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Tomás de Aquino enseña a pensar y además enseña a vivir, a vivir de frente a Dios y de frente a nuestros contemporáneos. Por eso es de una extraordinaria actualidad
[Texto oral][1]
Hace cosa de diez o doce años, un día apareció de improviso en mi despacho en la Universidad el filósofo dominico P. Mauricio Beuchot para saludarme. No recuerdo qué era lo que le traía a Navarra, pero sí recuerdo muy bien lo que me dijo después de un gozoso y fraternal abrazo. "Pienso —fueron más o menos sus palabras— que si santo Tomás viviera hoy se dedicaría a esos temas a los que te dedicas tú con tanto empeño: pragmatismo, metodología, filosofía de la ciencia, Hilary Putnam, el lenguaje...". Aquellas palabras fueron para mí un fogonazo deslumbrante y a la vez muy consolador, pues el prestigioso dominico se hacía eco —seguramente sin saberlo— de una enseñanza que aprendí de San Josemaría Escrivá, el fundador del Opus Dei, de cultivar la filosofía del mismo modo que Santo Tomás la cultivaría si viviese hoy.
Probablemente, ese es el origen remoto de que me encuentre hoy aquí gracias a la benévola invitación del Excmo. Sr Arzobispo de Chihuahua y al apoyo de las autoridades del Seminario Arquidiocesano y de la Universidad Autónoma de Chihuahua. El origen próximo fue de nuevo el propio Mauricio Beuchot quien sugirió al Mtro. Heriberto Ramírez que me invitara a dar un curso doctoral en la Universidad Autónoma de Chihuahua el pasado mes de abril. Quedé realmente encantado de mi visita, de la cordialidad de la gente de Chihuahua y de las ganas de aprender de sus estudiantes. Por eso acepté de inmediato la invitación del Seminario para dar esta conferencia en la Semana Tomista, que me formularon hace unos meses. No soy tomista, ni un estudioso de Santo Tomás, pero sí me considero un "amigo de Tomás"; alguien que de una manera u otra está en permanente coloquio con el pensamiento y la persona de Tomás de Aquino, porque trato siempre de aprender de él ese difícil oficio de sabio, tal como titula su maravilloso libro mi buen amigo Rafael Tomás Caldera a quien tanto deben mis palabras[2].
Fieles a la tradición socrática, los filósofos aprovechamos siempre ocasiones como ésta para "hablar en serio", de forma que mis palabras les inviten a ustedes a pensar con radicalidad aquí y ahora sobre su propia vida intelectual y también, por supuesto, para estimularles a adentrarse con valentía a lo largo de sus años de estudios teológicos en la inmensa obra del Aquinate.
Con esta finalidad, voy a organizar mi exposición en tres secciones: 1) primeramente querría apuntar algo muy general sobre el sentido de la vida de Tomás de Aquino; 2) en segundo lugar, me gustaría denunciar el peligro del escolasticismo que ha acechado tantas veces —al menos tal como veo yo las cosas— a las enseñanzas de Tomás; finalmente, 3) querría decir muy claro que —con santo Tomás— no sólo debemos escuchar a la tradición, sino que sobre todo hemos de aspirar a reflexionar sobre nuestra experiencia hasta articular unitariamente pensamiento y corazón en una vida genuinamente intelectual.
1. El sentido de una vida
Una de las mejores biografías de Santo Tomás de Aquino es la que escribió James A. Weisheipl hace casi cuarenta años. Ya desde sus primeras páginas el autor se lamentaba de una desafortunada dicotomía —provocada quizá por el auge del neotomismo[3]— entre los historiadores estudiosos de santo Tomás y los "tomistas especulativos" y achacaba a esa división el declive del tomismo contemporáneo. "A menos que las enseñanzas del Aquinate se vean en su verdadera dimensión histórica, existe el peligro no sólo de malinterpretar su doctrina, sino de hacer a santo Tomás irrelevante para nuestra época", escribía este autor al formular el propósito de su libro[4]. En la biografía preparada veinte años después por Jean-Pierre Torrell "se desarrolla además con acierto la dimensión espiritual de la vida de Aquino como un religioso dominico dedicado a entregar a otros lo que él había experimentado en su contemplación, tanto mística como espiritual, enraizada en la fe"[5].
De la primera biografía quiero resaltar —por lo mucho que me impactó cuando en su día la leí— la tesis que defiende Weisheipl de que en su segunda estancia en París (1268-1272), "Tomás fue inducido a mitigar el excesivo intelectualismo que había desplegado anteriormente"[6], quizá por una experiencia mística o por haber advertido con más radicalidad el carácter apostólico de toda su obra: esto le llevó a colocar la voluntad, el amor, por encima del intelecto, del intelectualismo o del racionalismo, podría quizá decirse mejor. De hecho, la segunda parte de su Summa Theologiae "es sumamente original en su estudio de la vida moral del hombre, reconociendo su complejidad y la primacía del amor en todas las acciones humanas"[7].
A nadie se le oculta que algo parecido puede quizá decirse de Benedicto XVI. El eje central de sus enseñanzas —su ariete intelectual en el panorama a veces desolador de la cultura actual— se encuentra —me parece a mí— en su reiterada afirmación de que es preciso ensanchar la razón humana moderna para que en ella quepan el corazón, los sentimientos, la belleza y la bondad, "las fuerzas salvadoras de la fe, el discernimiento entre el bien y el mal"[8]; para que en la razón puedan encontrar cabida aquellos elementos más humanos que fueron desechados por el materialismo científico ilustrado de los dos últimos siglos. Este es también el núcleo del famoso discurso de Ratisbona:
Este intento de crítica de la razón moderna desde su interior, expuesto sólo a grandes rasgos, no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al período anterior a la Ilustración, rechazando de plano las convicciones de la época moderna. [...] La intención no es retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso. [...] Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir su horizonte en toda su amplitud[9].
Pero volvamos ahora al siglo XIII. Me parece que todos recuerdan la historia. El 6 de diciembre de 1273, después de celebrar la misa en la festividad de San Nicolás, Tomás se sintió súbitamente conmovido y a partir de entonces ya no escribió ni dictó nada más. "Ya no puedo. Todo lo que he escrito me parece paja después de lo que he visto", explicó Tomás a su secretario Reginaldo cuando éste le urgía a seguir escribiendo. Fallecería tres meses después, el 7 de marzo, agotado del todo cuando contaba sólo con 48 años[10]. Sería declarado santo en 1323, apenas 50 años después. Sus restos fueron llevados solemnemente a la Catedral de Toulouse un 28 de enero y por eso se celebra en este día su fiesta. Su cuerpo reposa en el Convento de los Jacobinos en esa misma ciudad.
Un punto me gusta destacar particularmente de la vida de santo Tomás y es que concebía su reflexión como una forma de vida, como una actividad que impregnaba y dotaba de sentido a toda su existencia, como un esfuerzo personal de penetración y de exposición, marcado en toda su hondura por una clarísima finalidad apostólica. Tomás tenía un excelente conocimiento de los datos de la ciencia de la época, conocía siempre la "bibliografía" más reciente e incluso cultivó en ocasiones la belleza literaria en la expresión. Podemos decir con rotundidad que santo Tomás fue un verdadero sabio, que había aprendido muy bien su oficio —que es siempre "un servicio y un deber"— y que como buen sabio deseaba transmitirlo fielmente a otros: "es intrínseco a la tarea del sabio comunicar lo contemplado: contemplata aliis tradere (II-II, 186, 6, in c)"[11].
De su oficio y de su personal modo de desempeñarlo podemos nosotros aprender muchísimo todavía hoy. Quizá todos recuerden sus consejos al joven deseoso en adquirir el tesoro de la ciencia. De entre esos consejos me gustaría destacar aquí el primero que invita a andarse con rodeos para llegar a la verdad, que lleva a dar vueltas a las cosas, sin dejarse arrastrar por improvisaciones o por la precipitación: “Que elijas adentrarte por los ríos y no el meterte de frente en el mar, porque conviene llegar a lo más difícil a través de lo más fácil”[12]. Me gustaría recordar además otra actitud suya, extraordinariamente atractiva, que es para mí la marca distintiva del sabio y que complementa muy bien ese primer consejo. Lo haré de nuevo con palabras de Weisheipl: Tomás “nunca se conformó con una simple repetición de un punto de vista expresado anteriormente, incluso cuando respondía a las consultas epistolares que buscaban su experta opinión sobre distintos problemas; siempre repensaba la cuestión. Quizás éste fue el secreto de su originalidad y frescor: plantear siempre nuevamente todo problema, y presentar nuevas y más precisas soluciones a antiguas dificultades”[13].
Dar vueltas a las cosas despacio, sin prisas; repensar siempre de nuevo las cuestiones planteadas, aun las ya previamente conocidas. Estas dos cualidades se completan con una tercera que es la de escuchar a los demás y aprender de ellos: en terminología actual, lo llamaríamos la capacidad de "trabajar en equipo" también en el ámbito intelectual. El sabio no es un investigador solitario, sino que vive en permanente diálogo con los demás, con sus contemporáneos, pero también con los que le han precedido e incluso con los que vendrán después. El sabio está persuadido de que siempre se puede pensar más, de que siempre se puede pensar mejor; de que si uno no puede ya más, le queda al menos la esperanza de que otros vendrán detrás que lo harán mejor.
Desde hace años, he prestado mucha atención al filósofo y científico norteamericano Charles S. Peirce (1839-1914) —profundo admirador de Tomás de Aquino y de la Escolástica[14]— y éste es uno de los rasgos más atractivos también de su pensamiento. "No llamo ciencia a los estudios solitarios de un hombre aislado —escribe Peirce en 1905 y hemos adoptado esta frase como lema de nuestro Grupo de investigación—. Sólo cuando un grupo de hombres, más o menos en intercomunicación, se ayudan y estimulan unos a otros al comprender un conjunto particular de estudios como ningún extraño podría comprenderlos, [sólo entonces] llamo a su vida ciencia"[15]. La ciencia, la sabiduría, no es una 'cosa', unos libros, una enciclopedia; es originalmente una forma de vida, porque nace y crece en la vida de aquellos que —como Tomás o Peirce— se toman en serio la capacidad de la razón proseguida comunitariamente para adentrarse en la dilucidación de lo real, para buscar y encontrar la verdad.
2. El peligro del escolasticismo
Con lo que acabo de decir estará claro para todos que no hay nada que me parezca más opuesto al espíritu de Tomás de Aquino que la repetición rutinaria de sus textos o de sus soluciones a problemas que a menudo ni siquiera se han llegado a comprender en sus verdaderos términos o que incluso no se sienten realmente como problemas. Esta es la clave de la genuina reflexión filosófica o teológica. Y esta clave se pierde cuando la filosofía o la teología se convierten en una escolástica en el peor sentido del término, esto es, cuando se convierte en algo que se enseña, pero no en algo que se vive; cuando aquello que se enseña en las clases es incapaz de conferir sentido a las vidas de quienes las imparten y de quienes las escuchan (tal como acontece hoy en día —dicho sea de paso— en buena parte de la filosofía académica angloamericana actual).
Lo importante de la filosofía o de la teología son los problemas, comprender su hondura, su complejidad, las diversas maneras de abordarlos. Entender a fondo un problema es más importante incluso que su misma solución, pues nuestras soluciones son humanas, esto es, son siempre falibles, corregibles y mejorables. De hecho, en la mayor parte de los campos, vendrán otros detrás que afortunadamente lo harán mejor que nosotros, pues tendrán más datos y más recursos para encontrar una solución mejor que la nuestra. Los filósofos en la tradición de Tomás defendemos —ha escrito Caldera— "una modesta inquisitio veritatis (I Contra Gentiles, 5), que no retrocede ante los mayores interrogantes pero no reduce a discurso el misterio de lo real"[16]. Una búsqueda modesta de la verdad, persuadidos de que somos enanos, pero convencidos también de que, encaramados a hombros de los gigantes que nos han precedido, podremos llegar a ver más lejos que ellos.
No tenemos —ni Santo Tomás ni yo— un método universal solucionador de problemas ni un repertorio de soluciones para todos los problemas. Por una parte, hay algunos problemas radicalmente novedosos como los que plantean los más avanzados desarrollos de la tecnología o de las investigaciones médicas; por otra, hay muchas cuestiones y muy importantes que —apelando a la famosa distinción de Gabriel Marcel— más que problemas se trata verdaderamente de misterios, que realmente no podemos ni solucionar, ni siquiera a veces llegar a comprender plenamente. Pensemos, por ejemplo, en el problema del mal o de la violencia que a tantos afecta muy dolorosamente, también en estas tierras. Los filósofos y los teólogos más que los "solucionadores", somos los custodios, los pastores de los problemas del espíritu; somos, en expresión de Husserl, los "funcionarios de la humanidad", intentamos impedir que la humanidad abdique de su humana condición, de su razón, por mor de una supuesta eficiencia o víctima de la superficialidad. Esos problemas —tantas veces insolubles— son los enigmas del espíritu que nos hacen plenamente personas.
Ya a principios del siglo XX el Cardenal Mercier (1851-1926) —gran valedor del neotomismo en la Universidad de Lovaina— había advertido con notable claridad hasta cuatro efectos perniciosos del "abuso del método escolástico". De un modo del todo opuesto a lo que hizo efectivamente Tomás de Aquino, este método —afirmaba Mercier— puede llevar, en primer lugar, a menospreciar "la iniciativa personal en el descubrimiento de la verdad", "el contacto con los hechos", "la percepción inmediata de la realidad" y "la historia de los progresos del pensamiento científico"; en segundo lugar, conduce a pasar por alto el carácter probable y provisional que tienen la mayor parte de los conocimientos humanos; en tercer lugar, la atención exclusiva a lo verdadero, a lo intelectual, va en detrimento de la sensibilidad y de la voluntad (del "corazón", puede decirse también); y en cuarto lugar, Mercier llamaba la atención hacia el riesgo de un desaprecio por la forma literaria de expresión[17].
Los manuales al uso —que no dudo de que sean necesarios o muy convenientes en la enseñanza, al menos en el Seminario— no facilitan nada este carácter vivo, vital, de la reflexión filosófica y tienden a presentar la historia de la filosofía más bien como un museo paleontológico, como una colección de fósiles, y no —en expresión de Robert Spaemann— como una conversación prolongada a lo largo de los siglos sobre las cuestiones últimas. De entre los estudiosos de Santo Tomás de la primera mitad del siglo XX tengo un particular aprecio por Etienne Gilson (1884-1978), profesor en Francia y en Harvard por muchos años, donde dictó en 1936 sus famosas —y fascinantes— William James Lectures bajo el título de La unidad de la experiencia filosófica, cuya detenida lectura recomiendo vivamente a todos. En ellas explicaba con brillantez, entre otras muchas cosas, cómo la historia de la filosofía es realmente el laboratorio del filósofo, el lugar donde se prueba la capacidad explicativa de las diversas teorías que a lo largo de la historia se han ido formulando en torno a los diversos problemas que han inquietado a los seres humanos de cada época.
El mayor peligro del escolasticismo es la renuncia a pensar por la propia cuenta por parte de los estudiantes y de sus profesores. Cuando hace años leí el relato autobiográfico del filósofo Anthony Kenny en el que relataba su penoso abandono de la Iglesia Católica me impresionó mucho el contraste que describía entre sus profesores de la Universidad Gregoriana en Roma y sus profesores de Oxford, donde se integró. Decía de sus nuevos colegas de Oxford: "Sus pensamientos afectaban a sus vidas; el modo en que ellos enseñaban filosofía afectaba al modo en que se comportaban"[18]. Me atrevo a sugerir yo ahora que quizás el talante genuino de Tomás se encontraba más entre sus nuevos colegas que en aquella enseñanza escolástica que en Roma había recibido.
Quizá por este motivo me gusta a mí mucho, siguiendo a Josef Pieper, decir que el "tomismo" no es un conjunto de doctrinas, sino sobre todo una actitud humana e intelectual de apertura magnánima a la realidad y de permanente atención a las opiniones de los demás. Es precisamente esta apertura la clave de su fuerza, de su atractivo y también de su actualidad[19]. En una cultura pluralista como la de hoy el futuro del tomismo[20] pende de que quienes estudian a Tomás de Aquino aprendan de él esta vigorosa actitud, nacida del reconocimiento de la capacidad de verdad que todos los seres humanos poseen y de la convicción de que en cada genuino esfuerzo intelectual hay algún aspecto luminoso del que podemos aprender, de que la verdad humana está constituida por el saber acumulado, construido entre todos, a través de una historia multisecular de intentos, errores, rectificaciones y aciertos. Así lo recordaba Juan Pablo II en el VIII Congreso Tomista Internacional con ocasión del centenario de la encíclica Aeterni Patris:
Por esto, después de haber concedido la precedencia a la voz de las cosas, Santo Tomás se sitúa en respetuosa escucha de cuanto han dicho y dicen los filósofos, para dar una valoración de ello, poniéndolos en confrontación con la realidad concreta. Ut videatur quid veritatis sit in singulis opinionibus et in quo deficiant. Omnes enim opiniones secundum quid aliquid verum dicunt (I Dist. 23 q. I a. 3). Es imposible que el conocer humano y las opiniones de los hombres estén totalmente privadas de toda verdad. Es un principio que Santo Tomás toma de San Agustín y lo hace propio. (...) Esta presencia de la verdad, aunque sea parcial e imperfecta y a veces torcida, es un puente que une a cada uno de los hombres a los otros hombres y hace posible el entendimiento cuando hay buena voluntad[21].
La confianza en la razón humana se funda en la naturaleza razonable de las cosas y hace posible el desarrollo de la ciencia y la comunicación con los demás[22]. La razón humana, aun falible y parcial, en diálogo abierto con los demás (disputatio) es el alma de la enseñanza: a través de la quaestio, del problema, y del análisis racional de las diversas autoridades y de las razones que asisten a cada una de ellas, puede progresarse en la comprensión de los problemas y en muchos casos puede alcanzarse la verdad en la cuestión de que se trate[23].
Pierre Hadot ha sostenido que la profesionalización de la filosofía en la Universidad a partir del siglo XIII lleva implícita su desvitalización, su inevitable transformación en "escolástica", en el peor sentido del término[24]. Sin duda, algo de eso hay. Me parece a mí que si el estudio de la filosofía se tornase algo ajeno a la vida y a las preocupaciones de los seres humanos que la estudian, perdería del todo su sentido. Tomás de Aquino siempre hizo una filosofía íntimamente vinculada a sus preocupaciones teológicas —que era su profesión— y vitales.
Mis años de dedicación a la docencia de la filosofía han sido los más felices y gozosos de mi vida; los más reconfortantes al comprobar cómo la filosofía, aliada con la escritura, era capaz de conferir sentido a la vida de muchos de mis estudiantes. La última sección de mi conferencia está destinada a desvelarles mi secreto.
3. Aunar pensamiento y vida: algunas recomendaciones
Muy probablemente el problema más grave que afecta a la juventud de Chihuahua —incluidos por supuesto los seminaristas del Arquidiocesano— es la dolorosa experiencia de la separación entre pensamiento y vida. Para muchos es realmente un auténtico desgarramiento. Por un lado, las clases, las teorías, las ideas y los principios, incluso los ideales de progreso personal en todos los órdenes, las obligaciones y deberes que la cabeza dice que hay que cumplir. Por otro lado, la vida, con sus turbulencias e inquietudes, los sentimientos y los conflictos, los amigos, la diversión y muchas otras cosas más que van en vuestro corazón. Ambos mundos, el del pensamiento y el de la vida, permanecen casi siempre totalmente separados, como si se tratara de universos distintos, y además no parece factible establecer puentes que hagan fácil el paso de uno a otro. Cuando se produce una escisión tan tajante es casi siempre a costa del lado del pensamiento: los jóvenes renuncian a pensar o se quedan tantas veces en la mera superficialidad. (Para entender lo que quiero decir piensen, por ejemplo, en aquellos jóvenes conocidos suyos que han acabado en las redes del narcotráfico).
Pues bien, una vida genuinamente intelectual —más aún, la de quienes como ustedes aspiran al sacerdocio— ha de intentar articular unitariamente esos dos polos, el del estudio, el rigor, la lógica y todo lo demás, y el del interés humano, el de lo vital. Una manera de entender cómo lograr esto es mediante la imagen del campo magnético que aprendí hace algunos años del profesor Hilary Putnam. Si encerramos los dos polos en un único campo puede saltar la chispa entre ambos; esa chispa que encienda la luz de nuestra vida intelectual y que sea incluso capaz de iluminar y de llegar a calentar a quienes tengamos a nuestro lado. Como describió hermosamente el poeta William B. Yeats, "educar no es llenar un vaso, sino más bien encender un fuego".
¿Cómo lograr esto? Quizá pueda lograrse de diversas maneras. El camino que recomiendo a los jóvenes para articular unitariamente su pensamiento y su vida es el de la escritura personal, esto es, el de lanzarse a escribir sobre lo que llevan en su corazón y en su cabeza. Tengo bien comprobado que cuando los jóvenes se empeñan en escribir se transforman en artistas —o al menos en artesanos— porque descubren que el corazón de su razón es la propia imaginación.
Para escribir, por supuesto, lo primero es tener algo que decir y para ello es indispensable cultivar la propia vitalidad interior. Lo segundo es descubrir que un seminarista de Chihuahua por el hecho de serlo, por mor de intentar vivir coherentemente con su fe, tiene ya mucho que decir, pero debe descubrir la forma personal más adecuada de hacerlo. Para cultivar la imaginación hay que leer a los grandes novelistas del siglo XIX y XX. Un libro cada semana (o al menos cada mes), un libro siempre en el bolsillo o en la cartera.
La clave para acertar con la escritura es escribir sólo de lo que uno sabe, de la propia experiencia vivida o imaginada. En vuestro caso se trata de escribir desde la experiencia personal de ser estudiante del Seminario de Chihuahua en el año 2010: comprender con hondura esa experiencia vital no es tampoco cosa fácil. La escritura sirve para suturar aquel desgarro entre nuestras ideas y nuestras emociones, para coser el abismo aparentemente insalvable entre lo teórico y lo práctico. Vale la pena caer en la cuenta de que escribir es precisamente una tarea práctica, impregnada de teoría, porque en la escritura podemos volcar nuestras ideas y nuestros ideales.
Escribir es una actividad que ensancha nuestro vivir y si compartimos lo escrito con personas a las que queremos, eso mismo nos sitúa con firmeza en la realidad compartida del mundo vital. Yo cuando más libre me siento es ante una página en blanco de mi cuaderno o ante un nuevo documento en mi computadora. Luego soy feliz entregando mis textos a otros o leyéndoselos en voz alta como ahora, pues esa es para mí la mejor manera de hablar —como suele decirse—con el corazón en la mano. Realmente para quienes nos dedicamos a la filosofía vivir es escribir y, por supuesto, también escribir es vivir.
Como acabo de decir, para ponerse a escribir resulta indispensable el cultivo de la propia vitalidad interior. Para esto, además del recurso a la oración, quiero sugerir otras tres recomendaciones, ancladas en mi experiencia personal y también en la enseñanza vital de santo Tomás. Parece un trabalenguas: Pensar lo que vivimos. Decir lo que pensamos. Vivir lo que decimos. Las describiré brevemente.
Pensar lo que vivimos: se trata de volcar la atención no en cuestiones abstrusas y remotas, sino en las cosas que nos pasan, que experimentamos dentro de nosotros o en nuestra relación con los demás. Se trata de reflexionar sobre nuestra propia existencia, sobre los conflictos en los que nos vemos envueltos, en las tensiones, gozos y tristezas que llenan nuestra vida; consiste en hacer examen para comprender de verdad lo que vivimos. Pensar sobre nuestra vida nos ayuda a ser mejores, nos ayuda al menos a intentarlo.
Decir lo que pensamos: hemos de aprender a decir lo que pensamos sobre las cosas, de manera oportuna, pero con claridad. Amar la verdad. No mentir nunca. Aprender a expresar lo pensado confiere además una mayor hondura a nuestra reflexión, pues al buscar las palabras acertadas para decir lo que queremos decir exploramos más a fondo la cuestión que nos ocupa. A esto ayuda el poner por escrito las cosas: escribir es poner en limpio lo pensado.
Vivir lo que decimos: con esta expresión estoy aludiendo al empeño de cada uno por hacer verdad en su vida lo que uno dice, a poner entusiasmo y pasión en lo que defendemos procurando además dar ejemplo con nuestra vida. Esta actitud es la que muchas veces inspira la gozosa confianza de quienes nos escuchan y les abre la puerta de la verdadera amistad.
4. Conclusión
Debo terminar ya. Quiero hacerlo evocando mi recuerdo de la lectura de la Suma Teológica hace ya muchos años. Me había propuesto leer toda esta magna obra, artículo por artículo (¡y tiene 2.669!). Comencé por el principio y cada noche en la cama leía sólo uno de los artículos. Primero el título que planteaba la cuestión, que planteaba una pregunta; después las objeciones que Santo Tomás acumula en contra de su posición. Entonces, cerraba el libro, lo dejaba sobre la cama y procuraba ponerme en los zapatos de Santo Tomás para intentar adivinar cómo solventaría las dificultades que había reunido en las objeciones. Después de pensar un rato leía la respuesta de Santo Tomás comprobando si había acertado o no. Al cabo de unas pocas semanas, familiarizado ya con el método, esta operación me resultaba fascinante, pues venía a ser como hacer un crucigrama con razones, distinciones y argumentos[25].
Con este recuerdo lo que quiero decirles es que Tomás de Aquino enseña a pensar y además enseña a vivir, a vivir de frente a Dios y de frente a nuestros contemporáneos. Por eso es de una extraordinaria actualidad.
Jaime Nubiola. Universidad de Navarra
Notas
[1] Agradezco muy vivamente la invitación del Excmo. Sr Arzobispo de Chihuahua para dictar esta conferencia con ocasión de la celebración de Santo Tomás de Aquino y las gestiones del P. Fernando Legarreta, P. Óscar Gaytán y la Mta. Brenda Sánchez que han hecho posible mi viaje. Agradezco las sugerencias sobre el texto de Enrique Anrubia, Ana Laura Argüelles, Gloria Balderas, Rafael Tomás Caldera, Luz Chapa, Marcela Duque, Iván Gracia, Catalina Hynes, Jorge Lavandero, Ainhoa Marin, Jaume Nubiola y Martha Estela Torres.
[2] Rafael Tomás Caldera, El oficio del sabio, 2ª ed. revisada y ampliada, El Centauro, Caracas, 1996.
[3] Cf. Joseph Owens, "El predominio cartesiano en el pensamiento neo-tomista", Revista de Filosofía, México, nº 88 (1997), pp. 54-87.
[4] James A. Weisheipl, Tomás de Aquino. Vida, obras y doctrina, Eunsa, Pamplona, 1994, pp. 19-20. (Pub. orig. Doubleday, 1974).
[5] Walter Principe, "Foreword", Jean-Pierre Torrell, Saint Thomas Aquinas. The Person and His Work, The Catholic University of America Press, Washington, D.C., 1996, p. ix.
[6] James A. Weisheipl, Tomás de Aquino, p. 285; cf. Paul Wadell, The Primacy of Love: An Introduction to the Ethics of Thomas Aquinas, Paulist Press, New York, 1992, p. 1. (trad. cast., Palabra, Madrid, 2002).
[7] James A. Weisheipl, Tomás de Aquino, p. 261.
[8] Benedicto XVI, Spe salvi, n. 23; cf. Deus caritas est, n. 28, Caritas in veritate, n. 33, etc.
[9] Benedicto XVI, "Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones", Discurso del Santo Padre en la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre 2006, (las cursivas son mías).
[10] Cf. James A. Weisheipl, Tomás de Aquino, pp. 368-374; Jean-Pierre Torrell, Iniciación a Tomás de Aquino: su persona y su obra, Eunsa, Pamplona, 2002, pp. 309-315.
[11] Rafael Tomás Caldera, El oficio del sabio, p. 15.
[12] Tomás de Aquino, Opuscula Theologica, I, 451.
[13] James A. Weisheipl, Tomás de Aquino, p. 365. Algo parecido advierte Hannah Arendt: "Siempre pensé que había que empezar a pensar como si nadie hubiera pensado antes y luego empezar a aprender de los demás". Hannah Arendt, De la historia a la acción, Paidós, Barcelona, 1998, pp. 170-171.
[14] Cf. Mauricio Beuchot, Estudios sobre Peirce y la Escolástica, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2002.
[15] Charles S. Peirce, "The Nature of Science", MS 1334, Adirondack Summer School Lectures, 1905.
[16] Rafael Tomás Caldera, El oficio del sabio, p. 17.
[17] Désiré Joseph Mercier, Logique, Alcan, París, 1919 (6ª ed.; 4ª ed, 1905), pp. 377-380; trad. cast. Curso de filosofía: Lógica, Madrid, 1935, pp. 175-178.
[18] Anthony Kenny, A Path from Rome: An Autobiography, Sidgwick & Jackson, London, 1985, p. 197.
[19] Josef Pieper, Actualidad del tomismo, Ateneo, Madrid, 1952, pp. 31-32; "'Thomism' as an Attitude", The Silence of Saint Thomas, Henry Regnery, Chicago, 1965, pp. 102-103.
[20] Cf. William Norris Clarke, "Thomism and Contemporary Philosophical Pluralism", en D. W. Hudson y D. W. Moran (eds.), The Future of Thomism, American Maritain Association, Mishawaka, IN, 1992, pp. 91-108; Gerald A. McCool, From Unity to Pluralism. The Internal Evolution of Thomism, Fordham University Press, New York, 2002.
[21] Juan Pablo II, "Discurso para conmemorar el centenario de la encíclica Aeterni Patris", 13 septiembre 1980; cf. A. del Portillo, "L'attualità di San Tommaso d'Aquino secondo il magistero di Giovanni Paolo II", Rendere amabile la verità, Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 1995, pp. 398- 414.
[22] Cf. Georges Cottier, "Thomisme et modernité", en Serge-Thomas Bonino (ed.), Saint Thomas au XXe siècle, Saint Paul, Paris, 1994, p. 358.
[23] Puede verse una interesante descripción en Robert W. Mulligan, "The Disputed Question Style", en St. Thomas Aquinas, The Disputed Questions on Truth, Henry Regnery, Chicago, 1952, pp. XIX-XVII. En la reciente audiencia general de Benedicto XVI del 28 de octubre del 2009, destacaba el valor del método escolástico.
[24] Cf. Pierre Hadot, Philosophy as a Way of Life, Blackwell, Oxford, 1995.
[25] La metáfora del crucigrama no pretende decir que la Suma sea un pasatiempo, sino que pretende evocar la sugestiva propuesta de Susan Haack en Evidence and Inquiry: encontrar una respuesta a un problema viene a ser como hallar la respuesta acertada a una entrada del crucigrama: importa el ajuste con la definición (la experiencia), pero también su coherencia con las demás palabras ya resueltas (su racionalidad).
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