Conferencia de Mons. Guillaume Derville ante los confesores penitenciarios de las basílicas romanas mayores, en la sede de la Penitenciaría Apostólica (Pallazzo della Cancelleria, Roma), el 10 de octubre de 2017
Sumario: Introducción: sacramento de la penitencia y llamada a la santidad. 1. Ser amados gratuitamente. 2. Anhelo de unidad personal. 3. Promesa de felicidad. 4. Amor de sí y del otro. 5. La alegría en el sufrimiento. 6. Libertad y vocación. 7. Personas con deseos. 8. La esperanza de ser santos. Conclusión: esperanza en el encuentro personal con Cristo resucitado.
Dos de mis tatarabuelas se confesaron con el Cura de Ars. Una de ellas, que aún no tenía 18 años, se quedaba al fondo de la pequeña iglesia: se moría de miedo de que el santo cura le aconsejase hacerse religiosa. De repente, este salió del confesionario y se dirigió a la joven: «Venga Mademoiselle, y no tenga miedo porque nunca será religiosa y tendrá una descendencia numerosa».
La otra tatarabuela recibió en la confesión cinco medallas «para sus hijos». Y cuando le dijo que solo tenía cuatro, san Juan María Vianney le respondió: «Quédesela, igualmente, le hará falta». Muy pronto, efectivamente, tuvo un quinto hijo[1].
Tenemos la experiencia: el cristiano que se confiesa se sitúa ante la perspectiva de toda su vida, espontáneamente o porque el confesor le lleva a ello. Es frecuente que el penitente recuerde las decisiones lejanas, los sufrimientos, a veces enterrados en los recovecos de su alma, y también las gracias.
Precisamente por eso, algunos penitentes se quejan a veces de la confesión «clic-clac» [sic], sin que haya habido una verdadera conversación con el sacerdote.
Cuando trata el sacramento de la penitencia, el Catecismo de la Iglesia Católica hace referencia al hijo pródigo. Perdido y recuperado, vuelve a la verdadera vida, a la amistad con Dios, es decir, a la santidad: la vida de los hijos de Dios. Ese Dios es Amor, y el hijo pródigo comprende el sentido de la libertad mejor que su hermano mayor, que nunca transgredió las órdenes del padre, pero tampoco encontró jamás la alegría de las bienaventuranzas. El hijo pródigo, en cambio, descubre la verdadera alegría en ser amado por su padre.
El Catecismo enseña que el sacramento de la Penitencia nos une a Dios como hijos suyos en íntima y gran amistad, y nos reconcilia con nosotros mismos y con nuestros hermanos[2]. Así pues, el sacramento de la Penitencia y la llamada a la santidad están unidos entre sí.
Entre vuestros penitentes hay peregrinos. En calidad de confesores en las basílicas mayores tenéis un tesoro de confianza: la fe del pueblo de Dios en el Sucesor de Pedro fluye también sobre quien está cerca del Papa. Además, los peregrinos suelen venir con cierta predisposición a la conversión. Quedan fascinados por la belleza y la grandeza de nuestras basílicas, por su historia y por el encuentro con cristianos de todo el mundo. Al entrar en el confesionario ya han dicho sí a la llamada divina. Respecto a su estancia romana, frecuentemente hay un antes y un después.
Hace algunos años, después de una misa en San Pedro para estudiantes de un liceo parisino, un padre de familia me contó delante de todos: «El otro día estaba en la basílica y de pronto vi a un hombre vestido de blanco; era el Papa. Se dirigía a los confesionarios, pero en vez de sentarse por la parte del confesor, ¡se confesó! ¡Era la primera vez que veía a un sacerdote hacerlo, y era el Papa! Entonces sentí una vocecilla interior que me decía: “¿Y tú?” Hacía más de treinta años que no me confesaba. Después de haberme confesado me sentí ligero y feliz».
El sacramento de la reconciliación es llamado «sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión (cfr. Mc 1,15), la vuelta al Padre (cfr. Lc 15,18) del que el hombre se había alejado por el pecado»[3]. El Decálogo hace referencia a la Ley y al perdón de los pecados como fundamento de la Alianza. El penitente puede advertir su profundo sentido. Las bienaventuranzas, llevadas a cumplimiento por Jesús, son un reclamo a la intimidad con Dios, soberano Bien, a su conocimiento (cfr. Jn 17,3), a una santidad que es esencialmente plenitud de la filiación divina en Cristo por la fe en la paternidad divina. Lo que exige conformarse a la voluntad divina, o sea, un cambio en la orientación de la vida, un nuevo modo de pensar para formar el juicio de la conciencia sobre lo que es bueno, verdadero y justo, y también para alejarse del pecado y reparar las injusticias.
Como confesores nos encontramos en una situación compleja. ¿Cuántos católicos −decimos empezando por la generación de los que hoy tienen ya 85 años− han recibido verdaderamente una formación doctrinal y han aprendido a hacer oración personal, a hablar con Dios? Este último aspecto ha mejorado en las nuevas generaciones tras el pontificado de San Juan Pablo II, y además el milagro del Catecismo de la Iglesia Católica es de gran ayuda para remediar esas graves faltas de formación de los contenidos de la fe. A pesar de eso, estamos, como decía hace pocos días el cardenal André Vingt-Trois, arzobispo de París, refiriéndose a Francia, en una sociedad que genera ansiedad, donde ha habido un catolicismo sociológico ya casi desaparecido, y el cristianismo es ahora una opción: hoy uno elige ser cristiano[4].
Por eso hay una gran expectación por parte de muchos penitentes. Su obrar está vinculado a las decisiones fundamentales de la existencia. «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?» (Mc 10,17). ¿A qué estamos llamados? A la santidad. Es la pregunta de la llamada universal a la santidad que hay que plantearse como un plano inclinado hacia el modo de vivir indicado por el Decálogo y las bienaventuranzas: el modo de los hijos de Dios. En ese contexto, propondré algunas reflexiones pastorales. Se inspiran en mi experiencia y en las reflexiones teológico-espirituales de muchos autores. He decidido tratar ocho breves puntos que tienen una fuerte resonancia en los corazones de los fieles, y que corresponden a necesidades, retos y deseos.
El primer punto que mencionaré es la gratuidad del amor de Dios, Uno y Trino. La fe es creer en el amor de Dios.
Afirmar con Jean Daniélou que «el fondo del Ser es el amor, ya que el Absoluto subsiste en tres Personas»[5], significa decir que «el amor forma parte de la estructura del ser»[6]. En la celebración de la Penitencia, el amor está presente: Dios nos ama gratuitamente y nos perdona, «nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor» (1Jn 4,16). «Nosotros amamos porque Él nos amó primero» (1Jn 4,19).
Saberse amados es fundamental: cada uno puede estar orientado al mismo tiempo por el amor recibido de sus padres −primera manifestación percibida del amor de Dios− y herido por las imperfecciones de ese amor. En cambio, el amor de Dios es incondicional y perfecto. Saber que Dios nos ama nos llama a la conversión. Las disposiciones divinas, las comprendamos o no, nos llevan a la santidad. En ese sentido, tenemos experiencia de que el concepto de «Providencia» ayuda mucho a los fieles. Su vida está escrita en el Evangelio y la invitación a leerlo un poco cada día es fecunda, ya que el Espíritu hace descubrir el amor de Dios manifestado en Jesucristo. Nosotros somos la continuidad de esa historia.
La Palabra lleva a los sacramentos. En la Eucaristía, Cristo está presente como fruto de la entrega de su vida por nuestra salvación. A muchos jóvenes les gusta la adoración eucarística, que a menudo les parece demasiado breve. La exposición del Santo Sacramento les da el deseo y la fuerza de confesarse. Lo sagrado, que etimológicamente significa «puesto aparte», no está separado de la Alianza del «Dios con nosotros» (cfr. Is 7,14) ni del cumplimiento de los mandamientos. Lo sagrado es moral, confiere un nuevo modo de ser, y recíprocamente la moral está permeada por la sacralidad[7].
La necesidad de amor de Dios se manifiesta con un deseo de comunión eucarística que a su vez genera el deseo de confesarse. Recientemente, en una Iglesia de la periferia parisina, un sacerdote recordaba las condiciones necesarias para recibir al Señor presente en la Sagrada Hostia, y un protestante fue a verlo: «Le he escuchado bien, y quisiera entrar a formar parte de la Iglesia Católica». La disciplina de la Iglesia es un factor de conversión, porque es veraz y a nadie le gusta ser engañado.
Para el bautizado, la unidad entre vida litúrgico-sacramental y vida moral es requerida por la aspiración humana fundamental a la unidad y por el contenido del mensaje cristiano, que es a la vez doctrina y vida (cfr. Hch 1,1)[8].
Todo ser humano aspira a la armonía en sí y en torno a sí. La coherencia es una necesidad, que nunca se realiza del todo, pero es ardientemente deseada.
La unidad de vida del cristiano y su buena disposición ante el Creador comportan el reconocimiento de la propia unidad como persona humana. Se trata de integrar inteligencia, corazón y voluntad; el confesor debe «hablar» a esas tres dimensiones, como un predicador, según el famoso adagio de Agustín y de Tomás: «ut veritas pateat, veritas placeat, veritas moveat»[9].
Parte de esa verdad es el desafío antropológico actual. «Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó: hombre y mujer los creó» (Gn 1,27). En París muchas personas, casadas o no, han descubierto en los últimos años en diversas parroquias, a través de la simple lectura de Amor y responsabilidad de Karol Wojtyla, lo que son el hombre y la mujer: sexuadas en sus respectivas personas y no simplemente en sus cuerpos, y así han descubierto lo que es el matrimonio.
Para aceptar la verdad hace falta una buena disposición del corazón. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). Joseph Ratzinger comenta que el fondo afectivo del alma debe ser puro. Se requiere una profunda disposición afectiva, que está ligada al hecho de entender que es a la vez cuerpo y espíritu[10]. La confesión comporta el descubrimiento de ese fondo afectivo, que orienta la inteligencia y la voluntad.
El Decálogo ilumina las aspiraciones profundas de ese fondo afectivo. Ante todo, es Palabra de Dios y revelación. El capítulo sobre la moral del Catecismo de la Iglesia Católica se abre no hablando de moral, sino de la verdad del hombre, de manera descriptiva y no normativa, apelando a las grandes afirmaciones de Gaudium et spes[11]. El hombre, imagen de Dios, es libre y razonable: puede auto-gobernarse. Su capacidad de ir hacia el bien permite unificar su persona.
¿Cómo? Es el amor que une razón, voluntad y sentimiento, y Ratzinger comenta que el amor «unifica al hombre en sí mismo gracias a la acción unificadora de Dios, de forma que se convierte en siervo de la unificación de quienes estaban divididos: así entra el hombre en la morada de Dios y puede verlo. Y eso significa precisamente ser bienaventurado»[12].
La unidad interior es contagiosa. Se extiende a las relaciones con los demás. Hace posible la oración de Cristo «para que sean uno, como nosotros» (Jn 17,11) a imagen de la unidad trinitaria. E invita a perdonar y a pedir perdón. «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34): esa petición resuena con fecundidad en los corazones de los penitentes.
Todas nuestras acciones están destinadas a uno o más fines. En la vida se perfila un fin último que de forma a cuanto hacemos. El pecado destruye esa unidad, mientras el sacramento de la reconciliación la recompone.
San Gregorio de Nisa habla de la «continuidad de concatenación de los pecados»[13] (ảκολουθία, término tomado de la filosofía de Aristóteles). Tomemos por ejemplo la castidad, una virtud que se refiere a todos los estados de vida: en el lado opuesto a esta virtud encontramos el orgullo de la carne, el encerrarse en sí, la insatisfacción de sí, la incapacidad de amar a los demás, celos, mentira, pereza, gula, desesperación… «Porque quien observa toda la Ley, pero falta en un solo mandamiento, se hace reo de todos» (St 2,10).
Hablar castamente de castidad es algo raro, como decía Pascal[14]. «Afirmación gozosa»[15], esta virtud unifica la persona: integridad, dominio de sí, capacidad de entregarse[16]. Podemos mostrar a los penitentes el vínculo entre castidad y vida equilibrada: trabajo, amistades, deporte, oración, Eucaristía…
Todo pecado es un acto egoísta. Cristo, al contrario, es solidario y nosotros nos acercamos a Él con firmeza y plena libertad (cfr. Hb 4,15-16)[17]. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que el Decálogo unifica la vida teologal y la vida social del hombre en el amor a Dios y al prójimo[18]. La unidad de vida cristiana puede considerarse una consecuencia de la confesión y también un fin de la dirección espiritual. El acompañamiento espiritual de un modo o de otro puede llevar al sacramento de la penitencia o puede derivar de modo natural.
Una palabra sobre la coherencia de los sacerdotes y su deber de confesarse. Ministros de la gracia sacramental, estamos llamados a santificarnos en y a través de nuestro ministerio pastoral. La entrega de la patena y del cáliz en el momento de la ordenación está acompañada por esta invitación: «Agnosce quod ages, imitare quod tractabis, et vitam tuam mysterio dominicæ crucis conforma»[19]. Invitemos con «dulzura y respeto» (cfr. 1P 3,16) y firmeza (cfr. 2P 3,17) al sacerdote penitente a tomarse en serio la celebración de los sacramentos en estado de gracia, sin permitir una deformación de su conciencia, como se pide a los fieles para recibir al Señor, como dice san Francisco de Asís, «con el corazón puro y con nuestro cuerpo casto»[20]. La regla de los frailes menores les exhorta a recibir la comunión «contritos y confesados»[21].
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15). El amor exige que se haga la voluntad de la persona amada, como Cristo la del Padre (cfr. Jn 4,34). «La caridad es la plenitud de la Ley» (Rm 13,10). En la confesión sacramental invitemos al fiel a hacer propia la oración de Cristo en Getsemaní: «pero que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mc 14,36). Los sacerdotes nos escondemos detrás de Cristo para que el penitente lo pueda escuchar: «Shemá Israël» (Dt 6,4; Mc 12,29; cfr. Lc 11,28): así el amor de Dios anuncia los mandamientos que nos harán felices (cfr. Dt 6,3). «¿Qué tienes que decirme, Jesús? ¿Qué esperas de mí?». Recemos para entender cuáles son los dones que Dios le ha hecho y qué les pide.
En el rito romano, deseamos hasta dos veces la paz al penitente: “indulgentiam tibi tribuat et pacem”, “vade in pace”. La paz nace del dato real asumido diariamente, y no de algún ideal soñado, pero absolutamente inalcanzable. En cambio, el dato diario es iluminado por la llamada a la santidad, una divinización que no es imposible sino más bien esperada y ardientemente buscada, un dato diario que es permeado por la gracia de Dios, por el amor que vivifica toda virtud y lleva al cumplimiento de la voluntad de Dios. «In voluntate tua pax mea» rezaba el lema del Papa San Juan XXIII. Ese amor nace, según Pablo (cfr. 1Tim 1,5) de un corazón puro −sin pecado (cfr. Hb 1,3), de una conciencia buena− bien formada −y de una fe sincera− o sea, vivida: crece pues en la confesión sacramental que nos acerca a Cristo.
La incorporación a Cristo permite el cumplimiento del «mandamiento nuevo» (Jn 13,34). Porque la Ley nueva no anula los mandamientos (cfr. Mt 5,17), sino que nos permite observarlos «hasta el final» (Jn 13,1) gracias a la novedad de Cristo en nosotros. Su cumplimiento significa tomar nuestra cruz que debe ser la suya y seguirlo, morir a nosotros mismos para resucitar con Él[22]. ¿Cómo sería posible sin la acción del Espíritu Santo?
En los sacramentos el poder de Cristo y del Espíritu Santo actúa eficazmente. En el Catecismo de la Iglesia Católica, la exposición de los sacramentos precede a la de la vocación del hombre y los diez mandamientos. En efecto, los sacramentos realizan la vida en el Espíritu y permiten cumplir los mandamientos. Con los sacramentos la presencia de Cristo en nosotros obra eficazmente. La gracia viene de Dios, no de nosotros mismos, pero actúa en nosotros desde dentro y nos diviniza. San Pablo expresa la acción conjunta del Espíritu Santo y de nuestra libertad en las Cartas a los Gálatas y a los Romanos: «¡Abba!» (Gal 4, 6; Rm 8,15). Así vivimos en la Trinidad y la Trinidad en nosotros. La vida moral nos permite celebrar lo que creemos encarnándolo en nuestra vida como hijos de Dios[23].
Grandes empujes de generosidad del pasado no autorizan a pararse en esta subida a Jerusalén a la que todo cristiano está llamado, siguiendo a Cristo. Como dice San Juan de Ávila, haber servido a Dios durante años no justifica ser tibios o relajados[24]. Son necesarias pequeñas ascensiones diarias. «Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen la caridad»[25]. La mirada dirigida a Cristo nos devuelve el punto de vista sobrenatural y lleva a superarse a sí mismo, «da un inicio a un nuevo inicio, pasando por inicios que nunca tienen fin»[26], especialmente gracias a los sacramentos[27]. Toda conversión reclama otra: nuestro modo de «habitar» el tiempo es «comenzar y recomenzar»[28], dar «a Dios un nuevo amor»[29].
La falta de unidad recién mencionada se manifiesta en el divorcio entre la fe y la vida, que va de la mano de una concepción errónea de la libertad y de su mal uso[30]. La voluntad de Dios no es opuesta a nuestra libertad, sino más bien un factor de su cumplimiento. El Salmo 119 (118) da gracias por el don de la Torá: Benedicto XVI comenta que una concepción reductiva de la Ley impide ver «la alegría de conocer la voluntad de Dios y, así, poder y tener el privilegio de vivir esa voluntad»[31]. Cuanto más dóciles somos a las inspiraciones divinas, más aumenta nuestra libertad íntima y somos felices. Tal es la actitud de la Virgen María: «para poder dar el libre consentimiento de su fe al anuncio de su vocación, era necesario que fuese sostenida por la gracia de Dios»[32].
En Cristo, mandamientos y bienaventuranzas forman una unidad[33]. Se basa en su vínculo íntimo con la verdad, en la revelación del corazón de Dios, una especie de «retrato» de Dios creador, redentor y autor de la recapitulación. Podemos hacer descubrir a los penitentes que su unidad y libertad interior requiere una escucha activa de los mandamientos, de modo que la Palabra de Dios sea interiorizada. La moral católica no es una moral de obligación, como la que se desarrolló después de Guillermo de Occam, sino una moral de la persona entera y del «yo», de la primera persona (y no de la tercera). Quiero esto o aquello porque es palabra de Dios. Entiendo que viene de Dios. Así la Bienaventuranza está inscrita, para san Gregorio de Nisa, en el ser más profundo del hombre desde su creación, que no se puede arrancar, y las bienaventuranzas responden a la espera íntima y esencial del hombre[34]. Por eso, la moral no lleva a una actitud minimalista, no es una moral de mínimos, y me lleva a la felicidad.
El Decálogo, «Palabra del Señor» (Dt 5,5) es una promesa de felicidad: «observar todos mis mandatos, para ser felices ellos y sus hijos para siempre» (Dt 5,29). También las bienaventuranzas son promesas de felicidad. Será un don sobrenatural, la visión beatífica, la que satisfaga nuestro deseo natural de felicidad, común a todo hombre. La revelación cristiana lo eleva por encima de lo que podemos imaginar.
Creemos en la veracidad de Dios que, verdad misma, se revela, no nos engaña («Credere Deo») y nos llama a ser también nosotros veraces. Una confesión profunda evoca recuerdos: relaciones entre hermanos, con los padres, o los cónyuges entre sí, cuestiones de salud y de trabajo… Apaciguar la memoria es necesario, y exige sinceridad, pero también veracidad. Ya que puede haber una sinceridad “mentirosa” o una sinceridad “poco a poco”. La plena sinceridad en la confesión exige un examen en la presencia amorosa de Dios. Se facilita si el confesor es capaz de no interrumpir. El arte de escuchar requiere paciencia y una fina sensibilidad. No es raro que una persona diga lo más importante al final, precisamente cuando nuestra atención tiende a disminuir y pensamos que ya ha dicho todo. Es también la experiencia de muchos médicos, que a veces se dan cuenta de que cuando se esperan que el paciente calle para escucharles, este empieza finalmente a abrirse de verdad[35].
Le bienaventuranzas son promesas y su realización empieza aquí abajo. San Josemaría Escrivá dice en confidencia algo que surge de una gran experiencia de almas: «Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra»[36]. La simple sabiduría humana lo intuye cuando nos invita a no quejarnos: «Me quejaba por no tener zapatos hasta que un día encontré a un hombre que no tenía pies»[37]. No hay que trabajar por entusiasmo, sino por amor; y si el entusiasmo faltase, puede ser bueno pedirlo al Señor. Con palabras del Papa Francisco, «las bienaventuranzas de Jesús son portadoras de una novedad revolucionaria, de un modelo de felicidad»[38]: hay que aprender la «vía de la verdadera felicidad»[39].
Las bienaventuranzas expresan la vocación de los fieles llamados a morir y resucitar con Cristo, lleno de caridad[40]. El confesor muestra que eso se realiza en la dimensión concreta y real de la existencia: la cruz de cada día (cfr. Lc 9,23)[41]. Las bienaventuranzas describen lo que significa ser discípulos de Cristo. Cuando profetiza al buen ladrón que estará con él en el Paraíso, en el fondo Jesús dice que la verdadera felicidad es estar con Él[42].
La promesa de Cristo responde a la contrición del malhechor. La experiencia de la transformación de las Palabras (mandamientos, Decálogo) en bienaventuranza llega a su cumplimiento en la contrición. Para eso hay que estar tocado por la misericordia de Dios. La contrición del penitente está animada por una actitud comprensiva del sacerdote, como transparencia de esa misericordia. Pidamos al Espíritu Santo que sepamos encontrar las palabras para afirmar la verdad a la que la gente tiene derecho, sin herir su corazón. Es Jesús quien habla al penitente por la voz del sacerdote.
Muchas personas no saben cuestionarse. El mal viene siempre desde fuera, por ejemplo, de la familia adquirida o ¡de la conjunción de los planetas! Es inútil demostrar lo contrario[43]. Es mucho más fecundo invitar al penitente a mirar a Jesús que perdona, Jesús conmovido por la pecadora que le lava los pies, los baña con lágrimas y los seca con sus cabellos (cfr. Lc 7,44); Jesús que come en casa de Zaqueo, llamado por su nombre y profundamente removido.
Tanto la baja autoestima como su contrario son peligrosas. Muchas personas no se quieren a sí mismas. ¿Cómo ayudarles a aceptarse como son, sin caer en la mediocridad? Es justo eliminar ciertas etiquetas que las personas se ponen a sí mismas, identificándose con la caricatura de un único aspecto de su personalidad. La confesión puede ser ocasión para hacer descubrir al penitente sus talentos e invitarle a que los haga fructificar, y ayudarle a apartar la mirada de sus dificultades, relativizar lo que se llama éxito y no ser tan sensible a la opinión de los demás sobre él.
Para amarse a sí mismo primero hace falta conocerse y estimarse. Es un lugar común de los filósofos. Pero el cristianismo enseña una manera de amarse, un modo de amar la vida, fundado en el amor incondicionado de Dios por nosotros. El fruto natural de un justo amor de sí es el don de sí a los demás. Para eso hace falta existir personalmente. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39). Salir de sí mismo puede favorecer una justa autoestima, si no se cae en el servilismo o en un falso altruismo que sería una evasión[44].
Se reconoce a los demás como un don para sí. En primer lugar, los que Dios ha puesto en nuestro camino. Encontramos este reproche dirigido al personaje de una novela: «Amaba a su prójimo pero se equivocaba en quién era el prójimo»[45]. ¿Qué puedo hacer por los demás? ¿Qué esperan de mí? Quizá un poco de cariño, o de saberse perdonados, o tal vez que se les pida perdón. En el judaísmo, durante el Yom Kippur (el día del gran perdón, este año fue hace diez días) la expiación está precedida por una confesión de los pecados («viddouï») que requiere haberse reconciliado antes con los demás, lo que presupone un examen. En el catolicismo también el examen de conciencia invita a la reconciliación con nuestros hermanos.
Una cosa es la intención de una persona, y otra bien distinta el impacto que una palabra o un gesto pueden tener sobre nosotros. Sería injusto darle a otra persona una intención que es solo la idea que uno se hace por el efecto producido en sí mismo por una palabra o un gesto. Fijar una situación de relación a ese nivel llevaría a mantener relaciones tóxicas con las personas. Y eso es precisamente lo que la gente, con nuestra ayuda, debe purificar en su vida. Solo Dios “escudriña los afectos y pensamientos de los hombres” (Ap 2,23).
El pecado es un lugar de conversión. Lo es, por ejemplo, el aborto. Hay mujeres que se profesaban ateas y se han convertido tras un aborto. Por eso, la encíclica Evangelium vitae invita a las mujeres víctimas de aborto a dirigirse a los demás (es frecuente que el psicólogo nunca desentierre el aborto, que afecta a más de la mitad de las mujeres en algunos países). El sacerdote puede invitarlas a defender el derecho a la vida y, con dulzura, llevarlas a considerar la vida de un modo nuevo, y acoger a los neonatos[46]. Se les puede invitar a preguntarse: ¿qué puedo hacer? ¿Qué esperan los demás de mí? Muchas veces nos toca a nosotros consolar a esas mujeres.
Gaudium et spes enseña que la semejanza entre la unidad trinitaria divina y la unión de los hijos de Dios demuestra que el hombre se realiza a través del don de sí mismo[47]. Cuando animamos a alguien a la virtud, lo invitamos a perfeccionarse, pero también a salir de sí mismo para ver quién necesita de él y ponerse a su servicio. Un hombre solo en un hospital, con alimentación parenteral diaria, seguía luchando por vivir porque cada viernes podía llamar a un amigo que se encontraba en una situación peor que la suya, para escucharle y animarle. Escuchar es una verdadera y auténtica terapia para uno mismo: la felicidad puede ser tan sencilla como una llamada telefónica[48].
He aquí dos enfoques complementarios de la virtud. El primero es el que Maurice Blondel encuentra en el dominio de sí («igualarse a sí mismo»[49]). El segundo, más anglosajón y social, siguiendo a MacIntyre: llevar a los demás a lo que es bueno[50]. El catolicismo «interioriza el vínculo social»[51]. Nunca es algo artificial o externo a él. Por ese motivo, el cristiano bien formado ciertamente rechaza la eutanasia, y al mismo tiempo ve la importancia de pagar el billete del autobús. En la confesión procuramos ayudar a los penitentes a no dejar nada fuera de la presencia de Dios. «Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Hay que hacer esto sin abandonar lo otro» (Mt 23,23).
Solo la unión a Jesucristo permite la alegría en el sufrimiento proclamada por las bienaventuranzas. La cruz −muerte y resurrección−, es el signo del paso de Cristo −misterio pascual− que nos invita a seguirlo[52]. La felicidad se apoya en la certeza de ser hijos adoptivos en el Hijo.
La herencia de la cruz es inseparable de la filiación divina. Es nuestro deber ayudar a los fieles a comprender esa mezcla de alegría y de tristeza de la que está hecha nuestra vida: la amargura y la satisfacción, la angustia del futuro y la promesa de días mejores, la paz interior y las tentaciones. Leemos en la Imitación de Cristo: «En dos maneras suelo visitar mis escogidos, que son tentación y consolación»[53].
Habitualmente los penitentes son ayudados por el recuerdo de la pasión del Señor, mencionado además en el rito de la penitencia. «Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser con él también glorificados» (Rm 8,17). El teólogo Fernando Ocáriz comenta, haciendo referencia a santo Tomás, que «el “padecer con Cristo” [simul cum Christo] es signo propio de la filiación divina»[54]. La cruz es «la altura del amor “hasta el fin” (Jn 13,1)»[55].
¿Cómo hacer percibir al penitente que nunca sufre solo, sino con Cristo? En la cruz Cristo llamó a su Padre, y se nos dio el Espíritu (cfr. Jn 19,30). Nuestra filiación divina se hace más intensa con la fe en la fecundidad de la cruz. Hemos «sido hechos hijos en el Hijo» para rezar «exclamando en el Espíritu: ¡Abba, Padre!»[56]. Precisamente sufriendo Jesús llama a su Padre antes de morir. La cruz hace sentir la filiación divina, e invita al bautizado a tomar conciencia en seguida. La experiencia de la paternidad de Dios se produce en el sufrimiento. «Me di a conocer a los que no preguntaban por mí; dejé que me hallaran los que no me buscaban» (Is 65,1). Hay que descubrir a Cristo en las cruces inesperadas, y tal vez por eso más oscuras[57]. También aquí, como escribe el Papa Francisco, la esperanza «abre la fe a las sorpresas de Dios»[58]. No somos dueños de nuestro itinerario espiritual, Dios nos conduce con mucha alegría y también mucho sufrimiento, fuente de una alegría más profunda. Así lo ilustra el Papa Francisco: «La esperanza que atrae, paradójicamente, no la genera la imagen del Señor transfigurado, sino su imagen ignominiosa. “Atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32)»[59].
En la confesión sacramental acompañamos sufrimientos, a veces inexplicables. La esperanza se hace entonces paciencia en las pruebas presentes (cfr. 1Tm 6,11). El cardenal Journet daca este consejo: «Para comenzar, cargad esa prueba sobre los hombros, llevadla por la noche haciendo grandes actos de fe, y algo muy misterioso sucederá dentro de vosotros. […] Al inicio estaréis abatidos, pero es Dios que os pide un acto de abandono total»[60].
En el corazón del cristianismo está esa certeza expresada por Job: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!» (Jb 1,21). En su omnipotencia Dios puede sacar un bien del mal. «Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio» (Rm 8,28).
Nuestra vocación de hijos de Dios es una liberación. En plena continuidad con el Éxodo, donde el paso del Mar Rojo es al mismo tiempo llamada de Dios, liberación de Egipto y adopción filial, ya no somos esclavos sino libres, mediante la libertad con la que Cristo nos ha liberado (cfr. Gal 4,31–5,1). Como nos dice San Pablo, es «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8,21). El penitente debe hacer esto o aquello no porque se le aconseje, sino porque quiere hacer lo que se le ha dicho. Un acto es humano si es libre: la persona adulta que cumple una acción debe asumir sus consecuencias. El confesor evita el tono de mandato, excepto con personas escrupulosas.
Libertad y vocación son dos temas muy atrayentes y que quizá deberíamos unir más en nuestro diálogo con la gente.
La exposición del Catecismo de la Iglesia Católica está estructurada en torno al concepto de vocación. Dios llama al hombre, la Iglesia es «convocación». La fe y el Credo hablan de la invitación divina a la santidad; la liturgia y los sacramentos la hacen eficaz; los mandamientos dibujan el camino; la oración la actualiza[61]. La persona humana es «llamada» en la Iglesia, elegida antes de su creación en vista de la santidad en el amor (cfr. Ef 1,14). La invitación a la comunión con Dios es el corazón del ser humano y de sus aspiraciones. Se ha dicho que el concepto de vocación nos da la clave de lectura de la estructura del Catecismo de la Iglesia Católica y ofrece también su hermenéutica[62].
Un escritor alemán contemporáneo, famoso por sus memorias de guerra, hace esta observación: «Hay épocas de decadencia en las que se desvanece la forma de vida profunda que en cada uno de nosotros está dibujada de antemano»[63]. ¿Cuál es esa forma para el cristiano? Es la filiación divina. Según las palabras incisivas de San Juan Pablo II, el hombre «renace a la gracia del bautismo sumergiéndose en el amor de Cristo crucificado, para recibir la participación en la vida que Cristo mismo reveló con su resurrección. Por la gracia recibida en el bautismo, el hombre participa en el nacimiento eterno del Hijo por el Padre ya que se convierte en hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo»[64].
La vocación interpela inmediatamente la libertad. Es una «forma» que da significado a todo: se sabe a qué se tiende. Estamos en las manos de Dios y a la vez tenemos nuestro destino en la mano. La vocación libera del miedo: «No temo mal alguno» (Sal 23 [22],4). Hay vocaciones reconocidas por la Iglesia, como la vida religiosa o la vocación sacerdotal. Al mismo tiempo, cada uno tiene su propia vocación, única, que no conocerá cumplidamente antes del día de su muerte, si consideramos que «la libre respuesta a la vocación es en cierto modo constitutiva de la vocación misma»[65].
Según Henri de Lubac, inspirado en san Agustín, «la llamada a la vida personal es una vocación, en otras palabras una llamada a asumir un papel eterno»[66]. En calidad de confesores, ayudemos a agradecer el don de la perseverancia en la vocación recibida, unida a la misión y al bien que se puede hacer a nuestro alrededor. La perseverancia ofrece a los demás esa estabilidad que tanto necesitan. La fidelidad es una respuesta a la promesa de fidelidad y de misericordia sellada por la sangre de Cristo, y un acto de caridad respecto a los demás. El vínculo entre el Decálogo y la alianza con Dios (cfr. Sir 28,7), entre la Ley dada en el mismo lugar de la Revelación de Dios, en el monte Horeb, hace brotar esa fidelidad que es también un don de Dios[67]. «Porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29).
Cuando bajo la mirada de Dios entendamos nuestra vida como una llamada continuamente renovada, un sentido global determinará la percepción de los momentos particulares. Actualizar la elección que Dios nos hizo, como respuesta a dicha llamada, es acelerar el paso en el camino de la santidad. Siempre hay que llevar consigo esa elección del fin último en nuestra vida[68].
El profeta Daniel es llamado «vir desideriorum» (Dn 10,11), objeto de las predilecciones divinas (cfr. Dn 9,24; 10,19), «varón de deseos» en la traducción de la Vulgata. Debemos animar a los fieles a tener «hambre y sed de justicia» (Mt 5,6), o sea de Jesucristo[69]. La oración de los Salmos es la de un pueblo de deseos, de un alma de deseos. Procuremos llevar a las almas a aceptar la verdad en su belleza. «Lo que me dice sé que es verdad, pero aún no lo consigo. Me gustaría tener ganas de alcanzar esa meta».
Newman dice que la gran cuestión es estar decididos a vivir de fe, más que ver todo lo que hay que hacer[70]. Cuando la persona no se siente con fuerzas para cambiar su estilo de vida, puede ser útil invitarla a «tener deseos de tener deseos»[71]. Este consejo lo encontramos en labios de San Josemaría, que cita a San Ignacio de Loyola como ejemplo.
En el caso de una dependencia, el deseo de hacer esfuerzos no es suficiente. Hace falta, a veces, la intervención de un médico general, y debemos aconsejar al penitente que vaya a un generalista que eventualmente le pueda indicar un especialista. Por ejemplo, Internet es un magnífico instrumento de trabajo, de información, de comunicación y de evangelización, pero puede crear dependencias peligrosas, como por ejemplo la curiosidad de noticias[72]. También está la dependencia de los videojuegos, incluso entre las mujeres. Internet es un espacio dual de identidad y de memoria. Funciona con características análogas a nuestro cerebro. Además, es el lugar por excelencia del pseudónimo y, por tanto, del anonimato. Es per sé virtual y subjetivo. Contra el uso excesivo de Internet es necesario tener una disciplina de vida, saber descansar, desarrollar la inteligencia, preferir las relaciones verdaderas. Aunque se diga que las nuevas generaciones están más despegadas del mundo digital, hoy, si le decimos a un niño de 12 años que deje un poco su móvil, nos preguntará: “Entonces, ¿qué hago?”.
La dependencia de la pornografía provoca sufrimientos interiores que llegan incluso a destruir la vida. Es una auténtica patología cerebral con dependencia, en este caso comportamental, que lleva a actividades con consecuencias deletéreas. Esta dependencia está muy extendida entre las personas de sexo masculino de toda edad, casadas o no. Según un médico especialista, «el reto es volver a dar importancia a la relación con el otro. Es una lucha antropológica y un buen reto ético, porque, de hecho, no hace falta ser católicos para pensar que la pornografía no es un bien para la persona»[73].
Como confesores nos encontramos ante un tsunami. Podemos al menos invitar al penitente a «tener el deseo de salir» y a creer que es posible. Esta patología ligada al encierro en sí mismo exige la construcción de una estructura interior fuerte, aunque algunos medios, como los filtros informáticos, pueden constituir una protección relativa. Pero son como un muro de arena hecho por niños contra la subida de la marea; ninguna barrera podrá cambiar nada. En cambio, hay una casa construida sobre sólidos pilares, que nos permite aprender a hallar la luz en esta corriente que es sobre todo tinieblas. Esos pilares son las virtudes, el amor de Dios y de uno mismo en el equilibrio que indica la templanza. Existen páginas de Internet que pueden ser útiles para salir. Invitan en particular a la paciencia, a rediseñar el propio ideal de vida, a darse cuenta de lo que se quiere de verdad, a trabajar dando lo mejor de sí, a superar la ansiedad, a fortalecer la esperanza, a iniciar una mejoría del comportamiento con la ayuda de las medicinas apropiadas, a tener un plan de crecimiento personal.
Vale la pena hacer crecer en los fieles las ganas de volver a confesarse. Para eso hace falta que guarden un buen recuerdo de la celebración del sacramento. Siempre se acordarán de la acogida calurosa y comprensiva que el confesor les haya dado. El sentido del humor, sin ironía, puede ser de ayuda. En su libro de memorias, el Padre Rzewuski, dominico, cuenta su conversión, después de los años agitados en el París de los «años locos». En 1926, tras su encuentro con Maritain, se esforzaba por mantener su alma abierta a la gracia. Cuenta que un día la perdió: «Tuve la desgracia de encontrar inesperadamente a una persona peligrosa para mí y, perdido por el vértigo, perdí aquel precioso don de Dios. […] Aquella maravillosa paz luminosa de la que me había hecho don hasta entonces, había desaparecido y en su lugar había en mi alma un peso terrible, y también un vacío […]. En un estado deplorable fui a confesarme a Saint-Roch, y encontré a un sacerdote bueno y dulce, muy comprensivo, y recibí la absolución. Tomé la decisión de obtener de Dios –ya que ahora había experimentado mi debilidad– no más ofenderlo en ese campo. Y Dios no tardó en escuchar mi oración»[74].
La esperanza responde a nuestro deseo de felicidad. La sed de Dios estaba aún presente en el futuro dominico recién citado cuando estaba yendo a confesarse a una Iglesia parisina. En el fondo de su corazón, el hombre tiene ese deseo. Uno de los primeros sermones parroquiales del beato John Henry Newman se abre con este texto de la Carta a los Hebreos: «la santificación, sin la cual nadie puede ver a Dios» (Hb 12,14).
El versículo completo dice: «Buscad la paz con todos y la santificación, sin la cual nadie puede ver a Dios». Según Albert Vanhoye, no se trata de la separación del mondo profano, sino de la purificación radical de la naturaleza humana y de la unión perfecta con Dios llevada a cumplimiento en el misterio de la pasión de Cristo. Es en los sacramentos donde se acoge de modo particular la acción divina. En cuanto al deseo de ver a Dios, se trata de reconocer a Dios en la humanidad de Cristo (indicado como «el Señor» con el artículo en griego). Pues bien, «la santidad de Dios es deslumbrante para los ojos enfermos del hombre pecador»[75].
En un sermón, Newman menciona las bienaventuranzas y los mandamientos, y afirma que «si alguno llegase al cielo sin santidad, no sería feliz»[76]. Me parece útil mostrar frecuentemente a los fieles que vale la pena proponerse la santidad aquí y ahora. La catequesis sobre los novísimos les interesa muchísimo y puede terminar en la llamada a una intimidad con Dios.
El Antiguo Testamento es la historia de los pecados de Israel. Al mismo tiempo, esa historia, quizá deprimente, es sobre todo la narración de las cosas grandes que el Señor Dios ha hecho por su pueblo. De modo análogo, la historia de un alma es sobre todo la de la misericordia de Dios. La confesión de los pecados responde a la aspiración del ser humano a lo que es verdadero, bueno y bello. También hay una racionalidad en la voluntad de confesión de los pecados. La objetividad nos empuja y tenemos una especie de predisposición psicológica natural a ello.
La certeza de la esperanza forma parte de la contrición. El primer paso de quien se acerca al confesionario es ya en sé un acto de esperanza, que debemos animar. «La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas»[77], dice el Catecismo de la Iglesia Católica, que dedica a esta virtud el doble de espacio que a la fe[78]. La confesión ayuda a tener una buena conciencia, en la que san Agustín ve la esperanza: Dios habla en mi conciencia, y con el juicio sobre la verdad del bien y del mal de mi obrar, puedo responderle y aprender a caminar libre y confiadamente como hijo de Dios[79].
«Iluminando los ojos de vuestro corazón, para que sepáis cuál es la esperanza a las que os llama, cuáles las riquezas de gloria dejadas en su herencia a los santos» (Ef 1,18). Frecuentemente la invitación a la santidad es considerada por los fieles como dirigida a otros, y no a ellos. Al mismo tiempo, consideran la santidad y el cielo separados de su vida ordinaria y de este mundo.
«La espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Tomás de Aquino pone en relación este texto con el del Apocalipsis, que anuncia «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1) para comentar que: «toda criatura sensible recibirá como una gloria nueva»[80]. La imagen de Dios concierne a todo el ser humano, cuerpo y alma. «Nuestros cuerpos mortales un día volverán a tener vida»[81]. Nuestra vida en cuanto histórica y personal, la narración de nuestra existencia de algún modo, y también nuestras relaciones con los demás, estarán de algún modo presentes en nuestro cuerpo resucitado reunido a nuestra alma. Nuestra libertad hace, como decía Tomás de Aquino, que seamos padres de nuestros actos. Podemos decir también con Gregorio de Nisa que nos engendramos a nosotros mismos con nuestros actos[82]. Así pues, Dios no es un juez arbitrario.
Nada de lo que hayamos hecho se pierde ante la mirada de Dios. También el artista que borrase una de sus telas para pintar otra cosa, una naturaleza muerta que dejase sitio a un retrato, recuperará en cierto modo en el más allá tanto la fuente de fruta como el rostro que lo sustituyó. Así la Iglesia puede rezar por los difuntos: «Beati mortui, qui in Domino moriuntur. Amodo requiescant a laboribus suis: opera enim illorum sequuntur illos»[83].
Podemos conjugar nuestro apoyo a los fieles que parecen tener vocación al testimonio escatológico de una vida religiosa −quizá hoy más necesaria que nunca para la Iglesia y el mundo−, animando de los demás a amar el mundo −no entendido aquí en el sentido de mundanidad−, el mundo que les pertenece y es el lugar donde Dios se revela a ellos (cfr. Rm 1,20): el lugar de su diálogo con Dios que reconcilió el mundo consigo (cfr. 1Co 5,19; Col 1,20). Este mundo es un don que Dios nos hace. Llenar de contenido nuestra relación con Dios es objeto de nuestra oración, es la materia de nuestra vida. Y es también una tarea. El Papa Francisco nos invita a considerarnos sus «administradores responsables»[84]. Lejos de despreciar las cosas materiales, mantengamos una cierta distancia que preserva nuestra libertad: tengo el derecho de estar desprendido.
Somos «herederos de Dios, coherederos de Cristo» (Rm 8,17). ¿Cuál es esa herencia? Recibimos en posesión lo que es de Cristo: la filiación divina. La herencia de los «hijos en el Hijo», según las palabras del Concilio Vaticano II, es sufrir con Jesús para estar con él en la gloria. Esa herencia es la pasión, la cruz y la resurrección. Es el amor eterno del Padre y el cumplimiento de su voluntad (cfr. Mc 14,36).
Para reforzar el deseo de santidad de las personas, ayudémosles a mirar a Cristo antes que mirarse a sí mismos, lo que significa rezar. Según las palabras de Jean Daniélou, «aunque fuésemos culpables de los errores más graves, tendríamos que comenzar por la unión con la Trinidad, y luego pensar en nuestros pecados»[85]. El placer será cada vez más poderoso que el deber. San Agustín llama «delectatio victrix» a ese gusto vencedor de la alegría por las cosas de Dios que triunfa sobre el placer. De ese modo compartimos los sentimientos de Cristo, según las palabras de San Pablo a los Filipenses, «los mismos sentimientos» (Fil 2,5), dirigidos al futuro y a los demás[86], y así adoptamos las “costumbres”, el estilo de Cristo: «homoetheian»[87], dice Ignacio de Antioquía, con la idea de similitud aplicada al modo de ser. «Olvidando lo que queda atrás, una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alto por Cristo Jesús. Así pues, los que somos perfectos tengamos estos sentimientos. Y si en algo pensáis de otro modo, también eso Dios os lo hará ver» (Fil 3,13-15). En esa línea, el confesor nutre una verdadera ambición de santidad por cada fiel, también en la vida ordinaria. Anclada ciertamente en el Cielo, enseña el Papa Francisco, «la esperanza además se extiende hasta los límites, a todo lo largo y ancho del presente diario e inmediato, y ve posibilidades nuevas en el prójimo y en lo que se puede hacer aquí, hoy»[88].
Para ser cada vez mejor confesor, el sacerdote debe ser un buen hijo de Dios y hermano de sus hermanos y hermanas en Cristo. El Concilio Vaticano II enseña que «los sacerdotes son hermanos entre sus hermanos»[89]. «Todos sois hermanos» (Mt 23,8), dice Cristo. El Beato Pablo VI escribía en su encíclica Ecclesiam suam, citada en una nota en el Decreto sobre los sacerdotes: «Hay que hacerse hermanos de los hombres por el mismo hecho de que deseamos ser sus pastores, sus padres y sus maestros»[90].
Como hermano y padre en Cristo, el sacerdote ejerce la caridad pastoral e inspira confianza. En la Eucaristía rezaremos por todos los que acuden a nosotros. Nos encontraremos a menudo haciendo penitencia nosotros por los demás, procurando imponer ordinariamente penitencias muy ligeras.
La complejidad de las cuestiones con las que debemos enfrentarnos nos obliga a una permanente actualización de nuestros conocimientos doctrinales; Santa Teresa de Ávila daba mucha importancia a los confesores[91]. También hay que conocer los elementos del lenguaje útiles a nivel pastoral, sabiendo que nada sustituye el lenguaje del corazón humilde abierto al Espíritu Santo.
«¡Qué hermoso debe ser confesar!». Es lo que decía un día un penitente a un sacerdote. Es el «sacramento de la alegría»[92].
Los penitentes piden perdón de sus pecados y necesitan saberse amados por Dios. La confianza en la Providencia paterna está acompañada por el sentido de fraternidad de los hijos de Dios. Si en cierto modo el Antiguo Testamento nos dice lo que Dios es y nos habitúa a una amistad con Él, el Nuevo nos muestra quién es Él[93]. Los mandamientos nos dicen qué hay que hacer o evitar, las bienaventuranzas nos dicen qué debemos ser y qué seremos: «Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Mandamientos y bienaventuranzas son las «palabras de vida eterna» (Jn 6,68) que nos llevan a vivir en el Verbo eterno del Padre.
El sacramento de la Penitencia es el sacramento de conversión gracias al cual sucede el encuentro personal del penitente con Cristo. A Él prestamos nuestra voz y todo nuestro ser para actuar in persona Christi capitis Ecclesiae. La confesión transforma la existencia de los fieles, a través de la mediación de la Virgen María, de la que invocamos su intercesión durante la celebración del sacramento. Hemos perdido tantos conceptos muy queridos para el corazón de la gente, especialmente hoy: amor gratuito, unidad, promesa, felicidad, dolor y alegría, libertad, vocación, confianza, deseo. Todo eso se podría resumir pensando lo que nos dice la Iglesia sobre la esperanza: «La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo»[94]. Al reflexionar en nuestro tema, me he dejado llevar por la esperanza por así decir sin haberlo querido, viendo siempre en el Decálogo, en las Bienaventuranzas y en la filiación divina la presencia amorosa de Dios. Podemos amar incluso lo que no entendemos, porque el corazón es siempre capaz de dilatarse. Actualmente, el Papa Francisco habla de la esperanza en sus audiencias semanales. Como confesores, somos misioneros de esperanza: «El verdadero cristiano es así: ni quejica ni enfadado, sino convencido, por la fuerza de la resurrección, de que ningún mal es infinito, ninguna noche es sin término, ningún hombre está definitivamente equivocado, ningún odio es invencible para el amor»[95]. ¡En nuestra debilidad, podemos ir adelante! Ese es el mensaje lleno de misericordia de la confesión sacramental. La esperanza es quizá la virtud que el penitente más busca, llevado por el deseo del resultado y angustiado por la opinión de los demás. Busca la esperanza a través del perdón de sus pecados y de nuestra ayuda paterna. La esperanza nace de la fe y del amor, y al mismo tiempo, como decía Péguy, es esa niña que se mete detrás de sus hermanas mayores, fe y caridad, porque la esperanza ve y ama lo que será[96].
Guillaume Derville
Fuente: collationes.org.
Traducción de Luis Montoya.
[1] La primera antepasada citada, Louise de Meunier, se casó con Victor Rimbaud, mi tatarabuelo. La otra, Madame Xavier Dupont de Dinechin, nacida Marguerite Favre (1827-1903), tuvo un quinto hijo, Joseph, que a su vez tuvo cinco hijos y murió en 1947.
[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1468 y 1469, que cita a San Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, 31.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 1423.
[4] Cfr. André Vingt-Trois, Entrevista con Bruno Bouvet e Isabelle de Gaulmyn, La Croix, 4-X-2017.
[5] Jean Daniélou, Jean-Baptiste témoin de l’agneau, Seuil, Paris 1964, 99 [no he encontrado edición castellana (ndt)].
[6] Jean Daniélou, Mensaje evangélico y cultura helenística: siglos II y III, ed. Cristiandad, Madrid 2002.
[7] Así, por ejemplo, el acto conyugal es un acto de caridad donde Dios está presente, como Cristo está unido a su Iglesia, según Ef 5,32.
[8] Cfr. Guillaume Derville, La liturgia en Daniélou, en Storia e mistero. Una clave de acceso a la teología de Joseph Ratzinger y Jean Daniélou (ed. Giulio Maspero y Jonah Lynch), EDUSC, Roma 2016, 272-276: “Fecundidad recíproca del contenido de la fe y de la pastoral: liturgia, doctrina y vida espiritual”.
[9] San Agustín, De Doctrina Christiana, lib. IV, cap. XXVIII; cfr. Santo Tomás de Aquino, STh II-II, q. 177, a. 1c.
[10] Cfr. Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Primera Parte, ed. Planeta, Madrid 2007.
[11] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1701-1715.
[12] Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Primera Parte, cit.
[13] San Gregorio de Nisa, Vida de Moisés. Cfr. Jean Daniélou, Ảκολουθία chez Grégoire de Nysse, “Revue des Sciences Religieuses”, 27-3 (1953), 233: “el engranaje” de los pecados [no he encontrado edición castellana (ndt)].
[14] Cfr. Blaise Pascal, Pensamientos, ed. Valdemar, Madrid 2001.
[15] San Josemaría Escrivá, Forja, 92.
[16] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2337-2347.
[17] Cfr. Albert Vanhoye, Carta a los Hebreos, ed. BAC, Madrid 2014. Cfr. múltiples acusaciones de pecadores entre sí: Gn 3, Ex 32,2-5.22.
[18] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2069.
[19] Pontificale Romanum, De ordinazione presbyterorum (ed. typica altera 1990), n. 135, p. 78.
[20] San Francisco de Asís, VII. Carta a los fieles.
[21] Regula I fratrum minorum: «contritis et confessis».
[22] En la Transfiguración, Moisés, que había recibido las tablas, y Elías «hablaban de la salida de Jesús que iba a cumplirse en Jerusalén» (Lc 9,31). Hablaban de la salida de Jesús de esta vida a un mejor más allá: de su muerte y resurrección.
[23] En el ejercicio de nuestro ministerio, debemos ayudar a los fieles a recorrer ese camino de filiación. Lo que es importante es que hagan progresos, ya que, como decía san Agustín hablando de la vida cristiana, «non progredi, regredi est» (Sermo 169, 15): quien no avanza, retrocede. En vista de ese fin, es útil dar algunas ideas concretas de estilo de vida cristiana: ofrecer la jornada, actualizar la presencia de Dios y la conciencia de la filiación divina, dedicar algunos minutos cada día a leer el Nuevo Testamento a la luz del Antiguo, visitar cada día al Santísimo Sacramento, hacer un breve examen de conciencia por la noche, ayudar a la gente sola, etc.
[24] Cfr. San Juan de Ávila, Audi filia, Tercera Parte, 92: «Además, no es flojo ni descuidado en servir hoy, por haber servido muchos años pasados; ni se tiene por desobligado de hacer un servicio, porque ha hecho otro, como dice el Santo Evangelio; mas tiene de continuo un hambre y sed de justicia (Mt 5,6), que todo lo hecho tiene por poco, mirando lo mucho que ha recibido, y lo mucho que merece el Señor a quien sirve».
[25] Catecismo de la Iglesia Católica, 1717.
[26] San Gregorio de Nisa, Homilías sobre el Cantar de los Cantares, VIII, ed. BAC, Madrid 2001.
[27] Cfr. Guillaume Derville, Histoire, mystère, sacrements. L'initiation chrétienne dans l'œuvre de Jean Daniélou, Desclée de Brouwer, Perpignan 2014, 245-248 [no he encontrado edición castellana (ndt)].
[28] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 75 y cfr. 114. Cfr. Camino, 264, 292, 404, 405, 516, 711, 712.
[29] Ídem, Forja, 384.
[30] Gaudium et spes, 43.
[31] Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Primera Parte, cit.
[32] Catecismo de la Iglesia Católica, 490.
[33] Cfr. Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Primera Parte, cit.
[34] Cfr. San Gregorio de Nisa, Homilías sobre las Bienaventuranzas, I y V.
[35] Cfr. Catherine Vincent, «Je panse donc je suis» («vendo las heridas, luego existo»), en «Le Monde», 17-IX-2016, sobre la cátedra de filosofía abierta en 2016 en el hospital del Hôtel-Dieu (París).
[36] San Josemaría Escrivá, Forja, 1005.
[37] Cfr. Sadi, Gulistán: cap. III, cuento 19: «Una vez, cuando mis pies estaban desnudos, y no tenía medios para comprar zapatos, fui muy abatido al jefe de Kufah, y vi a un hombre que no tenía pies. Volví dando gracias a Dios y reconociendo su misericordia, y aguanté mi falta de zapatos con paciencia».
[38] Francisco, Mensaje para la XXIX Jornada Mundial de la Juventus 2014 de Cracovia, 21-I-2014, 1.
[39] Ibídem.
[40] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1717.
[41] Está muy presente en el comentario de Joseph Ratzinger sobre el Sermón de la montaña, en Jesús de Nazaret, Primera Parte, cit.
[42] Cfr. «παράδεισος» en Horst Balz - Gerhard Schneider, Diccionario exegético del Nuevo Testamento, ed. Sígueme, Madrid 2012, col. 751-753.
[43] La extensión de la superstición es grande en los países «ricos». En un instituto parisino «católico», en el año 2017, un profesor de física preguntó a sus alumnos de 14-15 años quién de ellos había leído esa mañana el horóscopo; la mitad alzó la mano. Chesterton dice: «Cuando un hombre deja de creer en Dios, no cree en nada, y cree en todo». La cita sería apócrifa ya que, según la American Chesterton Society, esa frase no se encuentra en los escritos de Chesterton. Robin Rader afirma que podría venir de la unión de dos frases: «El primer efecto de no creer en Dios es que pierdes el sentido común» (The Oracle of the Dog, 1923) y «Todos los materialistas extremos se balancean en el borde de la creencia, de creer en casi cualquier cosa» (The Miracle of Moon Crescent, 1924). ¡No creer en Dios quiere decir creer en todo! Hoy, en las empresas, el fenómeno del «Reiki» está bastante difundido [“energía universal”: medicina alternativa oriental mediante la imposición de las manos para trasmitir el “reiki”, la “energía universal” (ndt)].
[44] Cfr. Jean Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, ed. Paulinas, Madrid 1969.
[45] Gilbert Cesbron, Es Mozart quien muere, ed. Destino, Madrid 1970.
[46] Cfr. San Juan Pablo II, Evangelium vitae, 25-III-1995, 99-100.
[47] Gaudium et spes, 24.
[48] Cfr. Claude Matuchansky, «Lifelines», Wakley Prize Essay, en The Lancet, Dec. 19/26 2015: 386, 2539-2540: www.thelancet.com.
[49] Maurice Blondel, La acción, ed. BAC, Madrid 1996: «La necesidad del hombre es ser igual a sí mismo, de modo que nada de lo que es permanece ajeno a su voluntad».
[50] Cfr. Alasdair MacIntyre, Tras la virtud, ed. Crítica, 2001 (en el cap. 14 sobre la naturaleza de las virtudes): «Una virtud es una cualidad humana adquirida cuya posesión y ejercicio tiende a permitirnos alcanzar aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia nos impide efectivamente lograr tales bienes». Para MacIntyre, de esta asimilación de los bienes internos vienen efectos personales y sociales: gracias a la virtud mejoran su propio juicio (la conciencia) y su propia acción. La virtud aumenta nuestra eficiencia y permite que un aprendizaje positivo responda a la formación recibida; aumenta nuestra capacidad de llevar a los demás a lo que es bueno y, finalmente, quien está en posesión de bienes internos es capaz de mejorar la práctica.
[51] Cfr. Henri de Lubac, Catolicismo, ed. Encuentro, Madrid 1988.
[52] Cfr. ibídem, 95, y Mt 16,24 y par.
[53] Imitación de Cristo, Libro tercero, capítulo 3, ed. San Pablo, Madrid 1996.
[54] Fernando Ocáriz, La adopción filial y el misterio de Cristo, en el Comentario de Santo Tomás a la Carta a los Romanos, en Pontificia Academia Sancti Thomae Aquinatis, La interpretación de Santo Tomás de las Doctrinas de San Pablo, Actas de la IX Sesión Plenaria (19-21-VI-2009), Doctor Communis 1-2, Roma 2009, 114-130. Cfr. Santo Tomás de Aquino, Ad Romanos, c. VIII, lec. III (Marietti, n. 651): «dicit si tamen compatimur, id est simul cum Christo patienter sustinemus tribulationes huius mundi».
[55] Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Primera Parte, cit.: «En la cruz su ser Hijo, su ser uno con el Padre, se hace reconocible. La cruz es la verdadera “altura”. Es la altura del amor “hasta el fin” (Jn 13,1); en la cruz Jesús está a la “altura” de Dios, que es Amor. Ahí se puede “conocerle”, se puede comprender el “Yo Soy”».
[56] Gaudium et spes, 22.
[57] Cfr. San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, V Estación: «A veces la Cruz aparece sin buscarla: es Cristo que pregunta por nosotros. Y si acaso ante esa Cruz inesperada, y tal vez por eso más oscura, el corazón mostrara repugnancia... no le des consuelos. Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!».
[58] Francisco, Meditación a los párrocos de la diócesis de Roma, 2-III-2017.
[59] Ibídem.
[60] Charles Journet, Charlas acerca de la gracia, ed. Obisa, Madrid 1979.
[61] Cfr. Lumen gentium, 3. Cfr. José Luis Illanes, El Catecismo de la Iglesia Católica en el contexto cultural contemporáneo, en Antonio Aranda (ed.), «Creemos y conocemos». Lectura teológica del Catecismo de la Iglesia Católica, ed. Eunsa, Pamplona 2012, 49.
[62] Cfr. José Luis Illanes, ibídem.
[63] Ernst Jünger, Sobre los acantilados de mármol, ed. Tusquets, Barcelona 2008, 38.
[64] San Juan Pablo II, Homilía, 23-III-1980. Jean Daniélou escribía algo parecido en 1967, en La Trinidad y el misterio de la existencia, cit., 67: «El Padre eterno engendra el Hijo. Es una misteriosa participación en esa generación eterna a la que nos asocia en el tiempo engendrándonos también en la participación que es la nuestra en la vida de su Hijo».
[65] Fernando Ocáriz, Sobre Dios, la Iglesia y el mundo, ed. Rialp, Madrid 2013.
[66] Henri de Lubac, Catolicismo, cit.; cfr. nota 2, que remite a De diversis quaestionibus, q. 68, n. 6 (PL 40: 73), y De vera religione, c.7, n. 13: en toda criatura está inscrita «el orden perfecto de su destino», que es «no apartarse del orden universal» (PL 24: 128).
[67] Cfr. Louis Bouyer, La Biblia y el Evangelio, ed. Rialp, Madrid 1995.
[68] Cfr. Cornelio Fabro, Presentación en Carlos Cardona, Metafísica del bien y del mal, ed. Eunsa, Pamplona 1987, 9: «Es posible amar a Dios y hacer del amor a Dios el móvil primero de la propia vida solo en cuanto el hombre lleva siempre consigo, es decir, lleva a la presencia de su conciencia, la elección que hizo de Dios como último fin. O sea, no solo en cuanto en cada acto de virtud y de resistencia al mal se auto-reconoce sino también en cuanto se auto-pone –al menos con la intención habitual– en la decisión que hizo de tender a Dios en el proyecto global de su vida, o bien en cuanto ‘subyace’ o se sobreentiende como el que tiende a Dios y a la edificación de su Reino en la tierra».
[69] Cfr. Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Prima Parte, cit.
[70] Cfr. John-Henry Newman, «La inmortalidad del alma», en Sermones parroquiales, ed. Encuentro, Madrid, 2007, 45-46.
[71] Cfr. San Josemaría Escrivá, Surco, 628: cfr. Dn 9,23; 10.11-19. Cfr. ídem, Predicación, «Non est abbreviata manus Domini», Madrid, 26-VII-1937, p. 230, cit. en Opera Omnia I/1, Camino, ed. critico-histórica (Pedro Rodríguez), Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer, comentario del punto 474, 631: Ignacio «arde en deseos de adquirir ciencia para servir así a Jesucristo»; cfr. ídem, “Vivir para la gloria de Dios”, Roma, 21-XI-1954, en Opera Omnia, V/1, En diálogo con el Señor. Textos de la predicación oral, ed. critico-histórica, (Luis Cano y Francesc Castells), ed. Rialp, Madrid 2017, n. 6i, 114.
[72] Chesterton, también periodista, decía: «El periodismo consiste principalmente en decir “Lord Jones está muerto” a personas que nunca supieron que Lord Jones estaba vivo».
[73] Pauline de Vaux, psiquiatra y especialista en adictos, en «La Croix», 18-V-2017, 20. Según un estudio publicado en La Croix el 20-III-2017, un tercio de los niños de entre 13-14 años ya han visto un vídeo pornográfico en Internet, y un adolescente de cada dos ha visto un vídeo pornográfico, habitualmente en su móvil. Prácticamente todos ignoran el carácter personal de la sexualidad.
[74] Alex-Ceslas Rzewuzki O.P. (1901-1993), À travers l’invisible cristal. Confessions d’un Dominicain, Plon, Paris 1976, 300-301 [no he encontrado edición castellana (ndt)].
[75] Albert Vanhoye, Carta a los Hebreos, cit., 301-303.
[76] John-Henry Newman, «De la santidad indispensable para la felicidad eterna», en Sermones parroquiales, cit., 27.
[77] Catecismo de las Iglesia Católica, 1820.
[78] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, la fe (1814-1816); la esperanza (1817-1821).
[79] Cfr. San Agustín, Carta 130 a Proba, 24: CSEL 44,68: “In eisdem tribus pro conscientia bona spes posita est”; Agustín comenta 1Tm 1,5: “la caridad que surge de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe sincera”.
[80] Santo Tomás de Aquino, In Epist. Ad Rom., c.8, lect.4.
[81] Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 203.
[82] Cfr. San Gregorio de Nisa, Vida de Moisés II, 2-3, cit.
[83] Missale Romanum, Iuxta typicam tertiam emendatam, Missa defunctorum, B.3, Ant. Ad introitum (cfr. Ap 14,13).
[84] Francisco, Laudato si’, 116.
[85] Jean Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, cit., 33-34.
[86] Cf. Horst Blatz - Gerhard Schneider, Diccionario exegético del Nuevo Testamento, col. 1830-1832: φρονἑω (Fil 2,5-7).
[87] San Ignacio Antioqueno, Carta a Policarpo I, 2, 147.
[88] Francisco, Meditación a los párrocos de la diócesis de Roma, cit., 10.
[89] Presbyterorum Ordinis, 9.
[90] Beato Pablo VI, Ecclesiam suam.
[91] Cfr. Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, cap. V. «Cuánto importa que los confesores estén instruidos».
[92] San Josemaría Escrivá, cit. por el Beato Álvaro del Portillo en Entrevista sobre el fundador del Opus Dei (Cesare Cavalleri), Rialp, Madrid 1992, cap. 9. Cfr. Rituale Romanum - Ordo paenitentiae (2-XII-1973): editio typica (1974).
[93] Cfr. Jean Daniélou, Approches du Christ, Grasset, Paris 1960, 81, citando a Wilhelm Vischer [no he encontrado edición castellana (ndt)].
[94] Catecismo de la Iglesia Católica, 1817.
[95] Cfr. Francisco, Audiencia general, “Misioneros de esperanza hoy”, 4-X-2017.
[96] Cfr. Charles Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, ed. Encuentro, Madrid 1991. «Será»: por eso no se ve (cfr. Rm 8,24-25).
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