Texto de la ‘lectio inauguralis’ pronunciada por el Cardenal Penitenciario Mayor durante el XXIX Curso sobre el Fuero Interno, organizado por el tribunal de la Penitenciaría Apostólica
En su conferencia, el Cardenal Mauro Piacenza recoge la invitación de papa Francisco para reflexionar sobre la temática del próximo Sínodo de Obispos sobre los jóvenes, y ofrece comentarios sugerentes acerca de la relación entre el discernimiento vocacional y el sacramento de la Reconciliación. El Cardenal Piacenza reflexiona, a este respecto, sobre la Confesión y el discernimiento como ocasiones de “encuentro”, “escucha” y “elección”. Subraya cómo la confesión es un espacio de auténtica libertad, donada al hombre por parte de su Creador, donde puede escuchar y encontrar la voluntad de Dios acerca de su vocación y decidirse a asumirla.
Queridísimos amigos, en estos meses que nos separan de la celebración del Sínodo de Obispos sobre el tema de los jóvenes querido por el Santo Padre Francisco, me ha parecido particularmente congruente, en este 29° Curso sobre el Fuero interno, reflexionar sobre la relación entre “Confesión sacramental y discernimiento vocacional”. Dicha relación, que se refiere objetivamente a todos los fieles, tiene ciertamente una particular relevancia en la edad de las decisiones fundamentales, que orientan toda la existencia y apoyan −a modo de “opción fundamental”− todas las demás decisiones que cada uno está llamado a realizar.
Para desarrollar el tema partiré de dos “postulados”:
El primero es la constatación de que el joven es una persona que, como tal, tiene la misma estructura antropológica que cualquier otra persona y, por tanto, las mismas necesidades múltiples y universales: belleza, justicia, libertad, verdad, amor, etc. Necesidades que, precisamente por ser universales, se convierten también en valores, a los que continuamente tender para realizar la que Aristóteles llamaba la “contemplación de las esencias”, que Santo Tomás llamada “la Bienaventuranza” y que nosotros llamamos “felicidad”, con toda la prudencia necesaria en el uso de dicha categoría en el lenguaje contemporáneo subjetivado.
El segundo presupuesto lo da el reconocimiento de la “apertura del corazón” de quien se acerca al sacramento de la Reconciliación, sobre todo si es joven. Podía ser, quizá hasta hace medio siglo, que se acercasen a lo que muchos definen “el sacramento difícil” por mera costumbre o condicionamiento social. Hoy, es indiscutible que ya no hay nada que culturalmente invite a la reconciliación sacramental; es más, quien se acerca hace una elección libre y contracorriente. Dicha situación, debe disponer al confesor a una actitud de profunda “valoración del penitente”, que significa valorar no ciertamente su pecado, sino el gesto de acercarse al sacramento, para pedir perdón a Dios.
Me dejaré llevar, en estas reflexiones, de un conocido episodio evangélico, sacado de Mt 19,16-22: el encuentro de Jesús con el llamado joven rico, intentando destacar algunos aspectos útiles a nuestro tema. Además, quisiera declinar tres verbos que me parecen centrales para nuestra reflexión: encontrar, escuchar, elegir.
La sacramental, lo sabemos bien, es una dimensión que llama constantemente en causa el obrar de Dios y el obrar del hombre: su encuentro. No es pensable reducir los sacramentos a mera auto-manifestación de la fe personal, como sucede en ciertas derivas actuales de la especulación teológica, ni es posible prescindir de la real implicación de la persona, entendida en su integridad ontológica, en el gesto sacramental eclesial. Los sacramentos son acción de Cristo y de la Iglesia, y la identidad sacramental de la Iglesia deriva de la misma identidad humano-divina de Jesús de Nazaret: la misma unión hipostática es el fundamento de la sacramentalidad y de la eficacia sacramental, mientras que el “fruto del ágape” está en relación con la libertad de la persona, que vive el gesto sacramental.
El sacramento, pues, es definible como encuentro; con la misma categoría teológica y personal, que podemos utilizar para definir el cristianismo mismo. ¿Cómo no recordar, a este propósito el íncipit de la Encíclica “Deus Caritas est” del Santo Padre emérito Benedicto XVI: “…se comienza a ser cristiano (…) por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona” (DCE, 1)?
Como confesores debemos siempre tener presente que, el gesto que nos disponemos a presidir es ante todo un encuentro, que tiene solo en las apariencias como protagonistas al sacerdote y al fiel, pero que, en realidad, es un encuentro del penitente con Cristo mismo. Dicha conciencia plasmará necesariamente el trato humano del confesor, que acogerá a cada penitente, con más atención si es joven, con la misma caridad de Cristo, sabiendo que es Él a quien los hermanos deben encontrar, es Él a quien deben escuchar, es a Él a quien deben elegir.
No siempre los penitentes, lo sabemos bien, llegan al confesionario con la pregunta correcta, la pregunta del joven rico: “Maestro, ¿qué debo hacer para tener la vida eterna?”. Es más, muy a menudo son absolutamente diferentes las preguntas con las que el fiel se acerca al sacramento. Sin embargo, la sabiduría del confesor debe saber leer, incluso en expresiones inadecuadas, a veces hasta molestas o pretenciosas, el eco remoto de la pregunta por la felicidad y la plenitud, presente en el corazón de cada hombre.
La acusación de los pecados es, objetivamente, un momento de crisis, de puesta en discusión del propio juicio, de sus expresiones, de sus obras (pensamientos, palabras, obras y omisiones). Por esa razón, es indispensable pedir al Espíritu Santo la gracia de que esa “crisis” se transforme realmente en un momento de crecimiento, a través del encuentro con Cristo. Sabemos que, antes de proponer al joven la vía de la perfección, la fama −“si quieres ser perfecto”−, Jesús, mirándolo, lo amó.
Aquí está descrita la experiencia de un encuentro verdadero, real y, por eso, ontológicamente edificante, capaz de construir el yo, de los “nuevos yo”, protagonistas de la historia. Solo el encuentro con Dios es capaz de reconstruir nuestro ser, destruido por el pecado; solo el sacramento de la reconciliación es esa nueva creación capaz, después del bautismo, de reconstituirnos plenamente en la relación filial con el Padre, fraterna con el Hijo, en la alegría del Espíritu Santo. El penitente, conscientemente o no, pide al Señor ser recreado, pide que su vida se transforme, que sobre su mal venza el poder de Jesucristo Salvador.
En esa demanda del penitente, y en la respuesta sacramental que reciba, se encierra la esencia del encuentro real con Cristo que la reconciliación constituye. Se deriva −lo vemos enseguida− la enorme y santa responsabilidad del sacerdote, en cada confesión individual, con cada penitente, para que el encuentro con el Señor nunca sea obstaculizado. Eso no implica en ningún caso la renuncia al deber de “juez y médico”, que la tradición teológica reconoce al ministro, también porque el encuentro con la verdad de la propia condición existencial, es siempre encuentro con la Verdad que es Cristo.
La dinámica relacional, propia de la celebración del sacramento, tiene en sí misma una valencia vocacional. Cada uno de nosotros podría intentar describir la vocación, porque ha tenido −y tiene− experiencia. ¡Subrayo “tiene”, porque la vocación es algo que afecta al hoy, a mi presente!
Intentaré, en todo caso, dar una definición generalísima de vocación, en la que, quizá, todos se pueden reconocer: “Cristo y la vocación” no es otra cosa que nuestra relación con Cristo; la forma de esa relación no la establecemos nosotros, sino Él. En esto consiste la sustancial sobrenaturalidad de la llamada “elección vocacional”: no es tanto la elección que el yo hace, sino más bien la libre elección que Dios realiza, estableciendo la forma de relación que cada uno vive con Él.
Consecuencia inmediata y evidente de dicha dinámica relacional, es que no hay vocación prescindiendo del trato auténtico y vital con Cristo. En el encuentro con Cristo se encierra ese horizonte nuevo de la existencia, que es también la raíz de toda tensión y elección moral; y la vocación es el modo, la forma con la que entrar en trato estable y permanente con Cristo, y ese modo lo decide el Señor. Por esa razón, Jesús afirma, dirigiéndose a los apóstoles, que ya lo habían encontrado: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn 15,16).
Ciertamente, puede haber casos existenciales en los que la conversión coincida con la vocación, pero es siempre oportuno comprobar que las dos realidades sean distintas y que el fiel, sobre todo si es joven, no confunda el entusiasmo de la vida nueva en Cristo, con una específica llamada.
La estructura de la Reconciliación es en sí misma dialógica: tanto en su dimensión histórico-eclesial, como en la trascendente-sobrenatural. Si desde el punto de vista histórico, la dimensión dialógica ha cambiado a lo largo de los siglos, pasando de la penitencia pública a la auricular, es decir de una dimensión más explícitamente eclesial a una más marcadamente personal (¡pero nunca subjetiva!), no ha cambiado la sustancia del sacramento, en el cual, ya sea en el perfil celebrativo como en el más interior y espiritual, es determinante la dimensión de la escucha.
Pero “¿escucha de quién?”, “¿escucha de qué”?
La primera, más elemental escucha es aquella a la que el penitente tiene derecho cuando se acerca al sacramento. No es raro, desgraciadamente, recibir las quejas de los fieles escandalizados por la distracción del confesor, no atento a sus palabras o, incluso, haciendo otras cosas durante el diálogo. En este aspecto, se me permita una sola indicación, que vale para todos: no se entra en el confesionario con el móvil encendido, ni mucho menos se utiliza durante las charlas sacramentales. Se tiene noticia de algunos confesores, preocupados en “chatear en las redes sociales”, mientras los penitentes se están acusando. ¡Eso es un acto gravísimo, que no temo en definir “ateísmo práctico”, y que muestra la fragilidad de la fe del confesor en el acto sobrenatural de gracia que se está viviendo!
Escuchar, con profunda atención y humildad fraterna, cuanto el penitente tiene que decirnos, significa ponerse en escucha del hermano más débil y pobre, en escucha de los últimos. Porque nadie es “más último” que quien está en pecado, sobre todo si está en pecado mortal y, por tanto, se ha separado del amor de Dios, viviendo la más profunda y humanamente terrible de las pobrezas.
Los confesores deben tener siempre presente que la escucha que prestan al delicadísimo momento de la acusación, además de ser una precisa obligación de su oficio, es instrumento que el Señor utiliza para hacer sentir su amor de Padre a los diversos “hijos pródigos” que vuelven a casa. Como en la famosa parábola, el Padre no es indiferente al regreso del hijo menor, pero: “Emocionado corrió a su encuentro, se le echó al cuello y lo besó” (Lc 15,20), así la escucha atenta, prudente, cordial, capaz de captar los matices, la escucha profunda y paterna del penitente, es el primer paso de aquel “milagro de cambio” que la confesión determina. Una escucha así, recordémoslo, es fruto de gran autodisciplina, es fruto de aquella ascesis constante y rigurosa, que nos educa en poner al otro antes de nosotros mismos, a morir para que el otro, el hermano pecador, viva; ¡exactamente como hizo Jesús!
Esta es una de las razones por las que la escucha de la confesión sacramental debería estar siempre generosamente incluida en un normal horario de atención semanal, y precedido de algún momento de profundo recogimiento y de oración, pidiendo que seamos realmente capaces de escucha, conscientes de la dramática importancia, a veces determinante, de nuestra mediación humana. Una escucha profunda, paterna y acogedora, suele permitir al fiel abrir su corazón a la esperanza y a la misericordia, llegando a confesar incluso lo que (por error, esperemos que invencible) no pensaba confesar. Es la dinámica del amor la que determina, cuando se encuentra, esa confianza y abandono que constituyen parte fundamental de la misma fe en Dios.
Así pues, “encuentro” y “escucha” se cruzan, como dos aspectos del mismo acto: solo si tiene lugar el encuentro es posible ponerse en auténtica escucha, y solo la auténtica escucha permite “dar un nombre” al encuentro ocurrido, que es siempre, a través y más allá de las mediaciones, encuentro con Cristo Resucitado.
Si podemos subrayar una característica de la actual condición juvenil, es precisa-mente la ausencia de figuras capaces de auténtica escucha. Los jóvenes, con sus esperanzas y desilusiones, con sus deseos, sus contradicciones y sus miedos, tienen urgente necesidad de ser escuchados, no solo por sus compañeros (admitiendo que sean capaces de escucha), sino sobre todo de adultos verdaderos, autorizados, acogedores, prudentes, capaces de una visión unitaria del mundo, del hombre y de la vida, capaces de ser para los jóvenes, puntos de referencia firmes, afectivamente significativos y existencialmente determinantes. Adultos que nunca elijan en lugar de los jóvenes, sino que sepan indicarles, de modo estable y razonable, la meta y la senda para alcanzarla, sosteniéndoles en el camino, a veces arduo, que cada uno debe realizar personalmente.
La segunda “escucha” −solo en sentido cronológico, en la dinámica relacional interpersonal de la celebración del sacramento− es el de la Palabra de Dios, también a través de las Sagradas Escrituras.
El penitente tiene el derecho de escuchar, de labios del confesor, no las opiniones personales de un hombre, por muy preparado que esté cultural y teológicamente, sino solo y únicamente la Palabra de Dios, en la doble dimensión de las Sagradas Escrituras y de la Tradición viva de la Iglesia, interpretadas por el Magisterio auténtico.
¡Si el encuentro es verdadero, abre a la dimensión de la escucha, y la verdad revela-da tiene su propia fuerza irrefrenable!
Si se indica como meta y como senda, y nunca impuesta de modo abstracto o propuesta como mero ideal inalcanzable, la verdad, aunque aparentemente lejana de la situación existencial concreta del penitente, tiene la fuerza de la llamada para llegar a ser cada vez más perfectamente lo que la persona es.
Sobre todo, en la escucha de confesiones sacramentales de jóvenes, puestos en una existencia que, obviamente, perciben como “delante de ellos”, el confesor está llamado a hacerse dócil instrumento del Espíritu Santo, mostrando, también en las indicaciones morales más específicas, ese “nuevo horizonte” y esa “dirección decisiva” que el encuentro con Cristo ha abierto de par en par.
También a nivel psicológico, además de espiritual y teológico, únicamente la mirada fija en un gran ideal, que coincide con la santidad, permite superar toda forma de encierro y de pecado, confiando más en la fuerza atractiva del amor y de la verdad y en el apoyo determinante de la gracia, que en la propia frágil voluntad. Ese es también el ámbito vital en el que se podrá abrir a la pregunta vocacional, la pregunta sobre la forma que Cristo quiere dar al trato estable con él.
En la escucha de la Palabra de Dios, durante la reconciliación sacramental, ambos, confesor y penitente, también están siempre llamados a vivir una profunda “corrección filosófica” de la modernidad. Me explico.
Para la filosofía antigua, para Aristóteles en particular, el fundamento de la ética era la búsqueda de la felicidad; en la Ética a Nicómaco, afirma que la felicidad coincide con la “contemplación de las esencias” (y, por tanto, solo los filósofos pueden ser felices).
Santo Tomás de Aquino, reelabora la concepción aristotélica y, confirmando que el fundamento de la moral sea la búsqueda de la felicidad (o sea, un factor externo al hombre), hace coincidir la felicidad con la bienaventuranza eterna, y es ese el auténtico pensamiento cristiano, en obediencia a la divina revelación. Kant produce, en la reflexión ética, una auténtica revolución, afirmando que el fundamento del obrar moral no es tanto la búsqueda de la felicidad, sino más bien la voluntad del sujeto.
Es inmediatamente comprensible, sin alargarnos en ulteriores consideraciones filosóficas, que la visión católica relacional está lejos de la solitaria y voluntarista, inaugurada por el pensamiento moderno. Al mismo tiempo es obligado constatar el gran influjo que ha tenido una concepción de la moral fundada en la voluntad subjetiva, no solo en la sociedad contemporánea, sino incluso, desgraciadamente, en algunas actitudes espirituales, intentos de visiones pelagianas. Un ejemplo entre todos lo representa la actitud pública en la valoración de los actos humanos: la cultura dominante ya nunca se pregunta si un acto es bueno o verdadero, sino que su “valor” está representado únicamente por la coherencia con el pensamiento (es decir, con la voluntad kantiana) de quien lo realiza. El criterio moral se ha reducido a la coherencia, independientemente de cualquier posibilidad de comparación con la verdad y el bien, que es considerada como indebida intromisión o, incluso, tachada de totalitarismo.
Comprended, queridísimos hermanos, lo determinante que es la dimensión de la escucha y cómo puede ser instrumento que guíe no solo pequeños criterios prácticos, sino una verdadera y auténtica visión del hombre, de su relación con la realidad, consigo mismo y con Dios. El simple gesto de la acusación, del reconocimiento humilde del pecado, basta para desmentir a Kant; basta para afirmar la insuficiencia de la voluntad del hombre, la insuficiencia del hombre para el hombre; basta para afirmar que el hombre no actúa moralmente, fundándose solo en su propia voluntad (la ley moral dentro de mí), sino anhelando un cumplimiento pleno, la felicidad, la bienaventuranza, la santidad; y anticipo real y vía a la santidad es el ejercicio de las virtudes, que hacen feliz al hombre. Y todos tenemos o hemos tenido esa experiencia.
Imaginemos solo por un instante el bien que se puede hacer a una persona, y en particular a un joven, liberándola de una oprimente concepción voluntarista y solitaria de la moral, e introduciéndola en la dinámica relacional de la comunión de los Santos, en la que concebirse en camino con todo el Cuerpo eclesial, por él amado, acogido y apoyado, en el que sentirse “atraídos” por el afecto de Cristo y, por vía de la gracia sacramental, “metidos” en la comunión con Él, en el Misterio trinitario.
La escucha, que nace del encuentro, es pues una escucha a 360 grados.
Es escucha atenta del penitente, escucha de la realidad, escucha de la Palabra de Dios; es escucha del amor y de la verdad y es, así, apertura progresiva a la acogida de la propuesta vocacional del Señor: “Una cosa te falta, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el Cielo [o sea, serás feliz], y luego ven y sígueme” (Mc 10,21). Sabemos cuál fue la actitud, la respuesta silenciosa y grave, del joven; conocemos, así, el drama de la libertad humana.
Decía San Juan María Vianney: “Dios nos perdona, aunque sabe que pecaremos de nuevo”.
Lejos de justificar el pecado, la afirmación, simple y profunda, del gran y ejemplar confesor, nace de la real constatación de la fragilidad humana y de la herida del “pecado de origen”, que incide, incluso después del bautismo, en las facultades superiores del hombre: en la inteligencia, que no siempre conoce lo verdadero, en la libertad, que no siempre elige el bien (reduciéndose a mero ejercicio del libre arbitrio) y en la voluntad, que no siempre hace el bien, aunque la inteligencia lo haya visto claramente y la libertad lo haya elegido.
La Confesión sacramental es, entonces, definible como un “espacio de libertad”, es más, quizá el único espacio verdadero de auténtica libertad dado al hombre.
La libertad, entonces, no es “ausencia de ataduras” o de condicionamientos, sino certeza de una pertenencia: es la certeza de ser amados incondicionalmente. No existe otro lugar, en la tierra, como la reconciliación sacramental, donde sea posible tener una experiencia análoga: no solo ser amados incondicionalmente, a pesar del propio pecado, sino también ver destruido ese pecado y ser amados de modo pleno, de modo infinito. El hombre verdaderamente libre es el hombre amado, el hombre que entra en relación con el infinito, el hombre que reza.
En este horizonte de libertad, madura la escucha de la voluntad de Dios acerca de la vocación y la decisión de unirnos a ella o no. A veces puede parecer imposible que quien haya intuido de verdad la forma de su relación con Cristo, por Él mismo establecida, pueda decidirse por otra forma. Sin embargo, dolorosamente debemos admitir que es posible. Es posible intuir la vocación y elegir no seguirla.
Basta recordar el epílogo del encuentro narrado en los Evangelios: “Se fue triste”, es decir, “sin felicidad”, consciente de su “deseo de un bien ausente”, como Santo Tomás define la tristeza. En el episodio del joven rico, no falta el encuentro, ni la escucha, pero la libertad puede ciertamente elegir no seguirlo, por las más variadas razones, “porque tenía muchas posesiones”.
El Señor Jesús no detiene a su interlocutor con otros razonamientos persuasivos; sigue amándolo, pero se rinde humildemente a sus elecciones, consciente de que morirá también por él, por sus pecados, por sus elecciones equivocadas e irrazonables, por ser desproporcionadas respecto al encuentro hecho y a la escucha vivida.
Jesús de Nazaret dará su vida en la Cruz precisamente para que la libertad de elegir el amor y la verdad sea siempre preservada, (para que la moral, y el trato con Él, sea siempre el resultado de una tracción. Por eso afirmará: “Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32)).
El confesor está llamado a identificarse con esa actitud de Cristo: está llamado a amar la libertad del penitente, a respetarla, aunque cuando las elecciones que haga no parezcan razonables ni proporcionadas con los dones recibidos y el camino realizado. El confesor podrá solo continuar, fielmente, indicando la meta, anunciando la verdad, sostener, ante todo con la oración y la penitencia, y con cualquier otro medio útil y oportuno, las elecciones del penitente. Pero no podrá, y nunca deberá, reemplazarlo (esto por evidentes razones psicológicas y deontológicas, pero sobre todo, y aún más evidentemente, por claras razones teológicas).
Respetar las decisiones del penitente no significa en ningún caso compartirlas ni “bendecirlas”; significa simplemente aceptar que no podemos sustituir su libertad.
Este es otro gran error de la cultura contemporánea, que pretende no solo que las aberraciones sean respetadas, sino que sean compartidas y bendecidas y que nadie se permita decir lo contrario, afirmar la existencia, al menos, de una alternativa real y posible. Solo el cristianismo consigue todavía distinguir adecuadamente, por amor, el error del que yerra (el pecado del pecador, precisamente porque no identifica la persona con su propia autoconciencia, sino con su ser, mediado por la experiencia histórica de la vida).
El discernimiento vocacional, en el sacramento de la reconciliación, ve en las concretas elecciones del joven, un específico momento de verificación: las decisiones que tomará, habiendo vivido el encuentro con Cristo y escuchado su Palabra, dirán de la vocación y de la acogida o no del modo que Cristo ha establecido para entrar en relación permanente con Él.
El confesor, juez y médico, padre y pastor, maestro y educador puede tener una influencia benéfica extraordinaria sobre el penitente, sobre todo si es joven, bien por su diferente madurez o, sobre todo, por el papel que reviste, por la tarea que se le ha confiado. El Confesor jamás debe olvidar que no es infrecuente que los penitentes lo escuchen como si oyesen al Señor mismo y su voluntad; por tanto, cada expresión, consejo, indicación, nunca deberá estar determinado por meros criterios humanos, aunque sea por utilidad y comprensible sentido común, sino por la sincera escucha, el discernimiento y la acogida únicamente de la voluntad de Dios, en la búsqueda del verdadero bien de las almas.
Ved, queridísimos amigos, lo dramáticamente serio que es el gesto, simple, de entrar en el confesionario, ayudando a todos, sobre todo a los jóvenes, a responder a su vocación, en el encuentro, en la escucha y en la elección de Dios.
Espero que estos días de Curso sobre el fuero interno puedan ser de ayuda para el ministerio que realizáis, o realizaréis, y que la Santísima Virgen María, Madre de la Misericordia, os asista siempre en este indispensable servicio que ofrecéis a Cristo, a la Iglesia y a todos los hombres.
Cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor
Fuente: collationes.org.
Publicado originariamente en: penitenzieria.va (negritas y cursivas en el original, ndt).
Traducción de Luis Montoya.
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