Francisco ha subrayado la centralidad de Cristo en la vida y en la misión cristianas. A los cristianos corresponde conocerlo, amarlo y seguirlo
Cristo resucitado es el alfa y omega, el origen de todo y el punto final de la transformación del mundo, por la fuerza atractiva de la Cruz y de la Resurrección. Eso no significa que no cuente con nuestra colaboración.
Cristo es el centro de la misión de la Iglesia en todas sus formas: anuncio de la fe, celebración de los sacramentos, existencia cristiana como vida de servicio a las personas y al mundo.
En su exhortación apostólica y programática Evangelii gaudium señala el Papa Francisco: “Cristo resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza […]. Su resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo. […] Ésa es la fuerza de la resurrección y cada evangelizador es un instrumento de ese dinamismo” (EG, nn. 275-276). Cabe preguntarse de qué tipo es esa fuerza, cómo se traduce en la vida cristiana y cómo influye en la evangelización. Joseph Ratzinger, hacia el final de la sección que dedica a la Resurrección en Jesús de Nazaret, observa que no se trata simplemente de la reanimación de un cadáver, ni tampoco de la aparición de un fantasma o de un espíritu que viene del mundo de los muertos. Por otra parte, los encuentros de Jesús resucitado con sus discípulos no son fenómenos de mística colectiva (cfr. Jesús de Nazaret, II, Roma-Madrid 2011, pp. 316 ss.).
La Resurrección −sostiene el ahora Papa emérito− es un acontecimiento bien real, que sucede en la historia y a la vez transciende la historia. Supone un salto cualitativo u ontológico, una nueva dimensión de la vida humana, pues un cuerpo humano es transformado en un “cuerpo cósmico”, como lugar en que los hombres entran en comunión con Dios y entre ellos formando el misterio de la Iglesia. Aunque la resurrección no la contempló ningún ser humano (no era posible), a Cristo resucitado lo vio una multitud de testigos. Al mismo tiempo la resurrección es un acontecimiento discreto: no se impone, sino que quiere llegar a los hombres a través de la fe de los discípulos y de su testimonio, de modo que este suscite la fe en otros a lo largo del tiempo.
El Misterio de Cristo es el centro de la vida cristiana y de la Iglesia. En su relación con nosotros ese centro podría ser descrito trazando el marco del plan salvífico de la Trinidad como una elipse y en su interior dos focos que se atraen mutuamente: la Resurrección y la Eucaristía. Atraídos por esos dos focos, podemos Vivir con mayúsculas extendiendo, gracias al misterio de la Iglesia, el misterio de Cristo a todas las realidades humanas, pues en Él nos movemos y existimos los cristianos (cfr. Hch 17, 28). El Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. nn. 638-655) señala que la Resurrección es obra de la Santísima Trinidad, como confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Nos abre a una nueva vida, la de los hijos de Dios, y es principio y fuente de nuestra resurrección futura.
Todo ello tiene que ver con la fuerza de la Eucaristía, que nos da la vida de Cristo resucitado, nos une en la Iglesia como sujeto histórico “portador de la visión integral de Cristo sobre el mundo” (en expresión de R. Guardini), de sus sentimientos y de sus actitudes. La Eucaristía alimenta el desarrollo y ejercicio del carácter sacerdotal que recibimos con el bautismo y que nos configura como mediadores entre Dios y los hombres.
De ahí la necesidad de ser conscientes de la predilección que Dios nos ha mostrado. Y de que ese agradecimiento se traduzca en nuestra correspondencia de amor a la Trinidad y en la participación activa en la evangelización.
Cristo es el centro de la vida cristiana, que es vida in Ecclesia, familia de Dios. La Iglesia es, en efecto, la “extensión” o la continuación de la acción de Cristo resucitado, gracias a la unción de los cristianos por el Espíritu Santo, según las dimensiones del tiempo y del espacio, de las épocas y de las culturas.
Según san Pablo, Dios Padre se propuso recapitular en Cristo todas las cosas (cfr. Ef 1, 10; cfr. Hch 3, 21). Por eso nos escogió en Él (cfr. Ef 1, 4), nos incluyó en el proyecto de Cristo resucitado como etapa final y definitiva de la salvación, por Amor a Él y a nosotros.
Cristo presente en los cristianos, es el título de una homilía pronunciada por san Josemaría (cfr. Es Cristo que pasa, nn. 102-116): eso es la Iglesia, y en ella estamos llamados a ser no ya otro Cristo, sino el mismo Cristo en unión con todos los cristianos de todos los tiempos. La vida de Cristo es vida nuestra, afirma san Josemaría (n. 103).
Cristo resucitado es el alfa y el omega, cabría decir, el origen de todo y el punto final de la evolución y de la transformación del mundo; y no por la mera dinámica intrínseca de la creación material o del espíritu humano (Cristo no es el fruto de la evolución ni tampoco del progreso humano), sino por la fuerza atractiva de la Cruz y de la Resurrección (cfr. Jn 12, 32). Esto no significa que Cristo desprecie u olvide nuestra colaboración. Al contrario, cuenta con ella, la de cada uno y especialmente la de aquellos que son, por el bautismo y gracias al Espíritu Santo, miembros suyos. Todos estamos llamados a colaborar en esa “atracción” que ejerce Cristo sobre todas las cosas.
Los cristianos colaboramos en esa tarea inmensa −vivir la vida de Cristo en el mundo− que tiene su centro en la Resurrección y se hace posible por la Eucaristía. Lo hacemos con el fundamento de la vida de la gracia. Y la Iglesia desea que lo hagamos del modo más consciente y pleno posible, a partir del encuentro con Cristo (cfr. san Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, nn. 4 ss.) por la contemplación de sus “misterios” en la oración, por la identificación progresiva con Él gracias a nuestra participación en la Eucaristía, por el servicio que, como consecuencia, prestamos a los demás.
A esto estamos llamados cada uno de los fieles cristianos, según nuestra condición y dones en la Iglesia y en el mundo. Contando con nuestras flaquezas y pequeñeces, procuramos vivir el amor mismo del Corazón, ahora glorioso, del Señor, que sigue teniendo su predilección por los más débiles y se identifica con ellos (cfr. Mt 25, 35 ss.). Esto quiere decir que nuestra identificación con Cristo pasa por “identificarle” a Él en los más necesitados, acercarnos a ellos, servirle a Él en ellos, como subraya el Papa Francisco (cfr. EG, n. 270).
A la vez, la contemplación de Cristo y la vida con Él es necesaria para que nuestro servicio a los demás sea constante y eficazmente cristiano, es decir, plenamente humano a la medida de Cristo: “Solo si miramos y contemplamos el Corazón de Cristo, conseguiremos que el nuestro se libere del odio y de la indiferencia; solamente así sabremos reaccionar de modo cristiano ante los sufrimientos ajenos, ante el dolor”, dice san Josemaría (homilía “El corazón de Cristo, paz de los cristianos”, en Es Cristo que pasa, n. 166).
La resurrección del Señor se revive sacramentalmente en la celebración litúrgica más importante: la vigilia pascual. La estructura de la celebración con sus característicos elementos (como el rito del lucernario, las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento, y la liturgia bautismal) expresa la realidad de la Resurrección, sus consecuencias en nosotros, su capacidad para cambiar y transformar los corazones y la creación entera.
Ahora bien, Cristo solo puede ser el centro de nuestra vida cristiana si es contemporáneo nuestro, y esto se deriva sencillamente del hecho de que Él vive ahora con nosotros, o más bien nosotros con Él. La contemporaneidad con Cristo ha interpelado a cristianos como san Agustín, santa Teresa de Jesús y Søren Kierkegaard. Cristo es contemporáneo a nosotros por su presencia, por su cercanía, por la Vida suya que nos da a participar. Y la presencia de Cristo junto a nosotros abarca formas diversas e interconectadas, como la Iglesia y la Eucaristía. Lo hemos visto ya.
Según san Agustín, Cristo también se hace contemporáneo nuestro cuando le recibimos en los necesitados (cfr. Mt 25, 40): “Así pues, el Señor fue recibido en calidad de huésped, él, que vino a su casa, y los suyos no lo recibieron; pero a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, adoptando a los siervos y convirtiéndolos en hermanos, redimiendo a los cautivos y convirtiéndolos en coherederos. Pero que nadie de vosotros diga: ‘Dichosos los que pudieron hospedar al Señor en su propia casa’. No te sepa mal, no te quejes por haber nacido en un tiempo en que ya no puedes ver al Señor en carne y hueso; esto no te priva de aquel honor, ya que el mismo Señor afirma: Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Sermón 103, 2).
En su mensaje a los participantes en el Simposio internacional de catequética, celebrado en julio de 2017 en Buenos Aires, ha escrito el Papa Francisco: “Cuanto más toma Jesús el centro de nuestra vida, tanto más nos hace salir de nosotros mismos, nos descentra y nos hace ser próximos a los otros”. Y en la clausura del simposio, Mons. Luis Ladaria −actual prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe− ha subrayado que Cristo es el centro de la fe porque es el único y definitivo mediador de la salvación al ser “testigo fiel” (Ap. 1, 5) del amor de Dios Padre. La fe cristiana es fe en ese amor, en su poder eficaz, en su capacidad de transformar el mundo y dominar el tiempo. El amor concreto de Dios que se deja ver y tocar en la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Y nos llega a nosotros gracias a que estamos ungidos por el Espíritu Santo desde nuestro bautismo.
La humanidad de Cristo “ampliada” en la nuestra por el Espíritu Santo −la Iglesia− es el sacramento universal de salvación, es decir el signo e instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo (cfr. Lumen gentium, nn. 1, 9, 48 y 59). Este es uno de los significados principales de la terminología “Misterio de Cristo”: el plan salvífico de Dios uno y trino, que se ha hecho visible y operativo en la Iglesia, a partir de la encarnación del Verbo por la acción del Espíritu Santo. Tal es el contexto en que estamos llamados a revivir los “misterios” −ahora en plural− de la vida de Cristo, muchos de los cuales contemplamos en el rezo del rosario, como momentos intensivos de ese único “Misterio” o “sacramento” de salvación.
En sentido sumo, Cristo es el único y definitivo mediador de la salvación. Y derivadamente, la Iglesia es la única mediadora, también en sentido profundo, de la salvación. Ningún otro camino por el que los hombres eventualmente puedan llegar a Dios, es independiente de Cristo y de la Iglesia (cfr. Congregación para la Doctrina de la fe, Declaración Dominus Iesus de 2000). Esto ayuda a discernir los valores distintos de las religiones y a dialogar, desde la identidad cristiana, con ellas.
Como todos los “misterios” de la vida de Cristo −y en este caso de modo central respecto a ellos−, el de la Resurrección es misterio de revelación, de redención y de recapitulación. Estos tres aspectos pueden verse en paralelo con las tres dimensiones del triple munus de Cristo: profético, sacerdotal y real o regio). Nos revela el amor fiable y misericordioso del Padre. Nos redime del pecado y de la muerte eterna, y nos vuelve libres y capaces de transformar las culturas. Nos reasume bajo Cristo, Cabeza de la Iglesia y del mundo, y nos hace participar de su realeza, cuyo contenido central es la ofrenda a Dios y el servicio a los demás.
La centralidad de Cristo resucitado en la vida cristiana se prolonga y completa con su centralidad en la evangelización. Cristo es el centro de la misión de la Iglesia en todas sus formas: anuncio de la fe, celebración de los sacramentos, existencia cristiana como vida de servicio a las personas y al mundo, centrado en la caridad.
En la educación de la fe esta centralidad de Cristo (subrayémoslo de nuevo: del Misterio completo de Cristo) se manifiesta tanto en los contenidos como en los métodos, si cabe hablar así, puesto que las dos esferas no son completamente separables.
El cristocentrismo de la fe cristiana es −como estamos viendo− un cristocentrismo trinitario, puesto que Cristo no podría ser el centro sino en el marco de la acción salvadora de Dios uno y trino. Esto tiene consecuencias importantes para la educación de la fe. Así lo señalan especialistas como Cesare Bissoli.
En una época de fragilidad en las formas tradicionales de transmisión de la fe, la atención al misterio total de Cristo y al encuentro personal con él contribuye no solo a consolidar los fundamentos de la fe, sino también a reforzar los cimientos de los valores humanos y el sentido de la vida. Lo vienen remarcando los Papas y lo enseña el magisterio de la Iglesia de modo creciente a partir del Concilio Vaticano II.
El misterio de Cristo no solo es criterio objetivo para la educación de la fe (como centro de los contenidos de la fe) sino también criterio interpretativo (es el centro que ilumina todos los demás misterios, verdades o aspectos de la fe, e incluso es el centro del sentido de la historia y de todos los acontecimientos). Cristo es también el centro de la espiritualidad y de la formación de los educadores, formadores y catequistas, puesto que solo en la comunión personal con Cristo encuentran su luz y su fuerza: Cristo es el centro de su vida, de su reflexión y de la comunicación de la fe que comienza con el testimonio de su encuentro personal con Cristo.
Como la catequesis tiene no solamente dimensiones teológicas sino también antropológicas y didácticas, los educadores habrán de descubrir la centralidad de Cristo para iluminar aspectos del mensaje cristiano más difíciles de explicar en la actualidad (como muchos referentes a la escatología y a la moral), así como los destellos de belleza, verdad y bien que emiten los valores humanos nobles.
Desde el punto de vista del método, se ha destacado que el cristocentrismo en la educación de la fe puede tomar dos caminos: un camino más ontológico (exponer la fe a la luz de la revelación de Cristo) o un camino más fenoménico (exponer la fe a partir de la experiencia de Jesús mismo, y desde ahí profundizar en el misterio de Dios y del hombre), este segundo más bíblico.
Todo ello no se opone, antes bien pide que el misterio de Cristo ilumine las experiencias actuales y cotidianas de los hombres y que estas interpelen nuestra manera de comprender y transmitir el misterio de Cristo.
En su conjunto, una educación cristocéntrica requiere un itinerario pedagógico, lo que implica que sea paulatino. Esto, conviene insistir, comienza por el testimonio que de Cristo ha de dar el educador o catequista en primera persona, ante todo con su vida y luego con las razones (argumentos) de su esperanza. Es así como podrá hacer de aquellos que se le confían testigos del Señor.
En su primera homilía de este año en Santa Marta (el 9-I-2017), Francisco ha subrayado la centralidad de Cristo en nuestra vida y en nuestra misión cristiana. A nosotros nos corresponde conocerlo −a través de la oración y el Evangelio−, adorarlo −en la unidad con Dios Padre y el Espíritu Santo− y seguirlo −poniéndolo en el centro de nuestra vida cristiana a partir de la Eucaristía, también en las circunstancias ordinarias−, lo que implica participar en la misión evangelizadora de la Iglesia, familia de Cristo a la que pertenecemos.
Ramiro Pellitero
Fuente: Revista Palabra.
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