El pensamiento de Claude Tresmontant se caracterizó por una sólida formación en hebreo bíblico, por un notable estudio sobre el desarrollo de la metafísica cristiana y por el empeño de relacionarla con los resultados de las ciencias modernas
La primera parte del Ensayo es una comparación entre la idea bíblica de la formación del mundo y la filosófica griega. Hoy, los contrastes son más conocidos, pero entonces eran un fascinante descubrimiento.
Frente a la idea griega de la eternidad del mundo, con un proceso cíclico de eterno retorno y una infinita repetición de lo mismo, Tresmontant presenta la idea cristiana de creación, con toda la fuerza que tiene.
Hermoso e influyente fue su libro Ensayo sobre el pensamiento hebreo, publicado en 1953, obra de un pensador apasionado y convencido de que la fe lo ilumina todo. Su pensamiento se movió entre una sólida formación en hebreo bíblico, un notable estudio sobre el desarrollo de la metafísica cristiana y un empeño de relacionarla con los resultados de las ciencias modernas, que conocía bien.
Se dice, a veces, que Claude Tresmontant (1925-1997) fue un “autodidacta”. Pero mejor sería decir que fue una persona ávida de saber, de un saber que llevaba en su centro la fe cristiana. Tenía desde luego una excelente base por sus estudios; primero en la Sorbona, en filosofía y ciencias; y después, en l’École pratique des hautes Études, donde se especializó en ciencias bíblicas y en hebreo. Fue adjunto de investigación del gran ente público francés CNRS (Centre National de la Recherche Scientifique), y tras su doctorado en Letras, Maestro de Conferencias en la Sorbona, combinando la enseñanza de la filosofía medieval con la filosofía de las ciencias. No puede hacerlo cualquiera. Fue asiduo conferenciante lo mismo en Notre Dame de París que en el Centro Europeo de Investigación nuclear de Ginebra; y prolífico escritor, con más de cuarenta libros.
Le interesaba todo, no a la manera de un erudito que acumula, sino de una estructura que crece y necesita ampliar sus ramas entrando en nuevos espacios. Claro es que no en todos podía tener la misma competencia. Y eso le ocasionó incomprensiones de los especialistas que se sentían invadidos por un “intruso” que, además, se expresaba con desconcertante seguridad.
Porque Tresmontant fue llegando a conclusiones cada vez más firmes y bastante personales en casi todos los campos que tocó: del pensamiento hebreo a la “metafísica cristiana”, con profundas incursiones en la exégesis. Pero también de los fundamentos de la filosofía y su relación con Dios; de la filosofía de las ciencias; y de la historia de la teología reciente, donde publicó la correspondencia entre Blondel y Laberthonniere y un notable libro sobre el modernismo (La crisis modernista).
Lo describe muy bien la Encyclopaedia Universalis francesa (que quiso ser equivalente a la Britannica): “Una ambición intelectual fuerte, unas cuarenta obras, el reconocimiento del Instituto (de Francia), que lo recibió en 1977 como miembro correspondiente, el interés de sus estudiantes de la Sorbona, el entusiasmo de cierto número de “incondicionales”, que encuentran en su obra la gran síntesis filosófica y exegética de nuestro tiempo. Todo eso es real, pero dejando aparte cuestiones de carácter (era una personalidad oscura), se puede constatar que todo eso no ha conseguido superar un muro de indiferencia o de escepticismo”.
Comenzó defendiendo a Teilhard de Chardin (Introduccion al pensamiento de T., 1956), y situándose como aquél en la difícil y cambiante intersección entre la teología y las ciencias. Sus profundos conocimientos de hebreo le habían llevado a la convicción de que los viejos términos necesitaban un esfuerzo de traducción muy considerable, al haber cambiado tanto el contexto de su significado. En una primera aproximación, percibió la distancia entre las concepciones hebreas y las filosóficas griegas, en los términos que luego veremos (Ensayo sobre el pensamiento hebreo, 1953, y Estudios de metafísica bíblica, 1955). Después estudió (en su doctorado en Letras) de qué manera esas ideas de origen hebreo cristianizadas habían entrado en contacto con la filosofía griega, generando una metafísica cristiana (La metafísica del cristianismo y el nacimiento de la filosofía cristiana, 1961; Los orígenes de la filosofía cristiana, 1962, La metafísica del cristianismo y la crisis del siglo XIII, 1964). Son libros realmente interesantes y forman un valioso conjunto.
Estaba convencido de que esa metafísica cristiana seguía siendo substancialmente válida y avalada también por los descubrimientos sobre la composición de la materia y el origen del universo (Cómo se plantea hoy el problema de la existencia de Dios, 1971, La historia del universo y el sentido de la creación, 1985). También aquí tiene cosas interesantes.
“La teología cristiana pronto tendrá veinte siglos. Durante estos veinte siglos las palabras han cambiado de sentido. En el paso del hebreo al griego, del griego al latín, del latín a las lenguas de las naciones paganas, las nociones que tenían un sentido en hebreo han tomado otro completamente distinto. Todo esto cansa mucho. Todo el mundo sabe que a partir de una cierta edad –y esa edad llega muy pronto para muchos–, las inteligencias tienen horror a cambiar sus hábitos (mentales), es decir, aquellos que aprendieron en la escuela”.
Al volver la vista a las traducciones bíblicas, no podía ocultar su disgusto. Y se empeñó en rehacerlas, con una traducción directa, quizá demasiado personal, y con una serie de ensayos. Estaba convencido de que debajo del mal griego de los Evangelios, lo que había eran materiales originales hebreos de la época del Señor y que era necesario retraducirlos desde allí (El Cristo hebreo, 1983). Los especialistas se repartieron entre los que le atacaron (Grelot, Evangelios y tradición apostólica. Reflexiones sobre un cierto ‘Cristo hebreo’) y los que lo ignoraron. En el fondo tanta reconstrucción, sin negarle aciertos puntuales y un saludable cuestionamiento, dejaba demasiado margen a la arbitrariedad, y de paso prescindía de la tradición de la Iglesia. Tampoco convencieron sus tesis sobre el Evangelio de San Juan y el Apocalipsis. En esta aventura se quedó bastante solo.
Pero nadie puede negar el impacto teológico casi universal que produjo su ensayo sobre el pensamiento hebreo. Una entusiasta reseña en la autorizada Revue Biblique (1954) declaraba: “Se constata que si el autor se mueve, en efecto, con una perfecta comodidad en su vasto dominio técnico, se ha iniciado correctamente en el conocimiento crítico e histórico de la Biblia, donde toma la noción de este pensamiento hebreo, sinónimo para él de pensamiento bíblico y revelado. Su intención es obtener del análisis de ese pensamiento, las líneas maestras de la metafísica implícita subyacente a la Revelación y prerequerida por ella porque constituye el fundamento indispensable de toda teología bíblica”.
Una prudente presentación del editor francés advierte que “se trata de un libro de filosofía escrito por un filósofo” y que “los teólogos que lean este libro no han de olvidar que su autor es un filósofo y no un teólogo” y que se trata de un “ensayo”, una aportación de ideas. Pero lo incluyen en una colección de exégesis porque “la originalidad de las visiones, la multiplicidad de las apreciaciones que irradian… producirán a muchos lectores la impresión de que descubren nuevamente un gran número de páginas de su Biblia”. Y así es.
El cuerpo del libro lo forman tres capítulos, a los que se añaden tres anexos algo heterogéneos. La primera parte es una comparación entre la idea bíblica de la formación del mundo y la filosófica griega (no tanto la popular). Hoy, los contrastes son más conocidos, pero en su día, cuando los proponía este libro, eran un fascinante descubrimiento. Frente a la idea griega de la eternidad del mundo, con un proceso cíclico de eterno retorno y una infinita repetición de lo mismo, se presenta la idea cristiana de creación, con toda la fuerza que tiene: lo nuevo hecho por Dios libremente de la nada y no simplemente transformado de algún material anterior. Hecho, además, con la fuerza inmensa de la inteligencia divina.
“El mundo sensible es creado. Esta proposición, a la que ya nos hemos habituado, era profundamente revolucionaria desde el punto de vista de las metafísicas griegas. Y lo es todavía para las filosofías modernas que conservan los principios de la metafísica antigua” (15). Por debajo de mucha metafísica griega está, además, un pesimismo heredado del pensamiento oriental. De algún modo, lo múltiple que hay en el mundo procede de lo Uno por un proceso de degeneración. Mientras que, en la Biblia, la multiplicación es una bendición de la fecundidad divina. Esto da una solución falsa al problema del mal, que se tenderá a ver en la división o en lo más bajo, en la materia misma. En la Biblia, en cambio todo lo creado “es bueno”, como dice con asombro el Génesis. La materia también.
Además, está el tiempo. Por un lado, “La creación no está lejos de nosotros… continúa haciéndose… Estamos en génesis”. No queda relegada al momento original o a un pasado intemporal. La novedad en la creación es precisamente lo que da la estructura propia al tiempo. La duración de Descartes es permanencia, pero la de la Biblia es invención. Hay una verdadera novedad, hay un paso del tiempo, con un misterioso progreso impulsado por Dios y también, por supuesto, con un inicio. Y con un fin prometido, un fin absoluto de la historia. Una historia que sólo ahora, con ese ritmo y en esos términos, tiene un sentido. ¿Qué sentido tendría pretender abarcar un eterno retorno, una historia infinita? En cambio, sobre el fondo de la novedad del tiempo, de una intervención de Dios con un inicio y un fin, todo lo que sucede adquiere una importancia que se revelará ante la mirada divina. Hay una verdadera historia de la salvación cuyo lugar es la memoria de Dios.
Por su parte, la Encarnación inaugura una relación completamente nueva entre lo carnal y lo espiritual. Dios hecho carne y presente en la Eucaristía. Lo sensible adquiere una categoría impensable para el mundo griego y también se vuelve manifestación de Dios.
Este apartado es, sin duda, el que tuvo mayor impacto, con los dos puntos en los que se divide. En el primero destaca “la ausencia del dualismo alma-cuerpo”. Y aparece algo que después se repetirá hasta la saciedad: frente al dualismo griego (alma/cuerpo), la Biblia presenta una visión profundamente unitaria del ser humano. Los términos hebreos basar (carne) o nephesh (más o menos el alma) no son propiamente partes del ser humano, sino el ser humano entero visto en perspectivas distintas, con más acento en lo exterior o en lo interior.
La cuestión suscitará después, de pasada, alguna perplejidad en la escatología; por ejemplo del “alma separada”, que también afecta al propio Tresmontant (El problema del alma). Pero se resuelve si se tiene en cuenta que la experiencia exterior/interior en el hombre es irreductible. Y que una existencia puramente espiritual no puede excluirse para el que cree en Dios. El ser humano, al fin y al cabo, es imagen de Dios y esa imagen se expresa principalmente aunque no únicamente en sus aspectos intelectuales.
El otro punto es el diferente sentido entre el pneuma filosófico (también el nous o la mens latina), que tiene un carácter fuertemente inmaterial e intelectual, y la idea bíblica de ruah, importantísima en la revelación, que más bien designa la vitalidad que Dios otorga, sin excluir los otros sentidos. Además, el ruah bíblico tiene una fuerte connotación religiosa y recuerda inmediatamente la relación constitutiva que tiene el ser humano con Dios. Cuando San Pablo use en griego pneuma lo tendrá presente, y hablará además del Espíritu del mismo Dios, dador de vida.
También este apartado tuvo una larga influencia. El contraste entre el pensamiento bíblico y el griego se muestra en que mientras para la filosofía griega el centro del hombre está en la inteligencia, para la hebrea, está en el corazón. En paralelo a la unidad del alma y cuerpo, el corazón integra todos los aspectos intelectuales y afectivos del ser humano y además señala la dirección de los grandes fines que son amados. La inteligencia aislada queda fría y como volcada en sí misma. La inteligencia bíblica en cambio, se da en el seno del corazón. Se entiende con el corazón y se entiende en el corazón que conoce el bien. Sobre todo, «la inteligencia es la fe», porque se orienta a conocer a Dios.
Son apenas unos trazos de una pintura mucho más rica, de una obra que compensa releer al cabo de los años. Sin la novedad total que podía proporcionar cuando apareció, este ensayo sigue dando que pensar. Lo (poco) que ha perdido de novedad se debe sencillamente a que ya forma parte del acervo teológico común.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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