En el presente estudio se explican las razones y argumentos que sostienen las afirmaciones fundamentales de la Exhortación apostólica ‘Amoris Laetitia’
En otras palabras, buscamos evidenciar claves de lectura pertinentes que no sólo nos pueden ayudar a entender este documento sino a descubrir una simpatía elemental por su propuesta esencial. Se responde a las principales dudas y objeciones presentadas contra este documento, principalmente, respecto de su capítulo VIII. Finalmente, se apunta la importancia de comprender ‘Amoris Laetitia’ como método, como camino, para nunca desesperar al vivir el drama del amor humano al interior del matrimonio y la familia.
El amor humano posee múltiples formas de realización. Su inmensa diversificación y sus infinitas complicaciones han hecho de él objeto de admiración, estudio, narración, poesía, guerra y reconciliación. Ya el viejo Aristóteles miraba en la Etica a Nicómaco algunas formas básicas del amor que se volverán emblemáticas en toda la historia del pensamiento: el amor utilitario, el amor basado en el placer y el amor que busca el bien de la persona a la cual se ama. Así mismo, en la literatura, el amor aparecerá de continuo siendo el tema de una buena parte de las obras de todos los tiempos. Octavio Paz, hacia el final de su libro de ensayos La llama doble, certeramente afirma que:
A pesar de todos los males y todas las desgracias, siempre buscamos querer y ser queridos. El amor es lo más cercano, en esta tierra, a la beatitud de los bienaventurados. Las imágenes de la edad de oro y del paraíso terrenal se confunden con las del amor correspondido. (…) Hay una pareja que abarca a todas las parejas, de los viejos Filemón y Baucis a los adolescentes Romeo y Julieta; su figura y su historia son las de la condición humana en todos los tiempos y lugares: Adán y Eva. Son la pareja primordial, la que contiene a todas. Aunque es un mito judeo-cristiano, tiene equivalentes o paralelos en los relatos de todas las religiones. Adán y Eva son el comienzo y el fin de cada pareja. Viven en el paraíso, un lugar que no está más allá del tiempo sino en su principio. El paraíso es lo que está antes; la historia es la degradación del tiempo primordial, la caída del eterno ahora en la sucesión. Antes de la historia, en el paraíso, la naturaleza era inocente y cada criatura vivía en armonía con las otras, con ella misma y con el todo. El pecado de Adán y Eva los arroja al tiempo sucesivo: al cambio, al accidente, al trabajo y a la muerte. La naturaleza, corrompida, se divide y comienza la enemistad entre las criaturas, la carnicería universal: todos contra todos. Adán y Eva recorren este mundo duro y hostil, lo pueblan con sus actos y sus sueños, lo humedecen con su llanto y con el sudor de su cuerpo. Conocen la gloria del hacer y del procrear, el trabajo que gasta el cuerpo, los años que nublan la vista y el espíritu, el horror del hijo que muere y del hijo que mata, comen el pan de la pena y beben el agua de la dicha. El tiempo los habita y el tiempo los deshabita. Cada pareja de amantes revive su historia, cada pareja sufre la nostalgia del paraíso, cada pareja tiene conciencia de la muerte y vive un continuo cuerpo a cuerpo con el tiempo sin cuerpo… Reinventar el amor es reinventar a la pareja original, a los desterrados del Edén, creadores de este mundo y de la historia[1].
Esta larga cita escrita por un autor agnóstico tiene un propósito: nos ayuda a advertir que en la conciencia del hombre moderno no ha disminuido la atención al fenómeno amoroso. Al contrario, tal vez hoy más que nunca se intuye su significado profundo, y al buscarse un arquetipo, las figuras de Adán y Eva, emergen, por ejemplo, en la conciencia de Octavio Paz, que se encuentra fascinado por el amor, como tantos otros hombres de letras a lo largo de la historia. Paz tiene un mérito particular: advierte con gran fuerza que cada ser humano busca reinventar el amor, y con ello, de algún modo, recuperar la vivencia de la pareja original en su inocencia igualmente original. El amor humano parece ser así un drama lleno de nostalgia de paraíso, de complementariedad fundante, de reinvención y vuelta a comenzar.
El amor, de esta manera, se inscribe en un lugar especial en la existencia humana. Es como una suerte de perfección trascendental, es decir, pareciera una realidad que atraviesa diversas categorías y las ilumina mostrando la belleza de todas ellas. Es como una tensión que habita detrás de toda otra tensión. Más allá de la libido y del deseo, más allá del poder y del dominio, en el corazón humano habita un dinamismo que coloca al ser humano como un ser ávido de amor.
En la fe cristiana la reflexión sobre el amor ha sido continua. San Juan mira a Dios como amor (1 Jn 4,8) y San Pablo expresa en un himno cómo este amor se desglosa en diversas actitudes fundamentales (1 Cor 13,1-13). El que no ama a su hermano, no ama a Dios; el que ama a Dios, ha de amar a su hermano (1 Jn 4,20 y s.s.). Los Padres y Doctores de la Iglesia superarán en buena medida el pensamiento griego gracias a la centralidad que darán al amor que nos antecede en sus meditaciones teológicas y filosóficas.
De modo más reciente, los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI han reivindicado el amor cristiano con una fuerza tal vez nunca antes vista. Basten cuatro ejemplos a este respecto: las catequesis denominadas Teología del cuerpo y las Encíclicas Dives in Misericordia, Deus caritas Est y Caritas in Veritate.
Cuando el Papa Francisco publica en el año 2016 la Exhortación postsinodal Amoris Laetitia, no podía haber escogido un mejor título: la alegría del amor. El magisterio pontificio de esta manera aporta una nueva reflexión al largo itinerario emprendido desde la antigüedad y ahora renovado por una lectura desde la fe, con auxilio de la razón y sumergida en el contexto de los nuevos desafíos contemporáneos.
Amoris Laetitia es una re-flexión, es decir, es un doblarse sobre sí mismo para advertir la verdad sobre la situación del propio corazón, en el noviazgo, en el matrimonio, en la familia y muy singularmente, en los momentos de dificultad y dolor. Y esta re-flexión se topa con un dato interior pero objetivo: la fe que habita la razón tornándose en método de conocimiento.
En efecto, la razón que reflexiona en Amoris Laetitia es una razón creyente. Una razón que ha descubierto la certeza sobre sí misma y sobre la verdad de una razón superior a sí misma. La razón que descubre un camino racional al dejarse in-formar por la fe y gracias a ello logra advertir lo que humanamente parece imposible: “Nadie puede ser condenado para siempre”[2]. Para todo ser humano, no importa cuan herido se encuentre, siempre existe camino. La certeza del cristianismo precisamente versa sobre esto: existe un Amor más grande que el mío, que el tuyo, que el “nuestro” que rescata la vida de cualquier mezquindad, egoísmo o traición. Este Amor no es meramente formal o abstracto, no es un mero recurso retórico o una exaltación emotiva propia de algún discurso de superación humana. El Amor al que nos referimos posee rostro concreto e inserción histórica: es Jesucristo, que ha muerto por nosotros en la cruz para que podamos resucitar con El, desde ahora.
Precisamente en las siguientes líneas trataremos de mostrar las razones que amparan este nuevo esfuerzo de la Iglesia por afirmar con alegría el valor del amor humano en el plano divino: Amoris Laetitia. No pretendemos hacer un recorrido exhaustivo por todos sus contenidos sino simplemente individuar algunas premisas y argumentos que permitan comprender su racionalidad interna y su fidelidad creativa. Y desde ahí, que nos ayuden a valorar su pertinencia como factor de renovación de la pastoral de la Iglesia en el mundo de los matrimonios y las familias.
El Concilio Vaticano II ha recuperado como eje fundamental para la renovación de la Iglesia, la centralidad de la persona viva de Jesucristo. Él es “la luz de los pueblos” y Aquel en el que se esclarece el misterio de cada ser humano[3]. Esta recuperación no pretende ser una argucia doctrinaria. La Iglesia, intenta en el Concilio volver la mirada al acontecimiento fundante que es de índole histórica y no conceptual. En otras palabras, la fe cristiana no está basada en una cierta filosofía, en una cierta ética o en un cierto discurso teológico. Al momento de reconducir la experiencia cristiana a su origen, nos encontramos con una irrupción en el tiempo, con un dato empírico imprevisible, con un acontecimiento. Concebir históricamente a Dios −que sorprende y rebasa al interior del tiempo−, y concebir teológicamente al hombre −que descubre cómo trascender su propio horizonte finito y condicionado−, posee un potencial heurístico inmenso. En Cristo y por Cristo, Dios se ha revelado plenamente a la humanidad y se ha acercado definitivamente a ella y, al mismo tiempo, en Cristo y por Cristo, el hombre ha conseguido plena conciencia de su dignidad, de su elevación, del valor transcendental de la propia humanidad, del sentido de su existencia. Más allá de cualquier doctrina, más allá de toda la historia de las “ideas” en su conjunto, el cristianismo abre un escenario novísimo tanto en el orden religioso como en el cultural que es imposible de negar. El inmanentismo filosófico o teológico se quiebra cuando se confronta con el cristianismo como acontecimiento.
Cuando uno mira el Pontificado de San Juan Pablo II con atención, no se puede dejar de percibir esto: el Papa polaco, con gran pasión, buscó mostrar la irreductibilidad de Jesucristo. “Irreductibilidad” significa que el cristianismo no se puede resolver o disolver en una teorización académica, en un discurso moral, o en un mero “buen ejemplo”. La Encíclica programática Redemptor Hominis es como un manifiesto a este respecto. Jesucristo no sólo aconteció hace dos mil años sino que se presenta operante en medio de nosotros en el presente acogiendo la humanidad de cada ser humano y con ello brindándole un método a la Iglesia para su labor evangelizadora y de promoción humana. Para Juan Pablo II: “en este camino que conduce de Cristo al hombre, en este camino por el que Cristo se une a todo hombre, la Iglesia no puede ser detenida por nadie”[4].
Con Benedicto XVI está misma intuición se acentúa al entrar en discusión con la reducción ética del cristianismo, es decir, con el “moralismo”. Benedicto XVI en su primera Encíclica señala con gran fuerza que:
No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva[5].
Esta afirmación se inscribe en una larga tradición de pensamiento que brota del Evangelio, pasa por San Agustín y los Padres de la Iglesia, y alcanza a autores contemporáneos como Romano Guardini, Henri De Lubac, Hans Urs von Balthasar y el propio Joseph Ratzinger.
Con esto dicho, el texto papal citado podría quedar inscrito en nuestra memoria como una más de las muchas frases teóricas de un Papa que viene del mundo académico. Sin embargo, lo que él quiere decir está muy lejos de apuntar en esa dirección. Benedicto XVI precisamente mira a un lugar distinto al de la reflexión abstracta. Esta frase es una crítica directa a todas las formas de cristianismo gnóstico y moralista que reducen la especificidad del Evangelio a una cierta doctrina, a un cierto ideal de decencia o a un cierto cumplimiento de normas morales, disciplinares, organizacionales o estratégicas.
Para entender su contenido es útil reconstruir mínimamente la crítica al moralismo que desde su época como teólogo Ratzinger realizó de manera continua. Para Ratzinger:
La tentación de transformar el cristianismo en moralismo y de concentrar todo en la acción moral del hombre es grande en todos los tiempos. (...) Creo que la tentación de reducir el cristianismo a moralismo es grandísima incluso en nuestro tiempo (...) Dicho de otro modo, Agustín enseña que la santidad y la rectitud cristianas no consisten en ninguna grandeza sobrehumana o talento superior. Si fuera así, el cristianismo se convertiría en una religión para algunos héroes o para grupos de elegidos[6].
El “moralismo” sucede cuando “el hombre se mira sólo a sí mismo y Dios permanece invisible e intocable”[7]. Más aún, “el cristianismo no es un sistema intelectual, un conjunto de dogmas, un moralismo, sino un encuentro, una historia de amor, un acontecimiento”[8]. Esto tiene un enorme significado. Para los fines de esta exposición, el mensaje de la Encíclica Deus Caritas Est consiste en la impostergable necesidad de que el cristianismo sea capaz de reproponerse nuevamente como acontecimiento, como presencia comunitaria, sociológicamente identificable, en la vida del mundo.
Mientras el cristianismo no sea una presencia comunitaria visible, empíricamente constatable, quedará reducido a un elenco de valores “inspiracionales”, sin capacidad de incidencia y transformación real. ¿A qué se debe esto? Un cristianismo meramente inspiracional o ético no es capaz de recoger la tradición, es decir, el ethos heredado y recreado de generación en generación, la cultura real del pueblo real. Un cristianismo moralista es incapaz de interpretar la religiosidad popular, las experiencias comunitarias concretas, la dimensión sacramental de la Iglesia, el significado eclesiológico de los más pobres, y en el fondo, es también incapaz de inscribirse con congruencia en la historia del pueblo. Un cristianismo moralista no es una realidad encarnada, inculturada y por ello, traiciona lo esencial cristiano. En una palabra, si Jesucristo se reduce a “valores” se volatiliza la posibilidad de acoger a todos con paciencia, con caridad, con misericordia. Los “valores” y aún los “preceptos de la ley natural” no abrazan, no levantan, no salvan. Sólo una Persona viva puede salvar.
Este enfoque es esencial para la comprensión de Amoris Laetitia. Al menos desde tres puntos de vista:
• Para comprender el nivel epistemológico de la Exhortación: si bien es cierto que Amoris Laetitia posee afirmaciones doctrinales que requieren para su explicitación de un cierto tratamiento filosófico y teológico estricto, no pretende colocarse principalmente en el nivel de un tratado académico de teología o de una reflexión magisterial de tipo dogmático. En la opinión del que aquí escribe Amoris Laetitia es una meditación de teología pastoral, es decir, es una reflexión sapiencial y creyente que brota de la experiencia de quienes viven el drama del amor humano y que retorna a esta misma experiencia para “iluminarla” tratando de encontrar su significado o camino pastoral, para el hoy de nuestro pueblo. Más que una profundización teorética en orden a elaborar una cierta articulación principalmente doctrinal-universal es una exhortación y acentuación pastoral-concreta basada en la detección de gestos específicos de la Persona viva de Jesús que respondan y acojan las urgencias y los procesos −muchas veces llenos de heridas− que viven los matrimonios y las familias reales.
• Para comprender cómo la teología moral se vuelve pastoral: Dicho de otro modo, Amoris Laetitia introduce una actitud característica de la teología de la vida espiritual y del mismo Jesús −tomar en cuenta el modo cómo misteriosamente obra la gracia a diferentes ritmos en el interior del alma de cada persona− dentro de la teología moral de la Iglesia, en orden a realizar un ajuste pastoral pertinente para que la Iglesia pueda ser una buena noticia para la familia en el momento actual. Y cuando decimos “pertinente” nos referimos tanto al evangelio como al hombre de hoy. El tiempo tiene primacía sobre el espacio, los procesos sobre el acatamiento automático, la gradualidad pastoral sobre la derivación silogística inmediata[9]. En la guía de almas esto suele ser muy evidente: no es la repetición mecánica de ciertas tesis doctrinales o de ciertas medidas ascéticas estandarizadas la que acerca a la persona a la vida en Cristo. Sólo el Espíritu Santo hace a los santos. Y eso sucede a través de diversos momentos, algunos más luminosos y alegres, otros más áridos y confusos, y todos personalísimos. Para la vivencia real de esto, es precisa la paciencia y la atención al modo cómo Dios mismo obra en medio de los límites, de las circunstancias, de la singularidad personal, de los aparentes éxitos y hasta de los reales o aparentes fracasos.
• Para entender el “estilo teológico” de Francisco: En cierto sentido, Amoris Laetitia es un buen ejemplo de un cierto estilo teológico latinoamericano en el que las verdades de la fe y de la vida moral se descubren en el encuentro empírico con la Iglesia, es decir, en la inmersión en la experiencia espiritual y pastoral del pueblo creyente. Esta inmersión posteriormente podrá adquirir un cierto nivel reflexivo y doctrinario para luego volver a nutrir el quehacer pastoral en la vida cotidiana. Tengo la impresión que la teología latinoamericana, desde este punto de vista, no es una reflexión metahistórica sobre ciertas verdades aprendidas teoréticamente sino que al contrario, es un servicio diaconal que la razón realiza desde la praxis pastoral para madurar esa misma praxis pastoral. La teología es un momento medial y sapiencial de aquello que es su fuente y de aquello que es su fin. O dicho de otra manera, la teología es la conciencia reflexiva de un pueblo en movimiento, del Pueblo de Dios en movimiento.
A este respecto, cabe decir que en algunos ambientes europeos, se sigue considerando la experiencia teológica y pastoral latinoamericana como la propia de una “Iglesia reflejo”, es decir, la experiencia de una comunidad que proyecta y aplica las aportaciones de la teología europea. Y esto, desde hace mucho, no es así. En América Latina nos encontramos con una “Iglesia fuente” que aprende de otros pero que lo hace desde su propia peculiaridad histórica, cultural y eclesiológica contribuyendo así a la catolicidad[10]. El pensar de manera tácita o explícita que la teología latinoamericana no posee especificidad o que la verdadera y universal teología es la europea, además de falso, impide apreciar el aporte que está significando a la Iglesia universal el don de Jorge Mario Bergoglio SJ como Sucesor de Pedro.
Si Familiaris Consortio de San Juan Pablo II (1981) comenzaba con las palabras “la familia, en los tiempos modernos”, Amoris Laetitia del Papa Francisco (2016) podría haber comenzado con la expresión “la familia en el cambio de época”.
En efecto, aún cuando la distancia temporal de una y otra Exhortación apostólica no es mucha, el contexto cultural no es exactamente el mismo[11]. La crisis de la modernidad ilustrada −con sus diversas variaciones en cada lugar del mundo− se ha profundizado. Las reacciones autodenominadas “post-modernas” no logran realmente construir una alternativa sino que al paso del tiempo evidencian más y más sus muchas deudas con la propia modernidad que pretenden superar. Por eso, algunos preferimos hablar de la “post-modernidad” como “tardo-modernidad” aún cuando no negamos que exista un quiebre relevante que es precisamente el que ha generado una mutación antropológico-cultural que ya no puede ocultarse[12]. Sería ocioso en este lugar discutir la pertinencia del término “post-modernidad”. Lo que sí es fundamental es la necesidad de reconocer el agotamiento del racionalismo y de sus derivados y las nuevas búsquedas que brotan de una sensibilidad que advierte que es preciso salir de los antiguos límites y reconocer que la realidad es más compleja y urgida de intentos de comprensión más holísticos y abiertos. En medio de esto, el racionalismo se reformula hasta alcanzar expresiones nihilistas de diverso cuño mientras que la razón real intenta superar su autocercioramiento a través de la intersubjetividad, de la interculturalidad y hasta por medio de nuevas formas de religiosidad católica y no-católica.
Las causas y raíces de todo este fenómeno son variadas, complejas y no siempre evidentes. Sin embargo, la resultante es un hecho empírico en el que todos más o menos estamos inmersos y del que tenemos un cierto grado de conciencia. Las nuevas generaciones, los nuevos jóvenes, tanto urbanos como no-urbanos, en casi cualquier parte del mundo, utilizan nuevos signos, lenguajes y perspectivas para mirar la propia vida y la de los demás. Esta mutación en la cosmovisión de las personas, esta mutación lingüística y semiótica, es manifestación de una mutación antropológica que posee indicadores variados, entre otros, el relativo a la transformación de la vida afectiva y familiar[13]. Amoris Laetitia, por eso, reconoce que:
Miramos la realidad de la familia hoy en toda su complejidad, en sus luces y sombras [...] El cambio antropológico-cultural hoy influye en todos los aspectos de la vida y requiere un enfoque analítico y diversificado[14].
Y casi simultáneamente, se reconoce con claridad, que la Iglesia no siempre ha logrado estar a la altura de las circunstancias a través de su respuesta pastoral. Por ejemplo, léase con cuidado el siguiente parágrafo:
Tenemos que ser humildes y realistas, para reconocer que a veces nuestro modo de presentar las convicciones cristianas, y la forma de tratar a las personas, han ayudado a provocar lo que hoy lamentamos, por lo cual nos corresponde una saludable reacción de autocrítica. Por otra parte, con frecuencia presentamos el matrimonio de tal manera que su fin unitivo, el llamado a crecer en el amor y el ideal de ayuda mutua, quedó opacado por un acento casi excluyente en el deber de la procreación. Tampoco hemos hecho un buen acompañamiento de los nuevos matrimonios en sus primeros años, con propuestas que se adapten a sus horarios, a sus lenguajes, a sus inquietudes más concretas. Otras veces, hemos presentado un ideal teológico del matrimonio demasiado abstracto, casi artificiosamente construido, lejano de la situación concreta y de las posibilidades efectivas de las familias reales. Esta idealización excesiva, sobre todo cuando no hemos despertado la confianza en la gracia, no ha hecho que el matrimonio sea más deseable y atractivo, sino todo lo contrario[15].
Este y otros juicios similares a lo largo de Amoris Laetitia nos permiten sostener que este acto de Magisterio pontificio posee una cierta dosis de teología contextual sin caer, por supuesto, en un contextualismo disolvente. Francisco percibe el cambio de época como un escenario en el que la propia Iglesia se encuentra inmersa y al que la Iglesia debe responder desde la conciencia de que el formalismo ha dificultado el abrazo y la acogida de todos, en especial, de los más heridos y alejados.
Asímismo, esta conciencia sobre el cambio de época, le permite a Francisco privilegiar como estrategia los procesos pastorales, es decir, el esfuerzo sostenido, constante, más allá de la concentración en una cierta eficacia coyuntural. El trabajo pastoral como proceso nos desintoxica del afán de querer obtenerlo todo de un golpe. Esto que puede parecer un lugar común en el lenguaje de la “planeación pastoral” responde principalmente al realismo de la gracia. Como mencionábamos más arriba, Dios actúa poco a poco al interior de la vida transformándola desde dentro. Para aprender a leer adecuadamente la realidad como camino, como proceso, es necesario aprender a aplicar las exigencias de la vida evangélica acompañados de la virtud de la prudencia, es decir, de la sabiduría práctica que modula las virtudes, las aplicaciones prácticas y los tiempos. Sólo así es posible entender que:
No todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervenciones magisteriales. Naturalmente, en la Iglesia es necesaria una unidad de doctrina y de praxis, pero ello no impide que subsistan diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de la doctrina o algunas consecuencias que se derivan de ella. Esto sucederá hasta que el Espíritu nos lleve a la verdad completa (cf. Jn 16,13), es decir, cuando nos introduzca perfectamente en el misterio de Cristo y podamos ver todo con su mirada. Además, en cada país o región se pueden buscar soluciones más inculturadas, atentas a las tradiciones y a los desafíos locales, porque «las culturas son muy diferentes entre sí y todo principio general [...] necesita ser inculturado si quiere ser observado y aplicado»[16].
Pienso de inmediato en la pluriformidad que reviste la experiencia auténticamente católica. Una misma fe, una misma liturgia, se encuentra expresada de formas diversas en las distintas latitudes, en los distintos ritos, en las diversas tradiciones culturales. De hecho, esto es lo que Santa María de Guadalupe enseña. Ella fue calificada por San Juan Pablo II como “modelo de evangelización perfectamente inculturada”[17]. La Virgen no pide que todos hablemos en Náhuatl. Lo que muestra con su imagen y con su mensaje en el Nican mopohua es un método: el método de la Encarnación, es decir, el esfuerzo por asumir lo humano, inclusive el lenguaje con sus peculiaridades simbólicas y contextuales, como camino. Porque lo que no es asumido no es redimido.
En el ámbito de la enseñanza moral de la Iglesia esto no se traduce en una fácil y tramposa derogación de la ley natural o en la asimilación acrítica de la ética de situación sino en la aplicación prudencial del precepto en cada caso. Aplicación que no admite excepciones pero que como veremos sí admite el reconocimiento de atenuantes y condicionamientos que pueden hacer que los grados de imputabilidad de un pecado puedan ser de diversos tipos. Aplicación que supone, así mismo, el comprender bien no sólo las normas morales sino también las circunstancias con sus peculiaridades al momento de discernir. Por eso, Francisco insiste: “el grado de responsabilidad no es igual en todos los casos, las consecuencias o efectos de una norma no necesariamente deben ser siempre las mismas”[18].
Quien quisiera que la norma moral se aplicara del mismo modo, de manera unívoca y directa, a todos los casos y circunstancias, prescinde tanto del método de la Encarnación como de la estructura de la reflexión moral que implica siempre una deliberación prudencial. No es más seguro, como algunos parecen insinuar, que la aplicación de las normas morales se realice de manera más o menos mecánica sin atender a las circunstancia concretas. La comprensión intelectual de la norma es necesaria pero no suficiente. Francisco, por eso, insiste:
Es verdad que las normas generales presentan un bien que nunca se debe desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones particulares[19].
Y un poco más adelante completará:
El discernimiento debe ayudar a encontrar los posibles caminos de respuesta a Dios y de crecimiento en medio de los límites. Por creer que todo es blanco o negro a veces cerramos el camino de la gracia y del crecimiento, y desalentamos caminos de santificación que dan gloria a Dios[20].
La comprensión del matrimonio y de la familia que aparece en Amoris Laetitia confirma la enseñanza del evangelio y del Magisterio pontificio de Juan Pablo II y Benedicto XVI sobre estos temas. Esto es particularmente perceptible cuando se toma como principio hermenéutico de esta Exhortación apostólica el capítulo IV intitulado: “El amor en el matrimonio”. El amor en la mente de Francisco, como en la mente de Benedicto XVI, no está disociado de la verdad. Amor sin verdad deriva fácilmente en sentimentalismo. Afirmar la verdad sin amor suele tornarse en despotismo destructivo[21]. Por eso, el binomio amor-verdad es el que realmente pude ayudar a la reconstrucción de la vida. Pero el amor en Francisco es particularmente sensible a uno de sus rostros más radicales. En cierto sentido el más extremo y el que al mismo tiempo expresa el atributo más propio de Dios: la misericordia[22]. De hecho, es imposible entender Amoris Laetitia al margen del marco temporal en el que ha sido publicada la Exhortación apostólica: el año de la misericordia. En particular el capítulo IV de Amoris Laetitia, en mi opinión, adquiere su verdadera dimensión cuando se ilumina con la presencia de Jesucristo, misericordia encarnada, tal y como es presentado en Misericordiae vultus.
En cierto sentido, Francisco nos muestra in actu exercito cómo sólo la verdad acompañada de amor resplandece en su belleza plena. El amor no sólo es via cognitionis sino que es el método para que la verdad pueda ser asimilada gradualmente de un modo humano. Sólo así la verdad puede evitar ser arrojada como proyectil contra el hermano o contra sí mismo. Es el amor el camino para que la verdad no lastime sino que construya y oriente la libertad y el corazón hacia su plenitud.
En efecto, el Papa Francisco en el capítulo VIII de Amoris Laetitia comenta 1Cor 13, 4-7. En su bellísima meditación se destaca que el amor es presentado como paciencia; servicio; ausencia de envidia, alarde, arrogancia, dureza, interés e irritación. No lleva cuentas del mal, no se alegra por la injusticia y más bien se goza con la verdad. Todo lo disculpa, lo cree, lo soporta y lo espera. Esta reflexión sobre el amor prepara las palabras dedicadas a la caridad conyugal que brota de la realidad del Sacramento del matrimonio. Al mirarlo no podemos más que quedar sorprendidos ante el hecho de que el frágil amor humano es sostenido “desde arriba” por el fuerte Amor divino: “ese amor fuerte, derramado por el Espíritu Santo, es reflejo de la Alianza inquebrantable entre Cristo y la humanidad que culminó en la entrega hasta el fin, en la cruz”[23]. Y sin embargo, esta irrupción gratuita y extraordinaria, no significa que ya todo este dado y acogido de parte del corazón humano tras la celebración del sacramento. Nuevamente, y de manera del todo pertinente, Francisco advierte:
No conviene confundir planos diferentes: no hay que arrojar sobre dos personas limitadas el tremendo peso de tener que reproducir de manera perfecta la unión que existe entre Cristo y su Iglesia, porque el matrimonio como signo implica «un proceso dinámico, que avanza gradualmente con la progresiva integración de los dones de Dios»[24].
Es así, con una “progresiva integración” gradual que eventualmente el amor conyugal supera las pruebas y madura conforme al plan de Dios. Lentamente, se afina la sensibilidad y se “reinventa” el afecto, la amistad y el don propio de los esposos. De hecho, el amor en la mente de Francisco vuelve a aparecer con una estructura intrínseca de respeto incondicional por la persona humana como persona. Esto es lo que Karol Wojtyla llamaba “norma personalista de la acción”[25] y que Francisco vuelve a colocar en el corazón de su reflexión como la mirada que permite acoger a la persona no sólo en los momentos iniciales de la aventura amorosa que supone el matrimonio sino también en aquellos en que el atractivo sensible no es igual y en el que el camino andado también pesa:
La experiencia estética del amor se expresa en esa mirada que contempla al otro como un fin en sí mismo, aunque esté enfermo, viejo o privado de atractivos sensibles. La mirada que valora tiene una enorme importancia, y retacearla suele hacer daño. ¡Cuántas cosas hacen a veces los cónyuges y los hijos para ser mirados y tenidos en cuenta! Muchas heridas y crisis se originan cuando dejamos de contemplarnos. Eso es lo que expresan algunas quejas y reclamos que se escuchan en las familias: «Mi esposo no me mira, para él parece que soy invisible». «Por favor, mírame cuando te hablo». «Mi esposa ya no me mira, ahora sólo tiene ojos para sus hijos». «En mi casa yo no le importo a nadie, y ni siquiera me ven, como si no existiera». El amor abre los ojos y permite ver, más allá de todo, cuánto vale un ser humano[26].
Y así, es posible lograr lo que para muchos parece imposible: el perdón ante las faltas del otro y la perseverancia fiel que acoge el significado de aquello que ha sido unido por Dios y que no debe ser separado por el hombre. La perseverancia fiel no está exenta de pruebas y fragilidades. Sin embargo, es más respuesta a la gracia que esfuerzo titánico de la voluntad. De hecho, la prueba y la vivencia de la propia fragilidad es como el camino pedagógico de purificación del amor recibido como don inmerecido. De ahí brotará propiamente la “alegría” matrimonial. No de una cosmética sonrisa que surge de aquel que oculta su debilidad, no de un aparente optimismo de aquel que maquilla la vida para que aparezca sin arrugas, sino del gozo profundo nacido del corazón agradecido por tanto perdón y tanta misericordia continuas:
La alegría se renueva en el dolor. Como decía san Agustín: “Cuanto mayor fue el peligro en la batalla, tanto mayor es el gozo en el triunfo”. Después de haber sufrido y luchado juntos, los cónyuges pueden experimentar que valió la pena, porque consiguieron algo bueno, aprendieron algo juntos, o porque pueden valorar más lo que tienen. Pocas alegrías humanas son tan hondas y festivas como cuando dos personas que se aman han conquistado juntos algo que les costó un gran esfuerzo compartido[27].
Es este marco de comprensión el que permite también mirar la sexualidad humana al interior del horizonte del amor. Cuando el amor conyugal se ha descuidado en sus aspectos de sacrificio, perdón y oblación, la vida sexual de las personas termina empobreciéndose y perdiendo su significado. Por el contrario, esta vida se torna gozosa y humanizante en el contexto del paciente amor conyugal, es decir, en el contexto de una “diversidad reconciliada”[28]. Así es como se descubre que:
La sexualidad no es un recurso para gratificar o entretener, ya que es un lenguaje interpersonal donde el otro es tomado en serio, con su sagrado e inviolable valor. Así, «el corazón humano se hace partícipe, por decirlo así, de otra espontaneidad». En este contexto, el erotismo aparece como manifestación específicamente humana de la sexualidad. En él se puede encontrar «el significado esponsalicio del cuerpo y la auténtica dignidad del don». En sus catequesis sobre la teología del cuerpo humano, enseñó que la corporeidad sexuada «es no sólo fuente de fecundidad y procreación», sino que posee «la capacidad de expresar el amor: ese amor precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don». El más sano erotismo, si bien está unido a una búsqueda de placer, supone la admiración, y por eso puede humanizar los impulsos[29].
Esta enseñanza del Papa Francisco, recoge y amplía la teología del cuerpo de San Juan Pablo II. En este, como en otros temas al interior de Amoris Laetitia, se verifica un desarrollo orgánico y una continuidad creativa de manera por demás evidente.
Rocco Buttiglione y el Card. Ennio Antonelli han escrito el libro Terapia del amor herido en «Amoris Laetitia»[30]. La sección escrita por Buttiglione lleva un provocador título que recuerda a Maimónides: “Guía para los perplejos”. Precisamente esta obra aborda algunas de las cuestiones capitales del controvertido capítulo VIII de la Exhortación apostólica[31]. Me parecen muy afortunadas las expresiones usadas por Buttiglione y por el Card. Antonelli ya que, en efecto, el Papa Francisco dedica toda esta sección al acompañamiento, discernimiento e integración de la fragilidad matrimonial. Amoris Laetitia es realmente un recurso terapéutico para quien necesita ayuda y una hoja de ruta para los cristianos desconcertados.
Francisco conoce bien el Magisterio de San Juan Pablo II. Por eso recupera una idea muy querida por él: la ley de la gradualidad, que no es gradualidad en la ley sino conciencia del avance progresivo de la acción de los dones divinos en la persona concreta[32]. Con esto en mente Francisco nos indica: “hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en que las personas viven y sufren a causa de su condición”[33]. En otras palabras, antes de juzgar es preciso comprender. Tener soluciones prefabricadas a los diversos casos y situaciones sin una mirada llena de compasión y de ternura que nos permita atender y entender las peculiaridades de cada persona y su circunstancia fácilmente deriva en injusticia aunque la solución se arrope con un lenguaje aparentemente ortodoxo. Más aún, en ocasiones se da la impresión que las personas pudieran estar signadas de manera fatal por vivir al interior de una situación objetiva de pecado. A este respecto, Francisco sostiene:
Nadie puede ser condenado para siempre, porque esa no es la lógica del Evangelio. No me refiero sólo a los divorciados en nueva unión sino a todos, en cualquier situación en que se encuentren[34].
En efecto, el mal nunca tiene la última palabra. Si esto comienza a ser intuido como verdadero en el orden natural al meditar la estructura ontológica del mal[35], es todavía más verdadero a la luz del misterio de la Redención. Jesús, una y otra vez, busca a cada ser humano para reencontrarse con él. Siempre existe un camino para la reconstrucción de la propia vida luego del pecado. En este sentido “nadie puede ser condenado para siempre”. Jesús se ofrece como camino, verdad y vida para todos, ¡en todo momento!
En el caso de los divorciados vueltos a casar es preciso mirar con atención lo esencial de la propuesta del Papa Francisco. Pido una disculpa al amable lector por la siguiente colección de citas esenciales. Todas ellas son necesarias para captar cómo Francisco celosamente vela por la verdad revelada sobre la indisolubilidad matrimonial[36] y al mismo tiempo coloca en un lugar central una mirada llena de misericordia y de verdad para con quien vive el dolor de un matrimonio fracasado y se ha arriesgado a emprender una nueva unión:
Los divorciados en nueva unión, por ejemplo, pueden encontrarse en situaciones muy diferentes, que no han de ser catalogadas o encerradas en afirmaciones demasiado rígidas sin dejar lugar a un adecuado discernimiento personal y pastoral[37].
La conversación con el sacerdote, en el fuero interno, contribuye a la formación de un juicio correcto sobre aquello que obstaculiza la posibilidad de una participación más plena en la vida de la Iglesia y sobre los pasos que pueden favorecerla y hacerla crecer. (…) Cuando se encuentra una persona responsable y discreta, que no pretende poner sus deseos por encima del bien común de la Iglesia, con un pastor que sabe reconocer la seriedad del asunto que tiene entre manos, se evita el riesgo de que un determinado discernimiento lleve a pensar que la Iglesia sostiene una doble moral[38].
Para entender de manera adecuada por qué es posible y necesario un discernimiento especial en algunas situaciones llamadas «irregulares», hay una cuestión que debe ser tenida en cuenta siempre, de manera que nunca se piense que se pretenden disminuir las exigencias del Evangelio. La Iglesia posee una sólida reflexión acerca de los condicionamientos y circunstancias atenuantes. Por eso, ya no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada «irregular» viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante[39].
A causa de los condicionamientos o factores atenuantes, es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado −que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno− se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia[40].
En ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos. Por eso, «a los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor»: Exhort. ap. Evangelii Gaudium (24 noviembre 2013), 44: AAS 105 (2013), 1038. Igualmente destaco que la Eucaristía «no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles» (ibíd, 47: 1039)[41].
De nuestra conciencia del peso de las circunstancias atenuantes −psicológicas, históricas e incluso biológicas− se sigue que, «sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día», dando lugar a «la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible». Comprendo a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusión alguna. Pero creo sinceramente que Jesucristo quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, «no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino»[42].
De este modo podemos constatar cómo Francisco no sostiene de manera tácita o explícita que una acción antes considerada como mala, ahora con su enseñanza, sea de repente presentada como buena. La especie moral del acto no cambia por las circunstancias o la situación. Sin embargo, los grados de imputabilidad del acto serán diversos de acuerdo al modo cómo el acto humano se ha realizado en cuanto tal, es decir, por el grado de conciencia y libertad implicados. Esta no es en ningún sentido una innovación doctrinal sino la más tradicional enseñanza de la Iglesia católica en estas materias, como veremos un poco mejor líneas adelante.
Las objeciones contra la enseñanza magisterial del Papa Francisco no se han dejado esperar[43]. Algunas versan sobre el posible acceso de los divorciados vueltos a casar a los sacramentos de la reconciliación y la eucaristía. Otras sobre la naturaleza magisterial de la Exhortación apostólica. Y otras más, sobre la autoridad del Sucesor de Pedro. Sería imposible aquí desarrollar todas las respuestas a estas objeciones. Intentando atender lo más esencial de todas ellas, a continuación exponemos nuestra opinión sobre el modo de responder las “dudas” que cuatro importantes cardenales de la Iglesia católica han expuesto de manera privada al Papa Francisco, y después de algunas semanas, han hecho públicas.
5.1. La pedagogía cristiana: seguir a otro
La fe cristiana es un escándalo. Dios se ha hecho carne frágil y ha decidido que ese involucramiento con la vida de todo hombre y mujer y de cada hombre y mujer, permanezca dentro de la historia a través de la Iglesia. La Iglesia somos nosotros: frágiles, necios, limitados. Dios se ha sumergido en nuestra humanidad finita y torpe, y la humanidad de ustedes y mía, se ha sumergido en el tierno abrazo de ese mismo Dios. Desde ese momento, todo el camino cristiano está marcado por la pedagogía del seguimiento a una carne concreta, que me educa y me acompaña. No seguimos una idea, no seguimos un ideal de decencia, seguimos a una Persona viva y al modo cómo esta Persona ha decidido quedarse junto con nosotros, sin abandonarnos. La fácil tentación gnóstica así se evita: creyendo que el Amor de Dios se ha inclinado sobre nuestra vida, compadeciéndose de nuestra nada, reconstruyendo por dentro lo caído, lo aplastado, lo herido.
La fe se vuelve ideología cuando nuestra certeza sobre el escándalo cristiano se da por supuesta. Cuando no es preciso recomenzar. Cuando, sin darnos cuenta, concebimos a la fe como un territorio ya conquistado. Cuando estamos más ciertos de nosotros mismos que de aquel que se nos ha dado como lugar de verificación de nuestra experiencia.
En efecto, Jesús eligió a Pedro, un pobre pescador, para guiarnos. No era teólogo, no era erudito. Sabía de peces y de redes. No fue a pesar de su fragilidad y rudeza que se tornó roca para sostener a la Iglesia. Fue a través de ellas, que Dios mismo decidió educarnos y sorprendernos a todos.
¿Cómo creer en esto que rompe todos los esquemas? ¿Cómo creer que un Papa jesuita, latinoamericano, amigo de Rafael Tello, de Lucio Gera y de Methol Ferré, posee potestad plena, suprema y universal que puede ejercitar siempre con entera libertad?
Me parece, que esta certeza de fe se educa en la adhesión fiel a la compañía que se nos regala para vivir el misterio de la Iglesia: el obispo, el párroco, el fundador de la comunidad de discipulado en la que nos encontramos instalados, el hermano mayor que me aconseja y me cuida, etcétera. Dios nos regala personas que fungen como un factor de verificación, como un camino para la adhesión de fe. A través del signo sensible de su amistad y compañía, mi corazón descubre que ser Iglesia nunca es una propuesta formal, abstracta o descarnada. Ser Iglesia siempre es vivir al interior de una compañía guiada, de una obediencia y una disponibilidad. Prescindir de la mediación sensible, desploma a la Iglesia como sacramento. Nuevamente, quisiera insistir: no seguimos ideas. Seguimos un acontecimiento viviente, actuante y carnal que permanece en la historia.
5.2. La carta de los cardenales Burke, Caffarra, Brandmüller y Meisner
Recordar toda esta pedagogía de seguimiento y adhesión es importante al momento de reflexionar sobre el significado de las cinco dubia (dudas) expresadas por cuatro cardenales al Papa Francisco sobre la doctrina de Amoris Laetitia, principalmente respecto del capítulo VIII.
La carta de los cardenales Burke, Caffarra, Brandmüller y Meisner ciertamente es cordial[44]. Sin embargo, es lamentable que la hayan hecho pública ya que originalmente parece haber sido escrita como una misiva privada. En muchas ocasiones cuando una carta originalmente privada es dada a conocer públicamente sin la aprobación del destinatario se comete una grave falta moral. Más aún, no es extraño que este tipo de recursos mediáticos se conciban como medias de presión. Asímismo, declaraciones complementarias a la carta la arropan con un tono de amenaza. El cardenal Burke afirmó que si Francisco no responde a sus cuestionamientos en un cierto plazo, los cuatro cardenales estarían prestos a “un acto formal de corrección” al sucesor de Pedro[45].
Me pregunto, sinceramente ¿no se darán cuenta los señores cardenales que sus cuestionamientos, ahora públicos, fortalecen directa e indirectamente a aquellos que desde hace años desconfían de Paulo VI, de Juan Pablo II, de Benedicto XVI y del Concilio Vaticano II? ¿No se darán cuenta que algunos de los sectores más asociados a fantásticas teorías de la conspiración, a conservadurismos ideológicos ajenos al evangelio y al moralismo −tan denunciado por el Papa Ratzinger− celebran su toma de posición? Tal vez no tienen conciencia de todo esto. O tal vez lo minimizan. O simplemente desean de corazón salir de “dudas” y se acercan al Papa con ánimo de aprender y no de cuestionar su Magisterio.
5.3. Respuesta a las “dubia” y primera razón para el “silencio” del Papa Francisco
Desde mi punto de vista, la enseñanza del Papa Francisco en Amoris Laetitia es verdadera fidelidad creativa y desarrollo orgánico que explicita el depósito de la fe subrayando que toda verdad, para que brille en su atractivo, requiere ser afirmada con misericordia y con bondad[46]. El silencio guardado por el Papa ante las preguntas de los cardenales puede responder a dos cosas en mi opinión. La primera, a que ya están atendidas estas cuestiones tanto en Amoris Laetitia como en las importantes homilías, mensajes y catequesis con las que Francisco ejerce su munus docendi día con día. Para mostrarlo de manera explícita, procedemos a responder las dubia siguiendo las indicaciones del propio Papa Francisco y la doctrina tradicional de la Iglesia en materia de teología moral. La segunda razón, la expondremos más adelante.
Los cardenales preguntan si es posible ahora conceder la absolución en el sacramento de la Penitencia y, en consecuencia, admitir a la Santa Eucaristía a una persona que, estando unida por un vínculo matrimonial válido, convive “more uxorio” con otra. La respuesta es clara. Me parece que en algunas ocasiones se podrá y en algunas ocasiones no. Todo dependerá de si existe auténtico pecado mortal o si existen atenuantes que hagan de la falta un pecado aunque no de esta índole. Vale la pena recordar a este respecto que para que exista un pecado mortal se requieren tres elementos en el acto humano: materia grave, pleno conocimiento y deliberado consentimiento. La sola materia grave no constituye de suyo pecado mortal.
En segundo lugar, se preguntan si sigue siendo válida la enseñanza de Juan Pablo II respecto a la existencia de normas morales absolutas, válidas sin excepción alguna, que prohíben acciones intrínsecamente malas. La respuesta a esta cuestión es “sí”, sigue siendo válida. Existen actos que en sí mismos, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto. Pero como Juan Pablo II recuerda “si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su malicia”[47] aún cuando no la supriman del todo.
La tercera cuestión es si después de Amoris Laetitia n. 301, ¿es posible afirmar todavía que una persona que vive habitualmente en contradicción con un mandamiento de la ley de Dios, como por ejemplo el que prohíbe el adulterio se encuentra en situación objetiva de pecado grave habitual? Aquí la respuesta amerita hacer algunas distinciones: una “situación de pecado grave habitual” se refiere a una conducta obstinada contraria objetivamente a la norma evangélica, por lo tanto, no hace alusión a la imputabilidad, sino a la naturaleza de la acción en sí misma considerada. El “pecado grave” se especifica por la materia grave. Por otro lado, “pecado mortal” es aquella acción que involucra materia grave, pleno conocimiento y deliberado consentimiento. Por ello, para que una acción objetivamente mala sea pecado mortal se requieren ciertas condiciones subjetivas que lo hagan imputable. De este modo podemos entender que todos los pecados mortales son pecados graves, pero no todos los pecados graves son pecados mortales.
La prohibición de acceder a la Eucaristía en situación de pecado grave plasmada en el canon 915 descansa en la posibilidad afectar el orden de la comunidad, generar escándalo y situaciones parecidas, es decir, yace en una norma disciplinar, no doctrinal, que el Papa puede modificar o que aunque no modifique puede presentar excepciones basadas en el principio canónico de la “salus animarum”. Por el contrario, la imposibilidad de acceder a la Eucaristía en pecado mortal es de orden doctrinal, no meramente disciplinar.
Cuando se entiende correctamente esta distinción, ya no es posible afirmar que toda persona en situación de pecado grave por definición se encuentra cometiendo pecados mortales. Baste pensar en personas que viven en situaciones de esclavitud sexual y en las que evidentemente existe una situación de pecado grave (la prostitución) sin que por ello signifique que los actos que realizan son imputables a tal grado que puedan ser considerados con “pleno conocimiento” y “deliberado consentimiento” (ya que hay esclavitud). Al parecer los cardenales se aproximan un poco a esto al reconocer que una persona en situación de vida objetiva de pecado “subjetivamente podría no ser plenamente imputable, o no serlo para nada”. En efecto, pueden existir diversos grados de responsabilidad en un acto moral. No todo acto malo es igualmente culpable, no todo acto malo es igualmente imputable. Negar esta gradación haría de la moral cristiana un rigorismo insoportable. La enseñanza constante de la Iglesia siempre ha evitado este grave error.
La cuarta pregunta que se le hace al Papa es después de las afirmaciones de “Amoris Laetitia” n. 302 sobre las “circunstancias que atenúan la responsabilidad moral”, ¿se debe considerar todavía válida la enseñanza de San Juan Pablo II, según la cual: “las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección”? La respuesta correcta es “sí”. Así es. La circunstancia o la intención modifican sólo accidentalmente la especie moral de la acción. Pero ambas, son relevantes para la determinación de la imputabilidad. Por eso, el Papa Francisco está en lo correcto al afirmar “un juicio negativo sobre una situación objetiva no implica un juicio sobre la imputabilidad o la culpabilidad de la persona involucrada”[48].
La quinta pregunta versa sobre si se debe considerar todavía válida la enseñanza de San Juan Pablo II, en la que excluye una interpretación creativa del papel de la conciencia y afirma que ésta nunca está autorizada para legitimar excepciones a las normas morales absolutas que prohíben acciones intrínsecamente malas por su objeto. De nuevo, la respuesta es “sí”. Amoris Laetitia no propone excepciones a las normas morales absolutas. Lo que existen son atenuantes que en algunos casos pueden hacer que el pecado cometido no sea imputable a un sujeto con las características necesarias para poder considerar su acción un pecado mortal. La conciencia moral no tiene un papel creativo sino que descubre, poco a poco, la verdad. El adulterio es siempre un mal. Sin embargo, el penitente en algunas ocasiones no siempre es del todo culpable. Por ello, su situación de pecado en algunas ocasiones puede no ser de pecado mortal.
5.4. Segunda razón para comprender el silencio del Papa Francisco
Entiendo bien que no todas las cuestiones involucradas en estas discusiones se resuelven con lo anteriormente expuesto. Para cerrar esta sección quisiera anotar una segunda posible razón que pudiere explicar el silencio que ha mantenido el Papa hasta el día de hoy delante de las “dudas” de cuatro señores cardenales.
En Misericordia et misera, Francisco habla en varias ocasiones del “silencio”. Explicando el encuentro de Jesús con la mujer adúltera, señala que a quien quería “juzgarla y condenarla a muerte, Jesús responde con un silencio prolongado, que ayuda a que la voz de Dios resuene en las conciencias, tanto de la mujer como de sus acusadores. Estos dejan caer las piedras de sus manos y se van uno a uno[49]”. ¿No será esta la razón del silencio del Papa? ¿No estará esperando que los hombres que le han jurado fidelidad a su persona reconsideren su posición y reingresen al camino pedagógico de seguimiento y adhesión al Sucesor de Pedro que más arriba hemos señalado? Quiera Dios, que con diálogo y buena fe, con oración en común y abrazo sincero, todos podamos caminar junto al Sucesor de Pedro y junto a los obispos en comunión con él. Así podremos dar testimonio vivo de que, más allá de algunas diferencias de sensibilidad, la comunión siempre es posible, si redescubrimos existencialmente la primacía del amor misericordioso de nuestro Dios, que a todos nos quiere y que a todos nos perdona siempre.
Tanto en las dubia de los cardenales como en otras objeciones aparecidas aquí y allá, subyace una implícita preocupación que podría expresarse con una pregunta: ¿La Iglesia puede valorar de manera diversa dos comportamientos que de manera externa son idénticos a causa de los diferentes elementos subjetivos involucrados? Este cuestionamiento parece del todo legítimo sobre todo si uno de repente recuerda el principio de internis ne ecclesia quidem iudicat, en el fuero interno, en la conciencia, ni la Iglesia puede juzgar.
Sin embargo, esta objeción puede ser resuelta con relativa facilidad si ubicamos que este principio es prioritariamente de orden canónico más que moral. De hecho, como ha señalado certeramente Rocco Buttiglione, una formulación más completa del principio mencionado debería ser: ecclesia in externis non iudicat de internis. La Iglesia, en el proceso canónico, no juzga del fuero interno[50]. El confesor, por otra parte, sí que puede tener diálogo en fuero interno con el penitente y eventualmente, previo arrepentimiento, ofrecer la absolución y la eucaristía.
Este tipo de objeción, basada en una suerte de comprensión limitada sobre el fuero externo y el fuero interno, tengo la impresión que ha dado lugar también a algunas interpretaciones de Amoris Laetitia que sin pretender objetarla del todo o hacer acusaciones explícitas contra este documento magisterial del Papa Francisco, provocan que se le presente de la manera más restrictiva posible. Por ejemplo, mi querido Jaroslaw Merecki al querer refutar a Rocco Buttiglione y a quien aquí escribe en un artículo publicado en la Revista oficial del Instituto Pontificio Juan Pablo II intenta afirmar que: “no poseemos de algún instrumento o de algún procedimiento empírico con el que se pueda verificar el estado de gracia” de las personas[51]. Además, dado que no ofrecemos un catálogo concreto y completo de situaciones atenuantes a considerar por parte del confesor para evaluar la posible disminución de la imputabilidad de un pecado, entonces, “arriesgamos dejar todo a la discrecionalidad de los confesores, entre los cuales algunos serán más rigoristas, mientras que otros serán más liberales” (…) “una tal situación crearía más confusión que claridad en lo que respecta a la enseñanza de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio”[52].
No nos deja de sorprender que el discernimiento del confesor sea de esta manera prácticamente suprimido y se pretenda sustituirlo por una evaluación más o menos mecánica de la acción humana desde el punto de vista del mero fuero externo y una aplicación más bien rígida de la norma moral a la diversidad de casos y situaciones.
Este tipo de perspectiva basada en el temor a la “discrecionalidad” del confesor es el que lleva a algunos a realizar la interpretación más restrictiva posible de Amoris Laetitia impidiendo completamente el acceso a los sacramentos de los divorciados vueltos a casar, a menos que vivan como hermanos. Consideramos que con lo que hemos explicado en esta exposición podemos descubrir que este tipo de autores se distancian de la adhesión al Magisterio pontificio rectamente interpretado y prefieren una cierta modalidad de tuciorismo como sucedáneo de esta adhesión. Por ejemplo, parece que esta posición restrictiva es la que caracteriza a José Granados, a Stephan Kampowski y a Juan José Pérez-Soba en su libro Amoris Laetitia. Acompagnare, Discernere, Integrare. Vademecum per una nuova pastorale familiare[53].
Muy distinta es la postura que han asumido los obispos de la provincia de Buenos Aires en su documento orientativo para aplicar el capítulo VIII de la Exhortación apostólica:
Si se llega a reconocer que, en un caso concreto, hay limitaciones que atenúan la responsabilidad y la culpabilidad (cf. 301-302), particularmente cuando una persona considere que caería en una ulterior falta dañando a los hijos de la nueva unión, Amoris Laetitia abre la posibilidad del acceso a los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía (cf. notas 336 y 351). (…) Puede ser conveniente que un eventual acceso a los sacramentos se realice de manera reservada, sobre todo cuando se prevean situaciones conflictivas. Pero al mismo tiempo no hay que dejar de acompañar a la comunidad para que crezca en un espíritu de comprensión y de acogida, sin que ello implique crear confusiones en la enseñanza de la Iglesia acerca del matrimonio indisoluble[54].
Esta toma de posición de los obispos de la región de Buenos Aires ha sido comentada personalmente por el Papa Francisco del siguiente modo:
El escrito es muy bueno y explicita cabalmente el sentido del capítulo VIII de Amoris Laetitia. No hay otras interpretaciones[55].
Luego de esta declaración del Papa Francisco es imposible argumentar que está terminantemente prohibido el acceso a los sacramentos a todas las personas que vivan en una situación de pecado grave. Siempre habrá que mirar caso por caso y si existe pecado mortal sin arrepentimiento no se podrá ofrecer la absolución y la eucaristía. Pero en algunas ocasiones, sí que se podrá. Una vez más hay que decir: “A causa de los condicionamientos o factores atenuantes, es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado −que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno− se pueda vivir en gracia de Dios”[56]. Este es el camino. Camino que nunca es estático sino que requiere un “discernimiento dinámico” a lo largo de las etapas de maduración y conversión de la persona[57].
Uno de los parágrafos menos comentados de Amoris Laetitia es el último. Su belleza y verdad son extraordinarias. Tengo la impresión que este pequeño texto no está colocado simplemente para cerrar retóricamente la Exhortación apostólica. En cierto sentido nos permite contemplar de manera sintética, sapiencial y pastoral el mensaje central de todo el documento. Amoris Laetitia no es un tratado sistemático y exhaustivo que agote todas las materias de la teología moral del matrimonio y la familia. Amoris Laetitia es más un método para encontrar cómo Dios busca cuidar el amor, atender el amor y curar el amor a lo largo de la vida de las personas. Es un método para no desesperar por nuestros límites. Creo que no hay mejor manera de terminar esta meditación que con estas profundas líneas que al mismo tiempo traslucen la verdad sobre lo que existe en el fondo del corazón del Papa Francisco en estas materias:
Las palabras del Maestro (cf. Mt 22,30) y las de san Pablo (cf. 1 Co 7,29-31) sobre el matrimonio, están insertas —no casualmente— en la dimensión última y definitiva de nuestra existencia, que necesitamos recuperar. De ese modo, los matrimonios podrán reconocer el sentido del camino que están recorriendo. Porque, como recordamos varias veces en esta Exhortación, ninguna familia es una realidad celestial y confeccionada de una vez para siempre, sino que requiere una progresiva maduración de su capacidad de amar. Hay un llamado constante que viene de la comunión plena de la Trinidad, de la unión preciosa entre Cristo y su Iglesia, de esa comunidad tan bella que es la familia de Nazaret y de la fraternidad sin manchas que existe entre los santos del cielo. Pero además, contemplar la plenitud que todavía no alcanzamos, nos permite relativizar el recorrido histórico que estamos haciendo como familias, para dejar de exigir a las relaciones interpersonales una perfección, una pureza de intenciones y una coherencia que sólo podremos encontrar en el Reino definitivo. También nos impide juzgar con dureza a quienes viven en condiciones de mucha fragilidad. Todos estamos llamados a mantener viva la tensión hacia un más allá de nosotros mismos y de nuestros límites, y cada familia debe vivir en ese estímulo constante. Caminemos familias, sigamos caminando. Lo que se nos promete es siempre más. No desesperemos por nuestros límites, pero tampoco renunciemos a buscar la plenitud de amor y de comunión que se nos ha prometido[58].
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Rodrigo Guerra López
Doctor en Filosofía por la Academia Internacional de Filosofía en el Principado de Liechtenstein. Ha sido miembro del Consejo Pontificio Justicia y Paz. Miembro del Equipo Teológico del CELAM. Miembro ordinario de la Academia Pontificia por la Vida. Presidente del Centro de Investigación Social Avanzada (www.cisav.mx).
Fuente: celam.org.
[1] O. Paz, La llama doble. Amor y erotismo, Seix Barral, México 1993, p.p. 218-220.
[2] Francisco, Exhortación apostólica postsinodal “Amoris Laetitia”, n. 297. En adelante se citará: AL.
[3] Cf. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n. 1; Gaudium et Spes, n. 22.
[4] Juan Pablo II, Redemptor Hominis, n. 13.
[5] Benedicto XVI, Deus Caritas Est, n. 1.
[6] J. Ratzinger, “Presentación del libro El Poder y la Gracia. Actualidad de San Agustín” en 30 Giorni, n. 5, 2005.
[7] Ibídem.
[8] J. Ratzinger, Homilía en la Misa celebrada con motivo de la muerte de Luigi Giussani, 24 de febrero 2005.
[9] De ciertas premisas se sigue de manera inmediata y con necesidad determinada conclusión.
[10] Cf. H. C. Lima Vaz, “Igreja-reflexo vs Igreja-fonte”, en Cuadernos Brasileiros, n. 47, 1968, pp. 17-22.
[11] Cf. R. Guerra López, “Cristianismo y cambio de época. Transformaciones educativas y culturales de la sociedad y de la Iglesia en América Latina”, en Congreso Internacional “De Puebla a Aparecida: Iglesia y sociedad en América Latina 1979-2007”, Istituto Luigi Sturzo, Roma (en curso de publicación).
[12] Véase, entre otros: A. Llano, La nueva sensibilidad, Espasa, Madrid 1988.
[13] Cf. R. Guerra López, “América Latina en proceso de transformación: una aproximación descriptiva”, en AA. VV., ¿Cambio de época? El caminar de la Iglesia en el contexto actual, CELAM, Bogotá 2016, p.p. 15-74.
[14] AL, 32.
[15] AL, 36.
[16] AL, 3.
[17] JUAN PABLO II, Discurso inaugural de Santo Domingo, 12 de octubre de 1992, 44; Cf. Ecclesia in America, n. 11.
[18] AL, 300.
[19] AL, 304.
[20] AL, 305.
[21] Cf. BENEDICTO XVI, Caritas in veritate.
[22] Cf. FRANCISCO, Misericordiae vultus.
[23] AL, 120.
[24] AL, 122.
[25] Para un estudio sobre la norma personalista de la acción, véase: R. Guerra López, Afirmar a la persona por si misma, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, México 2003.
[26] AL, 128.
[27] AL, 130.
[28] AL, 139.
[29] AL, 151.
[30] E. ANTONELLI-R. BUTTIGLIONE, Terapia dell´amore ferito in “Amoris Laetitia”, Ares, Milano 2017.
[31] Nosotros por nuestra parte hemos participado en la amplia discusión sobre este tema a través de algunas breves intervenciones: R. Guerra, “Fedeltà creativa”, en L´Osservatore Romano, 23 de julio de 2016, p. 5; Ídem, “¿Francisco va a causar un cisma con Amoris Laetitia? ¡No!”, en ALETEIA, 3 de mayo de 2016; Idem, “Aprender los unos de los otros. Respuesta y propuesta a Jaroslaw Merecki”, en L´Espresso, 18 de agosto de 2016; Idem, “Queridos Cardenales…”, en Vatican Insider, 23 de noviembre de 2016.
[32] Cf. AL, 295.
[33] AL, 296.
[34] AL, 297.
[35] El mal es un bien deficiente. Dicho de otro modo, el sujeto del mal siempre es un bien que constitutivamente se encuentra tensionado hacia su perfección adecuada. Esta tensión, aunque no se cumpla, subsiste como una suerte de reclamo aún en el mayor de los males. Y tal vez, principalmente en ellos. Cf. C. Cardona, Metafísica del bien y del mal, Eunsa, Pamplona 1987.
[36] Cf. AL, 61 y s.s.
[37] AL, 298.
[38] AL, 300.
[39] AL, 301.
[40] AL, 305.
[41] AL, nota 351.
[42] AL, 308.
[43] Por ejemplo, véase entre otros: J. FINNIS-G. GRISEZ, The Misuse of Amoris Laetitia to Support Errors Against the Catholic Faith. A letter to the Supreme Pontiff Francis, to all Bishops in communion with him, and to the rest of the Christian faithfull, (promanuscripto); J. SEIFERT, “La Alegría del Amor: Alegrías, Tristezas y Esperanzas”, en Aemaet. Wissenschaftliche Zeitschrift für Philosophie und Theologie, Vol 5, No 2, 2016, pp. 86-158.
[44] La carta completa de los cuatro cardenales puede encontrarse aquí: S. MAGISTER, “Clarificar. La apelación de cuatro cardenales al Papa”, 14 de noviembre de 2016.
[45] La noticia apareció en muchos medios de comunicación internacionales. Por ejemplo, véase: A. TORNIELLI, “Amoris Laetitia; el últimatum de Burke a Francisco”, en Vatican Insider, 20 de noviembre de 2016.
[46] Cf. R. GUERRA, “Amoris Laetitia: desarrollo orgánico y fidelidad creativa”, en L´Osservatore Romano. Edición en español, 22 de julio de 2016, pp. 7-9; Ídem, “Aprender los unos de los otros”.
[47] JUAN PABLO II, Veritatis splendor, n. 81.
[48] FRANCISCO, Amoris Laetitia, n. 302.
[49] FRANCISCO, Misericordia et misera, n. 1.
[50] E. ANTONELLI-R. BUTTIGLIONE, Terapia dell´amore ferito in “Amoris Laetitia”, Ares, Milano 2017, p. 57-58.
[51] J. MERECKI, “Nota su alcune interpretazioni di Amoris Laetitia”, en Anthropotes, año 2016, Vol. XXXII, n. 2, p. 342.
[52] Ídem, pp. 340-341.
[53] Cantagalli, Siena 2016.
[54] REGIÓN PASTORAL BUENOS AIRES, Criterios básicos para la aplicación del capítulo VIII de “Amoris Laetitia”, 5 de septiembre de 2016.
[55] FRANCISCO, Carta a Mons. Sergio Alfredo Fenoy. Delegado de la Región pastoral Buenos Aires, 5 de septiembre de 2016.
[56] AL, 305.
[57] Cf. AL, 303.
[58] AL, 325.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
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¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
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