El joven siente una llamada profunda a la plenitud en los impulsos de su corazón, y aun en los de la carne, que hay que acompañar y educar
¿Quién es capaz de tomarse en serio a los jóvenes? ¿Quién les ayuda a prepararse en serio para un amor grande y generoso? Se toma demasiado a la ligera la educación sexual[1].
El pobre planteamiento que nuestra cultura actual hace de la sexualidad no contribuye en nada al cumplimiento del anhelo de plenitud y felicidad que caracteriza el corazón de los jóvenes. El joven advierte de modo natural que el cuerpo y la sexualidad son elementos centrales en su vida y en su realización personal, pero, de hecho, muchos de ellos no llegan a realizar nada de esa grandeza personal. Por el contrario, sexo y cuerpo son muchas veces realidades problemáticas que acaban siendo marginadas a una posición secundaria y no significativa. El Papa Francisco está denunciando este hecho cultural verdaderamente preocupante[2], señalando cómo esta banalización de la sexualidad es signo de que, pese a tanta retórica juvenil, no se está tomando en serio a los jóvenes y sus auténticas necesidades.
Solo una auténtica educación sexual afronta este reto con seriedad. Las respuestas hedonistas o utilitaristas del marketing oficial no pasan de ser pobres compensaciones de necesidades auténticas no cumplidas ni consideradas, de anhelos insatisfechos que no desaparecen, pese a todo, y dejan un triste poso de frustración[3]. El joven siente una llamada profunda a la plenitud en los impulsos de su corazón, y aun en los de la carne, que hay que acompañar y educar[4].
A partir de aquí se puede derivar que “tomarse también en serio” una pastoral juvenil, una atención real a la inquietud profunda de nuestros jóvenes, es atender la búsqueda del corazón del joven que quiere amar con su cuerpo y expresar corporalmente la verdad de su vida[5].
La virtud de la castidad como respuesta excelente a la inquietud corporal del hombre está formulada tan solo en una ocasión en la Exhortación postsinodal “Amoris laetitia” del papa Francisco. Se encuentra en el capítulo pastoral que trata de la preparación para el matrimonio, y que pide la castidad como “condición preciosa para el crecimiento genuino del amor interpersonal” (n. 206).
La castidad, pues, se presenta en la Exhortación en ese horizonte de profundidad y verdad que hace de la sexualidad un símbolo integral de la persona y una de sus formas de expresión más notables pero peor tratadas en la cultura actual.
Amor, virtud y castidad. Este es el orden en que únicamente puede entenderse la exigencia de la castidad. La virtud de la castidad es la configuración excelente del amor sexual, que, como veremos, queda integrado en el amor personal. El “castigo” al que se refiere la etimología del término “castus”[6] es, en realidad, una autoexigencia del amor verdadero. La castidad se aleja de presentarse como una imposición normativa y se comprende como una auto-ordenación del mismo amor que se experimenta. El amor interpersonal que crece genuinamente se convierte en un amor casto, que se modera y ordena como la mejor forma de la donación total y fecunda.
La categoría de “crecimiento”, declinada de diversas maneras y en distintos momentos en el documento papal es, en este sentido, una auténtica clave de comprensión de toda la Exhortación apostólica[7]. La experiencia fundamental del amor humano debe desarrollarse y crecer. El amor verdadero crece (en la forma de la comunión interpersonal) hasta lograr la plenitud de la persona en todas sus dimensiones (corporal, afectiva, personal y trascendente). El Papa resalta de muchas maneras que este amor personal, que se realiza de modo específico en el matrimonio, es un proceso vivo y dinámico. Por eso el “camino del amor” no puede reducirse a una presentación abstracta de un ideal teórico a priori, que no tiene que ver con la experiencia personal singular o con el testimonio concreto de tantas historias personales como nos relata la Escritura. El amor tampoco es “una doctrina” sobre este que se debe repetir y proponer formalmente, pero que no toca el núcleo espiritual y dinámico de gracia que aporta este don comunicativo del amor personal (n. 134). La Exhortación quiere alcanzar el corazón de la vivencia personal de cada individuo, atendiendo esta experiencia del amor humano como un acontecimiento original que se debe reconocer y acompañar. En este mismo sentido, los términos “camino” y “acompañar”, también claves en la Exhortación, indican este proceso de maduración y de crecimiento que señalamos[8].
Se entiende de este modo que la Exhortación anime continuamente a “motivar y fundamentar” las opciones más personales del sujeto, a fin de enraizar del modo más profundo la experiencia original del evento amoroso. El número 35 de la Exhortación, a este respecto, se presenta como un párrafo especialmente sintético de la intención general de la Exhortación:
Los cristianos no podemos renunciar a proponer el matrimonio con el fin de no contradecir la sensibilidad actual, para estar a la moda, o por sentimientos de inferioridad frente al descalabro moral y humano. Estaríamos privando al mundo de los valores que podemos y debemos aportar. Es verdad que no tiene sentido quedarnos en una denuncia retórica de los males actuales, como si con eso pudiéramos cambiar algo. Tampoco sirve pretender imponer normas por la fuerza de la autoridad. Nos cabe un esfuerzo más responsable y generoso, que consiste en presentar las razones y las motivaciones para optar por el matrimonio y la familia, de manera que las personas estén mejor dispuestas a responder a la gracia que Dios les ofrece.
Este número recoge, en efecto, la clave magisterial del Papa Francisco de la prioridad y centralidad del anuncio del Evangelio[9], del que forma parte el anuncio del “Evangelio de la familia”. Esta parte del evangelio debe presentarse como una propuesta positiva, directa y dinámica, que apunta al corazón de la motivación personal, y que no es para nada una proposición meramente teórica o exterior a la persona.
Como es ya habitual en su estilo magisterial, el Papa Francisco previene, primero, de las posibles reducciones que pueden darse de este anuncio radical del amor en el matrimonio y en la familia. El Evangelio de la familia que debe ser anunciado no es fundamentalmente una denuncia cultural o social[10]. Tampoco se basa en la presentación genérica de sus implicaciones normativas y jurídicas[11]. El Papa pretende una auténtica interiorización de la propuesta evangélica, que llegue a las disposiciones personales, donde se realiza el intercambio del don divino y de la acogida humana, y donde el hombre puede crecer en receptividad y capacidad de acogida de la gracia inicial de Dios.
Si se descubre, se reconoce, se valora y se promueve la potencia existencial del acontecimiento del amor humano y divino, queda entonces encuadrada toda la amplitud de la experiencia amorosa, y se alumbra la posibilidad de un crecimiento bien fundado y de una esperanza firme para la persona[12]. No hay que decir que nos hemos introducido en el ámbito de las virtudes, de los principios de la acción perfecta y del desarrollo del amor verdadero.
Antes de estudiar el concepto de virtud en la Exhortación, que nos marca el paso a la única afirmación explícita del documento sobre la castidad, conviene insistir en esta visión unitaria e integradora que la Exhortación ofrece de la experiencia del amor personal.
Los capítulos centrales del documento postsinodal (caps. 4 y 5) ofrecen una lectura rica y completa del fenómeno del amor personal. Tras realizar una exégesis de carácter más bien existencial del himno de la caridad de los Corintios, centrada en sus aspectos prácticos-vivenciales más que en su contenido dogmático, pasa a considerar el aspecto teológico de la esencia del matrimonio cristiano, el amor o caridad conyugal. El Santo Padre realiza una preciosa descripción del amor conyugal (nn. 120-142). Las distintas dimensiones de este “amor fuerte, derramado por el Espíritu Santo” (unidad, totalidad, fecundidad…), que “tiene cierto principado de nobleza” en la analogía del amor, se unifican como “amor pleno” y lo constituye en imagen del amor mismo de Dios.
Se pueden distinguir, por tanto, en la Exhortación, los diversos niveles corporales y espirituales del fenómeno del amor, a los que el documento se va refiriendo oportunamente, aunque sin referencia sistemática directa. Esta estructura del amor ya se ha estudiado con profundidad en otros documentos magisteriales a los que se refiere la Exhortación y en diversas propuestas teológicas que centran su atención en la cuestión del amor[13]. Las fuentes principales, por eso, son el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, principalmente), las catequesis del amor humano del Papa Juan Pablo II para referirse al amor como pasión, o nivel físico del amor, la encíclica de Benedicto XVI Deus caritas est en referencia a esta unidad del amor verdadero como eros y como ágape, y el nuevo ciclo de catequesis del Papa Francisco sobre la familia. Las fuentes teológicas, en concreto, se basan de modo destacado en Santo Tomás, al que cita profusamente.
2.1. Las cuatro dimensiones del amor humano: física, afectiva, personal y religiosa
Amoris laetitia trata, desde luego, de la primera dimensión física y pasional del amor. Esta es central para nuestro concreto tema de la castidad. “Arraigada en las inclinaciones espontáneas de la persona humana” (n. 123), el amor matrimonial es, primero, una pasión (n. 125), fruto de un impacto inicial, “caracterizado por una atracción marcadamente sensible” (n. 220), que pone de manifiesto la evidente dimensión erótica de este amor (nn. 147-152).
La definición más precisa, sin embargo, del amor que se vive en el matrimonio es la definición tomista de la “unión afectiva” (n. 120), con la referencia al amor como fuerza unitiva (vis unitiva) del Pseudodionisio. De este modo, “el verdadero amor entre hombre y mujer incluye e integra la dimensión sexual y la afectividad” (n. 67, en referencia a los textos de GS 47-52), y “recoge en sí la ternura de la amistad y la pasión erótica” (n. 120). La exhortación dedica unos números específicos al “mundo de las emociones” (nn. 143-147), donde engloba los fenómenos afectivos en el clásico lema de las “pasiones”, que “se producen cuando “otro” se hace presente y se manifiesta en la propia vida” (n. 143) y están orientadas “a una unión cada vez más firme e intensa” (n. 125)[14].
La dimensión personal-espiritual del desarrollo dinámico de la experiencia del amor se verifica en la referencia tomista al matrimonio como “máxima amistad” (n. 123), con sus rasgos y desarrollo propios, mostrando que “en la naturaleza misma del amor conyugal está la apertura a lo definitivo”, hasta adquirir un “carácter totalizante que solo se da en la unión conyugal” (n. 125). Este nivel del amor, “asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida” (Id., con esta cita de GS 49)[15].
El n. 127 culmina el proceso del amor de amistad conyugal en el reconocimiento y contemplación del valor sagrado de la persona, alcanzando la dimensión verdaderamente trascendente del amor: «El amor al otro implica ese gusto de contemplar y valorar lo bello y sagrado de su ser personal, que existe más allá de mis necesidades», de cuyo valor y grandeza propias, esa “bondad en sí” y esa trascendencia con que se reconoce al otro, depende la gratuidad de mi donación[16].
2.2. El camino del crecimiento en el amor
Desde esta “unidad distinguida” de dimensiones, insertada en el contexto particular de la historia y el lugar propios de cada experiencia personal, se entiende la posibilidad y llamada al crecimiento en el amor verdadero que fijábamos al inicio. Pues bien, de toda esta creativa ordenación de potencialidades y procesos, en el discurrir concreto de cada una de las vidas personales, se encarga el concepto de virtud. La exhortación Amoris laetitia alude como pocos otros documentos a la importancia y papel de las virtudes de modo tan explícito y visible.
La alusión más sistemática de la Exhortación al tema de la virtud se produce en el capítulo dedicado a la educación de los hijos. Esta educación se centra principalmente en la formación moral de los hijos como generación de procesos de maduración de su identidad y su libertad. Este proceso de crecimiento integral se realiza a partir de la experiencia configuradora del amor de sus padres como base afectiva esencial sobre la que se asentará cualquier valor ético o cualquier principio normativo posterior. En efecto, la vida familiar ordinaria (y sus bienes prácticos) se presenta como el contexto educativo idóneo y también como el objetivo práctico a alcanzar: “despertar el sentimiento del mundo y de la sociedad como hogar” (n. 276).
El documento intenta integrar la multitud de elementos prácticos que pueden darse en el proceso educativo en una propuesta bastante clásica de estos principios educativos[17]. Se propone un método educativo activo, dialógico y consciente de la necesidad permanente de una integración de los principios cognitivos y afectivos. El “proceso” pedagógico que se presenta avanza desde los “valores” teóricos descubiertos hacia su arraigo como “convicciones” afectivamente asentadas hasta que acaben convirtiéndose en auténticos principios interiores del bien o “virtudes”[18]. Entonces propone la definición de virtud más sintética: “La virtud es una convicción que se ha transformado en un principio interno y estable del obrar” (n. 267).
3.1. Educación moral como educación al amor
La propuesta educativa desde la que se trata la virtud puede quedar mucho más articulada si la incluimos en el contexto de la llamada al crecimiento integral que hemos señalado en los capítulos específicos sobre el amor conyugal[19]. En el proceso dinámico de crecimiento del amor personal, recogiendo todos los elementos y estadios de la dinámica amorosa, pueden quedar integradas todas las propuestas educativas de educación al amor y a la afectividad-sexualidad, que brotan connaturalmente de la misma experiencia del amor esponsal, parental y familiar.
En efecto, en el apartado titulado “Un amor apasionado” (del capítulo IV sobre el amor en el matrimonio) se introduce el tema de las pasiones (entre las que está la erótica) y se afirma su sentido personal final: “La vida emotiva de sus miembros se transforma en una sensibilidad que no domina ni oscurece las grandes opciones y los valores” (n. 146). Es decir, las pasiones (“deseos, sentimientos, emociones, eso que los clásicos llamaban pasiones” (n. 143)) pueden recorrer el precioso camino gradual de “un proyecto de autodonación y plena realización de sí mismo” (n. 148), entretejiendo los diversos momentos de la verdad del amor, que muchas veces exigirán que el placer “encuentre otras formas de expresión (…), de acuerdo con las necesidades del amor mutuo” (n. 149). La vida emotiva (emociones, deseos) se transforma en una “sensibilidad” ordenada, en virtudes.
Se llega, pues, a la necesidad de la integración del amor sexual, que “está llamado a la plena y madura espontaneidad de las relaciones” (n. 151). El amor que se hace virtud integra los diversos niveles corporales y afectivos en la verdad personal y trascendente de la persona[20]. El placer carnal encuentra su sentido comunicativo último, y no se entiende correctamente como un “mero recurso para gratificar o entretener” (Ibid.). No es ese el sentido del verdadero erotismo.
Con el recurso a las catequesis sobre el amor humano de Juan Pablo II, se define entonces la sexualidad como un “lenguaje interpersonal donde el otro es tomado en serio, con su sagrado e inviolable valor” (Ibid.). El amor personal confiere al cuerpo y a sus manifestaciones sexuales el verdadero marco de comprensión y de realización[21]. En la integración de sexualidad y de amor personal se llega a una nueva forma de espontaneidad corporal, que es reflejo de la presencia de una auténtica virtud del amor (cfr. n. 151; n. 164)[22]. Esta permite expresar el verdadero sentido esponsal del cuerpo y su lenguaje propio, asegurando la comunicación del don personal en la comunicación de los gestos sexuales corporales adecuados a la comunión integral con la persona, en las condiciones adecuadas de la verdadera entrega personal (el sacramento del matrimonio). El don personal se hace entonces don sexual, pudiendo hablar de un sano (verdadero) erotismo que unifica la búsqueda del placer y la admiración por el amado[23].
La recíproca y libre pertenencia carnal de los esposos puede, sin embargo, convertirse en un dominio insaciable que pretenda “borrar las diferencias y la distancia insalvable que hay entre los dos”. Los nn. 153-157 tratan de modo realista y positivo del don precioso, y a la vez frágil, de la entrega conyugal, que acaba derivando, de modo natural, en la acogida amorosa del don de los hijos como culminación de su propio don personal (cfr. todo el capítulo V, sobre el “amor que se vuelve fecundo”).
4.1. Sí a la educación sexual
Acabamos con la llamada de Amoris laetitia que recibíamos al inicio de este ensayo al compromiso de toda la comunidad cristiana con una auténtica educación sexual en la familia y en la Iglesia. Esta deberá cooperar “en el camino de autoconocimiento y en el desarrollo de una capacidad de autodominio” de la persona (n. 280), posibilitando el “paciente aprendizaje que permite interpretar y educar los propios deseos para entregarse de verdad” (n. 284). Porque la entrega total en la “una caro” es la meta de este proceso de capacitación al amor verdadero.
Se entiende así la llamada de la Exhortación a “recordar la importancia de las virtudes. Entre estas, la castidad resulta condición preciosa para el crecimiento genuino del amor interpersonal” (n. 206). Condición preciosa, y aun necesaria, podríamos decir, para llevar adelante esta vocación creatural y recibir el fruto de una gracia que nos une con Cristo en el amor humano.
Daniel Granada
[Artículo publicado en ‘Cuadernos de pensamiento’, 29 (2016) 71-93]
[1] Francisco, Carta Apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 284 (en adelante, AL).
[2] Cfr. AL 41: «Son muchos los que se están quedando en los primeros estadios de la vida emocional y sexual».
[3] Cfr. AL 283: «Es irresponsable toda invitación a los adolescentes a que jueguen con sus cuerpos y deseos, como si tuvieran la madurez, los valores, el compromiso mutuo y los objetivos propios del matrimonio. De ese modo se les alienta alegremente a utilizar a otra persona como objeto de búsquedas compensatorias de carencias o de grandes límites».
[4] Cfr. para la relación entre placer y felicidad, y para el significado trascendente del deseo sexual el interesante estudio de J. Noriega, No sólo de sexo… Hambre, libido y felicidad: las formas del deseo, Monte Carmelo, Burgos 2012, 73-93.
[5] Esta inquietud personal se puede experimentar perfectamente en la forma de la originaria “vocación al amor” de la que hablaba el Papa Juan Pablo II, y que se desarrolla en la vocación también universal a la santidad y a la llamada específica de Dios a una vocación concreta en el amor. Desde esta clave (la “con-vocación” de los esposos en Cristo) lo estudia: L. Melina, “La castidad conyugal. Virtud del amor verdadero”, en Teología y Catequesis 82 (2002) 63-75.
[6] Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 151, a. 1, co.: «Nomen castitatis sumitur ex hoc quod per rationem concupiscentia castigatur» («el nombre de castidad proviene de que por la razón se castiga la concupiscencia»). Adviértase cómo lo que se castiga es la dispersión del deseo en que consiste la concupiscencia o “mal deseo”. Cfr. también, O. Gotia, L’amore e il suo fascino. Bellezza e castità nella prospettiva di San Tommaso d’Aquino, Cantagalli, Siena 2011, Noriega, No sólo de sexo…, cit., 175-180.
[7] Las referencias directas de los lemas “crecer”, “crecimiento”, “camino de crecimiento”, etc., aparecen en un número significativo de ocasiones (hemos contabilizado hasta 12 recurrencias directas sobre el crecimiento del amor/caridad o crecer en el amor).
[8] Esta es la clave que propone el sugerente comentario de N. Álvarez de las Asturias, “El camino de las familias: claves de lectura de Amoris Laetitia”, en Palabra (mayo 2016) 8-12.
[9] Que se recoge en la Exhortación de modo especialmente expresivo y central en todo el núm. 58, y que remite al núcleo del tema del “anuncio” que caracteriza la Encíclica “Evangelii gaudium”. A este respecto, cfr. J.J. Pérez-Soba – J.J.D. de la Torre, Primato del Vangelo e luogo della morale: gerarchia e unità nella proposta cristiana, Cantagalli, Siena 2015.
[10] Sin embargo, AL, 201 acoge también la llamada del Sínodo a denunciar los condicionamientos culturales, sociales, políticos y económicos que están determinando el normal desarrollo de la familia en todas sus dimensiones. Lo que el Papa sugiere es que no nos contentemos con señalar el diagnóstico sociológico negativo sin llegar al anuncio del valor fontal de la familia y a su realidad antropológica positiva.
[11] AL, 304 se refiere en particular a las “normas y el discernimiento”, insistiendo en una cuestión verdaderamente querida por el Papa Francisco: no podemos conformarnos con una aplicación de la norma general, no podemos resolver la particularidad de los problemas vitales de las familias con el recurso genérico a la norma moral o canónica. Francisco abre el paso con mucha rotundidad al modelo pastoral del discernimiento personal, a la valoración prudencial de las situaciones, a la atención singular de las circunstancias y de los contextos personales particulares. Encontrar el punto de equilibrio entre el valor racional de la norma y su lectura discrecional y prudencial es un propósito evidente e intencionado del Santo Padre.
[12] Cfr. AL, 134: «Solo podemos crecer respondiendo a la gracia divina con más actos de amor, con actos de cariño más frecuentes, más intensos, más generosos, más tiernos, más alegres». Estos actos son los que posibilita la virtud de la castidad.
[13] De modo general, pueden citarse a K. Wojtyla, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 20092; C.S. Lewis, Los cuatro amores, Rialp, Madrid 201414; J.J. Pérez-Soba, El amor: introducción a un misterio, BAC, Madrid 2011; J. Noriega, El destino del Eros. Perspectivas de moral sexual, Palabra 2005. Cfr. AL, 164, citando a Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est (25 de diembre de 2005), n. 8: (El amor) «es una única realidad, si bien con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar más».
[14] Cfr. también AL, 220: (Del impacto inicial) «se pasa a la necesidad del otro percibido como parte de la propia vida. De allí se pasa al gusto de la pertenencia mutua, luego a la comprensión de la vida entera como un proyecto de los dos, a la capacidad de poner la felicidad del otro por encima de las propias necesidades, y al gozo de ver el propio matrimonio como un bien para la sociedad».
[15] Cfr. igualmente: AL, 163, para referirse al “proyecto común estable” que configura el amor personal y su llamada intrínseca al compromiso, y que “supera toda emoción, sentimiento o estado de ánimo, aunque pueda incluirlos” (n. 164, en el parágrafo titulado: “La transformación del amor” (nn. 163-164)); AL, 124, con la preciosa cita de Francisco, Carta encíclica Lumen fidei (29 de junio de 2013), 52: «Prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos».
[16] Cfr. otras citas sobre la belleza y valor sagrado de la caridad conyugal: AL, 129, donde se destaca el carácter contemplativo del amor, o la complacencia del amante en el bien del amado, aunque sin cita directa a la famosa definición tomista del amor personal de: Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, l. I, c. 91 (n. 756): «Hoc est enim proprie de ratione amoris, quod amans bonum amati velit» («Esta es propiamente la razón del amor, que el amante quiere el bien del amado»). Igualmente: AL, 134 (sobre el crecimiento del amor desde la caridad).
[17] Se incluyen cuestiones tan clásicas como el valor de los hábitos (por la repetición de actos, aunque insistiendo mucho en la motivación de estos), del esfuerzo, de la corrección y la sanción, aunque también se atiende a los condicionamientos subjetivos como las carencias afectivas de base, la fragilidad personal y las circunstancias desfavorables (cfr. AL, 272).
[18] Para ello se proponen todos los medios prácticos posibles: «propuestas, motivaciones, aplicaciones prácticas, estímulos, premios, ejemplos, modelos, símbolos, reflexiones, exhortaciones, revisiones del modo de actuar y diálogos» (AL, 267).
[19] Es la convicción de que la virtud depende de alguna manera del amor y se integra a partir de su dinámica de desarrollo. Al respecto, cfr. D. Granada, El alma de toda virtud. “Virtus dependet aliqualiter ab amore”: Una relectura de la relación amor y virtud en Santo Tomás, Cantagalli, Siena 2016.
[20] Cfr. Melina, La castidad conyugal…, cit., 67: «Mientras en los niveles instintual y psíquico inferior el otro se me presentaba como valor sólo en cuanto lo refería al apagamiento de mi deseo subjetivo (deseo de placer sexual o deseo de compañía), a nivel de amor espiritual es el contrario: el otro es un valor en sí, que pide el obsequio de mi libertad».
[21] Cfr. Noriega, El destino del Eros…, cit., 170: «En esta reordenación no se trata de imponer un orden extrínseco, ajeno al dinamismo de los deseos, sino de configurar la verdad que se ha descubierto en ellos, buscando una adecuada unidad y armonía entre ellos. (…) Para ello se deberá plasmar la capacidad de reacción sexual y afectiva interviniendo sobre las potencias cognoscitivas que implican: sensibilidad, imaginación y memoria, de tal manera que la atención que se preste esté en relación con la promesa de comunión».
[22] Cfr. AL 152: «Siendo una pasión sublimada por un amor que admira la dignidad del otro, (la dimensión erótica del amor) llega a ser una “plena y limpísima afirmación amorosa”», que confiesa el alcance del éxito de la vida (citas de J. Pieper, Sobre el amor, Rialp, Madrid 1972).
[23] Y que incluye también la purificación del eros en su unidad con el amor oblativo, cfr. DCE, en las formas de la ascesis, la continencia, la renuncia, del llamado “silencio” de los gestos sexuales. Cfr. Melina, La castidad conyugal…, cit., 70: «La continencia es el camino de la castidad. El silencio de los gestos instintivos ligados a la genitalidad contribuye al aprendizaje del lenguaje más profundo del don de sí y a la acogida del otro».
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