En este editorial, en dos entregas, se abordan algunas cuestiones en torno a la fatiga y el descanso, que forman parte de nuestra vida de hijos de Dios
Una de las inscripciones clásicas que decoran los relojes de sol recuerda, con una sencillez desarmante, algo que parece una obviedad: «Sine sole sileo –sin el sol me callo»[1]. Solemos pasar de largo ante las evidencias, y sin embargo muchas veces se esconden en ellas principios fundamentales para la vida: como un reloj de sol se convierte, sin la luz del día, en una simple pieza decorativa, o una planta puede llegar a marchitarse por falta de iluminación, también los ideales que Dios ha puesto en nuestro corazón podrían languidecer e incluso esfumarse si nos faltara la luz del descanso.
San Josemaría solía decir que, para las personas del Opus Dei, el trabajo es «una enfermedad crónica, contagiosa, incurable y progresiva»[2]. Dios cuenta con la tarea constante y esforzada de los cristianos, mano a mano con tanta gente honrada, para llevar el mundo hacia Él. Pero necesita que, como parte de esa tarea, nos cuidemos, porque el esfuerzo del día a día nos desgasta, y necesitamos rehacernos. «Tu cuerpo es como un borrico −un borrico fue el trono de Dios en Jerusalén− que te lleva a lomos por las veredas divinas de la tierra: hay que dominarlo para que no se aparte de las sendas de Dios, y animarle para que su trote sea todo lo alegre y brioso que cabe esperar de un jumento»[3].
Existen, a grandes rasgos, dos tipos de cansancio: el físico y el psicológico[4]. Están entrelazados, porque la persona humana es una unidad de cuerpo, mente y espíritu. Por eso, un tipo de cansancio suele influir en el otro, y agudizarlo, generando pequeñas –o no tan pequeñas– espirales de fatiga: quien está físicamente agotado percibe que la cabeza y el corazón no le responden, se le embotan; y quien padece cansancio psicológico, fácilmente somatiza esa fatiga: la sufre en forma de dolencias o desgaste corporal que acentúan su cansancio interior. Esta segunda espiral es especialmente sutil, y conviene prestarle atención, porque podría pasar desapercibida a quien la padece, y a quienes le rodean. Sin aprensiones, es necesario verla venir, porque la mejor cura es la prevención, y hay dificultades en la vida que no se deben a la falta de entrega o de interés sino, fundamentalmente, al cansancio.
En este editorial, en dos entregas, se abordarán algunas cuestiones en torno a la fatiga y el descanso, que forman parte de nuestra vida de hijos de Dios: «Él, perfectus Deus, perfectus Homo −perfecto Dios y perfecto Hombre−, que tenía toda la felicidad del Cielo, quiso experimentar la fatiga y el cansancio, el llanto y el dolor..., para que entendamos que ser sobrenaturales supone ser muy humanos»[5].
Hay circunstancias de la vida que pueden resultar especialmente desgastantes para una persona, sobre todo porque habitualmente se deben hacer compatibles con el curso normal de las demás cosas. La enfermedad de un familiar, el nacimiento de un nuevo hijo, un período especialmente exigente en el estudio o en el trabajo, una acumulación de problemas de distinto orden… Esas situaciones, sobre todo si se alargan, requieren defender tiempos o modos de descanso, aunque sean pequeños, para evitar que el desgaste deje un rastro duradero o se convierta en cansancio crónico. El apoyo de quienes rodean a una persona en esta situación es decisivo, pero también lo es su prontitud para pedir ayuda, porque a veces los demás pueden no ser conscientes de la medida en que algo le está agotando.
Cuando se descubre un descosido en un vestido, muchas veces es crucial cambiarse enseguida y esperar a arreglarlo, para que el descosido no se haga mayor, o el tejido no se rompa. La primera y mejor manera de descansar, pues, es aprender a no cansarse excesivamente, a no agotarse; y para eso es necesario dejar momentáneamente en manos de otros la primera línea del frente, aunque pueda costarnos. Esto no significa escatimar esfuerzos ni volverse rígidos: significa simplemente reconocer los propios límites, y también, a veces, desprenderse un poco de los resultados de nuestro trabajo. Dios quiere que nos gastemos por amor, no que nos desgastemos de modo que el amor se extinga por derrumbe del edificio, como sucede a la casa construida sobre arena (cfr. Mt 7,24-27). «Decaimiento físico. −Estás... derrumbado. −Descansa. Para esa actividad exterior. −Consulta al médico. Obedece, y despreocúpate. −Pronto volverás a tu vida y mejorarás, si eres fiel, tus apostolados»[6].
La sabiduría popular aconseja no dejar para mañana lo que podamos hacer hoy, porque es un hecho que a veces retrasamos decisiones, gestiones, iniciativas, por simple pereza de acometerlas. Sin embargo, tan importante es leer esta frase del derecho como del revés; junto a la diligencia para hacer las cosas, es bueno decirse también: «deja para mañana lo que no puedas hacer hoy»; no cargues el hoy de más de lo que puedes hacer, y no dejes para mañana el descanso que necesitas hoy. El libro de la Sabiduría lo expresa con decisión: «Hijo, no te ocupes de muchos asuntos; si te desbordan, no estarás falto de culpa; por más que corras no los alcanzarás, y aunque huyas no te podrás escapar de ellos» (Si 11,10). «A mí, escribía San Josemaría, siempre me quedan cosas para el día siguiente. Hemos de llegar a la noche, después de un día lleno de trabajo, con faena de sobra para la siguiente jornada. Hemos de llegar a la noche cargados, como borriquillos de Dios»[7].
Por eso, a la hora de asumir tareas, es importante distinguir la disponibilidad −actitud de servicio, de apertura a lo que nos puedan pedir− de una responsabilidad excesiva, por la que intentamos responder a más de lo que realmente podemos abarcar. En esto, como en todo, conviene dar con un equilibrio; no se trata de hacerse impermeables a los imprevistos, frecuentes en la vida de todos los días, pero tampoco de dejar −en la medida en que podamos evitarlo− que la vida entera sea un gran imprevisto.
Existen personas muy atentas y capaces a las que cuesta mucho decir que no a determinadas peticiones: a veces prefieren ocuparse de una tarea, aunque vean que no tienen tiempo o energías para acometerla, a disgustar o quedar mal con una negativa; otras veces la asumen porque saben, no por presunción sino porque les consta, que pueden resolver el asunto mejor que otras personas. También hay quien, porque es sensible a los problemas de los demás, tiende a cargar con demasiados de ellos; o quien, porque tiene una mirada atenta y profunda a los detalles, no logra concluir las tareas, de modo que se le amontonan, formando una montaña que le agobia. Unos y otros quizá miden mal sus fuerzas, y les sucede como a un carro sobrecargado: de poco sirve la potencia de los caballos si los ejes del carro se deforman por el peso; si en un primer momento logran girar, acabarán por deformarse o romperse.
Entre quienes se toman en serio su trabajo suele darse, en mayor o menor medida, alguno de estos rasgos; y se puede producir a veces un efecto perverso que acentúa el cansancio: cuando uno raramente da su negativa, y procura trabajar bien, los demás tienden a pedirle más favores; algunos, porque se aprovechan de su buena fe; otros, porque no son conscientes −a veces no pueden serlo− de la carga que arrastra. Cuando el cansancio empieza a hacerse notar, esta persona estalla quizá, o responde con enfado, irritada con el mundo, para el asombro de los demás: como cada cual sabía únicamente del favor que le había pedido, y solo ella llevaba el peso del conjunto, su reacción les resulta incomprensible. Y así, alguien con una disposición sincera a ayudar puede volverse un poco amargo y solitario. También aquí rige la sabiduría del Sirácide: «hay quien trabaja, se fatiga y se esfuerza, y, sin embargo, es tanto más menesteroso» (Si 11,11). En el trabajo es necesario distinguir la generosidad de la prodigalidad, por la que uno da más de lo que debe, y se incapacita para seguir dando: el presente no tiene que hacernos perder de vista el futuro, también el más cercano.
Es necesario aprender a leer, en nosotros y en los demás, los signos del cansancio. No todo el mundo se cansa por los mismos motivos, ni con los mismos tiempos. Pero los síntomas tienen parecidos: bajan las defensas de la personalidad, y las limitaciones del carácter se hacen más salientes. Una persona cansada tiende a ver las cosas con más pesimismo del que le es propio: quien habitualmente es de talante optimista, por ejemplo, reaccionará con una apatía extraña en él. A quien tiene una tendencia a preocuparse se le multiplicarán los motivos de inquietud, paralizándole, y habrá que ayudarle a ver que en ese momento no ve las cosas con objetividad. Quien quizá es habitualmente manso reaccionará con una brusquedad que quizá en otro sería simplemente un rasgo habitual del carácter.
Si una persona tiene a su lado, en esos momentos de cansancio en los que la vista se nubla un poco, una mano amiga que le aconseja con atención, sin paternalismo, procurando ayudarle a conocerse, irá aprendiendo a leer ella misma los signos de su cansancio, y a descansar o a pedir un cambio de ritmo antes de agotarse. «−¿Que te da todo igual? −No quieras engañarte (…) No te da todo igual: es que no eres incansable..., y necesitas más tiempo para ti: tiempo que será también para tus obras, porque, a última hora, tú eres el instrumento»[8].
Una muestra de amistad fina es ayudar a los demás, enseñarles con simpatía −sin condescendencia, poniéndose a su lado−, a decir que no a ciertas peticiones, sin cargarse por ello de remordimientos; a descartar proyectos que se les puedan ocurrir, si no es realista acometerlos; a aplicar la proporcionalidad y dejar quizá algunas cosas menos acabadas de lo que querrían; a ver que, más allá de lo que tienen entre manos en ese momento, o de los nuevos frentes que se les ocurren, está su deber de descansar.
En las últimas décadas se han hecho cada vez más frecuentes los casos de burnout (estar quemado) o estrés profesional, que suelen afectar a profesionales de áreas de servicio: médicos, enfermeras, profesores, sacerdotes… Se trata de personas que viven con pasión su profesión −porque no hay nada tan apasionante como dedicarse a servir a otras personas− pero que se ven arrolladas por las constantes demandas que reciben desde fuera y desde dentro: como le sucede a un cable eléctrico que recibe tantas señales de sus múltiples conexiones, que acaba por quemarse. Los tres signos del burnout son el sentimiento de vacío, el agotamiento y la sobrecarga. Para prevenir estas situaciones, y ayudar a tiempo, conviene prestar atención a las características de las personas: es proclive al burnout quien tiene rasgos de hiperresponsabilidad, perfeccionismo, inseguridad, autoexigencia; quien tiene unas expectativas irreales.
Conviene prestar atención también al ambiente laboral o la institución: cómo se distribuyen las tareas, cómo se descansa, cuáles son los incentivos o recompensas, cómo es la formación permanente del personal. El descuido en estos aspectos ambientales, o la tendencia a dar excesivas responsabilidades a personas jóvenes, sin dedicar tiempo a la formación adecuada, o sin hacerles notar lo positivo que hacen, es un factor de riesgo. No solo el exceso de trabajo puede provocar un burnout: lo desencadena también su escasez, o el hecho de que no se encuentre sentido al trabajo, porque uno se siente inútil, o percibe que no se valora su trabajo. El sentido, además, es algo que debe crecer dentro de cada persona: no basta con recordarlo sin más desde fuera, como no bastan muchas veces unos golpecitos de ánimo en la espalda.
Aunque resulta obvio decir que las personas son muy distintas, la velocidad de la vida puede hacer que a veces se dedique poco tiempo y energías a valorar lo que podemos esperar de ellas. Hay, por ejemplo, personas muy capaces de resolver cuestiones imprevistas, a veces frecuentes en las organizaciones. Se diría que incluso se divierten; son como los deportistas a quienes les gusta el riesgo: el imprevisto les saca de la rutina, les descansa. Hay otras personas, en cambio, que necesitan más estabilidad, porque no se mueven tan cómodamente en el corto plazo: lo que a otros les descansa, a ellos les agota. En ese sentido, es importante que quienes ocupan cargos de responsabilidad en las organizaciones procuren evitar que una persona, a lo mejor muy capaz, tenga un tipo de tarea que le produce un desgaste excesivo. La mayoría de la gente tiene una cierta flexibilidad, y a veces las limitaciones se podrán paliar con la experiencia, y con algunos consejos, pero otras veces será preferible buscar a otra persona para ese encargo. Todos los trabajos tienen sus sinsabores, y a veces no queda otra posibilidad que adaptarse, pero cuando una persona está en su sitio, rinde más, y descansa más.
A veces la situación de sobrecarga no se debe al cansancio autoinducido por asumir demasiadas tareas o gestionarlas mal, sino a algunas deficiencias de la organización, por las que una persona tiene que cargar con más trabajo del razonable, quizá porque son demasiadas las personas que pueden encargarle cosas. Aunque es importante que ella misma hable con sus superiores para ajustar las cargas, una parte importante de la responsabilidad de dirección consiste también en darse cuenta de esas situaciones: es necesario cuidar de la gente, para que no se rompan; no solo pensando en la eficacia de la organización, sino también en la felicidad de cada uno y de sus familias. Otras veces la situación no tiene fácil arreglo, porque persona y empresa son una misma cosa, o porque pesa sobre la persona el liderazgo de un proyecto que tiene su propia lógica, a veces un poco tiránica, y que dificulta reponer fuerzas.
En algunas ocasiones el cansancio puede tener su origen en la frustración de quien no ha aceptado que no siempre se cumplen nuestras expectativas sobre las cosas y las personas. «El problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado»[9].
Hay quien se desgasta «por sostener proyectos irrealizables y no vivir con ganas lo que buenamente podrían hacer. Otros, por no aceptar la costosa evolución de los procesos y querer que todo caiga del cielo. Otros, por apegarse a algunos proyectos o a sueños de éxitos imaginados por su vanidad»[10]. El choque de nuestras pequeñas esperanzas con la realidad puede ser signo y oportunidad para buscar una vez más nuestro descanso en una esperanza más grande[11]. «O Crux, ave spes unica! −¡Salve!, oh Cruz, esperanza única», reza el himno Vexilla Regis[12]. El verdadero descanso reside en el abandono en Dios, en abrazar las palabras de Jesús al Padre: «en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). El abandono, que «es desear las cosas buenas, poner los medios para lograrlas y después, si no salen, quedarse en las manos de Dios diciendo: seguiré trabajando para que salgan»[13].
Pero «¿y si la Cruz fuera el tedio, la tristeza? −Yo te digo, Señor, que, Contigo, estaría alegremente triste»[14]. Incluso cuando nos fatiguemos porque no supimos descansar a tiempo, o a causa de nuestra limitación, se trata de redescubrir y saborear el fondo de felicidad que prometen esas palabras del Señor para los cansados, que hoy son unos, y mañana otros… porque ¿quién no se cansa a veces en el camino de la vida?: «venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera» (Mt 11,28-30).
Wenceslao Vial - Carlos Ayxelà
Fuente: opusdei.es.
[1] San Josemaría quiso que se grabara esta inscripción en un reloj de sol del jardín de Villa delle Rose, una casa de retiros en Castelgandolfo, Roma.
[2] San Josemaría, Carta 15-X-1948, n. 14 (citado en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, III, Rialp, Madrid 2003, 429, nota 118).
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, 137.
[4] Cfr. F. Sarráis, Aprendiendo a vivir: el descanso, Pamplona, Eunsa, 2011.
[5] San Josemaría, Forja, 290.
[6] San Josemaría, Camino, 706.
[7] San Josemaría, Carta 15-X-1948, 10.
[8] San Josemaría, Camino, 723.
[9] Francisco, Evangelii Gaudium (24-XI-2013), 82.
[10] Ibidem.
[11] Cfr. Benedicto XVI, Enc. Spe Salvi (30-XI-2007), 30-31.
[12] Este himno se reza en la Liturgia de las horas, desde la semana de Pasión, y durante la Semana santa.
[13] San Josemaría, notas de una reunión familiar, 15-IV-1974.
[14] Forja, 252.
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