacerlo todo nuevo y convirtieron la reforma en ruptura.
¡Qué lejos está todo esto de aquellos fermentos de “nouvelle théologie”!, que sobre todo fueron profundizar en los estudios históricos sobre santo Tomás de Aquino (dominicos de Le Saulchoir) y recuperar la teología y espiritualidad de los Padres de la Iglesia (jesuitas de Sources chrétiennes y Lyon-Fourvière). Ante esta renovación, la vieja manualística se defendió atacando y calificando esa mirada a la historia como “historicismo” y “relativismo”, frente al “sistema” supuestamente tomista y eterno que creía representar. El debate acerca del “sobrenatural” de De Lubac, demostró cómo el “sistema” no era, en realidad, muy fi el a la letra de santo Tomás, pero tampoco a su espíritu teológico. Y dejó claro, gran paradoja, de qué parte se hubiera puesto el Angélico.
Pero no se trataba solo de renovar la comprensión de santo Tomás; es que emergió un universo teológico. Y conviene comprenderlo porque todavía estamos en el proceso de incorporarlo a nuestra enseñanza y predicación. La escolástica fue una brillante época de la teología, que se hizo universitaria y rigurosa gracias al método aristotélico. Sus aportaciones están a la vista. Pero también supuso un distanciamiento mental de la teología de los Padres, en gran parte basada en la interpretación espiritual de la Escritura. Se convirtieron así en antecesores venerados pero lejanos, con una teología fundamentalmente superada. Se quedaron en el área de la “teología monástica” y la “espiritualidad” y separados de la dogmática.
El método aristotélico se basa en la idea de verdad como juicio y en las categorías (substancia y accidentes). La primera gran pregunta sobre las cosas, también las de la fe, es ontológica: ¿qué son? Desde este punto de vista ontológico, por ejemplo, la Iglesia es una sociedad, un conjunto de personas. Y la liturgia es un conjunto de acciones que se realizan sobre distintas materias y producen efectos. Todo el simbolismo antiguo, basado en la interpretación alegórica de la Escritura, se desvanece, porque no es ontología.
La escolástica trataba de seres y carecía de instrumentos para tratar símbolos. Por esta razón, era incapaz de expresar bien la Liturgia cristiana con los sacramentos, y el mismo misterio de la Iglesia, que además de sociedad es Cuerpo de Cristo y participa de Él. Todo lo más se hacía una ontología de la “gratia capitis”. Pero lo más grave es que el mismo Misterio Pascual no se puede tratar bien. La muerte y la resurrección de Cristo son la fuente de la renovación que opera en todos los sacramentos con una eficacia sacramental; produce lo que significa: morir con Cristo para renacer en Él.
Los estudios de los Padres, originados por la colección Sources chrétiennes, que nació en Lyon-Fourvière, consiguió mostrar la teología de los Padres “en su salsa”, con su interpretación alegórica del Éxodo (itinerario cristiano que pasa por el Mar Rojo del Bautismo), del Génesis (el ser del hombre y el orden del universo), del Cantar de los Cantares (relaciones del alma y la Iglesia con Dios). Emergió la figura enorme de Orígenes, en el que beben todos los Padres. Todo esto dio lugar a los preciosos libros de Daniélou sobre la Catequesis de los Padres y, por ejemplo, el misterio de la presencia de Dios (Le signe du temple). Y este descubrimiento coincidió con la aparición en París de los teólogos rusos (Saint Serge), que recordaban que esta tradiciónpatrística, que une Escritura, Liturgia y espiritualidad, sigue viva en Oriente. Aunque también ellos en parte la redescubrieron en París, todo hay que decirlo.
Acercarse a la teología de los Padres supuso también la recuperación de la exégesis alegórica y la profunda relación “tipológica” que la tradición cristiana descubrió entre el Antiguo y Nuevo Testamento. Pero, desgraciadamente, esto no se ha convertido en el impulso principal de los estudios bíblicos actuales.
La exégesis católica se ha enriquecido en estos decenios con la enorme erudición conseguida en los estudios histórico-críticos. Nos han permitido conocer el contexto de las escenas de la Escritura y el alcance de su vocabulario. Pero este saber, técnico, es instrumental. Y cuando pretende la exclusiva, esteriliza la teología, porque no llega a su alma. La fe se ilustra, pero no nace ni crece con estudios histórico-críticos. Por sí solos, al situar las cosas en su contexto primitivo, más bien nos las distancian si no hay algún puente que las actualice.
La fe es la respuesta a un Dios que se ha revelado en la historia. Esta “revelación en la historia” o “historia de la revelación” fue la inspiración básica de la teología bíblica que dio muchos frutos en los años cincuenta del pasado siglo y hoy ha quedado arrinconada por la prevalencia del tecnicismo.
Sobre el fondo de una historia de la Alianza que, al mismo tiempo, es historia de la revelación y de la salvación, los estudios de Teología bíblica manifestaron la “historia” de la revelación de los grandes conceptos teológicos: la idea de Dios, la idea de hombre o de alma, la idea de pecado y salvación, y la idea del Redentor, compendiada en los Nombres o Títulos de Cristo. Tema que ya tenía un tratamiento clásico, pero que, sobre el fondo de la historia de la Alianza, es el contexto necesario para entender la fi gura de Cristo. Y, con toda seguridad, lo que el Resucitado explicó a sus discípulos: “Comenzando por Moisés y todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él […] y les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras” (Lc 24, 27.45). Necesitamos mantener vivo ese entendimiento abierto por Cristo.
Ya hemos dicho que el estudio teológico de la Iglesia solo ha sido posible al recuperar una concepción simbólica. Y Lumen gentium (n. 1) ha llegado muy alto al expresarla como “sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”, tema preciosamente completado con Gaudium et spes, 24. Mucho más alto teológicamente desde luego que la “sociedad perfecta”, sin quitarle su mérito.
Esta concepción viva y simbólicamente operante de la Iglesia, y una idea viva de la santidad reclama también un tratado del Espíritu Santo, que sigue faltando en la enseñanza de la teología. ¿Se puede explicar hoy teología sin una Pneumatología (y otra o la misma asignatura sobre el Misterio Pascual)?
Además, la Iglesia ha hecho un recorrido histórico en el siglo XX, que la ha situado frente a dos grandes temas insuficientemente incluidos en su enseñanza y en la mente cristiana común. El primero trata de las “viejas” relaciones entre fe y ciencia. Viejas porque el tema parece atascado desde hace siglos en el debate Galileo, tan superado en los estudios históricos. Y porque descubrimientos científicos de primera acercan la ciencia al cristianismo (big bang). Sigue siendo un gran tema el “alma”, es decir la especificidad del espíritu humano con su inteligencia y libertad, tan desconocidos a veces para las ciencias, porque trascienden por todos lados sus métodos y capacidades de control.
El otro gran tema de debate cultural, especialmente en el viejo continente europeo, sigue siendo la interpretación de la relación histórica entre cristianismo y liberalismo. No es una cuestión meramente histórica, sino que afecta profundamente a la comprensión de la Iglesia en la sociedad secular y también a que los cristianos pueden sentirse hoy, en el siglo XXI, ciudadanos de las dos ciudades, con capacidad de hacer valer en las dos sus derechos como personas.
No es posible hacer una panorámica rápida que quiere mostrar temas pendientes y enriquecer la enseñanza de la teología y desconocer que, al final del siglo XX, emerge una problemática teológica en la América latina, que ha venido para quedarse, porque refleja aspectos evangélicos (los pobres), aunque haya venido revestida también de aspectos históricos coyunturales (la presencia ubicua del marxismo). Y quedará subrayada con el pontificado del Papa Francisco.
Más que un puro tratamiento histórico, interesan los datos que quedan sobre la mesa y que tienen valor permanente. Las asambleas del CELAM; los documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe hicieron su discernimiento y el tiempo; y la experiencia y la caída del muro de Berlín han hecho el suyo. La “opción preferencial por los pobres” es hoy una categoría teológica irrenunciable, una auténtica toma de conciencia de un tema eterno del cristianismo.
Es necesario recogerlo en la enseñanza y, al mismo tiempo, no se puede recoger solo como historia pasada. Se necesita una relectura que opte, aquí también, por la reforma y no por la ruptura. No solo en el ámbito eclesial, sino también en el ámbito de la lectura teológico-política. El tiempo de las revoluciones ha pasado: han quedado claros sus límites. Ahora es el tiempo de las evoluciones y las reformas, que necesitan ideas y espíritu. También teología: una teología del progreso de las personas y de las sociedades.
Como las demás partes de la teología católica, también la teología moral se ha enriquecido. En primer lugar, del debate sobre lo específico de la moral cristiana ha resultado que, aunque todos los seres humanos están llamados a vivir la justicia, el cristiano está llamado a vivir en Cristo, camino, verdad y vida, como hijo de Dios. Si nos preguntáramos si hay mandamientos nuevos, quizá no observáramos nada especial, aparte de los mandamientos de la Iglesia. La conciencia humana es, en sí misma, camino para encontrar a Dios.
Pero la moral no consiste solo ni principalmente en preceptos. Esto también es un hallazgo. Hemos recibido una moral con perspectiva de tercera persona, porque su origen histórico era, en parte, los manuales de confesores. Interesaba juzgar rectamente los actos cometidos. Nos sigue interesando; pero antes, con perspectiva de primera persona, queremos saber cómo “vivir en Cristo”, inspirándonos en la Escritura. Así expone el Catecismo la moral cristiana, que es una moral trinitaria. Los pecados son la “parte de abajo” de esa moral. La parte de arriba es la relación con Dios (fe, esperanza y caridad) en Cristo por el Espíritu Santo. Queremos comprender la vida cristiana como un gran don de Dios (gracia), que incluye también su perdón y misericordia. Por eso, esta moral no es separable de la espiritualidad, como tampoco de la fe, de la exégesis y de la celebración.
Todo esto está, por todas partes, en el Catecismo de la Iglesia católica, digna expresión del estado de nuestra teología. Quizá está un poco fragmentado. Pero no está, o está poco y más fragmentado, en los programas y manuales, y ha llegado solo medianamente a la mente católica. Todavía puede moverse entre un apetitoso “afán de novedades” o un recurso a la seguridad de “lo de siempre”, que en realidad no es “de siempre” y estuvo representada por unos manuales que hoy nos resultan impresentables. Hay mucho que hacer en la teología del siglo XXI.
Juan Luis Lorda, en Revista Palabra.
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