Cuando el Papa Francisco estuvo en México en febrero de 2016, pidió estar a solas con la Virgen de Guadalupe unos minutos. Más tarde explicó que le había pedido que los sacerdotes sean verdaderos sacerdotes
Era la petición de un hijo que conoce mejor que nadie la situación de la Iglesia, y ve como prioridad de nuestro tiempo que los sacerdotes cumplamos bien con nuestra misión, y respondamos a lo que Dios espera de nosotros.
Unos meses después de ese viaje tuve oportunidad de escribir para Palabra (enero 2017, pp. 68-69) un artículo sobre un grupo de mujeres en oración por la santidad de los sacerdotes, que se había formado en mi parroquia para secundar esa petición del Papa a la Virgen. Muy pronto ellas comenzaron a hablar de “maternidad espiritual para los sacerdotes”. Sin saber bien la seriedad de esa real vocación, me di cuenta de que hay en las mujeres un instinto de maternidad que, cuando se tiene fe, se encauza directamente hacia los Cristos, que requieren la asistencia cercana de la Madre de Dios, como Jesús en la Cruz, para poder entregar su vida, sostenidos por la fuerte presencia de quien también da su vida por su hijo, con un solo corazón y una sola alma.
“Al ver a su madre y junto a ella al discípulo que tanto quería, Jesús dijo a su madre: ‘Mujer, ahí está tu hijo’. Luego dijo al discípulo: ‘Ahí está tu madre’. Y desde entonces el discípulo se la llevó a vivir con él” (Jn 19, 26-27).
Ayudó mucho para consolidar ese grupo de oración de madres espirituales el que haya comenzado todo en el Año de la Misericordia, ya que se trataba no solamente de orar por la santidad de los sacerdotes, sino de vivir con ellos, como madres, las 14 obras de misericordia. El Papa ha dicho recientemente que “quien de verdad quiera dar gloria a Dios con su vida, quien realmente anhele santificarse para que su existencia glorifique al Santo, está llamado a obsesionarse, desgastarse y cansarse intentando vivir las obras de misericordia” (Gaudete et Exsultate, n. 107). Muchas de ellas han comentado que sentían ese fuerte llamado a la maternidad espiritual de los sacerdotes, pero no sabían cómo vivirlo, hasta que se encontraron con “La Compañía de María”, que es el nombre con que ahora se le conoce, de acuerdo con el obispo local, y que deja claro que se trata de acompañar al sacerdote, compartiendo la maternidad divina de María, para servir a la Iglesia, como la Iglesia quiere ser servida.
A propósito de ese “fuerte llamado a la maternidad espiritual” pienso en las constantes referencias del Santo Padre Francisco con relación a dejar actuar al Espíritu Santo en la Iglesia. Al final de sus últimos ejercicios espirituales de Cuaresma agradeció al predicador haberles recordado que la Iglesia no es una “jaula” para el Espíritu Santo, el cual vuela también fuera y trabaja fuera. La maternidad espiritual, sin duda, es una de esas manifestaciones que pide a gritos el Espíritu Santo, como me decía recientemente un amigo.
Y en su reciente exhortación apostólica Gaudete et Exsultate, hablando sobre la santidad en el mundo actual, el Papa recuerda que el Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios (n. 6). Destaca también el “genio femenino”, que se manifiesta en estilos femeninos de santidad, indispensables para reflejar la santidad de Dios en este mundo, destacando que hay mujeres desconocidas u olvidadas quienes, cada una a su modo, han sostenido y transformado familias y comunidades con la potencia de su testimonio (n. 12). Cuestiona si el Espíritu Santo puede lanzarnos a cumplir una misión y al mismo tiempo pedirnos que escapemos de ella, o que evitemos entregarnos totalmente para preservar la paz interior (n. 27).
“¿Cómo saber si algo viene del Espíritu Santo o si su origen está en el espíritu del mundo o en el espíritu del diablo? La única forma es el discernimiento, que no supone solamente una buena capacidad de razonar o un sentido común, es también un don que hay que pedir” (Gaudete et Exsultate, 166).
Nos pide no tener miedo, apuntar más alto, dejarnos guiar por el Espíritu Santo, ya que la santidad es el encuentro de nuestra debilidad con la fuerza de Dios (n. 34). Gastar nuestra vida en su servicio, aferrarse al Espíritu Santo para poner todos nuestros carismas al servicio de los otros (n. 130).
A lo largo de estos dos últimos años, desde que comenzó “La Compañía de María” he visto cómo el Espíritu Santo ha puesto diversos carismas al servicio del ministerio sacerdotal, con una verdadera maternidad espiritual, que sirve para llevar a los sacerdotes al encuentro cotidiano con Cristo vivo, resucitado, que extiende sus manos para que toquen sus llagas, para que vean, para que sientan su amor, y recibiendo su misericordia, crean que Él es el Hijo único de Dios en cada uno de ellos, y los lleve a una verdadera conversión, encendiéndoles el corazón con la llama viva del amor, para que renueven su alma sacerdotal renaciendo de lo alto, a través de una experiencia espiritual en el sacramento de la Reconciliación y en el sacramento de la Eucaristía, en verdadera comunión.
Una madre siempre quiere lo mejor para sus hijos, y la madre espiritual quiere para sus hijos sacerdotes la configuración con Cristo Buen Pastor, en cuerpo y en alma, a través del Espíritu, transformándose en el mismo Cristo que Dios pone en sus manos en cada transubstanciación, y ellos lo elevan para mostrarlo al mundo, y el mundo crea que Él es el Hijo de Dios. Ser Cristo vivo en la tierra para llevar a todas las almas a Dios, eso es lo que una madre quiere para sus hijos, eso es lo mejor.
“Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa” (Nican Mopohua, Relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe).
Darle gloria a Dios en el cielo y en la tierra, eso es lo mejor para sus hijos, eso es lo que una madre quiere para ellos. Y que sientan la presencia de la Madre de Dios, su auxilio y su amor maternal, a través del amor de la madre espiritual, que les haga llegar su cariño, sus cuidados, su consuelo, su aliento, y su paz. Eso es lo mejor para ellos: que María se muestre Madre, para protegerlos, y entregarles su tesoro: el mismo Cristo, que ha venido de lo alto para nacer del vientre de una humilde mujer virgen, inmaculada y pura, para dejarse acompañar por ella, para dejarse sostener por ella, para aprender de ella. Todo un Dios entregado en los brazos de su esclava para ser criado, alimentado, asistido, confortado, por la maternidad espiritual y carnal que lo llevó a la Cruz, para volverlo a lo alto y nacieran de lo alto todos los hombres y mujeres de la tierra, engendrados por Él, con Él y en Él, espiritualmente en su corazón de Madre.
La maternidad espiritual es una respuesta al llamado de petición de auxilio de tantos sacerdotes que se sienten perdidos, débiles, faltos de fe, tentados, pecadores, afligidos, en desiertos, confundidos, distraídos, desmotivados, o resignados, y que su deseo es volver al amor primero para cumplir, con sus ministerios, la voluntad de Dios, para alcanzar la santidad a la que han sido llamados.
Consigue como fruto que los sacerdotes se sientan acompañados, que sientan que rezan por ellos, que no les va a faltar nada; que se sientan queridos, amados; que sientan que hay un alma dispuesta a dar su vida para que ellos puedan cumplir con su misión sacerdotal; que se den cuenta de que ellos son Cristo, y eso hace que den su vida por ellos; que sientan la paz de María, paz en sus corazones, seguridad, cercanía de la Madre que no los deja, y que los ama con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente, con todas sus fuerzas.
La vocación de una madre espiritual es la vocación de María, la Madre del Hijo de Dios, para imitarla acogiendo espiritualmente a sus hijos sacerdotes, para ayudarlos a permanecer unidos a Cristo, porque el centro de todo es Cristo, y María nos lleva siempre a Jesús.
Las madres espirituales aprenden de Santa María a transformar su vida ordinaria en una vida de virtud extraordinaria, y con su santidad santifican a cada sacerdote. Esta es la vocación a la que son llamadas, vocación de madres con la Madre, vocación a servir a Cristo a través de sus sacerdotes.
“Sé de muchas mujeres casadas y con bastantes hijos, que llevan muy bien su hogar y además encuentran tiempo para colaborar en otras tareas apostólicas, como hacía aquel matrimonio de la primitiva cristiandad: Aquila y Priscila. Los dos trabajaban en su casa y en su oficio, y fueron además espléndidos cooperadores de San Pablo: con su palabra y con su ejemplo llevaron a Apolo, que luego fue un gran predicador de la Iglesia naciente, a la fe de Jesucristo” (San Josemaría Escrivá, Conversaciones, n. 89).
Los corazones de madre unidos al Inmaculado Corazón de María en un solo corazón, son como un arca de salvación para los sacerdotes, en donde, a través de la oración, las madres piden por ellos y el Espíritu Santo los engendra espiritualmente en sus corazones, para que vuelvan a ser como niños, para que sean renovados y crezcan en estatura, en sabiduría y en gracia. Esta es la maternidad espiritual, que no existe sin ella, sino con ella, y por obra del Espíritu Santo.
Una madre custodia el corazón del hijo, y perdona y corrige y acompaña con amor sin importar el error, con caridad y misericordia, porque una madre nunca abandona.
La madre espiritual aleja a sus hijos sacerdotes de toda tentación, fortaleciendo su espíritu con su oración para que sean salvados por la gracia de Dios mediante la fe, para que mortifiquen sus pasiones y crezcan en virtud alcanzando la santidad, siendo más Cristos y menos hombres, para que oren y sepan discernir y hacer la voluntad de Dios y no la de los hombres, para que sean verdaderos seguidores de Cristo y verdaderos Pastores.
La madre espiritual ora por los sacerdotes, ora con ellos, se ofrece por ellos y permanece al servicio de la Santa Iglesia a través de su servicio a ellos. Ora todo el tiempo, en todo momento, ora con las palabras que salen de su boca y con las acciones que provienen de su corazón. Ora y ofrece su oración dándole sentido a su sacrificio y a su ofrecimiento. Ora con pureza de intención y convierte todo lo que hace, piensa, obra, actúa, omite, en oración constante. Ora por sus hijos sacerdotes, para que se abran a recibir la providencia del Padre y la gracia del Espíritu Santo, a través de la misericordia del Hijo. Ora por el Papa y lo escucha, haciendo suyas sus palabras, atesorándolas en sus corazones, traducidas en acciones, poniéndolas por obra, para que la palabra de Dios llegue a todos los rincones del mundo. La madre espiritual pide a Dios, por intercesión de María, Madre de los sacerdotes, la gracia que concedió a Santa Mónica, para que a través de su corazón de madre se conviertan sus hijos y amen a Cristo de tal manera que vivan para dar testimonio de su amor y de su misericordia.
La madre espiritual busca en sus hijos la unidad fraterna a través de la reconciliación y la paz, entre pastores y ovejas, entre ovejas y ovejas, pero primero entre pastores y pastores, porque ellos son los enviados a llevar la paz de Cristo a todos los rincones del mundo.
Las madres espirituales son almas contemplativas en medio del mundo y adoradoras de la Sagrada Eucaristía.
La misión de la mujer en la Iglesia es ser madre y ser santa, a imagen y semejanza de la Madre y de las mujeres que acompañaban a Jesús y a sus discípulos, y los ayudaban con sus propios bienes, apóstoles de los apóstoles, las que por ser últimas fueron primeras, porque nunca lo abandonaron.
“En aquel tiempo, Jesús comenzó a recorrer ciudades y poblados predicando la buena nueva del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos y curadas de varias enfermedades Entre ellas iban María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, el administrador de Herodes; Susana y otras muchas, que los ayudaban con sus propios bienes” (Lc 8, 1-3).
Jesús ama tanto a sus amigos, los sacerdotes, que ha de darles lo mismo que a Él le dio su Padre mientras vivía en medio del mundo. Él le dio a su Madre.
La protección de la Madre en los Seminarios es necesaria. Una madre espiritual protege con su entrega de vida la virtud, la inocencia, la pureza y la vocación de cada uno de los seminaristas.
No hay maternidad espiritual sin María, sino con ella, y no hay maternidad espiritual sin Cristo, sino con Él, resucitado, glorioso, vivo en cada sacerdote. La maternidad espiritual es un tesoro del corazón maternal de María, Madre de la Iglesia, para enriquecer la voluntad y el querer de cada uno de sus hijos predilectos sacerdotes, para que cuando los vean a ellos, crean en Jesucristo que vive y que reina por los siglos de los siglos. El fruto de la maternidad espiritual son sacerdotes santos.
Testimonio de una madre espiritual: “Este apostolado ha sido fuente de una nueva conversión en mi vida. Es un compromiso tan grande, que nada más pienso en vaciarme de mí y llenarme de Dios, para ser instrumento de ayuda para los sacerdotes y seminaristas. Gracias por tu entrega y trabajo duro”.
Cuando se busca en internet información sobre la maternidad espiritual de los sacerdotes, se encuentra en primer lugar un documento de la Congregación para Clero, con fecha 8 de diciembre de 2007, titulado Adoración eucarística para la santificación de los sacerdotes y maternidad espiritual, que promueve “una cadena de adoración perpetua, para la santificación de los clérigos, como un inicio de compromiso de las almas femeninas consagradas para que, sobre la tipología de la Santísima Virgen María, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote y Socia de su obra de Redención, quieran adoptar espiritualmente a sacerdotes para ayudarlos con la ofrenda de sí, con la oración y la penitencia”.
Se reconoce en Santa María el modelo de amor materno, “con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres” (Lumen gentium, n. 65), confiándole a la Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, todos los sacerdotes, suscitando en la Iglesia un movimiento de oración que “eleve a Dios, incesantemente, una oración de adoración, agradecimiento, alabanza, petición y reparación, con el objetivo principal de suscitar un número suficiente de santas vocaciones al estado sacerdotal y, al mismo tiempo, acompañar espiritualmente −a nivel del Cuerpo Místico− con una especie de maternidad espiritual, a quienes ya han sido llamados al sacerdocio ministerial”.
En una carta del cardenal Claudio Hummes −quien fue Prefecto de la Congregación del Clero−, con motivo de la Jornada Mundial de oración por la santificación de los sacerdotes, con fecha 30 de mayo de 2008, mencionaba que “no podemos prescindir de una maternidad espiritual para nuestra vida sacerdotal: encomendémonos con confianza a la oración de toda la santa madre Iglesia, a la maternidad del pueblo, del que somos pastores, pero al que está encomendada también nuestra custodia y santidad; pidamos este apoyo fundamental”.
Asegura el cardenal Hummes que “se delinea, últimamente, una nueva forma de maternidad espiritual, que en la historia de la Iglesia siempre ha acompañado silenciosamente el elegido linaje sacerdotal: se trata de la consagración de nuestro ministerio a un rostro determinado, a un alma consagrada, que esté llamada por Cristo y, por tanto, que elija ofrecerse a sí misma, sus sufrimientos necesarios y sus inevitables pruebas de la vida, para interceder en favor de nuestra existencia sacerdotal, viviendo de este modo en la dulce presencia de Cristo”.
En un encuentro de Benedicto XVI en Freising, con sacerdotes y diáconos, el 14 de septiembre de 2006, el Papa emérito comentó que “la vocación a ser madre espiritual para los sacerdotes es demasiado poco conocida, escasamente comprendida y, por tanto, poco vivida a pesar de su vital y fundamental importancia”. Y en su oración en el acto de consagración de los sacerdotes al Corazón Inmaculado de María, hecho en Fátima, el 12 de mayo de 2010, él mismo pedía a la Virgen, entre otras cosas: “Presérvanos con tu pureza, custódianos con tu humildad y rodéanos con tu amor maternal, que se refleja en tantas almas consagradas a ti, y que son para nosotros auténticas madres espirituales”.
El Santo Padre Francisco ha insistido mucho, a lo largo de su pontificado, en la importancia del papel de la mujer en la Iglesia, llegando a decir −en la rueda de prensa en el avión de vuelta de su viaje a Brasil, el 28 de julio de 2013− que “una Iglesia sin mujeres es como el Colegio Apostólico sin María. No se puede entender una Iglesia sin mujeres, pero mujeres activas en la Iglesia, con su perfil, que llevan adelante. En la Iglesia hay que pensar en la mujer en esta perspectiva de elecciones arriesgadas, pero como mujer, hay que explicitar, hay que hacer una profunda Teología de la mujer”.
Y en su homilía del 1 de enero de 2018, solemnidad de Santa María, Madre de Dios, el Papa dijo que “el don de toda madre y de toda mujer es muy valioso para la Iglesia, que es madre y mujer. Y mientras el hombre frecuentemente abstrae, afirma e impone ideas; la mujer, la madre, sabe custodiar, unir en el corazón, vivificar. Para que la fe no se reduzca sólo a ser idea o doctrina, todos necesitamos tener un corazón de madre, que sepa custodiar la ternura de Dios y escuchar los latidos del hombre”.
“El papel de la mujer en la Iglesia no es fruto del feminismo, es un derecho de bautizada con los carismas y los dones que el Espíritu le ha dado” (Francisco, 12 de mayo de 2016).“La participación de la mujer en la Iglesia no se puede limitar a que hagan de monaguillas, de presidentas de Cáritas o de catequistas... ¡No! Debe haber algo más, pero más en profundidad, incluso más místico” (Francisco, 28 de julio de 2013).
Más recientemente, resaltando la misión recibida por la Madre de Jesús junto a la Cruz, el Romano Pontífice estableció la memoria de María Madre de la Iglesia como obligatoria para toda la Iglesia de rito romano, para el lunes después de Pentecostés (cfr. Decreto del 11 de febrero de 2018). El cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, comentó al respecto que el Papa consideró “la importancia del misterio de la maternidad espiritual de María, que desde la espera del Espíritu en Pentecostés no ha dejado jamás de cuidar maternalmente de la Iglesia, peregrina en el tiempo”.
Al día de hoy son más de 700 madres espirituales en “La Compañía de María”, procedentes de 14 países, quienes se esfuerzan por vivir plenamente ese llamado que el Espíritu Santo ha puesto en su corazón, recibiendo formación para aprender la doctrina de la santificación de la vida ordinaria, practicando las virtudes en unidad de vida, imitando a la Santísima Virgen María, como hija, como esposa, como madre, para conseguir como fruto la santificación de sus hijos sacerdotes y, a través de ellos, la de sus familias.
Sacerdotes fortalecidos con el ejemplo y la oración de mujeres con corazón de madre. Sacerdotes que viven en virtud sus ministerios. Sacerdotes que unen y fortalecen con su ejemplo a las familias, que dan, a su vez, como fruto, con la gracia de Dios, nuevas vocaciones.
La madre es la base de la familia, la que une, la que fortalece con su ejemplo de vida en virtud y en santidad, mientras se entrega a la voluntad de Dios en el servicio, fortaleciendo con su entrega y su oración el ministerio del sacerdote, mientras él fortalece con su entrega y su ministerio a las familias. Porque el sacerdote nace siendo hombre, pero debe aprender a ser santo.
El camino es la santificación en comunión, en la vida ordinaria de cada cual, según su vocación, en comunidad fraternal, para la unidad de la Santa Iglesia, protegidos bajo el manto maternal de María, nuestra Madre, quien nos une en el Espíritu Santo, para permanecer en esa unión al Padre por Cristo, con Cristo y en Cristo, haciendo todo por amor de Dios.
Gustavo Elizondo Alanís
Sacerdote
Ciudad de México
Fuente: Revista Palabra.
Para ampliar información sobre “La Compañía de María”, invito a escribir un mensaje a [email protected].
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