El Concilio arrancó con la esperanza de una nueva Pentecostés y con un afán de renovación eclesial, a partir de una mayor percepción y experiencia del Espíritu en las almas, recuperando los deseos de santidad y afán apostólico propio de los orígenes del cristianismo
La santidad −y más concretamente, la llamada universal a la santidad− inspira y da vida a todos los documentos conciliares, que buscaban responder a los cuatro fines señalados por Pablo VI en el discurso de apertura de la segunda sesión.
La llamada universal a la santidad− inspira y da vida a todos los documentos conciliares, que buscaban responder a los cuatro fines señalados por Pablo VI en el discurso de apertura de la segunda sesión: la profundización de la definición de la Iglesia, su renovación, el restablecimiento de la unidad de todos los cristianos, y el diálogo con el hombre actual.
Tanto san Juan XXIII como el beato Pablo VI quisieron transmitir en los albores del Concilio una señal clara o dirección a seguir: los documentos que los padres conciliares se aprestaban a elaborar deberían evidenciar la santidad y perfección de la Iglesia, contribuyendo a promover la santidad de sus hijos[1]. El Concilio arrancó con la esperanza de una nueva Pentecostés −efusión del Espíritu santificador en las almas− y con un afán de renovación eclesial, a partir de una mayor percepción y experiencia del Espíritu en las almas, recuperando los deseos de santidad y afán apostólico propio de los orígenes del cristianismo. Efectivamente, el nexo entre la profundización del misterio de la Iglesia −la conciencia de su santidad− y su necesaria manifestación en la vida de los fieles afloró con espontaneidad en los primeros compases del trabajo conciliar y en los documentos que se fueron aprobando.
El corto espacio a disposición nos impide hacer un recorrido por las constituciones, decretos y declaraciones conciliares para confirmar la importancia que tiene el concepto de santidad en la enseñanza del Vaticano II[2]. Sin embargo, unas mínimas nociones son necesarias para hacer inteligible nuestro discurso. Empecemos afirmando que «la única e indivisible Trinidad» es «en Cristo y por Cristo la fuente y el origen de toda santidad» (Lumen gentium, 47). Esa santidad, que constituye la más íntima esencia de Dios y manifiesta su absoluta trascendencia respecto a las criaturas, Cristo la personifica como “el Santo de Dios”, y la transmite a su Iglesia, Pueblo santo de Dios. La Iglesia, por tanto, participa de la santidad de Dios, de modo que la santidad es nota distintiva de la Iglesia y, por ello, la testifica, difunde y promueve. Y como consecuencia, «todos en la Iglesia, pertenezcan a la Jerarquía o sean regidos por ella, están llamados a la santidad, (…). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta sin cesar y debe manifestarse en los frutos de la gracia que el Espíritu produce en los fieles» (Lumen gentium, 39). Esta llamada universal a la santidad, tratada expresamente en el capítulo quinto de la Constitución sobre la Iglesia, constituye la idea teológico-espiritual más desarrollada en los documentos conciliares y, constituye, en mi opinión la clave de lectura de todo el Vaticano II. Esta santidad, que siendo una −común para todos− no es uniforme, depende en su realización personal concreta de las circunstancias y estado de vida de cada uno: la condición de laico, sacerdote o religioso no representa el escenario o un medio ascético útil para la santificación, sino una realidad profunda con virtualidad santificadora.
En definitiva, la santidad −y más concretamente, la llamada universal a la santidad− inspira y da vida a todos los documentos conciliares, que buscaban responder a los cuatro fines señalados por Pablo VI en el discurso de apertura de la segunda sesión: la profundización de la definición de la Iglesia, su renovación, el restablecimiento de la unidad de todos los cristianos, y el diálogo con el hombre actual. La importancia de esta enseñanza fue confirmada por Pablo VI a los pocos años de finalizar el Concilio: «No hay que extrañarse, pues, de que el Concilio Vaticano II, tratando del misterio de la Iglesia, haya querido poner en plena luz esta insigne nota de la santidad, con la cual todas las demás se articulan estrechamente y que haya llamado insistentemente a todos los fieles de cualquier clase y condición que sean a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad; esta especial invitación puede considerarse como propiedad del mismo magisterio conciliar y como su último fin»[3].
La doctrina conciliar sobre la santidad de la Iglesia y en la Iglesia tuvo su continuidad y desarrollo en el Magisterio de unos papas llamados a aplicar el Concilio Vaticano II. El misterio de la Iglesia y −más concretamente− su santidad, atraía el interés intelectual del beato Pablo VI, que asumía en tema de meditación y transformaba en alimento espiritual: se aprecia a través de todo su magisterio escrito un hilo conductor que une conciencia eclesial y conducta moral, eclesiología y conversión, santidad de la Iglesia y santidad de sus hijos. La tensión entre la santidad de la Iglesia y la necesaria purificación de sus hijos −no olvidemos el desconcertante rostro humano que presentaba la Iglesia del inmediato postconcilio, marcado por miles de defecciones del ministerio sacerdotal y de la vida religiosa− será una constante en sus enseñanzas. En cuanto predicador del Concilio, el beato Pablo VI aprovecha frecuentemente la catequesis oral para exponer, desarrollar e ilustrar a todo tipo de gentes la doctrina de la llamada universal a la santidad, enseñando que: 1º) la santidad es posible, obligatoria y actual; 2º) la santidad laical no es de segunda clase; y 3º) la santidad es perfección del hombre, y consecuencia de la santidad de la Iglesia.
San Juan Pablo II continuó la línea de su predecesor. Los sínodos ordinarios y las consiguientes exhortaciones apostólicas sobre los estados de vida (Christifideles laici, 1988; Pastores dabo vobis, 1992; Vita consecrata, 1996) muestran el interés del Pontífice en señalar que las distintas vocaciones en la Iglesia son modalidades y especificaciones de la llamada universal a la santidad. Un momento particularmente importante en el desarrollo del tema conciliar de la santidad cabe situarlo en la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica en 1992. El influjo que la doctrina de la llamada universal a la santidad tuvo en su redacción es evidente. Basta considerar que la Tercera Parte −el tratado moral− incluye una amplia sección con el título «la vocación del hombre: la vida en el Espíritu», que precede la clásica explicación de los mandamientos. Es decir, el Catecismo coloca la moral cristiana dentro de una perspectiva de vocación a la santidad. Situar como premisa inicial el reconocimiento de la dignidad del cristiano en la llamada a ser santos constituye una importante novedad en la exposición de la moral cristiana: significa que el esfuerzo moral del cristiano surge del don de santificación gratuitamente concedido en el bautismo y todavía por desarrollar, colocándolo en una dinámica de perfección sin límites. También se percibe en los últimos años del Pontificado −etapa marcada por la preparación y celebración del Gran Jubileo del 2000− un progresivo aumento en la exposición de la doctrina conciliar y en la exhortación a la santidad de todos los fieles. Por último no podemos olvidar que las numerosas beatificaciones y canonizaciones proclamadas por san Juan Pablo II han querido subrayar que la santidad es la vía normal de la Iglesia.
Benedicto XVI, el Papa teólogo, trata de la vocación a la santidad sobre todo en su magisterio oral, relacionando la santidad con los sacramentos y la meditación de la Sagrada Escritura. El ejemplo de los santos fue, además, en manos del Papa emérito una importante herramienta catequética para transmitir el mensaje de la llamada a la santidad (recuérdese que dedicó más de la mitad de sus Audiencias Generales a comentar la vida de los santos, presentándolos como modelos a todo tipo de cristianos).
Cabe preguntarse si la teología ha estado a la altura del interés mostrado por el Magisterio en enseñar la doctrina conciliar sobre la santidad. Desde luego no faltaron en el inmediato post-concilio publicaciones que comentaron los diversos documentos emanados, y, por tanto, estudios que analizaban el capítulo quinto de Lumen gentium. Pero pasado el fervor de los primeros momentos se nota una recesión tanto cuantitativa (numero de las publicaciones) como cualitativa (descuido en facilitar una mayor comprensión del significado y consecuencias de la llamada a la santidad, y de las cuestiones teológicas conexas). Un análisis de unos veinte manuales de teología espiritual de los últimos cincuenta años muestra una teórica recepción de la doctrina de la llamada universal a la santidad −ineludible en consideración de la insistencia del Magisterio−, pero no se aprecia un esfuerzo en profundizar en sus raíces, contenido y consecuencias[4]. Sólo en el último decenio encontramos algunos manuales en los que la llamada universal a la santidad estructura el contenido de una materia que aspira a exponer los elementos y el dinamismo de la vida espiritual.
Evidentemente la ausencia de una vivificante “teología de la santidad” repercute en la vida de la Iglesia y en la pastoral. Algo detectaron los padres sinodales reunidos en Asamblea Extraordinaria en 1985, vigésimo aniversario del Concilio, al afirmar que «nos parece que la Iglesia en su conjunto ha de prestar todavía más atención a la llamada a la santidad»[5]. También san Juan Pablo II volvió a insistir al inicio del nuevo siglo: «Conviene además descubrir en todo su valor programático el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, dedicado a la “vocación universal a la santidad”. Si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiología, sino más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y determinante» (Carta ap. Novo millenio ineunte, n. 30). Los quince años transcurridos desde que fueron escritas estas palabras no han menguado su actualidad: no basta proclamar la llamada universal a la santidad, se necesita profundizar en su contenido y consecuencias para que constituya verdaderamente el programa de la vida eclesial. Se requiere una pastoral que se pregunte y responda, como hace Papa Francisco: «¿en qué consiste esta vocación universal a ser santos? ¿Y cómo podemos realizarla? (…) La santidad es un don, es el don que nos da el Señor Jesús, cuando nos toma para sí y nos reviste de sí mismo, nos hace como Él. (…) estamos llamados a ser santos precisamente viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio cristiano en las ocupaciones de cada día. Y cada uno en las condiciones y en el estado de vida en el que se encuentra» (Audiencia general, 19.XI.2014).
La Iglesia se santifica, crece en santidad, realizando su misión santificadora. Por eso no puede faltar en la Iglesia el servicio de la teología que profundiza, clarifica y pone en relación las cuestiones relativas a la santificación. Cuando se afirma que estamos llamados a la santidad ¿qué estamos llamados a hacer? ¿cómo se alcanza la santidad? Se ha señalado oportunamente que «proclamar la llamada universal a la santidad no es proceder a una simple exhortación devota, sino situar ante una realidad densa de contenido, cuya adecuada comprensión reclama profundizar en múltiples aspectos de la verdad cristiana, desde las relaciones entre creación y redención hasta la configuración de la Iglesia como comunidad que se estructura a través de una pluralidad de tareas y vocaciones»[6]. Si el tema no despierta hoy el interés de la teología es porque se da por supuesto −por tanto, no requeriría mayor reflexión−, o falta convencimiento en la universalidad de esa llamada y/o en la concreta realización de la santidad.
En definitiva, a 50 años del Concilio podemos entrever carencias en la recepción del mensaje de la llamada universal a la santidad, en ámbito teológico, también en la pastoral −no siempre la insistencia de los Papas ha sido amplificada en la catequesis y en la predicación− y, consecuentemente, a nivel de convicción del creyente. Ayudaría a superar esas carencias una profundización teológica en las cuestiones señaladas en la tercera parte de la Relatio generalis al capítulo sexto de Lumen gentium, donde la comisión doctrinal enunciaba de modo sintético la teología del capítulo quinto sobre la llamada universal a la santidad[7]. Se podrían resumir del siguiente modo: 1) la necesidad de comprender mejor el fundamento ontológico de la santidad de la Iglesia; 2) la conveniencia de reflexionar sobre la relación entre unidad y diversidad de la santidad; 3) una oportuna profundización en las enseñanzas bíblicas sobre la santidad, tanto en su aspecto ontológico como ético o moral; 4) reflexionar sobre los elementos constitutivos de la vida cristiana (virtudes, preceptos, consejos); 5) presentar de modo articulado y teológicamente fundamentados los diversos medios de santificación; 6) se debe reflexionar sobre la santidad y el pecado de los diversos miembros de la Iglesia; y 7) comprender el carácter interior y dinámico de la santidad.
Vicente Bosch
Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma)
[1] Juan XXIII, const. ap Humanae salutis, 25-XII-1961: «[la Iglesia] se siente cada vez más obligada (…) a promover la santidad de sus hijos»; Pablo VI, Discurso, 29-IX-1963: «llevar a los hombres a la santidad, (…) es lo que intenta nuestra querida Iglesia».
[2] Puede consultarse a este fin mi contribución Llamados a ser santos. Historia contemporánea de una doctrina, Palabra, Madrid 2008, pp. 67-97, ampliamente utilizado en la redacción de estas líneas; y J. Sesé, Santidad, en J. R. Villar (dir.), Diccionario teológico del Concilio Vaticano II, Eunsa, Pamplona 2015, pp. 954-969.
[3] Pablo VI, Motu proprio Sanctitas clarior: AAS 61 (1969) 149-150. El cursivo es nuestro.
[4] Cfr. V. Bosch, Llamados ser santos, o.c., pp. 143-174; y J. Campo, Llamada universal a la santidad y estados de vida en el Magisterio y la manualística recientes (1988-2013), Pontificia Universitas Sanctae Crucis, Roma 2016.
[5] G. Caprile, Il sinodo dei vescovi: seconda assemblea straordinaria, Edizioni «La Civiltà Cattolica», Roma 1986, p. 378.
[6] J.L. Illanes, Laicado y sacerdocio, EUNSA, Pamplona 2001, 169.
[7] Cfr. Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, vol III/I, Relatio generalis, nn. 170-172, pp. 323-327.
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