‘Ortodoxia’ es el libro más central de Chesterton, el que mejor define su vida y pensamiento. Es un itinerario personal y una muestra de cómo la fe cristiana brilla entre la humareda de algunas cosmovisiones del siglo XX
Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) es considerado, con toda razón, uno de los autores más significativos del pensamiento cristiano del siglo XX. Y Ortodoxia (1908), un libro que define el debate entre el cristianismo y muchas ideas contemporáneas, que, en parte, como le gustaba considerar, son ideas cristianas “que se han vuelto locas” al perder su relación con la fe y, en la misma medida, con el sentido común. Lo admirable de Chesterton es que parece que él, sin ponerse tenso, sin increpar a nadie, puede con todos mediante un sentido común literalmente aplastante. Con contrastes audaces y llenos de humor muestra lo ridículo de tantas ideas, al mismo tiempo que abraza a las personas.
Lo que Chesterton tiene delante se parece mucho a lo que tenemos hoy. En primer lugar, un materialismo que impregna desde abajo la mentalidad de la época y tiene un fundamento científico difuso. Ha arrinconado sin batallar otras fantasías anteriores del pensamiento, idealistas por ejemplo, y las ha convertido en antiguallas sin crédito. Este materialismo se basa en el sencillo hecho de que la ciencia moderna, desde hace doscientos años, ha llegado a comprender con seguridad cómo se han hecho los objetos materiales y los seres vivos que observan nuestros sentidos. Y con eso cree saberlo todo, aunque todavía no comprende ni puede explicar por qué se ha producido un milagro semejante a partir de la nada y sin ningún designio. Y tampoco puede explicar lo que somos y pensamos los humanos, porque nuestra conciencia con nuestro pensamiento y libertad no es material. Pero está tan seguro y orgulloso de lo que sabe que no se da cuenta de lo que no sabe.
La segunda gran “herejía” que combate Chesterton es el escepticismo filosófico y el relativismo moral que, bajo múltiples formas, se extendieron en su época y han seguido extendiéndose en la nuestra. En parte surgieron como cansancio ante la sucesión de fantasías del pensamiento filosófico. Se generó una sospecha universal sobre el valor de la verdad filosófica y moral. Sospecha agudizada después por el hundimiento del sistema comunista en 1989, tras invertir ingentes esfuerzos políticos y económicos en convencer y manipular a millones de personas en todo el mundo, con una atención especial a los intelectuales, que resultaron ser los más manipulables de todos, porque, aparte de compensaciones económicas interesadas, les faltaba el recurso intelectual que Chesterton apreciaba más: el sentido común del hombre normal.
El escepticismo ha mostrado siempre su debilidad congénita al afirmar con seguridad que no se pueden hacer afirmaciones seguras. Chesterton explota de múltiples maneras este paradójico y recurrente vicio de origen.
Además, está todo el inmenso cúmulo de críticas modernas a la Iglesia que, en parte están justificadas por las miserias de los cristianos. Pero en mucha parte son expresión de resentimientos y envidias innobles. Chesterton llegará a la conclusión de que toda esa inmensa madeja de objeciones contradictorias entre sí no solo no quitan, sino que dan razón a la fe cristiana.
Tras excusar en la introducción el libro como la respuesta a un reto, reconoce que representa el itinerario de su vida. Poniendo el simpático ejemplo de un descubridor que creyendo haber descubierto una tierra nueva resulta que ha llegado a su casa, el libro quiere contar como después de muchas aventuras del pensamiento, se encuentra creyendo en la misma Ortodoxia que lleva dos mil años sobre la tierra. Este paso supuso para él salir del pesimismo radical y agnóstico en que había caído en su juventud, y convertirse en una persona que mira la vida con agradecimiento. Así lo reconoce al final de su autobiografía: “Es la idea principal de mi vida, no diré que es la doctrina que he enseñado siempre, sino la que siempre me hubiera gustado enseñar. Es la idea de aceptar las cosas con gratitud y no como algo dado sin más”.
Ese itinerario le proporciona una capacidad singular para encontrar los puntos débiles de posiciones que, en alguna medida, han sido las suyas. Y por eso sus paradojas son tan certeras.
El libro comienza mostrando que la locura no es, como se suele decir, la pérdida de la razón, sino precisamente “cuando se pierde todo menos la razón”. En algunos dementes, se observan efectivamente razonamientos excesivos e implacables, pero estrechos y privados de los recursos del sentido común y de la experiencia que compensan a una persona normal. El mismo defecto lo percibe en algunas filosofías que se encierran en círculos demasiado estrechos y quieren desde allí comprender el mundo.
“Veo que la mayor parte de los ‘sabios locos’ están realmente locos. Todos tienen esa característica que hemos visto: la combinación de una razón agitada y exhaustiva y de un sentido común colapsado. Se dedican a la ciencia universal. Pero son universales sólo en el sentido de que descubren una explicación pequeña y luego la extienden todo lo que pueden”. Sin atender a otros indicios de la vida, extrapolan la explicación que han obtenido para una parte del mundo y quieren meter allí todo lo que hay en el universo. Es lo típico, por ejemplo, de las explicaciones materialistas, un ejercicio combinado de extrapolación y reduccionismo.
El capítulo siguiente, El suicidio del pensamiento, está dedicado a mostrar las paradojas del escepticismo. Empezando por esta: “Es bastante absurdo plantear siempre la disyuntiva entre razón y fe, porque la razón, en sí misma, es asunto de fe”. En este capítulo dedica una particular atención a las posiciones rompedoras de Nietzsche, demasiado rompedoras para poder después sostenerse encima.
Después de haber hecho espacio al sentido común, Chesterton vuelve a su itinerario personal que comienza en el cuarto de los niños. Allí, y en contacto con su niñera, adquirió los fundamentos de una mente sana. No solo le sirve la ética del país de las Hadas, que distingue el bien del mal, sino también su lógica, que le permite identificar los vicios en que suele caer el pensamiento determinista, que supone que una cosa viene necesariamente detrás de otra, sólo porque se ha acostumbrado a verlas así. Entonces no distingue entre una necesidad natural y una necesidad lógica. Y, precisamente por encerrarse en una lógica implacable, se ve privada de apreciar la gratuidad del mundo, con lo que reclama de humildad y agradecimiento.
“Esta era mi primera convicción; forjada por el choque de mis emociones infantiles con el credo moderno del cientifismo que me encontré a mitad de camino. Yo había sentido siempre vagamente que los hechos eran, en realidad, milagros en el sentido de que son maravillosos. Ahora empecé a pensar en ellos como milagros en el sentido estricto de que eran deliberadamente queridos. […] Siempre había creído que en el mundo había magia, pero ahora empecé a pensar que quizás había un mago”.
A esta enseñanza de los años infantiles, se añadirán las experiencias que recuerda de la siguiente época: la lectura de las novelas de aventuras. Es el momento de la superación definitiva del pesimismo que le convierte en un “patriota cósmico”, un decidido patriota, no del imperio británico (que no era), sino de la maravilla del cosmos. Ese amor patriótico, lleno de lealtad, por el mundo, es también el único impulso que puede llevar a comprometerse por mejorarlo, y en ese mismo sentido, el mejor soporte de la libertad personal. Descubre entonces que esto es precisamente el fundamento de la épica cristiana que ve la maravilla del mundo, es consciente del pecado que lo afea, y se empeña en superar el mal con el bien. Posición muy lejana de los pesimistas que se conforman con lamentarse, de los estoicos que aceptan el mundo sin luchar por cambiarlo, o de los hedonistas naturalistas que se acomodan a él, intentando ignorar su parte oscura.
Chesterton se siente ya un optimista y un patriota cósmico, se acerca a la idea de un creador. Y entonces, también con la ayuda de muchas lecturas, se encuentra con el enorme debate que el mundo moderno (de otra manera que el mundo antiguo) ha emprendido contra el cristianismo. Un auténtico griterío de objeciones.
Pero lo curioso es que es acusado, al mismo tiempo, de lacras contradictorias: demasiado violento y demasiado blando; demasiado ascético y demasiado jolgorioso, demasiado serio y demasiado ligero. Esto, por una parte, le lleva a considerar que, quizá precisamente por eso, el cristianismo está en el centro. Después, que el cristianismo contiene efectivamente pasiones contrastantes, a diferencia de la moderación estoica, que por puro moderada acaba no teniendo fuerzas para nada. El heroísmo de los mártires es distinto del de los cruzados, pero los dos rinden homenaje a algo que es más importante que la vida.
El capítulo VII es un amplio ajuste de cuentas con la mitología moderna y liberal del progreso, aumentada con el pensamiento evolucionista y, más tarde, con la retórica comunista. Chesterton ve con una prodigiosa claridad cómo no tiene sentido un progreso sin referencias. Y un relativismo que quiera basarse en la noción de progreso para suponer que se mejora. Es evidente que la idea de mejora supone un patrón o bien de referencia. Si se declara que la idea de bien es relativa o que está continuamente cambiando, no tiene sentido hablar de mejora. Y tampoco tiene sentido si el progreso resulta ser una ley natural y necesaria, porque no hay punto de comparación posible: es solo lo que tiene que ser. En nada queda interpelada la voluntad humana, que lo único que puede hacer es someterse a la ley inexorable. Y la misma idea de libertad carece de sentido si la ley es, efectivamente, inexorable.
El progreso, la mejora y la distinción del bien y del mal nos sitúan ante el fondo del problema moral y también ante la realidad de la libertad del hombre, tal como la presenta el cristianismo. No como una ley necesaria de la naturaleza, sino como un combate épico entre el bien y el mal que pasa por la voluntad de cada persona.
Después de haber rescatado de la implacable necesidad materialista la magia y maravilla del mundo, y de haber librado a la libertad humana de los determinismos y despistes naturalistas, Chesterton presenta con trazos gruesos los rasgos épicos de los misterios cristianos, con la vida de Dios en la Trinidad, la maravilla de la creación, el abismamiento de la Encarnación y la muerte del Señor abandonado en la cruz.
Y se enfrenta con la idea de que, más o menos, todas las religiones son iguales y predican una especie de amnistía y trascendencia universal. No hay tal cosa. Ni siquiera cuando se pueden encontrar algunas cercanías con la serenidad del budismo, que no quería ser una religión, el misticismo hindú o la trascendencia de Dios en el islam. El cristianismo tiene un protagonista, que es Cristo, centro absoluto de la religión cristiana.
“Si se me pregunta como una cuestión puramente teórica por qué creo en el cristianismo, solo puedo responder: ‘Por la misma razón por la que un agnóstico inteligente no cree en él’. Creo en él racionalmente y basándome en pruebas. Pero en mi caso las pruebas, como en el del agnóstico inteligente, no radican en esta o aquella supuesta demostración, sino en una gigantesca acumulación de hechos pequeños y coincidentes. […] Cada vez que considero estas verdades anticristianas descubro simplemente que ninguna de ellas tiene razón”.
“Tengo otra razón mucho más sólida y central para aceptarlo como fe y no limitarme solo a dar por buenos algunos aspectos de su doctrina. Y es que la Iglesia cristiana es para mí como un maestro vivo y no como un maestro muerto”.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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