La oración de Jesús estaba profundamente radicada en la Palabra de Dios. Así está llamado también a ser nuestro diálogo con Dios, en plena calle
Los Evangelios dejan entrever la frecuencia con que el Señor se refería a la Sagrada Escritura en su predicación. En una ocasión está hablando claramente acerca de su divinidad, de su ser uno con el Padre (cfr. Jn 5,19ss). Sus interlocutores le escuchan perplejos, e incluso escandalizados, y les dice: «Examinad las Escrituras, ya que vosotros pensáis tener en ellas la vida eterna: ellas son las que dan testimonio de mí» (Jn 5,39). La doctrina que oían de los labios de Jesús les parecía un desafío a su celo por proteger la fe de sus padres, porque debían todavía elevarse a una inteligencia mayor; debían prepararse para recibir, del mismo Dios, «toda la verdad» (Jn 16,13): la verdad viva, la verdad en Persona, que es Jesucristo. La Iglesia anima por eso a todos los cristianos a profundizar cada vez más en «el sublime conocimiento de Jesucristo (Flp 3,8) con la lectura frecuente de las divinas Escrituras»[1].
El Prelado del Opus Dei nos invita a centrar una vez más la mirada en «la Persona de Jesucristo, a quien deseamos conocer, tratar y amar»[2]. Y como, a decir de san Jerónimo, «el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo»[3], la Sagrada Escritura solo puede tomar más importancia conforme avanzamos en nuestro camino cristiano, hasta el punto de que «respiremos con el Evangelio, con la Palabra de Dios»[4]. Si la Sagrada Escritura es «el alma de toda la teología»[5], también está llamada a estar en el centro de nuestro pensamiento y de nuestra vida. De un modo gráfico, el santo Padre planteaba en este sentido unas preguntas que dan que pensar: «¿qué sucedería si usáramos la Biblia como tratamos nuestro móvil? Si la llevásemos siempre con nosotros, o al menos el pequeño Evangelio de bolsillo, ¿qué sucedería?; si volviésemos atrás cuando la olvidamos: tú te olvidas el móvil –¡oh!–, no lo tengo, vuelvo atrás a buscarlo; si la abriéramos varias veces al día; si leyéramos los mensajes de Dios contenidos en la Biblia como leemos los mensajes del teléfono, ¿qué sucedería?»[6].
Escribiendo a Timoteo, que estaba al frente de la Iglesia de Éfeso, san Pablo le recuerda: «desde niño conoces la Sagrada Escritura, que puede darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la justicia, con el fin de que el hombre de Dios esté bien dispuesto, preparado para toda obra buena» (2 Tim 3,15-17). El Apóstol dice literalmente, si atendemos al texto griego, que el hombre de Dios −quien vive de su Palabra− está “equipado” para actuar: tiene ya lo verdaderamente necesario para su vida de apóstol. Más rotundamente lo dice el salmista, en la extensa meditación sobre la Palabra de Dios que es el salmo 119: «Mejor es para mí la Ley de tu boca que montones de oro y plata» (Sal 119 [118], 72).
Jesús nos llama a identificarnos con Él, a vivir en Él. Y nos espera, como decía con frecuencia san Josemaría, en «el Pan y la Palabra»[7]: en su presencia silenciosa y eficaz en la Eucaristía, y en el diálogo, siempre abierto por parte de Dios, de la oración. Este diálogo, aun cuando discurre sobre mil cosas de nuestra vida cotidiana, encuentra su núcleo más íntimo en la Escritura. Así sería la oración de Jesús: profundamente radicada en la Palabra de Dios. Y así también está llamada a ser la nuestra. «Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra −obras y dichos de Cristo− no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. −El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida. Aprenderás a preguntar tú también, como el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?...” −¡La Voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante. Pues, toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. −Así han procedido los santos»[8].
«Viva lectio est vita bonorum»[9], decía san Gregorio Magno: la vida de los santos es una lectura viva de la Escritura; una lectura encarnada, transformada en gestos, palabras, obras. Si los Padres de la Iglesia decían que, con la Encarnación, el Verbo de Dios se había abreviado[10], también en las vidas de los santos se abrevia Jesús: se hace pequeña la Palabra de Dios, para extenderse después por el mundo a través de sus obras y palabras. A medida que se suceden en la historia las generaciones de cristianos, «un día le anuncia el mensaje al otro día y una noche le da la noticia a la otra noche (…), se esparce su rumor por toda la tierra, y su pregón hasta los confines del orbe» (Sal 19 [18],3.5).
No es una casualidad, consideraba Benedicto XVI, «que las grandes espiritualidades que han marcado la historia de la Iglesia hayan surgido de una explícita referencia a la Escritura»[11]: el vigor de esas ramas del gran árbol de la Iglesia se deriva de «la fuerza del Espíritu de Dios» (Rm 15,19), que «todo lo escudriña, incluso las profundidades de Dios» (1 Cor 2,10). También sucede así con las conversiones personales, y tantas vidas de profunda y ordinaria santidad que pasan ocultas a la historia, pero que actúan poderosamente sobre ella, de modos que solo Dios conoce: «¡La Iglesia está llena de santos escondidos!»[12]. Se alimentan, todos ellos, de la Escritura: porque aún más que de pan, el hombre vive «de toda palabra que procede de la boca de Dios» (Mt 4,4).
Para que la Palabra de Dios se convierta en alimento de nuestras almas, necesitamos desarrollar una actitud de escucha, incluso cuando aún no comprendamos bien lo que Dios nos quiere decir. Posiblemente al principio los apóstoles entendieron poco del discurso eucarístico del Señor en Cafarnaúm; pero san Pedro le dijo, de parte de todos −también de parte nuestra−: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Tampoco la Virgen entendía siempre todo lo que Jesús hacía y decía, pero escuchaba y meditaba con calma: «guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,52).
«Todos podemos −comenta el Papa Francisco− mejorar un poco en este aspecto: convertirnos todos en mejores oyentes de la Palabra de Dios, para ser menos ricos de nuestras palabras y más ricos de sus Palabras. Pienso en el sacerdote, que tiene la tarea de predicar. ¿Cómo puede predicar si antes no ha abierto su corazón, no ha escuchado, en el silencio, la Palabra de Dios? (...). Pienso en el papá y en la mamá, que son los primeros educadores: ¿cómo pueden educar si su conciencia no está iluminada por la Palabra de Dios, si su modo de pensar y de obrar no está guiado por la Palabra? (...) Y pienso en los catequistas, en todos los educadores: si su corazón no está caldeado por la Palabra, ¿cómo pueden caldear el corazón de los demás, de los niños, los jóvenes, los adultos? No es suficiente leer la Sagrada Escritura, es necesario escuchar a Jesús que habla en ella»[13]. Si procuramos crecer siempre en esta actitud de escucha, que se nutre también del estudio y de la lectura espiritual, podremos decir cada vez más con el profeta Jeremías: «Cuando me encontraba tus palabras, las devoraba. Tus palabras eran un gozo para mí, las delicias de mi corazón» (Jr 15,16).
La lectura y meditación de la Escritura requiere tiempo y calma. «En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: “Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?”, o bien: “¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?”»[14]. Al escuchar una charla, una clase, una homilía, las personas agradecen que se cite la Escritura, si se procura que estas referencias no sean algo ornamental, o un mero pretexto para hablar de un tema: se trata de que la Palabra de Dios fundamente e ilumine lo que se dice, y de que el texto sagrado esté arropado por el calor de quien lo ha estudiado y lo ha meditado, con la cabeza y el corazón.
También es necesario escuchar los silencios de Jesús. «Sabemos por los Evangelios −ha escrito recientemente el Papa emérito Benedicto XVI− que Jesús frecuentemente pasaba noches solo “en la montaña” en oración, en conversación con su Padre. Sabemos que lo que Jesús decía, su palabra, proviene del silencio y solo podía madurar allí. Por eso es lógico que su palabra solo pueda entenderse correctamente si también nosotros entramos en su silencio: si aprendemos a oírle desde su silencio. Ciertamente, para interpretar las palabras de Jesús, es necesario el conocimiento histórico, que nos enseña a entender el tiempo y el lenguaje de ese momento. Pero eso por sí solo no es suficiente si queremos entender en profundidad el mensaje del Señor. Quien hoy lee los comentarios sobre los Evangelios, cada vez más extensos, queda al final decepcionado. Aprende mucho acerca de esa época, así como muchas hipótesis que a fin de cuentas no contribuyen en absoluto a la comprensión del texto. Al final uno siente que en todo el exceso de palabras falta algo esencial: entrar en el silencio de Jesús, de donde nace su palabra. Si no podemos entrar en este silencio, siempre oiremos la palabra solamente en su superficie y no la comprenderemos realmente»[15].
«Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios»[16]. Y en la Obra, el Evangelio recibe una luz especial de las enseñanzas y de la experiencia vital de san Josemaría. Como él, entramos en la vida de Jesús «como un personaje más»: somos José, Simeón, Natanael, Simón de Cirene, Maria Magdalena… y sobre todo el mismo Cristo, hijos en el Hijo. Se ha dicho que, aunque puedes remediar el hambre de una persona dándole pescado, vale mucho más enseñarle a pescar. Del mismo modo, san Josemaría no solo nos dio sus glosas del texto sagrado, sino que también nos enseñó a leerlo: como un niño, contemplando. Sus enseñanzas nos ayudan a ahondar en el Evangelio, y el Evangelio mismo nos hace comprender mejor el espíritu que Dios le confió, que es «viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo»[17]. De ahí, por ejemplo, que algunas clases de formación cristiana empiecen con la lectura comentada del Evangelio; y que, en los Centros de la Obra, acabe la jornada con un sencillo y breve comentario del Evangelio del día.
Ya en el año 1933, San Josemaría tenía su elenco de 112 textos del Nuevo Testamento con algunas glosas ocasionales muy breves. Se trataba de un documento de ocho cuartillas manuscritas que había encabezado con la inscripción: «Palabras del Nuevo Testamento, repetidas veces meditadas»[18]. Cada uno tendrá quizá, de un modo u otro, su propio elenco, escrito en papel, o en el fondo del alma: palabras o gestos de Jesús, episodios o diálogos que nos hablan de un modo elocuente, que un día hemos leído u oído con una luz particular, sin que fuera necesario hablar de acontecimiento extraordinario: por el momento concreto, por el ambiente de nuestra alma, o alguna circunstancia... Quizá fueron como una respuesta a algo que buscábamos, o bien nos sorprendieron, o nos dieron seguridad. Nos confirmaron en la fe, en el camino, en el Amor. Nos hace mucho bien nutrir esa lectura personalísima del Evangelio, también al compás de la liturgia: a veces, un versículo del Nuevo Testamento nos servirá de meditación durante la jornada y será un medio de conservar la presencia de Dios.
La Virgen María nos acompaña en este camino para conocer a Cristo y seguirle de cerca, como los primeros doce[19]: «María, mujer de la escucha, haz que se abran nuestros oídos; que sepamos escuchar la Palabra de tu Hijo Jesús entre las miles de palabras de este mundo (…). María, mujer de la decisión, ilumina nuestra mente y nuestro corazón, para que sepamos obedecer a la Palabra de tu Hijo Jesús sin vacilaciones (…). María, mujer de la acción, haz que nuestras manos y nuestros pies se muevan “deprisa” hacia los demás, para llevar la caridad y el amor de tu Hijo Jesús, para llevar, como tú, la luz del Evangelio al mundo»[20].
Guillaume Derville
Fuente: opusdei.es.
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[1] Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum (18-XI-1965), 25.
[2] F. Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, 8.
[3] San Jerónimo, Comentariorum in Isaiam, Prólogo (PL 24, 17).
[4] F. Ocáriz, Carta pastoral, 5-IV-2017.
[5] Concilio Vaticano II, Decreto Optatam Totius (28-X-1965), 16.
[6] Francisco, Angelus, 5-III-2017.
[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 122.
[8] San Josemaría, Forja, n. 754.
[9] San Gregorio Magno, Moralia in Job 24,8,16: PL 76, 295.
[10] Cfr. Benedicto XVI, Ex. Ap. Verbum Domini (30-IX-2010), 12.
[11] Benedicto XVI, Verbum Domini, 48.
[12] Francisco, Homilía en Santa Marta, 11-V-2017.
[13] Francisco, Discurso, 4-X-2013.
[14] Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium (24-XI-2013), 153.
[15] Benedicto XVI, epílogo a la segunda edición inglesa de R. Sarah, La force du silence (Fayard, 2016; Ignatius, 2017).
[16] Benedicto XVI, Verbum Domini, 48.
[17] San Josemaría, Carta 9-I-1932, 91 (citado en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, Rialp, Madrid 2010, vol. I, p. 17).
[18] Cfr. Francisco Varo, San Josemaría Escrivá de Balaguer, “Palabras del Nuevo Testamento, repetidas veces meditadas. Junio – 1933”, en Studia et Documenta 1 (2007) 259-286.
[19] Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, 299.
[20] Francisco, Oración a María, 31-V-2013.
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