Se siente con urgencia la necesidad de reestructurar la pastoral del noviazgo, ofreciendo una preparación al matrimonio mucho más integral y articulada, estructurada en forma de Itinerarios de fe para novios
El artículo sugiere algunos criterios para crear y articular esos Itinerarios de fe: la vocación al amor como un camino de fe, pues ambas realidades son inseparables y se iluminan recíprocamente; la importancia de conocer bien el perfil del sujeto −los novios− al que va destinado el Itinerario de fe; entender el noviazgo como un tiempo en que comienza a generarse una nueva identidad en el sujeto: su ser esponsal; redescubrir la centralidad de la vocación del cuerpo y el significado de la diferencia sexual; encuadrar el tiempo del noviazgo dentro de la estructura sacramental de la vida cristiana, si no queremos diluirlo en otros enfoques que desvirtúan su más neta identidad. Los diferentes momentos del Itinerario de fe para novios han de integrarse dentro de una liturgia familiar y doméstica que es, a día de hoy, una realidad que la pastoral familiar debe volver a recuperar.
Se siente con una urgencia cada vez mayor la necesidad de reestructurar la pastoral del noviazgo. La inquietud no es nueva, pues ya la recogió en su momento el concilio Vaticano II[1], la Familiaris consortio en el año 1982[2], el Directorio de la pastoral familiar en España[3], Benedicto XVI[4] y, más recientemente, el Papa Francisco[5]. Es importante tomar conciencia de que la atención pastoral a los novios es una responsabilidad de toda la Iglesia y, de una manera más concreta, de las diócesis, que son las que articulan en lo concreto la fisonomía de esta pastoral específica.
A día de hoy, la pastoral del noviazgo acusa la dirección por la que camina la pastoral en general, guiada aún por un principio cuanto menos cuestionable: se sigue dando la primacía al criterio de lo urgente, y se margina lo importante y necesario, quizá porque requiere más tiempo y, a la larga, implica mayor lentitud en los resultados. Es importante también no plantear el noviazgo como una situación a resolver, o como una realidad pastoral aislada, es decir, desvinculada de otros sectores de la pastoral, tal como ya indicó en su momento el Directorio de la pastoral familiar en España[6]. En particular, sería muy recomendable que la pastoral del noviazgo estuviera articulada en conexión con otras catequesis, sobre todo con la de los jóvenes que sepreparan para la Confirmación. Es verdad que la Iglesia tiene el deber pastoral de acompañar a los matrimonios y a las familias; pero, una pastoral familiar que quiera ser eficaz a medio y largo plazo, ha de comenzar por afianzar, desde el punto de vista catequético, todas las etapas previas al matrimonio hasta llegar a la etapa del noviazgo. Así, en la catequesis de Confirmación, o en la pastoral de jóvenes debería trabajarse ya, por ejemplo, toda la educación afectivo-sexual, tocando cuestiones que en el noviazgo pasan a ocupar un puesto central.
Es también un sentir general que los cursos de novios, tal como siguen planteándose en la actualidad, no responden adecuada y suficientemente al interés pastoral y existencial de esta etapa del noviazgo. Con una preparación al matrimonio que siga centrándose tan solo en los cursillos de novios seguiremos moviéndonos en una pastoral vocacional de mínimos que, en la práctica es permitida para el sacramento del matrimonio, pero no para el sacramento del orden o para la vida consagrada. En este sentido, los últimos Papas no han dejado de marcar claramente el horizonte hacia el que hay que caminar, insistiendo en la idea de una preparación al matrimonio mucho más integral y articulada, tanto remota, es decir, comenzando en la familia, como próxima e inmediata, es decir, estructurada en forma de Itinerarios de fe para novios[7]. Estos Itinerarios de fe no son solo catequesis o cursos sobre el matrimonio. Se trata, más bien, de una especie de catecumenado, es decir, una experiencia más integral, que busca suscitar, animar y sostener la fe y la conversión de los novios, a través del camino y de la experiencia del amor que ellos están haciendo. Estos Itinerarios pueden organizarse tanto a nivel parroquial como interparroquial; pero, en cualquiercaso, es importante que el criterio de la unidad guíe su estructuración en toda la diócesis. A este criterio de la unidad, pueden añadirse otros, que aquí sugerimos de manera breve y sucinta.
Evangelizar no es otra cosa que anunciar el Evangelio, para suscitar la fe en el sujeto, en el caso de que esa fe se hubiera perdido, y para suscitar una más profunda conversión de vida, en el caso de que el sujeto que se acerca tenga todavía una fe aún viva. En los milagros, en la predicación, en los diálogos con los distintos personajes del Evangelio, Cristo busca siempre una respuesta de fe en aquel que se le acerca. Pero, la fe está unida íntimamente al amor; es más, la fe es una forma de amar. En labios de Cristo, la pregunta “¿Crees en mí?” bien podía resonar en el corazón del que le escuchaba como un “¿Me amas?”. Por tanto, acompañar la experiencia de amor de los novios es ya una forma y un camino de evangelización, que toma pleno sentido cuando se trata de un camino acompañado desde las etapas previas de la catequesis. Hay una fuerte correlación entre la experiencia de fe de los novios y la experiencia de amor que ellos están viviendo[8]. Esa experiencia de amor que viven es tan profunda, toca tan en la raíz lo más íntimo de la persona, que sacude desde sus cimientos lo más central de su existencia. El noviazgo, además, supone una ocasión en que vuelven a replantearse muchas de las cuestiones más radicales de la vida, removidas por la experiencia impactante que supone la irrupción del amor y del otro en la propia vida. Por eso, en el contexto de esta experiencia de amor, el planteamiento de la cuestión de Dios y de la vivencia de la fe termina siendo algo ineludible en la relación de pareja y una ocasión privilegiada para el anuncio del evangelio del amor por parte de la Iglesia. Así pues, la atención evangelizadora de la Iglesia en esta etapa del noviazgo es crucial, pues en ella está en juego el fracaso o no de una vida y, por ende, el crecimiento o no en la fe.
La actual tendencia cultural inclina hacia una polisemia de significados en torno a la sexualidad y el amor, que incitan a la pareja de novios a inventar y reinventar su propia experiencia de amor, recluyéndola en el ámbito privado de sus deseos, proyectos y elecciones[9]. Ahora bien, frente a esta “invención del amor” por parte del sujeto, la pastoral del noviazgo ha de proponer más bien la “revelación del amor”, es decir, el descubrimiento de un Amor primero y originario, que se hace presente y acompaña la experiencia de amor de los novios. Ese Amor no es subjetivo, no nace en la voluntad o en el deseo de los novios, no lo diseñan ellos según su gusto o a su medida, sino que es objetivo, es decir, les precede, y ha de ser recibido y redescubierto por ellos en la experiencia de amor que les une. Una de las claves del noviazgo ha de ser precisamente ayudar a los novios a descubrir en sus vidas esta revelación del amor, este don inicial de un Amor primero y radical, que va por delante y que ellos reciben como un don en el camino de amor mutuo que están iniciando. Aprender a recibir este don primero del amor es importante para que los novios aprendan a amar y a entregarse el amor mutuamente. Después, el acompañamiento personal y toda la preparación que ofrezca el Itinerario de fe habrán de ayudar a los novios a dar el paso de ese amor, recibido inicialmente como don, al horizonte de una vida que ha de entenderse como don mutuo de sí. Así pues, una de las tareas evangelizadoras centrales a lo largo del noviazgo será la de enseñar a los novios a descifrar su experiencia de amor a la luz de la Revelación y del diseño divino sobre el amor humano, siendo conscientes de que en ese camino ambos pueden llegar a vivir una nueva e intensa experiencia deDios. Aquí está la verdadera catequesis hacia la que ha de orientarse el noviazgo, sabiendo aprovechar la pedagogía del amor para anunciarles, precisamente, el Evangelio del amor.
A la hora de dar perfil propio a la pastoral del noviazgo es fundamental conocer el destinatario a quien hemos de acompañar. Uno de los principales obstáculos para la evangelización en general, y para la pastoral del noviazgo en particular, es el sujeto romántico y emotivista con el que hemos de dialogar. Se le ha llamado “sujeto líquido”[10], es decir, afectivamente débil y frágil, que vive sumido en la soledad afectiva de su propio individualismo. Los novios que se acercan al matrimonio adolecen de esta personalidad narcisista y adolescente, que vive anclada en una visión del amor y del matrimonio definida desde la emoción y el sentimiento. Es la dificultad de fondo para entender el amor en clave de compromiso, donación de sí y comunión. Urge, por tanto, reconstruir el verdadero sujeto afectivo: un sujeto que sepa integrar toda su vida afectiva en la vocación al amor y en la lógica del don y la comunión, que es el eje del amor, primero en el noviazgo y, de una manera más clara y directa, en el matrimonio. Por eso, como hemos dicho antes, es importante preparar el noviazgo ya en las etapas catequéticas previas.
Este sujeto emotivista es, además, autónomo e individualista. Le cuesta integrar el valor de las relaciones personales en el proceso de formación de su propia identidad humana y personal. Esta es otra de las dificultades de fondo que tienen los novios para integrar en su proyecto de vida las nuevas relaciones que se empiezan a entablar y, sobre todo, para llegar a descubrir una de las más importantes conquistas del noviazgo: ese bien común que es el “nosotros”, una realidad que comienza a construirse ya en el noviazgo y que está llamada a ser el bien específico que se ha de buscar en la entrega mutua del matrimonio. El otro riesgo del individualismo será confundir la intimidad del amor con el intimismo y el subjetivismo, es decir, convertir el noviazgo en un espacio acotado y tranquilizador, en el que se busca ante todo la consonancia de sentimientos, emociones y estados de ánimo, más que el ideal por construir una entrega mutua y compartir un proyecto de vida. Es una forma más de convertir la experiencia amorosa en una experiencia puramente sentimental. Con el tiempo, muchas parejas que recorrieron así, sin el acompañamiento adecuado, este camino del noviazgo, comienzan la andadura de su matrimonio acusando muy pronto un desgaste afectivo grande y una clara desorientación, pues se casaron sin saber muy bien para qué.
La falta de unidad de vida caracteriza también a este sujeto, que es hijo de una cultura que vive sumida en una crisis de temporalidad. A su desestructuración afectiva se añade así la dificultad para plantearse la vida como un todo unitario e integrado, como un proyecto. La linealidad del tiempo deja paso a un tiempo fragmentado, concebido como un conglomerado de momentos y etapas, en el que hay poco espacio para un incierto futuro. En este ahora inmediato, el único que preocupa, se suceden los ámbitos, acciones y funciones, con el riesgo de convertir el matrimonio en una mera superposición de convivencias, de roles y de tareas, en el que difícilmente cabe un proyecto a medio o largo plazo. De aquí nace otra de las dificultades de fondo para plantearse el matrimonio no como algo pasajero sino como una vocación de vida, y no como una mera convivencia funcional y consensuada sino como un camino de comunión en el que prima el ideal común del “nosotros” conyugal. En esta perspectiva, los novios han de aprender a descubrir que la fuerza del amor verdadero, entendido como entrega y don de sí, es capaz de polarizar todas las dimensiones de la vida y todo el tiempo de la persona.
Es verdad que muchos de estos novios se acercan al matrimonio sin haber conocido en su vida un referente ejemplar y positivo. Cada vez más parejas proceden de familias desestructuradas, en las que han aprendido una vivencia del amor y del matrimonio al margen de la fe, y de las que heredan carencias afectivas de muy diverso tipo. Todo este bagaje recibido será una pieza clave del noviazgo, hasta el punto de que puede llegar a determinar en positivo o en negativo la experiencia de amor de la pareja a lo largo de esa etapa. El contraste es grande porque, con todos estos presupuestos negativos, el amor que los novios experimentan les abre de manera natural hacia un horizonte de infinitud que el mismo amor promete y hacia el que los novios se sienten atraídos de manera irresistible. La labor de acompañamiento personal, que también pueden realizar otros matrimonios estables y duraderos, será decisiva para hacer visible que el ideal del amor es posible. La guía personal habrá de ayudar a estos novios a integrar todas sus propias limitaciones y carencias en un horizonte mayor, hacia el que apunta el amor y que no es otro sino el descubrimiento de un Amor más grande, incondicional y eterno, en el que ambos han de apoyarse, si quieren dar solidez y permanencia a su camino.
El noviazgo es un tiempo en que se comienza a adquirir una nueva identidad: la identidad esponsal. Es el tiempo de pasar del yo al tú, del tú al nosotros, y del nosotros al “Dios en nosotros”. Entre estos diferentes niveles no se da un crecimiento lineal sino que se viven todos a la vez y se crece en la unidad de todos ellos. ¿Cuáles son las relaciones que hay que resituar? En primer lugar, la relación de cada uno consigo mismo, con su biografía personal, con todo ese bagaje personal que cada uno de los novios trae a la nueva relación de pareja. Muchas de las crisis que se van generando en la convivencia del matrimonio tienen su raíz en esa herencia familiar que cada uno aporta al propio matrimonio: su educación, el modelo de familia de sus padres, carencias afectivas, criterios de vida aprendidos de los padres, lo que cada uno ha sido o no antes del noviazgo... Lo difícil será, primero, reconocer ese legado que cada uno aporta a la relación de pareja; después, integrarlo en la nueva relación que se asume y, más tarde, en el proyecto común de matrimonio que se quiere buscar. Del contraste con las tradiciones y la herencia familiar del otro ha de surgir una ardua tarea de autocrítica y autoconocimiento que, por otra parte, encuentra en el amor del noviazgo el clima idóneo para la corrección, la mejora y la superación.
Están también los contenidos derivados de la relación de pareja que ambos han asumido y a la que tienen que ir dando fisonomía y perfil propio. De la atracción meramente física se llega a la atracción hacia los valores masculinos y femeninos del otro, con lo que se dispone ya el camino hacia un progresivo descubrimiento del significado personal del otro. Es el momento de cultivar actitudes interiores: la fidelidad, la estima mutua, el respeto recíproco, la comprensión y aceptación, la escucha... En este clima de creciente confianza e intimidad, el amor hace posible las tareas más arduas que conlleva el mutuo conocimiento, como corregir las desviaciones, contrastar pareceres, lograr conquistas comunes, vivir el perdón y la corrección... Todo esto supone un paso de maduración importante, dentro del ámbito psicológico y afectivo, en el que se va interiorizando cada vez más la mutua complementariedad. En este ámbito personal, se va conquistando un descubrimiento mayor: la totalidad de la persona amada, que se nos aparece como única, exclusiva e irrepetible. Este valor total de la persona va pasando a un primer plano, hasta el punto de que la relación yo-tú va encontrando su centro: buscar la felicidad con el otro y llegar a la propia plenitud en la mutua entrega de sí. El “nosotros” aparece ya como el bien común mutuamente buscado y habrá de convertirse en el pilar de la comunión conyugal.
Con el descubrimiento personal del otro llega también el descubrimiento del significado del compromiso. Tras las primeras fases del noviazgo, llega el momento de comprometerse juntos en un proyecto común que, si bien está llamado a madurar y crecer con el paso de los años, será uno de los pilares en los que se apoye la futura comunión conyugal y familiar. Se van integrando cuestiones que ayudan a apuntalar aún más esa relación de pareja: la uniformidad o no en el origen social, el ámbito del trabajo, los círculos de amistades, la relación con las familias de origen, el planteamiento de la relación con Dios, la vida eclesial, la sexualidad, el descanso, los hijos... Ahora no importan ya tanto las cualidades o los defectos sino, sobre todo, el fin que les une: ser felices. La cuestión de Dios se presenta aquí como un elemento aglutinante y potenciador de todos esos aspectos, hasta el punto de que será un factor decisivo en el éxito y maduración −o no− de la experiencia amorosa de los novios. Si saben compartir la fe, habrán sabido compartir todo lo demás o, al menos, resultará más allanado el camino para el consenso. Cuando los dos no buscan ya solo un bien humano sino que buscan juntos a Dios y ese bien que Dios tiene pensado para los dos, la relación amorosa comienza ya a vislumbrar su más firme punto de apoyo. En esta inicial comunión, ambos descubren la presencia de un misterio de amor que les trasciende y que no es otro sino Dios mismo haciéndose presente en su mutua experiencia amorosa. De este modo, la comunión con el otro en el amor se convierte en vía y camino hacia la comunión con Dios.
Este giro identitario necesita del tiempo para ser asimilado, articulado y construido en común. El tiempo del noviazgo no basta para ello y se prolonga especialmente a lo largo de los primeros años del matrimonio que es, por otra parte, cuando más crisis pueden darse, precisamente por este camino que ambos están haciendo hacia su nueva identidad esponsal[11]. Muchas parejas de novios se acercan al sacramento del matrimonio con un proyecto común muy débil, confuso y poco determinado, asentado en pilares meramente sentimentalistas. Otras sí que han llegado a madurar a lo largo del noviazgo ese proyecto común que ambos quieren buscar, pero, a medida que surgen las primeras dificultades en el matrimonio, no saben reajustar y crecer en ese proyecto inicial. Cobra así especial importancia el acompañamiento personal a estas parejas, no solo durante el noviazgo sino también, y de una manera especial, al inicio del camino matrimonial. Una buena labor de guía, una formación doctrinal clara en todas estas cuestiones y el apoyo en la amistad con otras parejas que quieren vivir el mismo camino de noviazgo, serán, sin duda, una valiosa ayuda para ayudarles a asumir su nuevo status esponsal y adecuar su nueva realidad de vida a la verdad más profunda que en ella se encarna. En este camino hacia la nueva identidad esponsal será crucial la acción interior del Espíritu Santo que, a través del amor, trabaja en ellos todos los dinamismos propios del don, la acogida y la comunión. Siendo el Espíritu Santo el “nosotros” del Padre y del Hijo en la Trinidad, comienza a serlo también de los novios a lo largo del noviazgo y de los esposos en el matrimonio.
La verdad del amor está unida inexorablemente a la verdad del cuerpo. Y, puesto que la pregunta por la corporeidad sexuada no se sitúa solo en el plano meramente biológico o subjetivo, sino que se trata de una cuestión radicalmente humana y personal, la experiencia del cuerpo es una de las líneas fundamentales en torno a las cuales se articula el camino del noviazgo. La relación con el otro ayuda a profundizar en el significado de la propia identidad sexuada y del propio cuerpo, como lugar de encuentro consigo mismo y con el otro. El noviazgo se presenta así como un tiempo privilegiado para redescubrir la vocación del cuerpo al amor y el significado de la diferencia sexual. El cuerpo es sacramento de la persona[12], es el lugar natural del don y de la comunión, por lo que está llamado a desempeñar, con una pedagogía propia, una importante labor de guía y de acompañamiento en el camino de amor que están realizando los novios.
La experiencia del amor filial, además de ser una dimensión antropológica irrenunciable, ocupa un puesto primario en el orden del amor. Lo humano aparece vinculado desde sus inicios a la experiencia del ser hijo, que consiste sobre todo en recibir el amor. Este significado filial de nuestro ser y de nuestra existencia es también una de las primeras verdades que nos enseña el cuerpo. Ser hijo significa recibir un cuerpo, tener nuestro origen en otro: en los padres y en Dios. La cuestión del Origen, por tanto, es clave para entender el amor. Nuestro cuerpo nos enseña que no tenemos en nosotros el fundamento del amor, que no somos sus dueños, pues su Origen nos precede. Nos antecede la realidad fundamental de un Amor absolutamente primero y radical que, al crearnos, nos capacita también para recibir el don y para dar amor, es decir, para amar como Él nos ama. Aprendemos a amar y podemos amar porque antes, nos descubrirnos amados y, por tanto, aprendemos a recibir de Otro el amor. Este Amor originario y creador de Dios está inscrito en la sexualidad humana, a través del dinamismo del don de sí; por eso, el cuerpo está orientado hacia una vocación propia que es amar a imagen de Dios. El cuerpo tiene, además, su propio lenguaje, el lenguaje de la masculinidad y feminidad, cuyo significado más profundo es expresar el amor y la donación esponsal de toda la persona.
La experiencia de este descubrimiento radical del Amor originario de Dios ha de estar en la raíz y en el horizonte de la experiencia de amor de los novios. El amor, por tanto, consiste primeramente, no en elegir a la persona amada, sino en recibir el Amor, en re-conocerlo presente en el origen de nuestra propia vida. A la luz de este re-descubrimiento, ambos han de escudriñar juntos cuál ha de ser su respuesta. Recibir y acoger juntos ese don, como una vocación y una llamada, hace que el noviazgo se conciba como un tiempo de especial discernimiento, en clave de correspondencia y de respuesta común al don primero de Dios. De ahí ha de nacer la conciencia de que el amor conyugal y el camino del matrimonio es, en realidad, una respuesta, un modo de corresponder, a través de la comunión y del don de sí, a ese Amor absolutamente primero que nos precede en todo. Por eso, el noviazgo se vive como un camino desde el “ser hijo” al “ser esposo”, un tiempo en que los novios descubren que la experiencia del amor filial les dispone y les abre hacia una plenitud mayor, que es el amor esponsal. En la relación con el otro, ambos van descubriendo que el “cuerpo recibido” está llamado a ser y hacerse “cuerpo entregado”. Ambos re-descubren los nuevos significados que la propia masculinidad y feminidad adquieren a la luz del encuentro con el otro: la diferencia sexual es una vocación, una llamada a la comunión y a la reciprocidad fecunda. Y esto se va aprendiendo también en el lenguaje del cuerpo: si el amor filial está vinculado, sobre todo, al modo de recibir el don, ahora es el momento de aprender que el amor esponsal está vinculado al modo de dar y de acoger el don del otro. Y porque el don ha de adecuarse plenamente a la medida y al valor de la persona, no puede ser sino un don total, exclusivo, permanente y fecundo, para que el don sea verdaderamente a imagen de Dios[13]. El noviazgo es el tiempo en que los novios se disponen para entregarse así, a imagen de Dios, y no según la medida de las propias ganas, gustos o caprichos.
Por todo ello, es importante que los novios aprendan a descubrir el significado y la vivencia del pudor, bien entendido, como una experiencia de profundo significado personal[14]. El pudor implica la defensa del significado personal del cuerpo, evitando que el propio cuerpo aparezca al otro como simple objeto sexual; es, por tanto, un movimiento de defensa natural de la persona, que no quiere ser rebajada al rango de objeto de placer sexual, sino que, por el contrario, quiere ser objeto del amor del otro. De este modo, ante la posibilidad de llegar a convertirse en objeto de placer para el otro, precisamente a causa de sus valores sexuales, la persona trata de ocultarlos, sobre todo en la medida en que en la conciencia del otro, esos valores sexuales constituyen un objeto de deseo y de placer. Por eso, el pudor respeta la naturaleza misma de la persona, lo ‘personal’ del cuerpo, y abre de forma natural el camino para el verdadero amor, en el que es esencial, precisamente, la afirmación del valor de la persona. De este modo, la necesidad de vivir el pudor se convierte en una exigencia del amor verdadero y regula, por tanto, las reglas de la relación mutua y de la comunión.
La necesidad de vivir el pudor hace del noviazgo un tiempo propicio para cultivar actitudes tan valiosas como el respeto, el saber esperar, la purificación interior de la mirada, la estima del valor personal del cuerpo, etc. En este horizonte se entiende que la vivencia de la castidad sea uno de los retos más importantes y más bellos del noviazgo, y que sea una tarea fundamental en el acompañamiento personal de las parejas. En el Itinerario de fe será importante dar espacio propio a esta vivencia del pudor, y acompañarla como experiencia de entrega personal al otro, así como a la formación en todo lo relacionado con el significado y la vocación del cuerpo y de la diferencia sexual. Es impensable que se pueda adquirir una identidad esponsal si no está firmemente asentada en la vocación humana y fundamental de la masculinidad y feminidad.
No podemos plantear el noviazgo, de manera parcial y reductiva, solo como respuesta a una necesaria etapa humana de la vida. Tampoco basta plantear la pastoral prematrimonial solo como respuesta, o solución, a esa etapa. Olvidamos, quizá, que el noviazgo adquiere su significado fundamental en el hecho de que se trata de un tiempo de preparación a un sacramento, que será permanente y que durará toda la vida. Es, por tanto, un tiempo especial de gracia y de vivencia de Dios, que se engarza de manera admirable en el camino de amor humano que realizan los novios. Se trata de un tiempo pre-celebrativo, que ha de disponer a recibir y celebrar el sacramento del matrimonio con una mayor fructuosidad. Esto hace que el noviazgo tenga un status y una fisonomía propia[15], y que podamos situarlo en el orden de los sacramentales.
Los sacramentales son signos por los que se expresan efectos de carácter espiritual, que se obtienen por intercesión de la Iglesia; disponen, además, a recibir el efecto principal de los sacramentos y por ellos se santifican las diversas circunstancias de la vida[16]. En cuanto tiempo pre-celebrativo, el noviazgo no es una experiencia a-sacramental, sino que está sostenida y vivificada interiormente, en primer lugar, por los dinamismos sacramentales del Bautismo y Confirmación. Por eso, el noviazgo ha de concebirse como un fruto logrado y maduro de toda la Iniciación Cristiana. De ahí la importancia de su conexión pastoral con las etapas anteriores de la vida cristiana. Si, además, durante este tiempo se fomenta la participación en otros sacramentos como la Eucaristía y la Penitencia, tenemos ya un marco sacramental muy adecuado, que va dando sostén y trabazón interna a ese camino de amor que los novios están iniciando. Sin caer en automatismos sacramentales, dentro de la labor de guía y acompañamiento a las parejas, será una tarea importante ayudar a los novios a redescubrir y potenciar la presencia de estos dinamismos sacramentales en su propia experiencia.
Hay que reavivar el Bautismo, redescubriendo la dimensión filial del amor humano y, por tanto, del noviazgo. Los novios han de aprender a recibir de Dios el don del amor mutuo, que ambos están empezando a descubrir, para aprender así a entregarlo al otro. No puedo amar al otro si no me siento yo también amado primero, porque entregamos el amor que recibimos. Esta dimensión filial del amor repercute de manera importante en la búsqueda de ese bien común que es la comunión. En el camino de la complementariedad, ambos deben aprender a recibirlo todo del otro, lo bueno y lo malo, a tiempo y a destiempo, pues el otro me ayuda a ser más y mejor lo que soy: varón o mujer, esposo o esposa, padre o madre. Se trata de crecer en la propia identidad acogiendo y recibiendo el don del otro. Ese es, por otra parte, el dinamismo más esencial de la condición filial. La actualización del Bautismo a lo largo del noviazgo será importante, además, de cara a la profundización en el significado del signo sacramental del matrimonio. El consentimiento de los futuros contrayentes se convertirá en sacramento gracias precisamente a esos dinamismos bautismales que sostienen la vocación cristiana y que han sido renovados con fuerza a lo largo del noviazgo. Esta conciencia del fundamento bautismal del noviazgo hará que también el matrimonio se encuadre en lógica continuidad con la Iniciación Cristiana y se conciba como una respuesta al don primero de Dios, dentro de la propia vocación cristiana.
El recuerdo de la Confirmación ayudará a reavivar esa presencia del Espíritu Santo, que estaba ya presente en los novios de manera permanente desde la recepción de ese sacramento. El Espíritu Santo es quien une ahora a los novios de una manera nueva, a través del don mutuo del amor humano, y habita en ellos de un modo nuevo, a título propio, convirtiendo su intimidad en Templo de su presencia divina. Unidos a la persona Don y Amor que es el Espíritu Santo por el sacramento de la Confirmación, los novios son guiados interiormente en ese camino de amor que están iniciando, y son enseñados con su pedagogía divina a vivir ya en la lógica del don y de la comunión que será propia del matrimonio[17]. Cuando los novios lleguen a intercambiarse el consentimiento, lo harán sostenidos e impulsados por esta presencia interior del Espíritu Santo, presente en ellos desde el Bautismo y, de una manera nueva y especial, desde la Confirmación. Profundizar en este fundamento confirmatorio del noviazgo ayudará a que el matrimonio sea ya el lugar del Espíritu, ese Templo sagrado en el que los futuros cónyuges habrán de ser piedras vivas.
En los dinamismos sacramentales de la Penitencia se engarzan todas las experiencias de perdón, de conversión, de renovación interior, de conocimiento propio, de las que está cuajada el camino del noviazgo. Son esos dinamismos los que han de enseñar a los novios a vivir la propia conversión, no según la lógica de la justicia humana, sino según la lógica del amor, que es propia del perdón cristiano. Avivar esta dimensión penitencial del noviazgo ayudará a los novios a vivir también la experiencia del amor que perdona dentro del matrimonio. Muchas parejas terminan en el callejón sin salida de muchos roces y desencuentros, que pretenden zanjarse con la medida de la lógica de la justicia: “si tú haces esto, yo más”; “hasta que tú no cambies, yo no cambio”; “si tú no cedes, yo tampoco”; “siempre me toca a mí, tú en cambio...”; “como no cambies en eso te vas a enterar...” En la lógica del amor, el perdón y el reencuentro surgen cuando el amor necesita del otro; por eso, el que más perdona es el que más ama. El Espíritu Santo, que en la Trinidad es la unidad del Padre y del Hijo en la diferencia de ambos, es también quien une en comunión lo más distante y diferente de los novios. El camino del perdón cristiano se convierte así en un fruto logrado del amor, a medida que el Espíritu Santo va haciendo madurar los dinamismos propios del sacramento de la penitencia a través de la pedagogía del amor.
En la Eucaristía aprenden los novios a amarse y entregarse mutuamente a imagen de Cristo y de la Iglesia, anticipando ya de un modo propio lo que habrá de ser el estilo de vida de su matrimonio. Profundizar en este fundamento eucarístico del noviazgo ayudará a los novios a hacer de la Eucaristía el centro y el motor de su futuro amor conyugal. Será importante que los novios descubran en la práctica eucarística la relación tan viva que se da entre la comunión eucarística y la comunión conyugal. El matrimonio se articula precisamente en la lógica del don y de la acogida, que tiene su paradigma en el don esponsal de Cristo hacia su Iglesia. Esa donación esponsal es lo que hace de la Eucaristía el sacramento de los esposos y la realización litúrgica más plena de lo que ellos han recibido en el sacramento del matrimonio. Un buena catequesis sobre este tema les ayudará a entender cómo el matrimonio está llamado a ser una Eucaristía vivida, que encuentra en la Eucaristía celebrada su significado y su verdad más profunda[18].
De este modo, la Liturgia se convierte para los novios en pedagoga y maestra del amor humano, a la vez que les ofrece el armazón de la gracia, en el que los novios engarzan su propio camino de amor. La presencia de estos dinamismos sacramentales en la experiencia de amor de los novios hace también del noviazgo un tiempo post-celebrativo, alimentado por los dinamismos de cuatro sacramentos en juego: Bautismo y Confirmación, en los que se insertan los dinamismos sacramentales de la Penitencia y Eucaristía. Este tiempo post-celebrativo es, a su vez, un tiempo también pre-celebrativo, que prepara y dispone para el sacramento del matrimonio. El noviazgo supone un tiempo sacramental de especial intensidad, un tiempo fuerte en el que la gracia, una vez más, potencia y perfecciona la experiencia de amor que realizan los novios. En cuanto sacramental, el noviazgo dispone a recibir con especial fructuosidad uno de los dones principales del sacramento del matrimonio que es la caridad conyugal, al tiempo que santifica este particular e importante momento en el que se cierra una etapa de la vida y se comienza una nueva.
Con la actualización de todos estos dinamismos sacramentales, los novios se preparan ya a vivir esa específica liturgia de la vida conyugal y familiar que están llamados a celebrar juntos durante su matrimonio. El tiempo del noviazgo es, sin duda, un momento de especial redescubrimiento del sacerdocio bautismal y confirmatorio propio de la vocación cristiana, que ahora se polariza y se centra en torno a la tarea del amor. El “ministerio del amor” se convierte así en ese especial culto espiritual y sacerdocio conyugal, que los novios habrán de vivir y tributar a Dios a lo largo del camino de su matrimonio[19]. Si uno de los principales retos de la pastoral familiar es la recuperación del sentido del matrimonio como vínculo y sacramento, esa recuperación ha de pasar ineludiblemente por la recuperación de la estructura y de los dinamismos sacramentales del noviazgo.
¿Cómo reforzar y acompañar, con una estructura pastoral, litúrgica y doctrinal adecuada, este momento tan importante en la vida de una persona que es la etapa previa al matrimonio? El Directorio de Pastoral Familiar presenta el noviazgo como un proceso de crecimiento vocacional[20]. Se trata de un tiempo de profundización, en primer lugar, en la propia vocación humana, es decir, la vocación a la masculinidad y feminidad. Este camino de la diferencia sexual está llamado a culminar, a través de la esponsalidad masculina y femenina, en la paternidad y maternidad propias del matrimonio. Además, los novios están llamados a profundizar también en su común vocación al amor, es decir, en ese ideal de comunión y de mutua entrega de sí, que será uno de los ejes que articule la vida conyugal. Por todo ello, el noviazgo es también un tiempo privilegiado para profundizar en la propia vocación cristiana que, desde el Bautismo y Confirmación, se ha ido especificando y modalizando hasta culminar ahora en el tiempo de noviazgo previo al sacramento del matrimonio. El noviazgo se ha de plantear así como un tiempo de especial discernimiento en los diversos órdenes de la persona. En este horizonte vocacional, el noviazgo presenta también una estructura responsorial: los novios quieren responder juntos a una misma vocación, a un mismo don y a una misma gracia sacramental del matrimonio que recibirán en su momento.
Este carácter vocacional del noviazgo reclama un marco adecuado, que supere −y a la vez integre− el esquema de los cursos de novios, o cursos prematrimoniales. Planteados como experiencias de fe y de amor, los Itinerarios de fe para novios se conciben como una especie de catecumenado, que busca suscitar, animar y sostener la fe de los novios, a través del camino del amor que ellos están haciendo. La duración podría ser de dos o tres años, con el fin de poder dedicar amplio espacio tanto al acompañamiento personal como a los contenidos del noviazgo, a las cuestiones más relacionadas con la vida conyugal y a la liturgia del sacramento del matrimonio. Aunque el número de parejas condiciona mucho el desarrollo del Itinerario, siempre es conveniente favorecer un trato lo más personalizado posible, con lo que el ideal sería poder distribuirse en grupos pequeños. La labor de coordinación puede ser asumida por uno o varios catequistas y/o matrimonios, que puedan testimoniar e introducir en la vida conyugal a los novios. A ellos se les puede encomendar no solo la labor de guía sino también la tarea de la acogida de los novios, pues de la cordialidad con que son recibidos depende en gran parte que las parejas se animen a integrarse en el camino del Itinerario. Junto a ellos, se hace también imprescindible la presencia y el acompañamiento de un sacerdote. Y, en cualquier caso, es importante la formación integral de estos responsables del Itinerario: una formación doctrinal, humana, espiritual y matrimonial adecuada, para la que deberán contar también con la ayuda de expertos y técnicos en las diferentes materias. Ahora bien, esa formación no basta −como no basta tampoco la buena voluntad−, si no va acompañada de un aspecto vocacional: es importante que estos responsables sientan su dedicación a los novios como una verdadera vocación, de la que ha de nacer la urgencia de saber acompañar a estas parejas en esta etapa tan importante de la vida cristiana.
El inicio del Itinerario, o bien el inicio del noviazgo, puede destacarse litúrgicamente con la celebración de la Bendición de los novios. A través de este sencillo rito, los novios expresan que están dispuestos a hacer de su experiencia amorosa un camino de fe. Por otro lado, en ese sencillo rito la Iglesia se compromete también con ellos a acompañarles y guiarles en ese camino. Se trata de una ocasión litúrgica idónea para que también participen, junto con los novios, las familias, los catequistas, otros novios y matrimonios amigos, y toda la comunidad cristiana. Si, además, esta Bendición de novios se hace coincidir con la renovación del compromiso matrimonial por parte de otros matrimonios que ya llevan años casados, cobran mayor fuerza ambas celebraciones.
Los contenidos de las sesiones deberían articularse en torno a la catequesis, la liturgia, la participación en la comunidad cristiana, y otras diversas actividades que se adecúen bien al perfil de los grupos. Naturalmente, todas estas circunstancias concretas deben adaptarse a los recursos y posibilidades de las parroquias. Pero, en cualquier caso, dos elementos serán las claves fundamentales para el éxito del Itinerario: por un lado, el acompañamiento personal a cada pareja, que puede realizarlo tanto el sacerdote, como los catequistas y matrimonios que hacen de guías; y la amistad entre las propias parejas de novios y otros matrimonios jóvenes, que ya han iniciado su andadura matrimonial y en los que pueden encontrar un apoyo añadido.
Puesto que el Itinerario se propone como un camino para los novios, es conveniente que se articule en etapas o pasos, distinguiendo, por ejemplo, las parejas que ya han tomado la decisión de casarse y las que aún no lo han hecho, o las que simplemente están empezando a salir juntos. Para esas parejas que ya han decidido casarse, podría introducirse como oficial el Rito de la promesa, intentando recuperar así, si bien de un modo nuevo y distinto, lo que antiguamente era el momento de los esponsales. Prácticamente en todas las culturas, la historia del rito del matrimonio contaba con este momento que, en origen, estuvo separado en el tiempo de la celebración de las bodas. El momento se presta, además, a una catequesis idónea sobre la categoría de la promesa, que ha de asumirse como parte integrante y fundamental del amor. El amor que viven los novios no es más verdadero porque se sienta más intensamente y porque atraiga de una manera irresistible, sino porque promete y apunta a una plenitud aún mayor, al tiempo que ofrece un camino y un apoyo para poder alcanzarla. En esta lógica de la promesa, la temporalidad es también otra categoría fundamental para entender el camino del amor: el tiempo no es contrario al amor; es más: el amor necesita del tiempo para crecer, madurar y hacerse más verdadero. Por eso el noviazgo se vive como tiempo de la promesa, es decir, abierto al futuro del matrimonio como el camino lógico en el que el amor ha de ir alcanzando su propia madurez. El Rito de la promesa sitúa el camino del noviazgo entre estas dos coordenadas, el tiempo y la promesa, y lo abre a un camino de futura plenitud, que contiene ya en germen el anuncio de la plenitud de la vida eterna.
Si la ocasión pastoral se presta a ello, el Rito de la promesa puede ir acompañado de la renovación de las promesas bautismales y del sacramento de la Confirmación. Es también una ocasión idónea para introducir el rezo o el canto del Veni Creator Spiritus, o alguna otra antífona dirigida al Espíritu Santo. Si resulta oportuno, también pueden introducirse las Letanías de los santos, recordando esa comunión de los santos, de la que es signo y anticipo la comunión que viven ya los novios y que están llamados a construir más plenamente en el matrimonio. Todos estos ritos deberían ayudar a mostrar más claramente el trasfondo sacramental que sustenta el noviazgo y la unidad de fondo que hay entre el noviazgo y la Iniciación Cristiana. Otros ritos que pueden introducirse a lo largo de las etapas del Itinerario pueden ser: la entrega del Evangelio, quizá aprovechando el tiempo litúrgico de Pascua o de Navidad; la entrega de la Cruz, aprovechando el tiempo litúrgico de la Cuaresma o alguna otra fiesta relacionada con ese misterio; la entrega del Rosario, quizá aprovechando alguna fiesta mariana significativa para la pareja o para la parroquia. Todos estos ritos, breves y sencillos, se prestan a una estupenda catequesis a propósito de la relación entre la Palabra de Dios, el misterio de la Cruz y la Virgen María con el camino hacia el matrimonio que los novios están realizando.
El Itinerario de fe de los novios culmina en la preparación más inmediata del sacramento del matrimonio. Esta fase de la pastoral prematrimonial podría aprovecharse como una ocasión óptima para recuperar la significación religiosa de la casa y de la familia, que ya estuvo presente en las culturas antiguas y en los inicios de la constitución de la Iglesia. La casa, en su sentido más originario, no era tanto el edificio de piedra sino la comunidad familiar, la estirpe, formada por los lazos de la descendencia. Tenía, además, un claro carácter sagrado: quien hería el mundo vital y religioso de la propia casa, atacaba también lo sagrado y lo divino. El culto de la casa, centrado en la adoración a los dioses familiares y a los antepasados, era oficiado por el padre y se articulaba en torno a una rígida composición de ceremonias, fiestas, fórmulas de oración y ritos, en las que no interfería para nada la religión estatal. También el matrimonio se inscribía en el ámbito de esta religión doméstica. Vivido como una realidad sagrada, era uno de los primeros y más santos deberes de los hijos y de los padres, pues sin descendencia no podía haber continuidad en el culto familiar. El adulterio era considerado como la máxima impiedad, porque suponía un quebrantamiento de la primera regla de esta religión doméstica: el legítimo nacimiento. De ahí también la dignidad especial de la mater familias, pues solo ella podía dar continuidad a la legítima descendencia. Este sentido religioso de la casa y de la familia se ha perdido hoy, en aras de un planteamiento meramente humano de la casa y la familia, que ha facilitado enormemente la secularización del matrimonio y de la familia iniciada ya en el siglo XVI[21].
Muchos de los ritos domésticos que rodeaban la liturgia matrimonial antigua fueron configurando poco a poco la liturgia matrimonial que se celebraba en los templos. Muestra de ello es la riqueza que caracterizó la antigua liturgia matrimonial hispana. Conocemos un gesto primitivo reservado al padre: la traditio puellae, es decir, la entrega de la esposa al esposo, que pasará del ámbito doméstico al ámbito litúrgico y que se difundirá más allá de la iglesia de España, hasta subsistir en los rituales medievales[22]. Esta liturgia matrimonial hispana tenía, además, la particularidad de la Liturgia de las Horas para el matrimonio. Hasta el s. XI, al menos para el Oficio de la mañana y el de la tarde, se conocía un Oficio del matrimonio. El Oficio de la tarde era celebrado la vigilia de la boda, mientras que el de la mañana se recitaba el mismo día de la boda[23].
La antigua religión doméstica y familiar así como la historia del rito del matrimonio invitan a recuperar algunos elementos, que podrían ayudar a configurar actualmente una liturgia doméstica y familiar del matrimonio. No hay que olvidar que la preparación más inmediata del matrimonio acompaña pastoralmente la conclusión de una etapa importante de la vida y el inicio de otra nueva, con la adquisición, además, de un nuevo status derivado del vínculo matrimonial. De este modo, en los días previos a la celebración de la boda podrían introducirse, precisamente en el ámbito doméstico y familiar, una serie de ritos breves y sencillos, que dieran un sentido más religioso a este momento. Nada impide recuperar, por ejemplo, en la vigilia de la boda, ese antiguo Oficio de la tarde, típico de la liturgia hispana, que formaba parte de la antigua Liturgia de las Horas del matrimonio. La celebración de vísperas en familia, acompañada de un ágape festivo, puede ser una ocasión propicia para que los novios reciban también la Bendición de los padres. El antiguo Oficio de la mañana de la liturgia hispana invita también a ofrecer el día de la boda que comienza, a través del rezo de la oración de Laudes, también realizado en familia. Ese mismo día, centrado ya en los preparativos para asistir a la ceremonia, puede hacerse, también en familia, la Oración de bendición de los vestidos, del novio y de la novia, así como la Oración de salida de la casa paterna. Recordando la antigua traditio puellae, puede introducirse una Oración de entrega de los hijos, que los padres pueden realizar, por ejemplo, en el momento en que se celebra el Rito de la promesa, o dentro del ámbito doméstico, por ejemplo, cuando los novios comunican a los padres su intención de casarse.
La vivencia tan secularizada del matrimonio hace pensar que las circunstancias actuales no favorecen la introducción de esta liturgia doméstica y familiar en torno a la celebración inmediata del matrimonio. La desestructuración de las familias de origen, el hecho de que muchas parejas llevan años de convivencia previa a la celebración del matrimonio, la centralidad que se pone en los preparativos materiales de la boda, etc., hace que resulte artificioso pretender añadir más tareas y requisitos a la preparación de la boda. Sin embargo, no hacerlo sería seguir favoreciendo la separación y la discontinuidad entre la preparación al matrimonio propia del noviazgo y la celebración de las bodas como tal. El Itinerario de fe debería acompañar a los novios hasta el final del noviazgo, que coincide precisamente con el final de una etapa de la vida y con los días inmediatos y previos a la celebración de la boda. Incluso la realización del Expediente matrimonial debería aprovecharse más como una ocasión pastoral de especial acompañamiento y ayuda a los novios por parte de la Iglesia. Así es, en realidad; pero, en la práctica, seguimos presentándolo como una mera sucesión de trámites o un requisito jurídico.
La pastoral del noviazgo no puede limitarse a resolver situaciones, es decir, a ayudar a cubrir el requisito de los cursos prematrimoniales, para que las parejas puedan recibir el sacramento del matrimonio. El anhelo de renovación de la pastoral prematrimonial, tan presente en las directrices de la Iglesia de las últimas décadas, pasa por una toma de conciencia más aguda y profunda de la trascendencia sacramental y evangelizadora de esta etapa del noviazgo.
No hay que obviar la tremenda secularización que afecta hoy a la vivencia del amor y, por tanto, a la realidad del matrimonio. Pero, hay que generar noviazgos cristianos, aunque sea en minoría. Hay que educar y modelar verdaderos novios cristianos que, desde una vivencia gozosa de su vocación al amor, den testimonio de que el plan de Dios sobre el amor humano, la sexualidad y el matrimonio no solo es posible, sino que es la vía para vivir el amor más bello. La pastoral no ha de buscar cambiar situaciones, sino cambiar personas, es decir, generar sujetos cristianos, en nuestro caso novios cristianos, capaces de asumir la radicalidad con que la gracia del sacramento del matrimonio transfigura la realidad humana del amor. Si no lográramos esto, tendríamos que pensar que la Revelación es un fracaso, que la gracia es incapaz de transformar el amor humano, o que el Evangelio del amor anunciado por Jesucristo es solo para unos pocos privilegiados. Es, quizá, el principal reto que nos plantea la cultura emotivista actual, con su concepción tecno-líquida del amor.
Carmen Álvarez Alonso
Doctora en Teología Dogmática por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma. Profesora en la Facultad de Teología san Dámaso (Madrid). Profesora en el Pontificio Instituto Juan Pablo II (Madrid). Miembro de la Real Academia de Doctores de España.
Fuente: jp2madrid.es.
[Artículo publicado en Familia 55 (2017) 69-88].
[1] Cf. Apostolicam actuositatem n. 11.
[2] Cf. n. 66.
[3] Cf. nn. 72-127.
[4] Cf. Visita pastoral a Ancona. Discurso en el encuentro con los novios (11-09-2011); Discurso a un grupo de obispos de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos en visita ad limina (9-03-2012).
[5] Familia 51 (2015) 83-102.
[6] Cf. nn. 84. 87. 92.
[7] Cf. JUAN PABLO II, Familiaris consortio 51; BENEDICTO XVI, Visita pastoral a Ancona. Discurso en el encuentro con los novios (11-09-2011); FRANCISCO, Amoris laetitia 205-211.
[8] Cf. BENEDICTO XVI, Visita pastoral a Ancona. Discurso en el encuentro con los novios (11-09-2011): “Deseo volver de nuevo sobre un punto esencial: la experiencia del amor tiene en su interior la tensión hacia Dios. El verdadero amor promete el infinito. Haced, por lo tanto, de este tiempo vuestro de preparación al matrimonio un itinerario de fe: redescubrid para vuestra vida de pareja la centralidad de Jesucristo y de caminar en la Iglesia”.
[9] Cf. C. ÁLVAREZ ALONSO, “Más allá del género y del sexo: el lenguaje del cuerpo, según Juan Pablo II”: Familia 46 (2013) 113-124.
[10] Cf. Z. BAUMAN, Amore liquido. Sulla fragilità dei legami affettivi (Bari 2003); ID., Vita liquida (Bari 2006). Ver también T. DALRYMPLE, Sentimentalismo tóxico: cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad (Madrid 2016).
[11] Cf. L. MELINA (a cura di), I primi anni del matrimonio. La sfida pastorale di un periodo bello e difficile (Siena 2014). Cf. también Amoris laetitia 217-230.
[12] Cf. C. ÁLVAREZ ALONSO, “El cuerpo, sacramento de la persona. Aproximación a las Catequesis de Juan Pablo II sobre Teología del cuerpo”: Estudios Trinitarios XLVI /3 (2012) 513-550.
[13] Cf. C. ÁLVAREZ ALONSO, “La unidad humana en la diferencia sexual: una vía privilegiada de acceso al misterio trinitario de Dios”, en: ISTITITUTO DI STUDI SUPERIORI SULLA DONNA (a cura di), Differenza femminile? Prospettive per una riflessione interdisciplinare (Roma ²2016) 227-251.
[14] Cf. JUAN PABLO II, Amor y responsabilidad (Barcelona 1996) 211-230; J. NORIEGA, El destino del eros. Perspectivas de moral sexual (Madrid 2005) 153-159; M. GOTZON SANTAMARÍA GARAI, Saber amar con el cuerpo. Ecología sexual (Bilbao 1993) 55-71.
[15] Cf. M. MARTÍNEZ PEQUE, “Hacia un status eclesial del noviazgo”: Revista Española de Teología 56 (1996) 435-494.
[16] Así los define el concilio Vaticano II, en la Sacrosanctum concilium n. 60.
[17] Cf. C. ÁLVAREZ ALONSO, “El Espíritu Santo en el Ritual del matrimonio. Notas de pneumatología litúrgica”: Estudios Trinitarios XLVII/2 (2013) 225-273.
[18] Sobre este tema, cf. C. ÁLVAREZ ALONSO, “Matrimonio y Eucaristía, sacramentos nupciales. Notas sobre una analogía sacramental articulada en torno al lenguaje del cuerpo”: Anthropotes 29/2 (2013) 249-271
[19] Cf. JUAN PABLO II, Discurso a los miembros del Tribunal de la Rota Romana (30-1-1986): “El matrimonio cristiano es un sacramento que realiza una especie de consagración a Dios (cf. GS 48); es un ministerio de amor que, por su testimonio, torna visible el sentido del amor divino y la profundidad del don conyugal vivido en la familia cristiana (...) Este ministerio se reafirmará y se realizará a través de una participación total en la misión de la Iglesia, en la que los esposos cristianos deben manifestar su amor y ser testigos de su mutuo amor y con sus hijos, en aquella célula eclesial, fundamental e insustituible que es la familia cristiana”.
[20] Cf. nn. 72. 75. Cf. CEE, La verdad del amor humano, n. 130, que presenta el noviazgo como una etapa de discernimiento de la vocación al amor esponsal.
[21] Cf. E. TEJERO, El evangelio de la casa y de la familia (Pamplona 2014); “La secularización inicial del matrimonio y la familia en la doctrina del s. XVI y su incorrecta comprensión de la Antigüedad”: Ius Canonicum LII/104 (2012) 425-464.
[22] Cf. Liber ordinum, ed. Ferotin, col. 439; K. RITZER, Le mariage dans les Eglises chrétiennes du Ie au Xie siècle (Paris 1970) 258-263; 415-417.
[23] Liber Ordinum 433, ed. M. Férotin (Paris 1904). El Antifonario de León (s. X) da el Oficio completo, ed. L. Serrano, Antiphonarium Mozarabicum de la Catedral de León, editado por los PP. Benedictinos de Silos (León 1928) 216-217. Cf. L. BROU-J. VIVES, Antifonario visigótico mozárabe de la Catedral de León, edición de texto, notas e índices en: Monumenta Hispaniae Sacra, Series Liturgica V/I (Barcelona-Madrid 1959) 454-455; Sacramentario de Vich, ed. A. Olivar, Monumenta Hispaniae Sacra, ser. Lat. 4 (Barcelona 1953) 208-215, nn. 1403-1429.
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