Introducción del Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos a la la tesis doctoral del sacerdote D. Fernando Palacios
El Instituto Teológico “San Ildefonso” de Toledo ha publicado la tesis doctoral El Romano Pontífice y la liturgia. Se trata del fruto de los estudios de doctorado en Roma del sacerdote toledano Fernando Palacios Blanco que trabaja actualmente en Perú.
La obra es por tanto un estudio pormenorizado desde el punto de vista histórico, jurídico y litúrgico del papel propio que los Romanos Pontífices han ejercido en la custodia, ordenación y transmisión de la liturgia en la Iglesia.
El texto viene precedido por un prefacio realizado por el cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, que asegura que “el lector encuentra una interesante selección de datos históricos, un competo enchiridion de intervenciones pontificias en materia litúrgica a lo largo de la historia, amén de un oportuno análisis sobre el motivo y las circunstancias de las acciones de los Sucesores de Pedro, llamados a confirmar a sus hermanos en la fe. A través de las diversas intervenciones pontificias, se puede descubrir el profundo sentido del derecho litúrgico y su engarce teológico y pastoral, dejando patente que la liturgia es algo vivo, que necesita ser protegido y acompañado en su crecimiento”.
El Romano Pontífice y la Liturgia. Estudio histórico-jurídico del ejercicio y desarrollo de la potestad del Papa en materia litúrgica es el título de este libro de don Fernando Palacios Blanco, doctor en Derecho Canónico y presbítero de la Archidiócesis de Toledo. En este texto, el lector encuentra una interesante selección de datos históricos, un completo enchiridion de intervenciones pontificias en materia litúrgica a lo largo de la historia, amén de un oportuno análisis sobre el motivo y las circunstancias de las acciones de los Sucesores de Pedro, llamados a confirmar a sus hermanos en la fe. A través de las diversas intervenciones pontificias, se puede descubrir el profundo sentido del derecho litúrgico y su engarce teológico y pastoral, dejando patente que la liturgia es algo vivo, que necesita ser protegido y acompañado en su crecimiento.
El Papa Francisco, siguiendo los grandes principios de la Constitución Sacrosanctum Concilium, recordaba recientemente que la liturgia está viva, es vida[1] . No puede ser de otra manera, pues el cristianismo vive a través de la Tradición y la liturgia forma parte de esa Tradición viva y santa; sin olvidar que se trata de una tradición viva, una vida que debe crecer orgánicamente.
Esto supone tener bien presente que el cristianismo no debe considerarse como «una cosa del pasado», ni debe vivirse con la mirada puesta constantemente «en el pasado», porque Jesucristo es ayer, hoy y para la eternidad (cf. Heb 13, 8). El cristianismo está marcado por la presencia del Dios eterno, que entró en el tiempo y está presente en cada momento, porque cada momento fluye de su poder creador, de su eterno hoy[2].
Por eso, «al observar la historia bimilenaria de la Iglesia de Dios, guiada por la sabia acción del Espíritu Santo, admiramos llenos de gratitud cómo se han desarrollado ordenadamente en el tiempo las formas rituales con que conmemoramos el acontecimiento de nuestra salvación»[3]. Esto conlleva que ninguna fase histórica eclesial puede ser dialécticamente contrapuesta a las otras, sino que, por el contrario, cada fase debe considerarse en relación íntima con las demás. Como se lee en la exhortación Sacramentum caritatis:
Desde las diversas modalidades de los primeros siglos, que resplandecen aún en los ritos de las antiguas Iglesias de Oriente, hasta la difusión del rito romano; desde las indicaciones claras del Concilio de Trento y del Misal de san Pío V hasta la renovación litúrgica establecida por el Concilio Vaticano II: en cada etapa de la historia de la Iglesia, la celebración eucarística, como fuente y culmen de su vida y misión, resplandece en el rito litúrgico con toda su riqueza multiforme[4].
Describir la actuación en materia litúrgica, por parte de la Iglesia y del Sucesor de Pedro a lo largo de la historia, es el objetivo del presente libro. Su lectura deja claro que cada Papa, –en su contexto, con su propia sensibilidad y formación– ha sabido descubrir la importancia doctrinal, espiritual y apostólica de la liturgia. No bastaba legislar para configurar las instituciones a cada época, sino cuidar el don que Cristo ha dado a su Iglesia para custodiarlo en el hogar del encuentro, donde el Esposo se da constantemente y la Esposa lo ama totalmente consagrándose a Él.
Este libro pone bien de manifiesto «que la Iglesia es de Cristo –es su Esposa– y todos los obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro, tienen la tarea y el deber de custodiarla y servirla, no como dueños sino como servidores. El Papa, en este contexto, no es el señor supremo, sino más bien el supremo servidor, el servus servorum Dei; el garante de la obediencia y la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, al Evangelio de Cristo y a la Tradición de la Iglesia, dejando de lado todo arbitrio personal, incluso siendo –por voluntad de Cristo mismo– el Pastor y doctor supremo de todos los fieles (can. 749) y también gozando de la potestad ordinaria que es suprema, plena, inmediata e universal en la Iglesia (cf. can. 331-334)»[5].
La lectura de las intervenciones de los Sucesores de Pedro, tal y como se recogen en este volumen, muestran cómo los Romanos Pontífices han intervenido con autoridad a lo largo de la historia, particularmente en el primer milenio. Trataban de asegurar que, tanto en la liturgia matriz de la época apostólica como en los ulteriores desarrollos, que dan origen a las familias litúrgicas de Oriente y Occidente, se mantiene íntegra e incólume la enseñanza y la voluntad de Jesucristo. Se observa también que, en el ámbito de la liturgia propiamente romana, los Papas actúan con más frecuencia y autoridad por ser directos responsables de la misma. Se constata, por último, el delicado respeto de la Sede de Pedro a las diversas expresiones litúrgicas de la única fe cristiana en los diversos Ritos legítimos.
Pienso que la labor de los Romanos Pontífices, en su relación vital con la liturgia a lo largo de la historia, se podría definir, con la poesía del Cardenal Ratzinger, diciendo que actúan «como un jardinero que acompaña una planta durante su crecimiento con la atención debida a sus energías vitales y a sus leyes, así la Iglesia debería acompañar respetuosamente el camino de la liturgia a través de los tiempos, distinguiendo lo que ayuda de lo que violenta o destruye»[6].
No podía ser de otra manera pues la liturgia es un elemento constitutivo de la Tradición santa y viva. De ahí que, «incluso la suprema autoridad de la Iglesia no puede cambiar la liturgia a su arbitrio, sino solamente en virtud del servicio de la fe y en el respeto religioso al misterio de la liturgia»[7]. Como señalaba el entonces Cardenal Ratzinger, «me parece muy importante que el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1125) junto a la limitación de las atribuciones de la autoridad suprema de la Iglesia en cuestiones de reforma, recuerde precisamente la esencia del primado tal y como ha sido definida por los Concilios Vaticano I y II. El Papa no es un monarca absoluto cuya voluntad sea ley, sino el custodio de la tradición auténtica y, con ello, el primer garante de la obediencia. Él no puede hacer lo que quiera y, por eso, puede también oponerse a quienes quieren hacer lo que se les ocurre. Su ley no es la arbitrariedad, sino la obediencia de la fe»[8]. Y esto porque la liturgia es esencialmente una cuestión de fe y la fe pone a Dios al centro de todo. Como consecuencia, queremos recordar que el primado de Dios es el centro de la liturgia, la cual hace posible una relación personal e íntima con el Señor y nos da acceso a la profundidad del Misterio Pascual que se celebra.
La lectura de las páginas de este libro también deja claro que los Sumos Pontífices se han preocupado constantemente hasta nuestros días de que la Iglesia de Cristo ofreciese a la Divina Majestad un culto digno de «alabanza y gloria de su nombre» y «para el bien de toda su Santa Iglesia» y, mientras se recorre la apasionante historia de las intervenciones de los Papas, resulta patente que la Tradición católica no es algo solamente del pasado, fijado de manera inmutable y que no pueda cambiar ni progresar jamás[9]. Tampoco es algo que pueda cambiar arbitrariamente cualquier individuo o una autoridad: estaría tan aislada y sería tan irresponsable como un individuo que actuase sin tener en cuenta el sentir del cuerpo del que forma parte[10]. En realidad, oponer tradición y renovación, autoridad y libertad, supone haber perdido el sentido cristiano de estos conceptos.
Esta idea la expresaba Benedicto XVI en el discurso pronunciado en la celebración de los 50 años del Pontificio Instituto Litúrgico san Anselmo: «La liturgia, testigo privilegiado de la Tradición viva de la Iglesia, fiel a su misión original de revelar y hacer presente en el hodie de las vicisitudes humanas la opus Redemptionis, vive de una relación correcta y constante entre sana traditio y legitima progressio, lúcidamente explicitada por la Constitución conciliar en el número 23. Con estos dos términos, los Padres conciliares quisieron expresar su programa de reforma, en equilibrio con la gran tradición litúrgica del pasado y el futuro. No pocas veces se contrapone de manera torpe tradición y progreso. En realidad, los dos conceptos se integran: la tradición es una realidad viva y, por ello, incluye en sí misma el principio del desarrollo, del progreso. Es como decir que el río de la tradición lleva en sí también su fuente y tiende hacia la desembocadura»[11].
Así pues, como recuerda el Concilio Vaticano II, la liturgia se encuentra en el seno de esta Tradición viva y santa, como elemento constitutivo de la misma[12]. De ahí que nada resulte más ajeno a la concepción de liturgia como don de Dios, que entenderla como una pura o simple construcción artificial, como algo que «se hace»[13]. En este sentido se puede afirmar que «para la vida de la Iglesia es dramáticamente urgente una renovación de la conciencia litúrgica, una reconciliación litúrgica que vuelva a reconocer la unidad de la historia de la liturgia y comprenda el Vaticano II no como ruptura, sino como momento evolutivo»[14].
En la última parte del libro, don Fernando Palacios Blanco recuerda que tal renovación debe apoyarse en los documentos del Concilio Vaticano II. Solo así se entiende la insistencia de Benedicto XVI en «regresar, por así decirlo, a la “letra” del Concilio, es decir a sus textos, para encontrar también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los documentos evita caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia adelante, y permite acoger la novedad en la continuidad. El Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo en transformación»[15].
Quisiera concluir con unas palabras del Papa Francisco que resumen muy bien la actitud serena con la que permanece el lector tras la lectura de este interesante texto:
A la acción de gracias a Dios por todo lo que ha sido posible realizar, es necesario unir la voluntad renovada de ir adelante en el camino indicado por los padres conciliares, porque aún queda mucho por hacer para una correcta y completa asimilación de la constitución sobre la sagrada liturgia por parte de los bautizados y de las comunidades eclesiales. Me refiero, en particular, al compromiso por una sólida y orgánica iniciación y formación litúrgica, tanto de los fieles laicos como del clero y de las personas consagradas16[16].
En la Ciudad del Vaticano, a 16 de enero de 2018, memoria de san Marcelo, papa y mártir.
Robert Card. Sarah
Prefecto
Fuente: architoledo.org.
[1] Cf. Francisco, Discurso a los participantes en la 68 Semana Litúrgica Nacional Italiana, Roma, 24.VIII.2017.
[2] J. Ratzinger, Obras completas, vol. XI, Teología de la liturgia, 467-468.
[3] Benedicto XVI, Exh. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 3.
[4] Idem.
[5] Francisco, Discurso en la clausura de la III Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, 18.X.2014.
[6] J. Ratzinger, “Preface” en A. Reid, The organic development of the liturgy, Ignatius Press, S. Francisco 2005, 9. Original alemán: Forum Katholische Theologie 21, 2005, 36-39. Trad. española en J. Ratzinger, Obras completas, vol. XI. Teología de la liturgia, 525.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1125.
[8] J. Ratzinger, “Preface“ en A. Reid, The organic development of the liturgy, Ignatius Press, S. Francisco 2005, 10-11. Trad. española en J. Ratzinger, Obras completas, vol. XI. Teología de la liturgia, 526. El mismo autor añade en otro lugar: «Después del Concilio Vaticano II se extendió la impresión de que el Papa, en realidad, lo podía todo en materia litúrgica, sobre todo, cuando actuaba con el respaldo de un Concilio ecuménico. En último extremo, lo que ocurrió fue que la idea de la liturgia como algo que nos precede, y que no puede ser elaborada según el propio criterio, se perdió en la conciencia más difundida en Occidente. Pero, en realidad, el Concilio Vaticano I en modo alguno trató de definir al Papa como un monarca absoluto, sino, todo lo contrario, como el garante de la obediencia frente a la palabra revelada: su poder está ligado a la Tradición de la fe, lo cual es aplicable también al campo de la liturgia. La liturgia no es elaborada por funcionarios. Incluso el Papa ha de ser un servidor humilde que garantice su desarrollo adecuado y su integridad e identidad permanente. (...) La autoridad del Papa no es ilimitada; está al servicio de la sagrada Tradición. Una genérica libertad de acción se puede conciliar menos aún con la esencia de la fe y de la liturgia. La grandeza de la liturgia reside, precisamente, en su carácter no arbitrario» (J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, 190-191).
[9] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 81.
[10] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio, n. 85.
[11] Benedicto XVI, Discurso en el L aniversario de la creación del Pontificio Instituto Litúrgico san Anselmo, 6.V.2011.
[12] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 8.
[13] Cf. Benedicto XVI, Discurso a los Obispos de la Conferencia Episcopal de Suiza en visita ad limina apostolorum, 7.XI.2006.
[14] J. Ratzinger, Mi vida. Recuerdos (1927–1977) 124–125.
[15] Benedicto XVI, Homilía en la apertura del Año de la Fe, 11.X.2012. «El Concilio no ha creado nada nuevo que haya que creer ni lo ha colocado tampoco en lugar de lo antiguo. La tipología fundamental de las afirmaciones del Concilio pide que se lo comprenda como prosecución y profundización de los Concilios que ha habido hasta ahora, en especial el Concilio de Trento y el Concilio Vaticano I» (J. Ratzinger, Obras completas, vol. XI, Teología de la liturgia, 466).
[16] Francisco, Mensaje a los participantes en el Simposio Sacrosanctum Concilium. Gratitud y compromiso por un gran movimiento eclesial, 18.II.2014.
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