Se cumplen 100 años de ‘El espíritu de la liturgia’, un pequeño y gran libro que Romano Guardini publicó en la abadía benedictina de María Laach (1918)
Fue el primer volumen de la colección ‘Ecclesia orans’, y uno de los grandes pasos en la renovación de la comprensión y vivencia de la liturgia católica en el siglo XX.
En el mismo año de 1918, Odo Casel, que era monje de María Laach, había vuelto al monasterio después de sus estudios en Bonn y publicó El memorial del Señor en la liturgia cristiana primitiva. Casel encontraría inspiración en algunos paralelismos con otras religiones para definir una profunda noción de “misterio” auténticamente cristiana. Por su parte, Guardini (1885-1968) se interesó por las características esenciales de la liturgia: oración y culto a Dios, en cuerpo y alma, impregnado de naturaleza, cultura y arte, que realizamos y realiza la Iglesia junto con su Cabeza, Jesucristo.
Todo lo cuenta Guardini en sus maravillosos Apuntes para una autobiografía, especialmente en los capítulos IV a VI de la segunda parte. En el verano de 1905 tenía 20 años y no sabía qué hacer con su vida. Había estudiado dos semestres de Química en Tubinga (1903-1904), había intentado estudiar economía política en Munich (1904-1905) y, sin saber por qué, se había cambiado a Berlín (1905).
En una conversación con otro estudiante de tendencia kantiana, en que había defendido un tanto ingenuamente las pruebas de la existencia de Dios, se sintió derrotado y le pareció que, en realidad, ya no tenía fe. No es que tuviera motivos en contra, es que sencillamente “no le decía nada”.
Pasaba el verano en casa de su gran amigo de infancia (1891) Karl Neündorfer, a quien le había sucedido algo parecido. Recuerda que los dos hablaron en el desván. Guardini recordó allí la frase del Evangelio: “Quien quiera conservar su alma la perderá, pero el que la pierda, la salvará” (Mt 10, 39). A los dos amigos les parecía evidente que ese era el sentido de la existencia, pero ¿cómo dar la vida? ¿Quién puede pedirla? Se separaron para pensarlo y llegaron a la conclusión de que si había que dejar la vida, el único lugar fiable era la Iglesia. Esto renovó la fe de los dos amigos. En Berlín lo pasó mal con los estudios, pero al ver la alegría de un hermano lego en una iglesia pensó que así se dejaba la vida, y decidió ser sacerdote. Su amigo Karl haría lo mismo.
Le resultó muy duro lograr que sus padres dieran su consentimiento para iniciar los estudios sacerdotales después de tanto trasiego. Los empezó en Friburgo, para pasar enseguida a Tubinga (1906). Estaba solo y se le ocurrió hacer una novena para pedir al Señor otro amigo como Karl, y en una clase coincidió con Joseph Weiger. Sería su segundo gran amigo para toda la vida.
Joseph había sido novicio en la abadía benedictina de Beuron y había salido por cuestiones de salud, pero mantenía una relación muy intensa. Inició a Guardini en la vivencia de la liturgia benedictina y lo llevó a conocer la abadía (1907), experiencia que le marcará. El centro de la vida y pensamiento de Guardini será la Iglesia que celebra su fe en la liturgia.
Enseguida, transmite también sus inquietudes a Neundörfer. Quieren preparar una gran obra para presentar lo que es la Iglesia. Neundörfer lo abordaría desde el derecho canónico, y él haría una Teología de la Liturgia. No salió así, pero Guardini se puso a pensar y muy pronto, desde que se ordenó en 1910, a transmitirlo a otros, especialmente a jóvenes, en forma de charlas, que cuajarían en El espíritu de la Liturgia.
Es el primer libro de Guardini, y está escrito como escribirá todos: con seriedad pero con un lenguaje vivo, donde lo que dice es testimonio de lo que piensa y cree. Él quería reavivar en los demás la fe de la Iglesia. Por eso hablaba y por eso escribía.
Su estilo es bastante sencillo, porque hace un esfuerzo de expresión, pero también sutil, porque quiere decir lo mucho que ve; y puede resultar un poquito lento para nuestros gustos actuales. En realidad, la mejor manera de leer y aprovechar sus libros es subrayarlos. Y entonces se aprecia lo ordenado, profundo, original e interesante que es. Por otra parte, es un libro breve.
Tiene siete capítulos. Los tres primeros desarrollan la diferencia entre la oración personal, que hace cada uno, y la oración litúrgica, que es oración de la Iglesia, tal cual. Y no “una” oración, sino “la” oración de la Iglesia, sin perjuicio de las prácticas de piedad popular, como el Vía Crucis o el Rosario, que Guardini apreciaba sinceramente y a los cuales dedica sendos escritos. Se han reeditado recientemente.
En el capítulo IV, aborda la cuestión de El simbolismo litúrgico, basado en nuestra misma condición de hombres, con cuerpo y alma. No rezamos como podría rezar un alma separada, sino como un hombre que tiene y siente su cuerpo, y que por él, conoce y siente lo que le rodea. En el capítulo V, aplica a la liturgia la noción de juego, como actividad colectiva y reglada, con misteriosas raíces en la infancia. En el VI, La severa majestad de la liturgia, marca las distancias con respecto al esteticismo, al mismo tiempo que aprecia el profundo impulso artístico de que la liturgia católica se rodea. Y en el VII, La primacía del Logos sobre el Ethos, subraya que la liturgia es una gran vivencia de fe, antes que una invitación a la vida moral, como podría resultar, a veces, la homilía.
Convertir la liturgia, que es sobre todo culto a Dios, en una ocasión de transmitir enseñanza moral o en otra cosa, la deforma. Y priva a los fieles del primer resorte moral que es el encuentro con el Dios vivo. La liturgia no es un medio para otras cosas: está centrada en el fin más profundo del ser humano y de toda la creación, que es dar gloria a Dios. La naturaleza lo hace existiendo, el ser humano lo hace hablando y expresándose: “por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria…”.
Como hemos dicho, la clave de los primeros capítulos es que Guardini se enfrenta con una confusión inconsciente muy extendida entonces entre los cristianos y algo menos ahora, donde la Misa y los demás sacramentos pueden pasar como una más de las muchas cosas que hacen. Desde el primer capítulo, La oración litúrgica, ya advierte: “El fin primordial y más inmediato de la liturgia no es el culto tributado a Dios por el individuo, ni la edificación, ni la formación, ni el fomento espiritual del mismo […]. La liturgia es el culto público y oficial de la Iglesia”.
Además, “la oración litúrgica está saturada de dogma y vivificada poderosamente por él […]. La Lex orandi, es decir, la liturgia, es, a la vez, según reza un clásico aforismo, Lex credendi, es decir norma de fe. Ella contiene en cierto modo, todo el tesoro y herencia ideológica de la Revelación” (10). “Comunica a la oración toda la verdad del dogma” (13). Esto puede hacer que resulte más difícil que otras devociones populares, pero marca una pauta. “La condición radical de toda oración colectiva es que vaya imperada por la razón y no por el sentimiento” (11). Pero esto no significa que el sentimiento no tenga sitio, sino que debe estar inspirado por la hermosura y profundidad de la verdad revelada y no por otras cosas. Si se forma así se produce una participación mucho más consciente y auténtica en el propio movimiento de la liturgia.
Desde la primera frase del capítulo segundo, La comunidad litúrgica, queda clara la idea central: “La liturgia no parte del yo, sino del nosotros”. Pero no el “nosotros” de cualquier grupete de amigos, que podría ser una desviación más moderna, sino de los creyentes “vinculados, unidos entre sí por un principio real de vida […]. Este principio es la realidad viviente de Jesucristo” (28). “Quien se dirige a Dios es la unidad, la colectividad” de la Iglesia. El individuo debe, por así decir, sacrificar parte de su autonomía e independencia, porque en la oración litúrgica se suma y se identifica. “La perfecta comunidad en la liturgia consiste en la participación del mismo espíritu, de las mismas palabras y pensamientos en que los corazones y los ojos sigan la misma trayectoria hacia el mismo fin” (34).
En el capítulo siguiente, profundiza en El estilo de la liturgia, que distingue, por ejemplo, los cantos de devoción populares de los cantos litúrgicos. Los segundos están impregnados de la seriedad del misterio revelado. Tienen un lugar y un uso distinto. También se nos aparece de otra manera el Señor contemplado en las escenas del Evangelio y en las prácticas populares, y el Señor en la liturgia: “Majestuoso mediador entre Dios y las criaturas, en el gran sacerdote eterno, en el Maestro divino, en el gran pedagogo de la humanidad, en el gran juez de vivos y muertos” (44).
“En la vida de la liturgia, el creyente se encuentra de pronto ante un mundo de imágenes, de signos y de cosas” (49). Esto nos lleva “a la entraña misma del principio litúrgico” (50). Después de estudiar los distintos modos en que lo espiritual puede manifestarse en lo corporal, por cómo estamos hechos, añade: “El símbolo surge cuando lo interno y espiritual encuentra su expresión externa y sensible”, pero no de cualquier manera sino que “se verifique con carácter de necesidad esencial y obedezca a una exigencia de la naturaleza” (53). Eso se aplica a todo: a los gestos de arrepentimiento y adoración, a los objetos (por ejemplo, los cirios, con su llama, o el incienso) y a las ceremonias. Son expresiones que se han abierto paso en la vida de la Iglesia y están llenas de sentido. Porque aquí también, podríamos añadir, el sujeto no es el individuo (o el grupete) que inventa sus símbolos, sino la Iglesia que ha encontrado los suyos.
La pregunta de partida de este capítulo V, con ese título, es ¿Por qué no reducirse a lo esencial?¿Por qué no bastan, por ejemplo, las palabras de la consagración? ¿Para qué tanta ceremonia? Y aquí Guardini se enfrenta con el criterio utilitarista, que lo mismo que destruye totalmente el sentido del arte, también destruye el de la liturgia. “Para el alma todo el sentido de la liturgia está en saberse situarse ante Dios” (66) y eso no se consigue de cualquier manera. También los juegos de los niños pueden parecer inútiles, porque no persiguen fines prácticos y sin embargo tienen el sentido de “expansionar su vida incipiente y traducirla en pensamientos, impulsos y movimientos” (67). “Mediante un código de severas leyes, ha reglamentado la liturgia un juego que el alma ejecuta delante de Dios. […] Vivir litúrgicamente, movido por la gracia y orientado por la Iglesia, es convertirse en una obra viva de arte, que se realiza delante de Dios creador” (71).
“La liturgia es arte que se transforma en vida” es el comienzo del capítulo VI, donde la pregunta es “¿Qué puesto, qué lugar tiene el elemento estético, la belleza, en el opus liturgicum?”. Lo va a solucionar al recordar que la belleza es splendor veritatis. Es la belleza de la verdad de Dios y del misterio salvador de Cristo el que tiene que reflejar la liturgia. Lo demás más bien despista.
Del capítulo último, Primacía del Logos sobre el Ethos, ya hemos adelantado alguna idea. Vuelve Guardini a recordar la primacía de la lex credendi. La primacía de la adoración, que pone su mirada en el cielo, pero que sale de la liturgia con el deseo de “lanzarse a la vida” (101), que es prolongación auténtica del auténtico culto a Dios, que no acaba en la puerta del templo.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
El espíritu de la liturgia (CPL)
Romano Guardini, maestro de vida (Palabra)
Orar con el Vía Crucis de Nuestro Señor (Desclée)
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