Los diccionarios han tenido un gran peso en la teología del siglo XX. El más famoso por su erudición es el ‘Diccionario de Teología Católica’, dirigido sucesivamente por Vacant, Mangenot y Amann
Los buscadores de internet han cambiado nuestra percepción del saber. Registran en pocos instantes millones de páginas y nos ofrecen una selección, generalmente útil, un tanto indiscriminada y crecientemente mediatizada por intereses comerciales (como mínimo).
Al ofrecer tanta información en tan poco tiempo producen la sensación de que el saber está ahí, al alcance de la mano, y que el problema ha sido sólo buscarlo. Con su facilidad ocultan la difícil tarea de crear el saber: establecer los datos, investigarlos (análisis), sintetizarlos y explicarlo todo en un relato. Eso no lo hacen los buscadores. Lo hacen las personas.
El saber humano está sedimentado en muchas fuentes históricas. Unas son valiosas por la significación y categoría del autor (el saber es muy elitista); otras, por la cantidad y valor de la información que recogen. A este segundo grupo pertenece el Dictionnaire de Théologie Catholique (Diccionario de Teología Católica, DTC), obra magna de la teología católica en la primera mitad del siglo XX.
Publicado en 30 volúmenes (15 tomos divididos en dos partes), más tres volúmenes de índices. Contiene unos cinco mil artículos, de más de cuatrocientos autores, con un total de 41.352 columnas (20.676 páginas). Se publicó por fascículos (150) entre 1899 y 1950. Y la elaboración de los tres volúmenes de índices duró más de 20 años (1951-1972).
Se quedó en los albores de la informática, que hubiera simplificado las cosas. También, por seguir el paralelismo, el diccionario se quedó en los albores de la gran teología del siglo XX, que aunque ya estaba en marcha desde los años 30, eclosiona en los cincuenta y encuentra su cumbre en la elaboración del Concilio Vaticano II. Se podría decir que el Diccionario de Teología Católica recoge y ordena, precisamente, todo lo que había “antes”. Pero eso recoge, ese es su valor, la mayor parte de la historia de la teología cristiana y de sus principales exponentes patrísticos y escolásticos, incluyendo la segunda escolástica y todas las idas y venidas del XIX.
Sorprende que una editorial recién fundada (1885) por Léon Letouzey (1858-1942) y su cuñado Antonin Ané (Letouzey & Ané), se atreviera con semejante proyecto. Todavía existe la empresa con su librería en pleno centro de París (esquina Boulevard Raspail con Vaugirard). Y parece casi milagroso que perseverara a pesar de la dureza de las vicisitudes históricas: las leyes laicistas de 1905, que dejaron a una parte importante de la Iglesia francesa en la calle o en el exilio, y dos guerras mundiales, con todos los rigores, ocupaciones y aprietos económicos.
Y el asunto es más sorprendente si se sabe que la editorial abordaba al mismo tiempo un poderoso Diccionario de la Biblia (1891-1912), dirigido por Vigouroux; un enorme Diccionario de arqueología cristiana (1905-1953), un Diccionario de Historia y geografía eclesiástica (1912-) que todavía está en curso, aunque a partir del fascículo 186 cambió de editorial (Brepols). Y un Diccionario de Derecho Canónico (1924-1965).
No era la única editorial que andaba en estas aventuras. Beauchesne publicaba un Diccionario apologético de la fe católica (1909-1928), dirigido por el insigne patrólogo Adhémar d’Alés. Y emprendió a continuación un monumental Diccionario de Espiritualidad (1932-1995), verdaderamente interesante. Y la editorial parisina Bloud et Gay, comenzó en 1935 la enorme Historia de la Iglesia desde los orígenes hasta nuestros días, dirigida por Fliche y Martin.
Todo en fascículos y por suscripción. Esto significa suficientes ventas, porque no se financiaban de otra manera. Y es un índice del buen estado de la Iglesia en Francia en aquellos primeros decenios del siglo XX. La Iglesia francesa llega al comienzo del siglo XX recuperada de los embates revolucionarios del XIX, con energía suficiente para crecer y superar las leyes laicistas de 1905 que expulsan a muchas órdenes religiosas, cierran muchas instituciones y expropian muchos edificios.
Hay muchas vocaciones y mucha gente muy preparada entre los dominicos, jesuitas, benedictinos, oratorianos… y también entre el clero secular. Hay mucha gente cristiana culta que lee y mucha gente que escribe porque sabe.
El título completo del diccionario, según aparece en la portada de los fascículos, es “Diccionario de Teología Católica que contiene la exposición de las doctrinas de la Teología Católica, sus prueba y su historia”. Frente al estilo más o menos combativo o polémico del Diccionario apologético, de d’Alés, se prefería una exposición serena de la fe cristiana, pensando que la mejor manera de defenderla era que se entendiera tal como es y que se conociera su riqueza.
El abbé Mangenot en el prefacio del primer volumen (acabado en 1903), declara: “El DTC tiene por fin exponer las doctrinas de la teología católica, sus pruebas y su historia. No intenta sustituir a las colecciones de manuales de teología, sino que les aportará útiles complementos. Más libre en su proceder que los tratados clásicos, redactado por representantes de todas las escuelas (posiciones) católicas, y por especialistas de reconocida competencia, abraza con un plan uniforme y bajo sus diversos aspectos, todas las cuestiones que interesan al teólogo”.
Era una declaración de principios y también una apuesta por la exhaustividad, que parecía difícil de colmar. Si se quería decir todo, la voz Dios (Dieu), de 1910, necesitó un fascículo entero y parte de otro (29 y 30). Y lo mismo la voz Eucaristía, en 1912 (fascículos 37 y 38). El 53 (1922) se dedicó entero a la Inmaculada Concepción; el 112 (1935) a la Predestinación. Se dedicaron 128 columnas a la Confirmación, sacramento poco tratado en los manuales. Y se escribieron nada menos que 212 columnas sobre la Iglesia de Constantinopla (Constantinople. Eglise de), es decir, sobre los Ortodoxos griegos. Eran como libros dentro del Diccionario. Y en este caso como en otros, con documentación difícil de encontrar en otra parte.
El fundador, Alfred Vacant (1852-1901) procedía de una familia campesina acomodada. Después de haber estudiado en el seminario de Metz, y en el de Saint Sulpice, de París, se incardinó en la diócesis de Nancy y fue profesor de su seminario, donde suscitará, por cierto, muchos futuros colaboradores.
Se había curtido en el trabajo intelectual en la redacción de varias revistas eclesiásticas y colaborado en el Diccionario de la Biblia, de Vigouroux. Y había desarrollado una notable capacidad de trabajo. Cuando Letouzey & Ané concibieron el proyecto, enseguida llegaron a él como persona adecuada para llevarlo a cabo. Muy pronto el proyecto desbordó las previsiones de la editorial que pensaba en algo más breve. Pero era un hombre entusiasta y consiguió remover a muchos colaboradores y que le entregaran sus trabajos en los plazos previstos. Aquello funcionaba.
Encontró un eficaz colaborador en Eugène Mangenot (1856-1922), sacerdote de la diócesis de Sain-Diè. Había estudiado con él en Nancy y lo había formado. Fue profesor de Escritura en Nancy. Alfred Vacant había dado el primer impulso y había puesto el proyecto en marcha; a Mangenot le tocó llevarlo adelante con un volumen increíble de trabajo, y redactando él mismo todas las voces que se atascaban o que presentaban algún problema, también desde el punto de vista doctrinal. Era una personalidad equilibrada y que sabía conducir estas delicadas cuestiones. Le importaba mucho la precisión histórica y que se explicaran bien los contextos para poder entender bien las doctrinas y, en su caso, los conflictos o diferencias de pareceres.
Después vendría Émile Amann, con unos empeños parecidos, pero en una época distinta. Mientras que los primeros años están bajo la órbita de las cuestiones suscitadas por el Modernismo, en los años siguientes se deja sentir la renovación de las cuestiones teológicas, empezando por las históricas, patrística y bíblicas.
Evidentemente, el Diccionario, en su largo curso de más de cincuenta años, refleja las vicisitudes de la teología y de cada momento. Surge ante el Modernismo teológico, con la intención de proporcionar una presentación profunda y arraigada históricamente de las doctrinas cristianas.
Y acusa, como es lógico, los distintos tics que ha tenido la Iglesia en Francia. Por un lado quedan restos de galicanismo y nacionalismo religioso bastante vivos. Por otro, está planteado un enorme debate intelectual sobre la relación de la Iglesia con el Estado moderno y con los principios liberales; lo que abarca tanto aspectos teóricos como políticos, como la extinción de los Estados Pontificios o el estatuto de la Iglesia en Francia. En las voces del diccionario se aprecia cómo evolucionan las ideas.
En los años cuarenta, se reflejan las preocupaciones y advertencias de la Santa Sede en algunos temas teológicos. El P. Chenu está precisamente redactando la voz “Santo Tomás de Aquino y Tomismo” cuando es puesto en el índice su libro sobre la Teología en Le Saulchoir (Le Saulchoir, Une École de Théologie). Chenu era partidario de un acercamiento histórico a la doctrina de santo Tomás y a la teología en general, mientras que otros (especialmente Garrigou Lagrange) defendían que eso relativizaba las verdades teológicas. Chenu, obligado a dejar la dirección de Le Saulchoir, pensó que sería inoportuno escribir esos artículos. Con la intervención del gobierno de los dominicos, se los encargaron al P. Garrigou Lagrange. Eran dos opciones que, en el fondo, no tenían por qué ser excluyentes.
En el mismo contexto se suscitó alguna inquietud sobre la voz “Teología” que se había encargado a Yves Congar, que también estaba en Le Saulchoir. Pero este la redactó en dos partes sin mayores problemas. Sólo que entremedias pasó cuatro años en un campo de concentración como prisionero de guerra. Todavía es una gran voz del Diccionario.
Desde 1535 hasta 1918, la corona francesa y después la República ejercieron un protectorado sobre los peregrinos y Santos Lugares, y después sobre todos los cristianos (no solo católicos) bajo dominio de la Sublime Puerta (Imperio otomano), por lo cual se abonaba una cantidad anual. La comunidad maronita del Líbano tenía, dentro de esto, un estatuto especial. Después, al caer el Imperio turco desde 1920, Siria y Líbano quedaron bajo dominio francés, hasta su independencia. Esto le permitió una presencia diplomática importante y también religiosa y un contacto estrecho con sus tradiciones religiosas y sus lenguas (sirio, árabe, arameo, hebreo). Una expresión privilegiada es la fundación, en 1890, de la Escuela Bíblica de Jerusalén (École Biblique et Archéologique Française de Jérusalem) por el Padre Lagrange OP.
El contacto directo con aquellas fuentes se deja ver en el diccionario en muchos aspectos, sobre todo históricos. Es asombrosa, por ejemplo, la erudición que se contiene bajo la voz Antioche (Antioquía), con el relato detallado de las escuelas teológicas, los concilios y los distintos patriarcados, y la pormenorizada historia de la vieja capital cristiana, hoy en una lengua de territorio turco que entra en Siria.
Así se compuso una obra llena de erudición, que sigue siendo una fuente interesante para la teología, sobre todo histórica. A medida que sus artículos pierden sus derechos de autor y quedan bajo dominio público pueden encontrarlas los modernos buscadores.
Juan Luis Lorda, en Revista Palabra.
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