Podemos decir que el “movimiento litúrgico” iniciado por el Papa San Pío X nunca se interrumpió, y aún continúa en nuestros días siguiendo el nuevo impulso que le dio el Papa Benedicto XVI
Conferencia del Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, durante el Congreso “La Fuente del Futuro”, en el X aniversario de la publicación del Motu proprio ‘Summorum Pontificum’ de Benedicto XVI, en Herzogenrath (Alemania), del 29 de marzo al 1 de abril de 2017.
En primer lugar, quiero agradecer de todo corazón a los organizadores del Congreso “La Fuente del Futuro”, con ocasión del X aniversario del Motu proprio Summorum Pontificum del Papa Benedicto XVI, en Herzogenrath, permitirme ofrecer una introducción a sus reflexiones sobre este tema, que es tan importante para la vida de la Iglesia y, más en concreto, para el futuro de la liturgia; lo hago con gran alegría. Quiero saludar cordialmente a todos los participantes en este encuentro, en particular a los miembros de las asociaciones cuyos nombres se mencionan en la invitación que tan amablemente me enviaron, y que espero no olvidar ninguna: Una Voce Alemania; El Círculo Católico de Sacerdotes y Laicos de las Arquidiócesis de Hamburgo y Colonia; La Asociación Cardenal Newman; La Red de sacerdotes de la parroquia de Santa Gertrudis en Herzogenrath. Como escribí al Revdo. Padre Guido Rodheudt, párroco de Santa Gertrudis en Herzogenrath, lamento mucho haber tenido que renunciar a participar en su encuentro debido a obligaciones que surgieron inesperadamente y se añadieron a una agenda que ya estaba muy llena. Sin embargo, tenga la seguridad de que estaré entre ustedes a través de la oración: los acompañaré todos los días y, por supuesto, todos estarán presentes en el ofertorio de la Santa Misa que celebraré durante los cuatro días de su Congreso, desde el 29 de marzo al 1 de abril. Así pues, me gustaría empezar, en la medida de mis posibilidades, con una breve reflexión sobre la manera en que el Motu proprio Summorum Pontificum debe aplicarse en unidad y paz.
Como saben, lo que se llamó “movimiento litúrgico” a principios del siglo XX fue la intención del Papa San Pío X, expresada en otro Motu proprio titulado Tra le sollicitudini (1903), de restaurar la liturgia para hacer sus tesoros más accesibles, y así también volver a ser la fuente de la vida auténticamente cristiana. De ahí la definición de la liturgia como «cumbre y fuente de la vida y misión de la Iglesia» que se encuentra en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II (n. 10). Y nunca será suficiente repetir que la Liturgia, como cumbre y fuente de la Iglesia, tiene su fundamento en Cristo mismo. De hecho, Nuestro Señor Jesucristo es el único y definitivo Sumo Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, ya que Él se ofreció en sacrificio y “con una sola oblación hizo perfectos para siempre a los que son santificados” (cfr. Hb 10,14). Así lo declara el Catecismo de la Iglesia Católica: “Es el Misterio de Cristo lo que la Iglesia anuncia y celebra en su liturgia a fin de que los fieles vivan de él y den testimonio del mismo en el mundo” (n. 1068). Ese “movimiento litúrgico”, uno de cuyos mejores frutos fue la Constitución Sacrosanctum Concilium, es el contexto en el que debemos considerar el Motu proprio Summorum Pontificum del 7 de julio de 2007; nos alegra celebrar este año con gran gozo y agradecimiento el 10º aniversario de su promulgación. Por tanto, podemos decir que el “movimiento litúrgico” iniciado por el Papa San Pío X nunca se interrumpió, y que aún continúa en nuestros días siguiendo el nuevo impulso que le dio el Papa Benedicto XVI.
Al respecto, podemos mencionar la especial delicadeza y personal unción que mostró al celebrar la Sagrada Liturgia como Papa, además de sus frecuentes referencias en discursos a su centralidad en la vida de la Iglesia, y finalmente los dos documentos magisteriales Sacramentum Caritatis y Summorum Pontificum. En otras palabras, el llamado aggiornamento[1] litúrgico, de alguna manera se completó con el Motu proprio Summorum Pontificum del Papa Benedicto XVI. ¿De qué se trataba? El Papa emérito distinguió entre dos formas del mismo rito romano: una forma “ordinaria”, que se refiere a los textos litúrgicos del Misal Romano revisados según las directrices del Concilio Vaticano II, y una forma llamada “extraordinaria” que corresponde a la liturgia que estaba en uso antes del aggiornamento litúrgico. Así, actualmente, en el rito romano o latino, hay dos misales en vigor: el del Beato Papa Pablo VI, cuya tercera edición es de 2002, y el de San Pío V, cuya última edición, promulgada por San Juan XXIII, se remonta a 1962.
En su Carta a los Obispos que acompañó al Motu proprio, el Papa Benedicto XVI explicó claramente que el propósito de su decisión de que coexistan dos misales no fue sólo satisfacer los deseos de ciertos grupos de fieles vinculados a formas litúrgicas anteriores al Concilio Vaticano II, sino también permitir el enriquecimiento mutuo de las dos formas del mismo rito romano, es decir, no sólo su coexistencia pacífica, sino también la posibilidad de perfeccionarlas, poniendo de relieve los mejores rasgos que las caracterizan. En concreto decía que “las dos Formas del uso del rito romano pueden enriquecerse mutuamente: los nuevos Santos y algunos de los nuevos Prefacios pueden y deben ser incluidos en el antiguo Misal... La celebración de la misa según el misal de Pablo VI podrá demostrar, con más fuerza que hasta ahora, la sacralidad que atrae a mucha gente al antiguo uso”. Éstos son los términos en que el Papa emérito expresó su deseo de relanzar el “movimiento litúrgico”. En las parroquias donde se ha podido llevar a cabo el Motu proprio, los pastores atestiguan el mayor fervor, tanto en los fieles como en los sacerdotes, como puede manifestar el propio Padre Rodheudt. También han notado una repercusión y desarrollo espiritual positivo en la manera de experimentar las liturgias eucarísticas de acuerdo con la Forma Ordinaria, particularmente el redescubrimiento de posturas que expresan la adoración al Santísimo Sacramento: de rodillas, genuflexión, etc., y también el grato recuerdo marcado por el silencio sagrado que se debe guardar en los momentos importantes del Santo Sacrificio de la Misa, para permitir a sacerdotes y fieles interiorizar el misterio de la fe que se celebra. También es verdad que la formación litúrgica y espiritual necesita ser fomentada y promovida. Del mismo modo, será necesario promover una pedagogía completamente revisada para superar un “rubricismo” excesivamente formal en la explicación de los ritos del Misal Tridentino a los que aún no lo conocen o sólo lo conocen en parte... a veces de modo tendencioso. Para eso, es urgente realizar un misal bilingüe latin-vernácula que permita una participación plena, consciente, íntima y fructífera de los fieles laicos en las celebraciones eucarísticas. También es muy importante destacar la continuidad entre los dos misales con catequesis litúrgicas apropiadas... Muchos sacerdotes aseguran que se trata de una tarea estimulante, porque son conscientes de trabajar por la renovación litúrgica, de aportar sus esfuerzos al “movimiento litúrgico” del que acabamos de hablar; en otras palabras, de trabajar por la renovación mística y espiritual, y de carácter misionero, que fue pensada por el Concilio Vaticano II, a la que el Papa Francisco nos llama con fuerza.
Por tanto, la liturgia debe ser siempre reformada para ser más fiel a su esencia mística. Pero la mayoría de las veces, la “reforma” que sustituyó a la auténtica “restauración” del Concilio Vaticano II, se llevó a cabo con espíritu superficial y un único criterio: suprimir a toda costa un patrimonio que debería verse como totalmente negativo y anticuado, para abrir un abismo entre el antes y el después del Concilio. Ahora bien, basta con abrir la Constitución sobre la Sagrada Liturgia y leerla con honradez, sin traicionar su significado, para ver que el verdadero propósito del Concilio Vaticano II no era iniciar una reforma que fuese motivo de ruptura con la Tradición, sino todo lo contrario: redescubrir y confirmar la Tradición en su sentido más profundo. De hecho, lo que se llama “la reforma de la reforma”, que tal vez debería llamarse con más precisión “el enriquecimiento mutuo de los ritos”, para usar una expresión del magisterio de Benedicto XVI, es una necesidad primordialmente espiritual. Y es evidente que afecta a las dos formas del rito romano. El esmero con que se debe realizar la liturgia, la urgencia por mantenerla en alta estima y manifestar su belleza, su carácter sagrado, manteniendo el justo equilibrio entre fidelidad a la Tradición y su legítimo desarrollo y, por tanto, el rechazo absoluto y radical a toda hermenéutica de discontinuidad o ruptura: estos elementos esenciales son el corazón de toda auténtica liturgia cristiana. El cardenal Joseph Ratzinger repitió incansablemente que la crisis que ha sacudido a la Iglesia desde hace 50 años, sobre todo desde el Concilio Vaticano II, está relacionada con la crisis litúrgica y, por tanto, con la falta de respeto, la desacralización y desconsideración de los elementos esenciales del culto divino. “Estoy convencido”, escribió, “que la crisis en la Iglesia que estamos viviendo hoy está en gran medida debida a la desintegración de la liturgia”[2].
Ciertamente, el Concilio Vaticano II deseaba promover una mayor participación activa del pueblo de Dios y lograr el progreso día a día en la vida cristiana de los fieles (cfr. Sacrosanctum Concilium, 1). Y ciertamente, se tomaron algunas buenas iniciativas en ese sentido. Sin embargo, no podemos cerrar los ojos al desastre, a la devastación y al cisma que los modernos promotores de una “liturgia viva” provocaron al remodelar la liturgia de la Iglesia según sus ideas. Se olvidaron de que el acto litúrgico no es sólo una ORACIÓN, sino también y sobre todo un MISTERIO en el que se realiza algo que nosotros no podemos comprender plenamente, sino que debemos aceptar y recibir con fe, amor, obediencia y con el silencio de la adoración. Ese es el verdadero significado de la participación activa de los fieles. No se trata solo de la actitud externa, de la distribución de tareas o funciones en la liturgia, sino de una receptividad intensamente activa: esa recepción es, en Cristo y con Cristo, la humilde ofrenda de cada uno en oración silenciosa y actitud enteramente contemplativa. La grave crisis de fe, no sólo a nivel de fieles cristianos sino también y sobre todo entre muchos sacerdotes y obispos, nos ha hecho incapaces de entender la liturgia eucarística como un sacrificio, idéntico al acto realizado de una vez por todas por Jesucristo, haciendo presente el Sacrificio de la Cruz de modo incruento, a través de la Iglesia, en las diferentes épocas, lugares, pueblos y naciones. A menudo hay una tendencia sacrílega a reducir la Santa Misa a un simple ágape fraterno, a la celebración de una fiesta profana, a la misma celebración comunitaria o, peor aún, a una terrible distracción para la angustia de una vida sin sentido o del miedo a encontrarnos con Dios cara a cara, porque su mirada nos desvela y nos obliga a mirar de verdad y sin fisuras la fealdad de nuestra vida interior. Pero la Santa Misa no es una distracción. Es el sacrificio vivo de Cristo que murió en la cruz para liberarnos del pecado y de la muerte, con el propósito de revelar el amor y la gloria de Dios Padre. Muchos católicos no saben que el propósito final de toda celebración litúrgica es la gloria y la adoración de Dios, la salvación y santificación de los seres humanos, ya que en la liturgia “Dios es perfectamente glorificado y los hombres son santificados” (Sacrosanctum concilium, 7). La mayoría de los fieles —incluyendo sacerdotes y obispos— ignoran esta enseñanza del Concilio.
Así como tampoco saben que los verdaderos adoradores de Dios no son los que reforman la liturgia según sus propias ideas y creatividad, para hacer algo agradable al mundo, sino más bien los que reforman el mundo a fondo con el Evangelio para permitirle el acceso a una liturgia que sea reflejo de la liturgia que se celebra desde toda la eternidad en la Jerusalén celestial. Como Benedicto XVI solía recordar, en la raíz de la liturgia está la adoración y, por tanto Dios. Así pues, es necesario reconocer que la grave y profunda crisis que ha afectado a la liturgia y a la misma Iglesia desde el Concilio se debe a que su CENTRO ya no es Dios y su adoración, sino más bien el hombre y su supuesta habilidad para “hacer” algo en lo que mantenerse ocupados durante las celebraciones eucarísticas. Aún hoy, un número significativo de eclesiásticos subestima la grave crisis que atraviesa la Iglesia: el relativismo en la enseñanza doctrinal, moral y disciplinaria, los graves abusos, la desacralización y trivialización de la Sagrada Liturgia, una visión meramente social y horizontal de la misión de la Iglesia. Muchos creen, y declaran en voz alta y sonora, que el Concilio Vaticano II trajo una verdadera primavera para la Iglesia. Sin embargo, un creciente número de eclesiásticos ven esa “primavera” como un rechazo, una renuncia a su herencia secular, o incluso como un cuestionamiento radical de su pasado y tradición. Criticamos a la Europa política por abandonar o negar sus raíces cristianas. Pero la primera que ha abandonado sus raíces cristianas y su pasado es indiscutiblemente la Iglesia católica post-conciliar.
Algunas conferencias episcopales incluso se niegan a traducir fielmente el texto latino original del Misal Romano. Algunos afirman que cada Iglesia local puede traducir el Misal Romano, no según la herencia sagrada de la Iglesia, siguiendo los métodos y principios indicados por Liturgiam authenticam, sino de acuerdo con las fantasías, ideologías y expresiones culturales que, dicen, pueden ser entendidas y aceptadas por el pueblo. Pero la gente desea que le enseñen el lenguaje sagrado de Dios. El Evangelio y la revelación son “reinterpretados”, “contextualizados” y adaptados a la decadente cultura occidental. En 1968, el obispo de Metz, en Francia, escribió en su boletín diocesano algo horrible, escandaloso, que parecía el deseo y la expresión de una ruptura total con el pasado de la Iglesia. Según ese obispo, deberíamos repensar hoy el concepto mismo de salvación realizado por Jesucristo, porque la Iglesia apostólica y las comunidades cristianas en los primeros siglos del cristianismo no entendieron nada del Evangelio. Sólo en nuestra época se ha entendido el plan de salvación traído por Jesús. He aquí la audaz y sorprendente declaración del obispo de Metz:
«La transformación del mundo (cambio de civilización) enseña y exige un cambio en el concepto mismo de la salvación traída por Jesucristo; esta transformación nos revela que el pensamiento de la Iglesia sobre el plan de Dios era, antes del cambio actual, insuficientemente evangélico... Ninguna época ha sido tan capaz como la nuestra de comprender el ideal evangélico de la vida fraterna»[3].
Con una visión como esa, no es de extrañar que la devastación, la destrucción y las guerras hayan seguido y persistido en estos días a nivel litúrgico, doctrinal y moral, porque afirman que ninguna época ha sido capaz de comprender el “ideal evangélico” como la nuestra. Muchos se niegan a encarar la autodestrucción de la Iglesia por la demolición deliberada de sus fundamentos doctrinales, litúrgicos, morales y pastorales. Mientras más y más voces de prelados de alto rango confirman obstinadamente errores doctrinales, morales y litúrgicos obvios que han sido cien veces condenados y tratan de demoler la pequeña fe que permanece en el pueblo de Dios; mientras la barca de la Iglesia surca el mar tempestuoso de este mundo decadente y las olas rompen contra el barco, inundándolo de agua, un número cada vez mayor de líderes eclesiásticos y fieles gritan: “¡Tout va très bien, Madame la Marquise!” (“Sin novedades, señora marquesa”, es el estribillo de una canción cómica popular de los años 30, donde los sirvientes de una aristócrata le relatan una serie de catástrofes). Pero la realidad es muy diferente, como dijo el Cardenal Ratzinger:
«Lo que esperaban los Papas y los Padres Conciliares era una nueva unidad católica, y en cambio encontraron una desunión que —usando palabras de Pablo VI— parece haber pasado de la autocrítica a la autodestrucción. Había la expectativa de un nuevo entusiasmo y, en cambio, con tanta frecuencia acabó en tedio y desánimo. Se tenía la expectativa de dar un paso adelante, y en su lugar nos encontramos ante un progresivo proceso de decadencia, que en gran medida se ha desplegado bajo el signo de la invocación de un presunto “espíritu del Concilio” y que al hacerlo, en realidad lo ido desacreditando»[4].
“Nadie puede negar seriamente las manifestaciones críticas” y las guerras litúrgicas que acarreó el Concilio Vaticano II[5]. Hoy han ido fragmentando y derribando el sagrado Missale Romanum, abandonándolo a experimentos de diversidad cultural y compiladores de textos litúrgicos. Aquí me complace felicitar la formidable y maravillosa labor realizada a través de Vox Clara, por las Conferencias Episcopales de habla inglesa, por las Conferencias Episcopales de lengua española y coreana, etc., que han traducido fielmente al Missale Romanum en perfecta conformidad con las directrices y principios de Liturgiam authenticam, y la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos les ha dado la recognitio [la aprobación].
Después de la publicación de mi libro Dios o Nada, la gente me preguntó acerca de las “guerras litúrgicas” que durante décadas han dividido a menudo a los católicos. Dije que eso era una aberración, porque la liturgia es el campo por excelencia en el que los católicos deben experimentar la unidad en la verdad, en la fe y en el amor, y por consiguiente, es inconcebible celebrar la liturgia teniendo en el corazón sentimientos de lucha fratricida y rencor. Además, ¿no dijo Jesús palabras muy exigentes sobre la necesidad de ir a reconciliarse con el hermano antes de presentar su propio sacrificio en el altar? (cfr. Mt 5,23-24)
«La Liturgia misma impulsa a los fieles a que, saciados “con los sacramentos pascuales”, sean “concordes en la piedad”[6]; ruega a Dios que “conserven en su vida lo que recibieron en la fe”, y la renovación de la Alianza del Señor con los hombres en la Eucaristía enciende y arrastra a los fieles a la apremiante caridad de Cristo. Por tanto, de la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin» (Sacrosanctum Concilium, 10).
En este “encuentro cara a cara” con Dios, que es la liturgia, nuestro corazón debe estar limpio de toda enemistad, lo que presupone que cada uno debe ser respetado en su sensibilidad. Esto significa concretamente que, aunque hay que recordar que el Concilio Vaticano II nunca pidió hacer tabula rasa del pasado ni, por tanto, abandonar el Misal llamado de San Pío V, que produjo tantos santos (por solo mencionar a tres sacerdotes tan admirables como San Juan Mª Vianney —Cura de Ars—, San Pío de Pietrelcina (el Padre Pío) y San Josemaría Escrivá de Balaguer), al mismo tiempo es esencial promover la renovación litúrgica pretendida por el mismo Concilio, y por eso los libros litúrgicos se actualizaron siguiendo la Constitución Sacrosanctum Concilium, en particular el Misal llamado de Pablo VI. Y yo añado que lo más importante, ya sea que se celebre en la Forma Ordinaria o Extraordinaria, es llevar a los fieles algo a lo que tienen derecho: la belleza de la liturgia, su sacralidad, el silencio, el recogimiento, la dimensión mística y la adoración. La liturgia debe ponernos cara a cara con Dios en una relación personal de intensa intimidad. Debería sumergirnos en la vida interior de la Santísima Trinidad. Hablando del usus antiquior (la forma más antigua de la Misa) en su Carta que acompaña a Summorum Pontificum, el Papa Benedicto XVI dijo que:
Inmediatamente después del Concilio Vaticano II se presumió que las solicitudes para usar el Misal de 1962 se limitarían a la generación de los mayores, que creció con él, pero luego se ha visto claramente que los jóvenes también han descubierto esta forma litúrgica, sintiendo su atracción y estableciendo una forma de encuentro con el Misterio de la Santísima Eucaristía, especialmente adecuado para ellos.
Esta es una realidad inevitable, un auténtico signo de nuestros tiempos. Cuando los jóvenes están ausentes en la Sagrada Liturgia, debemos preguntarnos: ¿Por qué? Debemos asegurarnos de que las celebraciones según el usus recentior (la forma más reciente de la Misa) faciliten ese encuentro, que conduzcan a la gente por la via pulchritudinis (el camino de la belleza) que lleva, a través de sus ritos sagrados, al encuentro con Cristo vivo y a trabajar hoy en su Iglesia. Porque la Eucaristía no es una especie de “cena entre amigos”, un convite de la comunidad, sino un Misterio sagrado, el gran Misterio de nuestra fe, la celebración de la Redención realizada por Nuestro Señor Jesucristo, la conmemoración de la muerte de Jesús en la cruz para liberarnos de nuestros pecados. Por tanto, es conveniente celebrar la Santa Misa con la belleza y el fervor del Santo Cura de Ars, del Padre Pío o de San Josemaría, y esa es la condición sine qua non para llegar a una reconciliación litúrgica “por todo lo alto”, si puede decirse así[7].
Por tanto, me niego rotundamente a perder el tiempo oponiendo una liturgia a otra, o el Misal de San Pío V al del beato Pablo VI. Más bien, se trata de entrar en el gran silencio de la liturgia, dejándonos enriquecer por todas las formas litúrgicas, sean latinas u orientales. De hecho, sin esa dimensión mística del silencio y sin espíritu contemplativo, la liturgia seguirá siendo ocasión de odiosas divisiones, confrontaciones ideológicas y humillación pública de los débiles por parte de los que afirman tener cierta autoridad, en lugar de ser el lugar de nuestra unidad y comunión en el Señor. En vez de ser ocasión para enfrentarnos y odiarnos unos a otros, la liturgia debe llevarnos a “todos a la unidad en la fe y al conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo… y viviendo la verdad con caridad, crezcamos en todo hacia aquél que es la cabeza, Cristo” (Ef 4,13-15)[8].
Como saben, el gran liturgista alemán Mons. Klaus Gamber (1919-1989) usó la palabra Heimat para designar esa casa común o “patria chica” de los católicos reunidos alrededor del altar del Santo Sacrificio. El sentido de lo sagrado que impregna e irriga los ritos de la Iglesia es el correlativo inseparable de la liturgia. Ahora, en las últimas décadas, tantos, muchos de los fieles han sido maltratados o profundamente trastornados por celebraciones llenas de un subjetivismo superficial y devastador, hasta el punto de no reconocer su Heimat, su hogar común, ¡que los más jóvenes nunca habían conocido! ¡Cuántos han salido de puntillas, especialmente los menos significativos y los más pobres de ellos! El “movimiento litúrgico”, con el que se asocian las dos formas (del rito Latino), pretende por tanto devolverles su Heimat y así devolverlos a su hogar común, pues sabemos muy bien que, en sus obras sobre teología sacramental, el Cardenal Joseph Ratzinger, mucho antes de la publicación de Summorum Pontificum, señaló que la crisis de la Iglesia y, por tanto, la crisis del debilitamiento de la fe, viene en gran medida de la forma en que tratamos la liturgia, según el viejo adagio: lex orandi, lex credendi (la ley de la fe es la ley de la oración). En el prefacio que escribió para la edición francesa del volumen magistral de Mons. Gamber, La reforma de la liturgia romana, el futuro Papa Benedicto XVI dijo esto, y cito:
«Un joven sacerdote me dijo recientemente: “Lo que necesitamos hoy es un nuevo movimiento litúrgico”. Era la expresión de una preocupación que hoy día sólo las mentes deliberadamente superficiales podrían ignorar. Lo que le importaba a ese sacerdote no era ganar libertades nuevas y atrevidas: ¿qué libertad no se ha tomado ya con arrogancia? Pensaba que necesitábamos un nuevo comienzo procedente de la liturgia, como lo había querido el movimiento litúrgico cuando estaba en lo más alto de su verdadera naturaleza, cuando no se trataba de fabricar textos o inventar acciones y formas, sino de redescubrir el centro vivo, de penetrar en el tejido, estrictamente hablando, de la liturgia, para que su celebración pueda proceder de su misma sustancia. La reforma litúrgica, en su aplicación concreta, se ha alejado cada vez más de ese origen. El resultado no ha sido una renovación sino una devastación. Por un lado, tenemos una liturgia que ha degenerado en espectáculo, en el que se intenta hacer interesante la religión con la ayuda de innovaciones de moda y tópicos pegadizos, con éxitos de corta duración dentro del gremio de artesanos litúrgicos, y una actitud más pronunciada de apartarse de todo eso por parte de los que buscan en la liturgia no un “pasatiempo” espiritual, sino más bien un encuentro con Dios vivo, ante quien todo “invento” carece de sentido, ya que solo ese encuentro es capaz de darnos acceso a las verdaderas riquezas del ser. Por otro lado, existe la conservación de las formas rituales cuya grandeza siempre mueve, pero que, llevada al extremo, manifiesta un obstinado aislamiento y, al final, no deja otra cosa que tristeza. Seguramente, entre estos dos polos todavía hay muchos sacerdotes y feligreses que celebran la nueva liturgia con respeto y solemnidad; pero son cuestionados por la contradicción entre los dos extremos, y la falta de unidad interna en la Iglesia finalmente hace que su fidelidad parezca, erróneamente en muchos casos, simplemente como una marca personal de neoconservadurismo. Porque esta es la situación; es necesario un nuevo impulso espiritual para que la liturgia sea para nosotros cada vez más una actividad comunitaria de la Iglesia y quede liberada de arbitrariedad. Uno no puede “fabricar” un movimiento litúrgico de este tipo —como no puede “fabricar” un ser vivo—, pero puede contribuir a su desarrollo, esforzándose por asimilar de nuevo el espíritu de la liturgia y defendiendo públicamente lo que se ha recibido».
Creo que esta larga cita, tan precisa y clara, podría interesarles al inicio de este Congreso, y también podría ayudar a comenzar sus reflexiones en “la fuente del futuro” (“die Quelle der Zukunft “) del Motu proprio Summorum Pontificum. Permítanme comunicarles una convicción que he mantenido profundamente durante mucho tiempo: la liturgia romana, reconciliada en sus dos formas, es en sí misma el “fruto de un desarrollo”, como dijo el gran liturgista alemán Joseph Jungmann (1889 -1975), y puede iniciar el proceso decisivo del “movimiento litúrgico” que muchos sacerdotes y fieles han esperado tanto tiempo. ¿Por dónde empezar? Me tomo la libertad de proponer los siguientes tres caminos, que resumo en tres letras SAF: Silencio-Adoración-Formación (en inglés y francés; en alemán: SAA: Stille-Anbetung-Ausbildung). En primer lugar, el silencio sagrado, sin el cual no podemos encontrar a Dios. En mi libro La Fuerza del Silencio escribo: “En silencio, un ser humano adquiere su nobleza y su grandeza sólo si está de rodillas para oír y adorar a Dios” (n. 66). Después, la adoración; en este sentido cito mi experiencia espiritual en el mismo libro, La Fuerza del Silencio:
«Por mi parte, sé que todos los grandes momentos de mi día se encuentran en las incomparables horas que paso de rodillas en la oscuridad ante el Santísimo Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Estoy, por así decir, “engullido” en Dios y rodeado de su presencia por todos lados. Me gustaría pertenecer ahora solo a Dios y sumergirme en la pureza de su amor. Sin embargo, puedo decir lo pobre que soy, cuán lejos estoy de amar al Señor como Él me amó hasta el punto de entregarse por mí» (n. 54).
Por último, la formación litúrgica basada en una proclamación de la fe o catequesis, a la que se refiere el Catecismo de la Iglesia Católica, que nos protege de los posibles desvarios más o menos eruditos de algunos teólogos que anhelan “novedades”. Esto lo digo conectando con lo que comúnmente se denomina con cierto humor el “Discurso de Londres” del 5 de julio de 2016, durante la Tercera Conferencia Internacional de Sacra Liturgia:
«La formación litúrgica, que es primaria y esencial, es... una especie de inmersión en la liturgia, en el profundo misterio de Dios nuestro Padre amoroso. Se trata de vivir la liturgia en toda su riqueza, de modo que después de haber bebido profundamente de su fuente siempre tengamos sed de sus delicias, orden y belleza, silencio y contemplación, exultación y adoración, capacidad de conectarnos íntimamente con Él, que está en el trabajo en y a través de los ritos sagrados de la Iglesia»[9].
En este contexto global, por tanto, y con espíritu de fe y profunda comunión a la obediencia de Cristo en la cruz, les pido humildemente que apliquen Summorum Pontificum con sumo cuidado; no como algo negativo que mira al pasado, o como algo que construye muros y crea un gueto, sino como una contribución importante y real a la vida litúrgica presente y futura de la Iglesia, y también al movimiento litúrgico de nuestra era, de la que cada vez más personas, y específicamente jóvenes, están realizando tantas cosas que son verdaderas, buenas y hermosas.
Quiero concluir esta introducción con las luminosas palabras de Benedicto XVI al final de la homilía que pronunció en 2008, en la Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo: “Cuando el mundo, en todas sus partes, se convierta en una liturgia de Dios, cuando, en su realidad, se convierta en adoración, entonces habrá alcanzado su objetivo y estará sano y salvo”.
Les agradezco su amable atención. ¡Que Dios los bendiga y llene sus vidas con su silenciosa presencia!
Cardenal Robert Sarah
Prefecto de la Congregación para el Culto y la Disciplina de los Sacramentos
Fuente: catholicworldreport.com.
Traducción de Luis Montoya.
[1] “Aggiornamento” es un término italiano que significa literalmente “actualización”. En 2013 se celebró el 50º aniversario de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II Sacrosanctum Concilium, promulgada el 4-XII-1963.
[2] Joseph Ratzinger, Milestones: Memoirs: 1927-1977, traducido por Erasmo Leiva-Merikakis (San Francisco: Ignatius Press, 1998), 148.
[3] Citado por Jean Madiran, L'hérésie du XX siècle (Paris: Nuevas Ediciones Latinas [NEL], 1968), 166.
[4] Joseph Ratzinger y Vittorio Messori, The Ratzinger Report: Una entrevista exclusiva sobre el estado de la Iglesia, traducida por Salvator Attanasio y Graham Harrison (San Francisco: Ignatius Press, 1985), 29-30.
[5] Cfr. Joseph Ratzinger, Principios de Teología Católica: Construyendo Piedras para una Teología Fundamental, traducido por la Hermana Mary Frances McCarthy, S.N.D. (San Francisco: Ignatius Press, 1992), 370.
[6] Cfr. Postcomunión de la Vigilia Pascual.
[7] Cfr. Entrevista con el portal católico Aleteia, 4-III-2015.
[8] Cfr. Entrevista con La Nef, octubre de 2016, pregunta 9.
[9] Cardenal Robert Sarah: Tercera Conferencia Internacional de la Asociación Sacra Liturgia, Londres. Discurso pronunciado el 5-VII-2016. Cfr. web de Sacra Liturgia: “Hacia una Auténtica Aplicación de Sacrosanctum Concilium”, 11-VII-2016.
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