“¿Por qué casarse?”, es la pregunta que el profesor Héctor Franceschi, docente de Derecho Matrimonial Canónico de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma), se propuso responder en la lección inaugural que pronunció durante la ceremonia de apertura del nuevo Año Académico 2017-2018
1. Introducción. 2. La comprensión del matrimonio: ¿Qué es el matrimonio?: a) Relativismo cultural y matrimonio; b) El vaciamiento de la comprensión del amor (pasión, eros y agapé); c) La visión “legalista” del matrimonio. 3. ¿Cómo salir al encuentro de los retos de nuestros días?, es decir, ¿cómo trasmitir a las nuevas generaciones la belleza del matrimonio?: a) Incapacidad proyectual. La generación de lo inmediato y el influjo de las nuevas tecnologías; b) Miedo al compromiso. Una libertad entendida en sentido absoluto y autorreferencial; c) Pesimismo antropológico. El hombre no sería capaz de ser bueno; d) El hedonismo y la promiscuidad que se deriva. 4. A modo de conclusión.
Quisiera ocuparme, en esta lección inaugural, de algunos temas que el Papa Francisco considera el meollo de su Exhortación Apostólica Amoris laetitia. Como dice él mismo, el núcleo de la Exhortación son los capítulos IV y V sobre el amor conyugal y su natural fecundidad. En la misma Introducción, el Pontífice afirma que los mencionados capítulos son los «dos capítulos centrales, dedicados al amor»[1].
Después de esos capítulos centrales, en el Capítulo VI el Papa Francisco traduce lo que ha desarrollado en algunas perspectivas pastorales necesarias para trasmitir eficazmente esas verdades, que no son simples contenidos doctrinales, sino que se refieren al ser mismo de las personas y del matrimonio, y por tanto su felicidad y verdadera realización como cónyuges y como familia.
En ese marco, cuando se detiene en el tema de la preparación al matrimonio, habla de la urgencia de una “pastoral del vínculo”. Sus palabras me han servido como punto de partida para desarrollar esta lección, que intentará encontrar respuestas a la siguiente pregunta: ¿Por qué casarse? He aquí sus palabras: «La pastoral prematrimonial y la pastoral matrimonial deben ser ante todo una pastoral del vínculo, donde se aporten elementos que ayuden tanto a madurar el amor como a superar los momentos duros. Estos aportes no son únicamente convicciones doctrinales, ni siquiera pueden reducirse a los preciosos recursos espirituales que siempre ofrece la Iglesia, sino que también deben ser caminos prácticos, consejos bien encarnados, tácticas tomadas de la experiencia, orientaciones psicológicas. Todo esto configura una pedagogía del amor que no puede ignorar la sensibilidad actual de los jóvenes, en orden a movilizarlos interiormente»[2].
No hay duda de que esta movilización de la que habla el Pontífice es urgente. Se hizo un examen de la realidad italiana en un artículo de un periódico italiano que recoge las estadísticas del año pasado, tanto del Estado como de la Iglesia, respecto al matrimonio. Estas son las conclusiones: «mientras los matrimonios civiles aumentan en 11.268 unidades, los religiosos siguen bajando en 1.831 unidades. El punto es este: los últimos años, donde el número de matrimonios religiosos ha registrado evidentes caídas, se han caracterizado por una estabilidad −si bien con una leve disminución− de matrimonios civiles. Una especie de regla, casi, que viene a señalar que los matrimonios civiles no logran recuperar los matrimonios perdidos por la iglesia. Y cuando finalmente los matrimonios vuelven a subir, es solo mérito de los matrimonios civiles, que dan un salto de casi el 12 por ciento, mientras los religiosos pierden un 1,7 por ciento»[3].
Esta desafección por el matrimonio es una realidad generalizada en todo lo que una vez llamábamos el Occidente cristiano, y no solo: Europa, América, los países más desarrollados de Asia. Esto nos plantea la gran pregunta: ¿por qué cada vez hay más jóvenes que no se casan? No digo que “no se casan por la Iglesia”, sino simplemente que “no se casan”.
En esta lección intentaré explicar los motivos de esa gran caída. Dada la necesaria brevedad, me detendré en dos aspectos que considero centrales para entender la situación actual: la falta de comprensión y el empobrecimiento cultural de la realidad matrimonial; los fallos y los retos que debemos afrontar para invertir esta tendencia.
a) Relativismo cultural y matrimonio
Para la cultura de nuestros días, la realidad sería lo que nosotros determinemos, o lo que el legislador, siguiendo las corrientes culturales o, peor aún, por la presión de grupos de interés, determina en cada momento. No existiría la verdad, sino simplemente soluciones de compromiso, o la cristalización en normas legales de lo que piensa la mayoría o incluso el grupo que tenga más elementos de presión para imponer sus opiniones. La verdad, en cambio, se vuelve incómoda, políticamente incorrecta, incluso un atentado contra la libertad de las personas. Vivimos en una sociedad en la que existe una especie de “alergia a la verdad”, que se ha manifestado de modo dramático en la comprensión del matrimonio, que no sería otra cosa que lo que cada sociedad decida que sea, llevándonos a lo que diversos autores han llamado el vaciamiento del matrimonio, término que se ha convertido en flatus vocis o, como afirma Martínez de Aguirre, el matrimonio invertebrado[4]. Debido a este fenómeno, que ha sufrido una fuerte aceleración en los últimos años, hemos llegado a la negación de prácticamente todos los elementos que definen el matrimonio en muchas legislaciones, sustituyendo la verdad del matrimonio por el “modelo legal”. Como afirma uno de mis maestros, Javier Hervada: «En este tema es preciso ir más a la raíz. Cualquiera que sea −mucha o poca− la coincidencia del aspecto legal con el matrimonio, está claro que el matrimonio no es, en ningún caso, el aspecto legal. En ese sentido, el matrimonio no es un ‘contrato civil’, terminología con la que, en el fondo, se está diciendo que el matrimonio es un contrato legal que los contrayentes asumen. Pero algo así no es el matrimonio, porque el matrimonio no es eso, sino, en todo caso, un ‘contrato natural’, una institución natural. Limitarse a asumir un contrato legal, que sería limitarse a legalizar la unión, no es propiamente contraer matrimonio»[5].
El matrimonio no es una construcción de la cultura. Contra lo que hoy los legisladores quieren imponernos, o sea, el matrimonio como algo que viene construido por las leyes y las culturas, sin que exista una noción “real” de matrimonio, debemos buscar los modos de mostrar que el matrimonio es una realidad natural, que es vivida por la mayoría de las parejas en todas las culturas. Esta visión natural debe superar el reduccionismo biologicista y la aparente contraposición entre naturaleza y libertad. Existe una verdad que podemos conocer y podemos vivir. El matrimonio es el único modo humano y humanizante de vivir en su plenitud el don de la propia condición masculina y femenina. Cualquier otro modo es deshumanizante y destructivo.
El mismo Hervada escribió: «Decir que el matrimonio es una realidad natural significa (…) que es la forma humana del desarrollo completo de la sexualidad. En efecto, la sexualidad es una forma accidental[6] de individuación de la naturaleza humana y, por eso mismo, es parte de la estructura espiritual-corporal de la persona humana. Como tal, el orden y la ley de su desarrollo son un orden y una ley morales −no físicas, ni instintivas−, determinados por la finalidad de la unión entre hombre y mujer. Ahora bien, el modo especificadamente humano de esa unión entre hombre y mujer en cuanto tales, es lo que llamamos matrimonio (…): cualquier otra forma de unión entre hombre y mujer en cuanto tales, que no sea el matrimonio, constituye una unión que no responde a las exigencias de la persona humana»[7].
En palabras sencillas, el matrimonio no sería uno de entre tantos modos posibles de vivir la entrega sexual, sino el único modo digno de la persona humana de entregar su condición masculina o femenina. El matrimonio no es una “institución” creada por la Iglesia o el Estado, sino que es el mismo don y la misma unión entre hombre y mujer en cuanto tales.
Como sabemos, la literatura es una de los cauces para trasmitir la comprensión de la realidad en una determinada cultura. Entre tantos ejemplos posibles, he escogido uno que considero un clarísimo ejemplo de que el verdadero amor conyugal lleva al bien de las personas, mientras que el amor egoísta −el que no quiere comprometerse−, lleva a la destrucción. Se trata de una de las obras maestras de la literatura rusa, Ana Karenina. En esta novela de Tolstoi, que cuenta no una sino dos historias paralelas, la de Lëvin y Kitty y la de Anna y el Conde Vronski, es evidente como la primera lleva al perfeccionamiento de las personas y a su verdadero bien, mientras que la otra, en cambio, lleva a la autodestrucción, pretendiendo algo que no es digno de la persona humana: poseer sin ser poseído. Es cierto que eso es posible y sucede a menudo, pero la experiencia nos demuestra que esa actitud individualista y egoísta no lleva a salir de sí, sino que crea un monólogo egoísta que no logra percibir la dignidad y la irrepetibilidad del otro, que viene, más que amado de verdad, utilizado para sus propios fines individualistas y, recordemos, con palabras de la Gaudium et spes, que el hombre no puede «encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí»[8].
Entremos pues en la comprensión del matrimonio. Un primer punto en el que debemos buscar vías convincentes de explicación es la relación entre naturaleza y cultura en el matrimonio.
Es necesario precisar el modo con que deben recogerse los conceptos de naturaleza y cultura en el ámbito del derecho de familia. A este propósito son verdaderamente iluminantes y sencillas estas palabras de San Juan Pablo II: «No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esa misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Ese algo es precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea, no sólo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al «principio», precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas morales (cf. Mt 19,1-9)»[9].
Esta relación entre naturaleza y cultura viene explicada por C.S. Lewis con un ejemplo muy claro, que es el del jardín y el jardinero. Pensemos en un bonito jardín inglés; en él la belleza es fruto al mismo tiempo de la naturaleza y del trabajo atento del jardinero. Los dos deben actuar para que exista el bonito jardín: tendencia y voluntad. No se puede trabajar si no están los elementos adecuados: la buena tierra, la semilla, el agua; y no habrá ni jardín, no flores ni frutos si no se trabajan adecuadamente esos elementos, si se dejan a su espontaneidad. Así escribe Lewis: «Cuando Él (Dios) plantó el jardín de nuestra naturaleza, e hizo que prendieran allí los florecientes y fructíferos amores, dispuso que nuestra voluntad los “vistiera”. Comparada con ellos, nuestra voluntad es seca y fría, y a menos que su gracia descienda como descienden la lluvia y el sol, de poco serviría esa herramienta. Pero sus laboriosos −y por mucho tiempo negativos− servicios son indispensables; si fueron necesarios cuando el jardín era el Paraíso, ¡cuánto más ahora que la tierra se ha maleado y parecen medrar desmesuradamente los peores abrojos!»[10].
En conclusión, debemos hallar modos convincentes y bonitos para explicar a los jóvenes la verdad del matrimonio como don de sí en cuanto varón y mujer, en una unión que por su misma naturaleza es exclusiva, fiel, indisoluble y fecunda, no porque lo digan las leyes de la Iglesia o del Estado, sino porque así está en la realidad, en el bien del ser hombre y mujer, en la verdad de la propia condición. La relación que une hombre y mujer en el matrimonio, como va de persona a persona, exige por justicia la totalidad del don, ya sea en el tiempo que en el espacio −fidelidad e indisolubilidad− que en el don y acogida de la potencial paternidad y maternidad conyugales, que se concreta en la apertura a la vida[11]. Cualquier otro tipo de relación es un falso o un sustituto que llevará al vacío, a la infelicidad. En definitiva, se trata de saber trasmitir la alegría del verdadero amor entre hombre y mujer: “Amoris laetitia”, la verdadera alegría del amor conyugal.
b) El vaciamiento de la comprensión del amor (pasión, eros y agapé)
Siempre sobre el mismo argumento −la dificultad de entender qué es el matrimonio− debemos tener en cuento que en nuestra sociedad la palabra amor ha sufrido una profunda transformación y a menudo ha sido tergiversada, entendiendo por amor la pasión o solos los sentimientos. Sin embargo, es evidente que un elemento fundamental en el proceso de crecimiento de los jóvenes y de los novios será el descubrimiento del verdadero amor, que no es el amor egoísta, que piensa en sí mismo, sino el amor que quiere el bien de la persona amada, el verdadero bien, no algo pasajero. En el verdadero amor conyugal el hombre y la mujer logran integrar los diversos niveles de su ser persona varón y persona femenina: instinto, sentimientos y voluntad. No hay contraposición entre eros y agapé, sino complementariedad e integración.
Al respecto, son magistrales las consideraciones que hace Benedicto XVI en las primeras páginas de Deus Caritas est[12], sobre la relación entre eros y agapé, argumento que retoma el Papa Francisco en Amoris laetitia[13]. Es preciso superar una visión de la relación hombre-mujer como simple atracción o como afectos y sentimientos, porque sobre esa base no se puede construir nada duradero. Aquí nos jugamos la comprensión del matrimonio y la respuesta al porqué vale la pena casarse, o sea darse y acogerse a sí mismo en cuanto hombre y mujer, en la propia masculinidad y feminidad, para constituir el una caro conyugal, es decir, la unión en la naturaleza, que supera, sana y purifica las concretizaciones de las diversas culturas, como recordaba San Juan Pablo II en el citado texto de Veritatis splendor. En el matrimonio vemos la única manera digna de la persona humana de integrar, en el amor entre hombre y mujer, el eros y el agapé. Y el matrimonio es esa misma unión que, por su naturaleza, es exclusiva, indisoluble y fecunda.
c) La visión “legalista” del matrimonio
En tercer lugar, pero no por eso menos importante, en la comprensión del matrimonio hay que superar una visión legalista que está muy difundida, según la cual el matrimonio no sería otra cosa que unirse a un determinado modelo cultural o jurídico. Hoy, para muchos jóvenes, el matrimonio no sería otra cosa que, en palabras de Viladrich, «la legalización de los sentimientos amorosos»[14]. Desde esta perspectiva, la diferencia entre convivir y estar casados no sería más que la celebración de una ceremonia o el cumplimiento de determinados requisitos formales. No habría un antes y un después del matrimonio, si no la aceptación de las relaciones sexuales, por parte de la Iglesia o de la sociedad, como legítimos y socialmente aceptables. En cambio, el matrimonio marca claramente un antes y un después. Antes de la celebración, cuyo núcleo es el consentimiento matrimonial que «no puede ser suplido por ninguna potestad humana» (can. 1057 §1), hay promesas, esperanzas, a menudo un falso don de sí, mientras que a través del consentimiento el hombre y la mujer se convierten en cónyuges, ya no se pertenecen en su condición masculina y femenina, porque la una pertenece al otro y viceversa: son marido y mujer, cosa que antes no eran, y precisamente por eso sus actos sexuales son esencialmente diversos, porque son la manifestación de esa mutua pertenencia que, por su naturaleza, no porque lo diga la Iglesia o el Estado, es exclusiva, indisoluble y abierta a la potencial paternidad y maternidad.
Al respecto, considero que uno de los elementos que impiden la comprensión de la verdadera naturaleza del consentimiento matrimonial sea el hecho de que los novios cada vez más habitualmente mantienen frecuentes relaciones sexuales −no digo prematrimoniales porque a menudo no lo son−, lo que hace más difícil comprender que existe un antes y un después que no se limita a la ceremonia nupcial. En este sentido, y esto lo digo también por mi experiencia como juez, debo confesar que ya no me extraña la frecuencia de convivencias previas, o de largos noviazgos en los que ha habido frecuentes relaciones sexuales, que luego acaban en los tribunales de la Iglesia. No pocas veces son largas relaciones que luego, tras la celebración matrimonial, duran poco tiempo. En esos casos a menudo me encuentro una pareja de hecho que, tras años de planteamientos y dudas, deciden “celebrar la ceremonia” por los motivos más variopintos: porque están juntos desde hace tiempo y piensan que esa situación no se puede seguir retrasando: “o nos dejamos o nos casamos”; o porque se sienten obligados a casarse porque piensan que ya no podrían encontrar a otro o a otra; o porque las insistencias de los parientes les abruman. Pero, en muchos de esos casos, hay una casi incapacidad −no lo digo en sentido técnico− para percibir la novedad del consentimiento, mediante el cual lo que era un simple hecho se convierte en realidad, pertenencia recíproca, vínculo de justicia en el sentido más profundo. Con esto no quiero decir que esos matrimonios sean siempre nulos, sino simplemente, por una parte, que las relaciones sexuales previas al matrimonio no son ninguna garantía de éxito y, por otra, que enfocar así la relación comporta un riesgo real de no llegar a comprender el profundo sentido humano del consentimiento matrimonial, que viene reducido a una simple ceremonia o formalidad que no modifica en su esencia la relación entre el hombre y la mujer.
Pero las situaciones pueden ser muy diversas. La pastoral matrimonial tendrá, siguiendo los consejos del Papa Francisco, que hacer el esfuerzo para salir al encuentro de esas parejas que, por los motivos más variados, conviven sin estar casados, ayudándoles a remover los obstáculos −a veces internos, a veces externos− que les impiden llegar al don sincero de sí en el matrimonio, de comprender que casarse es entregarse y acogerse en una unión que, por su misma naturaleza, es exclusiva, indisoluble y abierta a la fecundidad, cosa que antes no era. Más que intentar convencerlos en cumplir una formalidad, se trata de acompañarles en un camino que lleve a esa unión a su perfección, mediante un proceso de purificación, elevación y entrega sincera.
Así pues, uno de los grandes desafíos en nuestras culturas es el de lograr explicar que el matrimonio no es una estructura legal extrínseca a la relación amorosa. Esto requiere una clara distinción entre “legalidad” y “juridicidad intrínseca”. Lo explica muy bien Hervada con las siguientes palabras: «Está claro, por todo lo afirmado, que el matrimonio no es una estructura extrínseca, impuesta desde fuera por el legislador, una especie de canal externo a través del cual el legislador pretendería ordenar, en línea con algunos criterios particulares, la unión entre hombre y mujer. Ciertamente existe una legalidad matrimonial, que consiste en el sistema matrimonial propio de todo ordenamiento jurídico: desde la forma del matrimonio hasta los efectos de la filiación. Pero dicha legalidad no es el matrimonio, ni entra en su estructura jurídica intrínseca. A este respecto conviene distinguir, para no dar lugar a malentendidos, entre legalidad relativa al matrimonio y el matrimonio mismo. El matrimonio tiene una estructura jurídica formada por el vínculo entre hombre y mujer que les hace marido y mujer, por los derechos y deberes conyugales, por los principios que informan la vida conyugal»[15].
Finalmente, en este esfuerzo de superación de la visión legalista del matrimonio, considero que es fundamental el descubrimiento de la dimensión vocacional del matrimonio, que entre bautizados significa sacramentalmente la unión entre Cristo y su Iglesia. Como nos recuerda el Papa Francisco en Amoris laetitia: «El sacramento del matrimonio no es una convención social, un rito vacío o el mero signo externo de un compromiso. El sacramento es un don para la santificación y la salvación de los esposos, porque «su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia. Los esposos son por tanto el recuerdo permanente para la Iglesia de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes» (S. Juan Pablo II, Ex. ap. Familiaris consortio (22-XI-1981), 13). El matrimonio es una vocación, en cuanto que es una respuesta al llamado específico a vivir el amor conyugal como signo imperfecto del amor entre Cristo y la Iglesia. Por lo tanto, la decisión de casarse y de crear una familia debe ser fruto de un discernimiento vocacional»[16].
Además de las cuestiones que he señalado hasta ahora, hay también otros retos que debemos afrontar para lograr superar esas desafecciones −incluso a veces miedos− hacia el matrimonio que encontramos en nuestra sociedad. Podemos indicar muchos desafíos, pero me limitaré a algunos que considero muy importantes en esta labor de reconstrucción cultural del matrimonio y a la que el Papa Francisco ha dedicado amplio espacio en Amoris laetitia: a) la incapacidad proyectual en la generación de lo inmediato y el influjo de las nuevas tecnologías; b) El miedo al compromiso, causado por una libertad entendida en sentido absoluto y autorreferencial; c) el pesimismo antropológico, según el cual el hombre no sería capaz de ser bueno; d) el hedonismo y la promiscuidad que se deriva.
En este epígrafe veremos cuáles podrían ser, en mi opinión, las soluciones a estos retos, que no son sino encontrar las razones y las sendas para abrir los ojos a los jóvenes par que redescubran la “belleza y la novedad del amor conyugal”.
a) Incapacidad proyectual. La generación de lo inmediato y el influjo de las nuevas tecnologías
El Papa Francisco, con gran realismo, nos indica lo difícil que es hacer proyectos de vida de amplio alcance cuando se está inmerso en una cultura de lo provisional y de lo inmediato, donde las personas buscan solo satisfacer sus necesidades y lograr una felicidad que no exija esfuerzo ni sacrificio. Desde esta perspectiva, la persona no logra entender ni asumir un amor fuerte, que es en primer lugar compromiso, como es por su naturaleza el amor conyugal. Leamos sus palabras: «Un amor débil o enfermo, incapaz de aceptar el matrimonio como un desafío que requiere luchar, renacer, reinventarse y empezar siempre de nuevo hasta la muerte, no puede sostener un nivel alto de compromiso. Cede a la cultura de lo provisorio, que impide un proceso constante de crecimiento. Pero “prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada” (Lumen fidei, 29-VI-2013, 52)»[17].
Debemos saber trasmitir esta verdad a los jóvenes: el matrimonio no es la meta, no es la celebración ni mucho menos el banquete, sino que es un proyecto de vida que involucra a toda la persona y a toda su vida. Los bienes del matrimonio son bienes arduos, que requieren para su logro las virtudes: fortaleza, generosidad, prudencia, magnanimidad, caridad por encima de todo[18].
Por eso, la pastoral familiar debe ser muy clara y también exigente, pero no solo mostrando las leyes como si fuesen algo extrínseco, sino sabiendo trasmitir la belleza del matrimonio: «los matrimonios agradecen que los pastores les ofrezcan motivaciones para una valiente apuesta por un amor fuerte, sólido, duradero, capaz de hacer frente a todo lo que se le cruce por delante»[19].
Es fundamental, además, enseñar a los jóvenes −y también a los adultos− a saber esperar porque en el matrimonio las cosas no se obtienen ni enseguida ni automáticamente. En Amoris laetitia hay un consejo muy práctico del Papa Francisco que creo puede servir de guía en un proceso educativo de los jóvenes que les enseñe a hacer proyectos a largo término: «En este tiempo, en el que reinan la ansiedad y la prisa tecnológica, una tarea importantísima de las familias es educar para la capacidad de esperar. No se trata de prohibir a los chicos que jueguen con los dispositivos electrónicos, sino de encontrar la forma de generar en ellos la capacidad de diferenciar las diversas lógicas y de no aplicar la velocidad digital a todos los ámbitos de la vida. La postergación no es negar el deseo sino diferir su satisfacción. Cuando los niños o los adolescentes no son educados para aceptar que algunas cosas deben esperar, se convierten en atropelladores, que someten todo a la satisfacción de sus necesidades inmediatas y crecen con el vicio del «quiero y tengo». Este es un gran engaño que no favorece la libertad, sino que la enferma»[20].
b) Miedo al compromiso. Una libertad entendida en sentido absoluto y autorreferencial
La libertad es siempre finalizada, no es fin en sí misma. Solo comprometiéndose la persona consigue realizarse como persona. Quien pone la libertad como fin de sí misma se vuelve esclavo de su “libertad”, que ya no es libertad de elegir el bien autónomamente, sino una total y absurda indeterminación, es decir, no una verdadera libertad sino una libertad ilusoria, un sucedáneo de la verdadera libertad.
Pero crecer en la libertad exige un proceso formativo eficaz. Como dice el Papa Francisco: «La libertad es algo grandioso, pero podemos echarla a perder. La educación moral es un cultivo de la libertad a través de propuestas, motivaciones, aplicaciones prácticas, estímulos, premios, ejemplos, modelos, símbolos, reflexiones, exhortaciones, revisiones del modo de actuar y diálogos que ayuden a las personas a desarrollar esos principios interiores estables que mueven a obrar espontáneamente el bien. La virtud es una convicción que se ha trasformado en un principio interno y estable del obrar. La vida virtuosa, por lo tanto, construye la libertad, la fortalece y la educa, evitando que la persona se vuelva esclava de inclinaciones compulsivas deshumanizantes y antisociales. Porque la misma dignidad humana exige que cada uno “actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro” (Gaudium et spes, 17)»[21].
A la luz de estas palabras, quisiera subrayar la centralidad de la educación en las virtudes en el proceso de preparación al matrimonio entendido en toda su riqueza. Es un tema del que habló San Juan Pablo II en Familiaris consortio[22] y que fue retomado por Francisco en Amoris laetitia[23]. Esto se entenderá mejor en la medida en que se descubra el desarrollo de las virtudes como algo natural, es decir, como el recto desarrollo de las tendencias inscritas en la naturaleza humana que nos permite alcanzar la perfección a la que está llamada nuestra naturaleza personal, y no como la simple adquisición de un hábito que pone límites a una libertad que de lo contrario sería absoluta[24].
La familia es el ámbito más eficaz de la educación en las virtudes, no tanto como enseñanzas teóricas, sino como el modo bueno de vivir: el don desinteresado a los demás, la generosidad, el saber compartir, el sacrificio, el sentido de justicia, la fortaleza, la castidad, sobre todo si los hijos ven esas virtudes encarnadas en sus padres. Como afirma San Josemaría Escrivá: «Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo éste: que vuestros hijos vean −lo ven todo desde niños, y lo juzgan: no os hagáis ilusiones− que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está sólo en vuestros labios, que está en vuestras obras; que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras»[25].
c) Pesimismo antropológico. El hombre no sería capaz de ser bueno
En muchas de las discusiones que surgieron durante las Asambleas del Sínodo y después de la publicación de Amoris laetitia, se nota un profundo pesimismo antropológico, como si no fuese posible pedir hoy a los novios y a las parejas que vivan fielmente las exigencias del verdadero amor. Ese pesimismo, además, no es solo respecto a las personas, sino también respecto a la fuerza de la redención obrada por Cristo, como si no hubiese sido verdaderamente eficaz y el hombre siguiese siendo el mismo de antes, si acaso con un bonito ejemplo y una bonita doctrina trasmitidos por Cristo, pero no un hombre nuevo, redimido por la gracia. En este sentido, no podemos rebajar las exigencias intrínsecas del matrimonio, don de Dios a los hombres, para hacerlo una “institución” −no ya una realidad− más al alcance de la mano de los pobres mortales.
Considero que el remedio más eficaz contra ese pesimismo antropológico respecto al matrimonio sea el acercamiento de los novios a una auténtica vida de fe coherente. De ahí la importancia de que los cursos de preparación al matrimonio no se limiten a la trasmisión de contenidos, incluso muy hermosos, sino que se tomen en serio la importancia del redescubrimiento de la fe y de la vida cristiana, garantía de buen éxito de la vocación matrimonial de los fieles. Un dato como muestra. Hace unos meses hablaba con un párroco romano que me contó que en su parroquia, desde hace más de 30 años, organizan cursos de preparación en los que participa cada año una treintena de parejas de novios. Desde el principio, enfocaron esos cursos de preparación como un recorrido de redescubrimiento de la fe y renacimiento de la vida sacramental. De las casi 900 parejas que han seguido ese recorrido a lo largo de los años, se cuentan con los dedos de una mano aquellas cuyo matrimonio ha fracasado[26]. La ayuda de la gracia, que Cristo no niega a ningún hombre de vida recta[27], es necesaria para vivir fielmente el amor conyugal, incluso a través de las pruebas y las crisis que toda pareja pueda atravesar. Además, en el caso del matrimonio de los bautizados, tenemos la certeza de que, si no se ponen obstáculos, la gracia de Dios actúa siempre eficazmente, porque Cristo está presente en la vida de la pareja. Es esa conciencia la que evita caer en el pesimismo antropológico al que hacía referencia.
d) El hedonismo y la promiscuidad que se deriva
La banalización de la sexualidad, consecuencia de diversos fenómenos de los últimos decenios −la mentalidad anticonceptiva, la educación sexual desviada e ideológica, la promoción de modelos de sexualidad libertarios, la difusión de la pornografía, etc.−, hace que a los jóvenes les cueste entender qué significa el respeto de la propia masculinidad y feminidad, ordenadas por su misma naturaleza al don total de sí en la condición masculina y femenina.
En nuestras sociedades hay diversos problemas que deben considerarse en los recorridos formativos de los jóvenes: el sexo precoz, la promiscuidad, la fuerte presencia de la pornografía, de modo particular en la red, que deben ser afrontados a partir de una verdadera educación sexual, que se traduce en una comprensión de este proceso como educación en las virtudes, particularmente en la virtud de la castidad, entendida no como lista de prohibiciones sino como una virtud positiva que hace a la persona dueña de sí misma y no esclava de las pasiones y de los sentimientos.
Esto viene explicado con gran claridad por el Papa Francisco en Amoris laetitia, en el epígrafe titulado Sí a la educación sexual[28]. En él, el Pontífice, con gran realismo, habla de la responsabilidad de los padres y de los educadores en un mundo en el que se ha banalizado la sexualidad y a menudo se presentan modelos que no responden a la dignidad de la persona humana, que se vuelve un objeto de placer y no una persona irrepetible que debe ser respetada, cuidada, amada de verdad y nunca utilizada. En esa educación, que no es simple información sino formación que tiene en cuenta las diversas etapas de la madurez de la persona, el Papa subraya una vez más el papel fundamental de las virtudes, entre las cuales señala la castidad, el pudor, el respeto del otro, la generosidad, todas iluminadas e informadas por la caridad, que viene explicada en el capítulo IV, corazón de la Exhortación.
No quisiera que todo lo dicho hasta ahora nos llevase al pesimismo. Es verdad que los retos son grandes, pero tenemos todos los medios para afrontarlos. El optimismo del cristiano no tiene su fundamento en que todas las cosas vayan bien, sino en la certeza de la eficacia de la redención obrada eficazmente por Jesucristo y conscientes de que, también en el ámbito de la evangelización de la familia, somos sus instrumentos. Contra esa cultura que pone en duda o niega directamente los fundamentos del matrimonio y de la familia, tenemos la certeza de estar del lado de la razón y no del equivocado.
La situación actual, que Benedicto XVI no dudó en llamar de “emergencia educativa”[29], también respecto a la situación actual de la familia, es para todos una llamada a la responsabilidad personal e institucional: unir fuerzas para influir en el ambiente, para cambiarlo, siguiendo un consejo del Fundador del Opus Dei: «“¡Influye tanto el ambiente!”, me has dicho. Y hube de contestar: sin duda. Por eso es menester que sea tal vuestra formación, que llevéis, con naturalidad, vuestro propio ambiente, para dar “vuestro tono” a la sociedad con la que conviváis. Y, entonces, si has cogido este espíritu, estoy seguro de que me dirás con el pasmo de los primeros discípulos al contemplar las primicias de los milagros que se obraban por sus manos en nombre de Cristo: “¡Influimos tanto en el ambiente!”»[30].
Esta seguridad nos llevará a buscar todos los modos posibles para difundir la belleza del matrimonio, ya sea a través del apostolado personal, tema en el que insiste tanto el Papa Francisco, como a través de iniciativas culturales, académicas, sociales que contribuyan a la nueva evangelización de la familia, también a través del acompañamiento de las familias y la oración en familia y por las familias. Creo que nosotros, como Universidad, estamos llamados a estar en primera línea en estos momentos de “emergencia educativa”. Y hay diversos instrumentos con los que podemos contar, en cuanto centro de investigación y enseñanza: la promoción de la investigación interdisciplinar, el diálogo con la sociedad civil, los diversos servicios que podemos prestar a la Iglesia Universal y a las Iglesias locales. ¿Cómo podemos hacerlo? Mediante las publicaciones, con el trabajo sobre el terreno, buscando vías para hacer llegar el trabajo de investigación no solo a nuestros estudiantes sino también a un público más amplio. Ya hay muchas realidades que deben ser animadas: el proyecto Family and Media (Familia y Medios), el curso Amor, familia y educación, el Centro de estudios jurídicos sobre la familia, el Curso sobre la pastoral matrimonial organizado por el Centro de formación sacerdotal, y muchas otras iniciativas de las diversas Facultades.
Se trata de buscar los caminos para captar el reto que recientemente nos ha propuesto nuestro Gran Canciller: «Convendrá estudiar modos prácticos para desarrollar la preparación al matrimonio, sostener el amor mutuo entre los esposos y la vida cristiana en las familias, impulsar la vida sacramental de abuelos, padres e hijos, especialmente la confesión frecuente. Cristo abraza todas las edades del hombre, nadie es inútil o superfluo»[31]. Y, en ese reto, indica también algunos instrumentos que nos afectan de cerca como centro universitario, cuando nos habla de: «la acción de grupos de estudio sobre el papel educativo, social y económico de la familia, con vistas a crear en la opinión pública un ambiente favorable a las familias numerosas»[32].
Como he explicado a lo largo de la exposición, para lograr invertir la tendencia sobre la comprensión de la realidad del matrimonio, hacen falta auténticos y eficaces programas de formación para los jóvenes, los novios, las familias. Esto implica tener claras las ideas sobre cuáles son los puntos débiles y los puntos fuertes de las culturas en las que nos movemos, lo que nos permitirá encontrar los modos para afrontar esa emergencia educativa a la que me acabo de referir. Como afirma Benedicto XVI: «En realidad, hoy cualquier labor de educación parece cada vez más ardua y precaria. Por eso, se habla de una gran "emergencia educativa", de la creciente dificultad que se encuentra para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento, dificultad que existe tanto en la escuela como en la familia, y se puede decir que en todos los demás organismos que tienen finalidades educativas. Podemos añadir que se trata de una emergencia inevitable: en una sociedad y en una cultura que con demasiada frecuencia tienen el relativismo como su propio credo –el relativismo se ha convertido en una especie de dogma–, falta la luz de la verdad, más aún, se considera peligroso hablar de verdad, se considera "autoritario", y se acaba por dudar de la bondad de la vida −¿es un bien ser hombre?, ¿es un bien vivir?− y de la validez de las relaciones y de los compromisos que constituyen la vida. Entonces, ¿cómo proponer a los más jóvenes y transmitir de generación en generación algo válido y cierto, reglas de vida, un auténtico sentido y objetivos convincentes para la existencia humana, sea como personas sea como comunidades? Por eso, por lo general, la educación tiende a reducirse a la transmisión de determinadas habilidades o capacidades de hacer, mientras se busca satisfacer el deseo de felicidad de las nuevas generaciones colmándolas de objetos de consumo y de gratificaciones efímeras. Así, tanto los padres como los profesores sienten fácilmente la tentación de abdicar de sus tareas educativas y de no comprender ya ni siquiera cuál es su papel, o mejor, la misión que les ha sido encomendada. Pero precisamente así no ofrecemos a los jóvenes, a las nuevas generaciones, lo que tenemos obligación de transmitirles. Con respecto a ellos somos deudores también de los verdaderos valores que dan fundamento a la vida»[33]. Y nosotros no podemos abdicar a nuestras responsabilidades al respecto. Debemos ser conscientes de que somos “formadores de formadores”.
El desafío puede parecer enorme, pero si comenzamos con la adecuada formación de los sacerdotes, de los fieles laicos y de los religiosos que frecuentan nuestras aulas, seremos un eficaz instrumento en el cambio de nuestras culturas, conscientes de que la Iglesia ya está hecha, pero se debe hacer en cada generación, también por lo que se refiere al descubrimiento de la belleza del amor conyugal, del matrimonio y de la familia en él fundada. Muchas gracias.
Héctor Franceschi
Fuente: pusc.it.
Traducción de Luis Montoya.
[1] Francisco, Ex. Ap. Amoris laetitia, 19-III-2016, n. 6 (en adelante AL)
[2] AL, n. 211.
[3] “Il Foglio”, 21-VII-2016.
[4] J. G. Martínez de Aguirre, El matrimonio invertebrado, Rialp, Madrid 2012.
[5] J. Hervada, L’identità del matrimonio, en Scritti sull’essenza del matrimonio, Giuffrè, Milano 2000, 234.
[6] Entiéndase que Hervada usa el adjetivo “accidental” no en el sentido de algo segundario o superfluo, sino en el sentido aristotélico de accidente como algo distinto de la sustancia. Lo usa para subrayar que tanto el varón como la mujer son plena e igualmente persona humana con la misma dignidad, aunque diversos y complementarios en cuanto varón y mujer. Pienso que hoy no habría utilizado este término por el riesgo de confusión respecto a las ideologías que consideran la condición masculina y femenina como algo de los que se puede disponer libremente, y no como parte de la condición personal, que nos viene dada en cuanto personas. Sobre este tema, cfr. J. Marías, Antropología metafísica, Madrid 1987, 71-78; B. Castilla, La complementariedad varón-mujer. Nuevas hipótesis, Rialp, Madrid 1993, 102-105; A. Malo, Identità, differenza e relazione fra uomo e donna. La condizione sessuata, en H. Franceschi (a cura di), Matrimonio e familia. La questione antropologica, Edusc, Roma 2015, 29-48.
[7] J. Hervada, L’identità del matrimonio, cit., 229-230.
[8] Concilio Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 24.
[9] San Juan Pablo II, Enc. Veritatis Splendor, n. 53.
[10] C.S. Lewis, Los cuatro amores, Rialp, Madrid 1991, 130 (trad. de Pedro Antonio Urbina).
[11] He desarrollado el carácter intrínseco de la ordenación de los bienes –bien de los cónyuges y bien de la prole– y de las propiedades esenciales del matrimonio –unidad e indisolubilidad– en diversos artículos, a los cuales me remito: H. Franceschi, L’esclusione della prole nella giurisprudenza rotale recente, en H. Franceschi - M.A. Ortiz (a cura di), Verità del consenso e capacità di donazione, Edusc, Roma 2009, p. 293-336; Id., Il “bonum coniugum” dalla prospettiva del realismo giuridico, en AA.VA., Studi in onore di Carlo Gullo, LEV, Città del Vaticano 2017, 433-462; Id., Valori fondamentali del matrimonio nella società di oggi: indissolubilità, en AA.VA., Matrimonio canonico e realtà contemporanea, LEV, Città del Vaticano 2005, 213-236; Id., L’esclusione del “bonum fidei” nella giusrisprudenza rotale recente, en H. Franceschi - M.A. Ortiz (a cura di), La ricerca della verità sul matrimonio e il diritto a un processo giusto e celere, Edusc, Roma 2012, 41-96.
[12] Benedicto XVI, Enc. Deus Caristas est, 25-XII-2005, nn. 3-8.
[13] AL, capítulo IV, en particular los nn. 142-152 que hablan del amor apasionado.
[14] Cfr. P. J. Viladrich, La agonía del matrimonio legal, Pamplona 1984.
[15] J. Hervada, L’identità del matrimonio, cit., 230.
[16] AL, n. 72.
[17] Ibidem, n. 124.
[18] Cfr. Ibidem, cap. IV.
[19] Ibidem, n. 200.
[20] Ibidem, n. 275.
[21] Ibidem, n. 267.
[22] San Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 66.
[23] AL, nn. 28, 206, 267.
[24] Sobre el tema de la centralidad de las virtudes en el desarrollo de la vida recta, cfr., entre otros, S. Pinckaers, Les sources de la morale chrétienne. Sa méthode, son contenu, son histoire, Friburgo-París 1985; J. Pieper, Las virtudes fundamentales, 3ª ed., Bogotá 1988; A. McIntyre, Tras la virtud, Barcelona 1987; A. Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per essere santi. I: Teologia Morale Fondamentale, Edusc, Roma 2016. [24] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, homilía El matrimonio, vocación cristiana, Rialp, Madrid 2010, n. 28.
[25] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, homilía El matrimonio, vocación cristiana, Rialp, Madrid 2010, n. 28.
[26] Cfr. AL, n. 67, 73, 124.
[27] Cfr. San Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 84.
[28] AL, nn. 280-286.
[29] Benedicto XVI, Discurso en la apertura del Convenio de la Diócesis de Roma, 11-VI-2007.
[30] San Josemaría Escrivá, Camino, 376. Rialp, Madrid 2002.
[31] F. Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 21.
[32] Ibidem.
[33] Benedicto XVI, Discurso en la apertura del Convenio de la Diócesis de Roma, cit.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |