Cuando Anders Nygren publicó en 1932, en sueco, la primera parte de su estudio ‘Eros y ágape’, no podía imaginarse que iba a tener una repercusión mundial, y que pondría sobre el tapete, durante casi un siglo, uno de los temas más apasionantes del cristianismo
Se lee en el prólogo de la obra: “El propósito de esta investigación es doble: primero investigar la idea cristiana de amor. Y, después, ilustrar los principales cambios que ha sufrido en la historia. Parece razonable suponer que los teólogos habrán prestado una atención especial a estas cuestiones, porque la idea del amor ocupa –por no decir que es– el lugar central del cristianismo […]. Pero al mirar el trato que el tema ha recibido entre los teólogos recientes, se comprueba que ha sido uno de los más olvidados”. Desde que Eros y ágape se tradujo al inglés, alemán, francés y español (entre otras lenguas) todo cambió.
Lund es una ciudad bastante pequeña con una universidad bastante grande. Allí vivió desde los quince años Anders Nygren (1890-1978). Había nacido en Gotemburgo, pero al morir su padre (rector del seminario luterano), la familia se trasladó a Lund, donde Anders pudo estudiar Filosofía y Teología. Volvió a Goteburgo para ordenarse con dispensa (1912; era el pastor luterano más joven del país) y atender durante nueve años varias parroquias. Después de un año en Alemania para obtener el doctorado, fue nombrado profesor de Teología sistemática en Lund (1921), centrándose en la ética y la filosofía de la religión. Perteneció al consejo de gobierno de la diócesis y en 1948, fue nombrado obispo de la diócesis de Lund.
Miembro muy activo de la Iglesia Luterana, fue delegado en las Conferencias ecuménicas Faith and Order de Lausana (1927) y Edimburgo (1937), y en la de Life and Work en Oxford (1937). Acabarían dando lugar al Consejo Mundial de las Iglesias, donde acudió después muchas veces como representante. En los años treinta, combatió con sus escritos las tendencias nazis de la Iglesia Luterana alemana, y, tras la guerra, ayudó a su reconstrucción. Más tarde, colaboró en la fundación de la Federación Luterana Mundial, que tuvo lugar en Lund (después se trasladó a Ginebra), y fue su primer presidente (1947-1952). Tras retirarse del obispado (1958), escribió varios libros de síntesis sobre la fe cristiana.
En el ámbito luterano, se habla a veces de la Escuela de Lund, y se recuerda su tendencia más conservadora y “pietista”. Pero también le llegaron las preocupaciones “liberales” del gran historiador de la teología Adolf von Harnack para “deshelenizar” el cristianismo, es decir, para desvincularlo de la influencia de la filosofía griega. Preocupación que ya se encuentra, por cierto, en Lutero.
Sin duda, los dos marcos −entender la fe cómo adhesión personal y destacar lo cristiano sobre el fondo de la filosofía griega− son claves de este libro. El amor cristiano −ágape− es, sobre todo, entrega a Dios (provocada por Dios mismo) y debe distinguirse cuidadosamente del “eros”, amor natural (herido por el pecado) que busca siempre algo para sí mismo. Ese Eros, en su expresión más alta, fue teorizado por Platón como arrebato hacia lo sublime, e incorporado después, en la teología cristiana, por los padres alejandrinos, por el Areopagita y por el propio San Agustín. Pero “al principio no fue así”, pensaba Nygren. Era necesario distinguir lo que se había confundido.
El estudio de Nygren tiene más de 700 páginas en la edición inglesa, que es completa. Y el título original era Ágape y eros, al revés del que se ha popularizado en las versiones reducidas (entre ellas la castellana).
Comienza reivindicando que las religiones se caracterizan por algún “motivo fundamental”, y, en el caso del cristianismo, se trata del ágape/caridad. Por cierto que en esos mismos años, Guardini publicaba La esencia del cristianismo (1928, reelaborada en 1938), donde en lugar de en una idea, pone en el centro una persona, Jesucristo.
Pero no cabe duda de que el ágape es un concepto central. Nygren destaca que los escritores sagrados (y la traducción de los LXX) evitan usar la palabra “eros”, apenas usan “philia” y prefieren poner “ágape”, que era una palabra más genérica. La ausencia de “eros” en la Escritura, desde luego, es un silencio elocuente. Aunque es difícil deducir que los autores sagrados querrían separarse de Platón.
Con todo, el hecho de que san Pablo use tantas veces “ágape”, le da un fuerte sello cristiano, como también sucederá con “charis” (gracia). Después de estudiar a Pablo, Nygren muestra el amor de Dios en la Cruz, y analiza los escritos de San Juan: “Dios es ágape” (1 Jn 4, 8).
En la segunda parte, estudia la doctrina platónica del Eros, su influencia en los grandes platónicos y la incorporación cristiana, con san Agustín, que considera un gran “cambio de valores” y una gran confusión que sólo se resuelve con la Reforma, que vuelve a poner la confianza absoluta o entrega absoluta en Dios (fe-amor), como motivo central.
Como resume la presentación inglesa: “Eros es un apetito, un deseo anhelante que surge ante las cualidades que le atraen en su objeto. En el eros-amor, el hombre busca a Dios para satisfacer su hambre espiritual con la posesión y gozo de las perfecciones divinas. En cambio, el amor del hombre por Dios del que habla el Nuevo Testamento es de un tipo muy diferente. Significa una entrega total a Dios, por la que el hombre se convierte en esclavo de Dios, […] deseando solamente que su voluntad sea hecha”. “El Ágape”, dice Nygren, “no tiene nada que ver con el deseo y la pasión o el ansia de poseer”. Es lo contrario a cualquier eudemonismo, a cualquier conducta inspirada por la recompensa. A la sola fides de Lutero, que es confianza absoluta, parecía corresponderle un ágape que fuera solo entrega absoluta.
La exposición resultó neta, brillante, y extensa, y con afirmaciones poderosas que reclamaban muchos matices. La primera parte apareció abreviada en inglés en 1932. La segunda, en dos volúmenes, en 1939.
Muy pronto, se publicaron dos libros en Inglaterra, de J. Burnaby, Amor Dei. A Study of the Religion of St Augustin (1938) y del famoso capellán jesuita de Oxford, M. C. D’Arcy, The Mind and Heart of Love: A Study in Eros y Agape (1945). Era una defensa en toda regla del análisis agustiniano: el ser humano es elevado por el gozo del amor divino (un auténtico eros). Por otra parte, algunos autores luteranos no veían tan claro que ese amor tan absoluto y falto de motivos representara el pensamiento de Lutero. En el prólogo que hizo para la edición completa en inglés (1954), Nygren declaraba que, a pesar de las objeciones sobre puntos históricos, la cuestión permanecía igual: le parecía evidente que lo que caracteriza el amor cristiano es el desinterés más absoluto.
Después del libro de Nygren no hay autor que haya entrado al tema que no se haya visto obligado a tomar posición. Josef Pieper, en su libro sobre la caridad, más tarde incluido en Virtudes fundamentales, admite que quedó “totalmente desconcertado” al leer el libro de Nygren, y reivindica la felicidad connatural al amor, según el propio Santo Tomás de Aquino. Es bueno el amor que se da, pero es mucho más perfecto el que se alegra y goza del amado. Y así está prometido el amor de Dios. Ciertamente la caridad cristiana exige un morir a sí mismo, pero no un suicidio; es perderse para reencontrarse en Cristo.
En 2016, Jason Lepojärvi, teólogo finlandés ahora en Oxford, presentó una tesis con el título God is love, but love is not God. Studies on C. S. Lewis’s Theology of Love (que puede consultarse online). Este trabajo sobre la idea de amor en C. S. Lewis se ha publicado también en forma de cuatro estudios (también online).
Cuenta el temprano impacto que la obra de Nygren tuvo en Lewis. Le pareció un libro interesantísimo, porque había establecido un gran mapa sobre un tema fundamental, aunque no estuviera de acuerdo con sus conclusiones. Lepojärvi recoge testimonios de que Lewis se interesó por el libro ya en 1934 y lo leyó con sumo interés.
Aunque no lo cita, y aunque toma sus distancias, hay una evidente influencia de sus problemáticas en el genial libro de Lewis, Los cuatro amores. Allí se plantea con interesantísimos matices hasta dónde puede ser desinteresado el amor. Y defiende que no puede haber un amor pleno cuando no hay algún tipo de correspondencia. Pero también conecta con la autobiografía intelectual de Lewis, Cautivado por la alegría (Surprised by Joy), que toda ella está basada en la búsqueda de una alegría que le señala el camino a la conversión. La alegría no debe buscarse por sí misma, porque produciría espejismos. Es solo la señal de haber acertado. Pero no puede faltar cuando se ha acertado.
Como matiza muy bien Lewis, a nadie le gustaría ser querido, ni siquiera por Dios, sin ningún aprecio. La idea misma de que nos quieran sin ningún motivo, es decir, sin descubrir nada bueno en nosotros, resulta horrible. La caridad no puede ser: “te amo de una manera totalmente abnegada, pero sin querer saber nada de ti, porque en realidad eres repugnante”. Más bien es: “te amo porque veo en ti al Señor, y eres una criatura de Dios destinada a realizarse en Cristo”.
El amor de Dios inspirado por la fe y animado por la esperanza, la caridad, permite superar aspectos secundarios para ir a lo más nuclear y valioso de cada persona, que refleja a Dios mismo. Sí que hay motivo para amar, aunque solo puede descubrirlo la fe, y se necesiten fuerzas superiores para superar la gravedad de la naturaleza.
La cuestión del “amor puro”, del amor que no busca nada, ya enfrentó en el siglo XVIII a dos eminentes obispos franceses, Fenelon y Bossuet. Y acabó con la condena de veintitrés proposiciones de Fenelon, que, por otra parte, era un entregado sacerdote y un excelente predicador. En una se decía: “Hay en esta vida un estado de perfección que excluye el deseo de la recompensa y el temor de las penas”. Y en otra: “Existen almas tan resignadas a la voluntad de Dios que si en un estado de tentación llegasen a creer que Dios las condena a las penas eternas, las aceptarían gustosos”. Aunque las frases puedan tener algún encanto y la disposición a la entrega total sea loable, al final resulta una contradicción. La recompensa de la vida cristiana es Dios mismo, y la principal pena posible es la privación de Dios. No tiene ningún sentido decir que un cristiano pueda dejar de desear a Dios por amor de Dios.
El problema del “amor puro” es que no puede ser amor. Y con el “ágape puro” pasa lo mismo: resulta inhumano y, en el fondo, imposible.
En la larga estela de influencias, se puede incluir la encíclica Deus caritas est, de Benedicto XVI, que se propone un doble objetivo en sus dos partes. En la primera, aclarar el concepto de amor. En la segunda, encontrar pautas para que la labor asistencial cristiana no se quede en la actividad de una ONG, sino en un testimonio cristiano.
Al intentar aclarar el concepto de caridad cristiana, desde las primeras páginas, aparece la distinción entre eros y ágape: “A menudo, en el debate filosófico y teológico, estas distinciones se han radicalizado hasta el punto de contraponerse entre sí: lo típicamente cristiano sería el amor descendente, oblativo, el agapé precisamente; la cultura no cristiana, por el contrario, sobre todo la griega, se caracterizaría por el amor ascendente, vehemente y posesivo, es decir, el eros. Si se llevara al extremo este antagonismo, la esencia del cristianismo quedaría desvinculada de las relaciones vitales fundamentales de la existencia humana y constituiría un mundo del todo singular, que tal vez podría considerarse admirable, pero netamente apartado del conjunto de la vida humana.
En realidad, eros y agapé −amor ascendente y amor descendente− nunca llegan a separarse completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor en general. Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente −fascinación por la gran promesa de felicidad−, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará ‘ser para’ el otro. Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto −como nos dice el Señor− que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34)” (Deus caritas est, 7).
Juan Luis Lorda, en Revista Palabra.
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