Gerard Philips (1899-1972) fue un protagonista del Concilio Vaticano II
A él se debe en gran parte tanto la gestión que permitió aprobar la Constitución Lumen Gentium como la redacción de este documento, el más importante del Concilio.
“Puede resultar un poco extraño escribir, durante un retiro espiritual, unas memorias sobre el Concilio. Pero no me parece una desviación (quizá me engaño). Porque en esta historia, es Dios el que indica el camino, un camino extraordinario y a veces inexplicable”. Así recoge Gerard Philips sus impresiones, vivencias y recuerdos el 10 de abril de 1963, en unas notas personales que serán publicadas póstumamente en 2005 (Carnets conciliaires, Peeters, Lovaina 2006, 94-95).
“Cuando rezo, me parece claro que todos tenemos que elevar la mirada hacia Él, quiero decir, asumir el riesgo de mirarle sin poner condiciones, sencillamente; […] con la recta voluntad de servirse de la inteligencia y de no ahorrarse trabajo y, quizá primero, de ser receptivo y paciente, sin crisparse”. Al día siguiente escribe que procura entender bien cada postura, no ofender a nadie, y que todo el mundo pueda sentirse reflejado en el texto. Pero no es una labor de componenda, sino que lo logra, por un lado, profundizando en la doctrina y esforzándose en fundamentar y expresar muy bien las ideas; y, por otro, dedicando mucho tiempo y afecto a escuchar y explicarse con los que pueden sentirse incómodos. Este empeño de acogida será también la voluntad de Pablo VI, que logrará que se aprueben los documentos con mayorías amplísimas, del noventa por ciento de los obispos.
Así se gana Philips, por ejemplo, la confianza del padre Tromp, gran figura de la Gregoriana (autor de Mystici Corporis) e inspirador principal del documento preparatorio sobre la Iglesia, que había sido rechazado por demasiado escolástico, dejándolo por tanto en una posición desairada (hasta las lágrimas, recuerda Philips). También ha superado la fuerte reticencia inicial del cardenal Ottaviani, prefecto del Santo Oficio y, por tanto, responsable de los documentos preparatorios retirados. Philips, que es un hombre de fe, sabe apreciar el amor a la Iglesia de estos hombres, aunque su teología haya quedado superada por la gran renovación de inspiraciones durante la primera mitad del siglo XX.
Esto, y que es un gran latinista, le convierte en un perito indispensable. En el Diario del Concilio de Congar, se multiplican las referencias: “Admirable temperamento el de Msr. Philips, ayudado por un dominio perfecto del latín. Tiene una notable gracia, una amenidad profunda, que proceden de un respeto interior por los demás y por la verdad. Si todo fuera a su imagen, ¡qué bien marcharía todo!” (7-III-1962).
Cuando escribe sus notas, han sucedido ya muchas cosas en el Concilio. Philips ha trabajado desde la Comisión preparatoria. Y circunstancias imprevistas, providenciales, le han colocado en una posición que no había buscado. El cardenal Suenens, ahora primado de Bélgica, descontento con los planteamientos iniciales del Concilio, le pide que redacte un documento alternativo al De Ecclesia, que después difunde.
Eso pone a Philips en una situación bastante comprometida porque, por un lado, forma parte del equipo que ha redactado con Tromp el documento preparatorio que se va a presentar a la asamblea (él redacta, por ejemplo el capítulo sobre los laicos); y, por otro, aparece como autor de una alternativa del que la Comisión preparatoria se entera porfuera. No va a ser la única alternativa, porque los obispos alemanes, para no ser menos, se lanzan con otra (redactada por Grillmeier) con inspiraciones de Rahner y Ratzinger, que está basada sobre la idea de la Iglesia como sacramento original, pero no triunfa porque es juzgada demasiado compleja (y con un mal latín). Sin embargo la inspiración principal será acogida (con la forma suave que le da Philips) en el primer número de la Constitución: “La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”.
Después de la parálisis inicial del Concilio, con el rechazo del conjunto de los documentos preparados por demasiado escolásticos, la versión de Philips queda como base para recomenzar el documento sobre la Iglesia. Pero sólo con una delicada labor de hacerse comprender y perdonar la “traición” consigue aunar voluntades. Y, después, realiza un trabajo de despacho ímprobo para acoger sinceramente todas las correcciones, mejoras y añadidos que los obispos sugieren. Consigue encontrar fórmulas adecuadas para los temas difíciles como la relación entre el Primado y la colegialidad de los obispos, o los criterios de pertenencia a la Iglesia (hasta qué punto pertenecen los no católicos o incluso los no cristianos). Y cuando se decide integrar en Lumen gentium el texto sobre la Virgen en lugar de publicarlo aparte, lo redacta él (capítulo VIII).
Además de formar parte de la subcomisión que confecciona Lumen Gentium, es elegido secretario-adjunto de la Comisión Conciliar de la Fe (2 de diciembre 1963), que es la guía teológica del Concilio. Es la figura más ejecutiva y la que más habla con todos los teólogos, pero también despacha con Pablo VI, que le aprecia sinceramente. Se le reclama en la redacción de Dei Verbum, sobre las fuentes de la revelación, a la que aporta importantes puntualizaciones. Y se le considera como la persona que tiene que homogeneizar y revisar la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno (Gaudium et spes).
Demasiado trabajo, que acoge sin reservas. Suele repetir Non recuso laborem (no rechazo del trabajo). Hasta que, en el comienzo de la última sesión del Concilio, con todo ya preparado, un infarto (25-X-1965) le obliga a retornar a Lovaina. No podrá participar directamente en el gozo de llegar al final. Reafirma entonces una convicción: “Ya sabemos que Dios no necesita de nadie”. No se siente imprescindible. Era un hombre con fondo espiritual, que, en medio de los agobiantes trabajos y las urgencias, no dejaba de encontrar tiempos para dedicar a la oración y rezar el rosario, como testimonian los que vivieron junto a él.
Gerard Philips nació en 1889, en Sint Truiden (St. Trond), localidad belga flamenca a unos 70 kilómetros de Bruselas (con equipo de fútbol), en una familia católica muy practicante, como lo eran entonces la mayoría en Bélgica (y más todavía en la zona flamenca). Tuvo otro hermano sacerdote, una hermana religiosa, otra hermana casada y la tercera, Roza, dedicó su vida a ayudarle, tanto como secretaria personal, como en las labores domésticas.
Ingresó en el seminario de Sint Truiden en 1917, y después de los dos cursos de filosofía fue enviado a la Gregoriana para hacer los de teología (1919-1925). Entre sus compañeros estaba el futuro cardenal Suenens, con quien tendrá una relación larga y compleja. Ordenado en 1922, presentó una tesina para el recién creado grado de “Maestro en Teología”, sobre La razón de ser del mal según San Agustín (1925). De vuelta a su diócesis, le encargan la enseñanza de la filosofía (1925-1927), pero muy pronto fue llevado a Lieja para enseñar dogmática (1927-1944): la recorrió prácticamente entera y se distinguió por prestar mucha atención a la teología positiva: es decir, al recorrido previo de los temas por la Sagrada Escritura, patrística y la historia de la teología. Así adquirió una cultura teológica admirable, que le será después muy valiosa.
En plena madurez, le reclamaron en Lovaina para que aportara a la dogmática su saber histórico y patrístico (1942-1969). Como advenedizo (y con misión oficiosa), tuvo que superar reticencias iniciales, logrando en pocos años congregar a muchos profesores en animadas tertulias teológicas, que duraron muchos años. Lovaina estaba realmente en un momento espectacular: Charles Moeller, Thills, Onclin, Ceuppens…
Philips no fue nunca solo un teólogo de despacho. Veía la teología como un ejercicio del ministerio sacerdotal, y la hizo compatible, desde el principio hasta el final de su vida, con una dedicación pastoral intensa.
Se interesó vivamente por la Acción Católica que había promovido Pío XI (1928) y fue capellán y responsable durante toda su vida sacerdotal (1928-1972). En eso se basa su interés teológico sobre el laicado (llegó a ser un experto reconocido), pero también le obligó a desarrollar dotes de comunicador para traducir la teología especulativa en un lenguaje comprensible para la gente normal. Le ayudará en su misión conciliar.
Además, sucedió a otro eclesiástico como senador del partido social-cristiano (1953-1968), y jugó un papel activo en la promoción de iniciativas cristianas, procurando, sin embargo, no mezclar las cosas de Dios con las del César. Había en juego muchos temas importantes: secularización de la enseñanza, evangelización y educación en el Congo (después, independencia). Además, realizó una labor sacerdotal de atención personal a muchos senadores y organizó retiros. Aprendió mucho sobre la manera de conseguir apoyos y conciliar voluntades; y a distinguir entre un adversario y un enemigo.
Si a esto añadimos su notable facilidad para las lenguas, hay que reconocer que era una persona muy bien preparada cuando fue llamado a participar en las tareas conciliares.
La vuelta a casa le permitió renovar su enseñanza habitual en Lovaina hasta su retiro en 1969.
Procura atender algunas de las múltiples invitaciones para explicar aspectos de la teología conciliar y redacta su magno comentario a Lumen Gentium, en dos volúmenes: La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II.
Ciertamente, es una obra mayor de la eclesiología del siglo XX, porque es el comentario más informado sobre la eclesiología del Concilio. Ninguno mejor que Philips sabe lo que hay detrás de cada expresión, porque ha tenido que medir una tras otra. La obra no abunda en referencias históricas o anecdóticas que hubieran aumentado su interés, pero se pueden encontrar en los cuadernos de notas publicados.
A los quebrantos de la salud (los infartos que se repiten), se suma el dolor por la división lingüística de la Universidad de Lovaina, que acaba en una división total, como la del niño de Salomón (pero aquí se ejecuta). Y le duele mucho más la situación de la Iglesia, que ve deteriorarse muy pronto en Holanda, pero también en Bélgica.
Se queja de quienes quieren promover un Concilio Vaticano III sin haber leído el II. E intenta hacer un apostolado teológico y dialogar con los disidentes (Schoonenberg), no siempre con éxito. Además realiza una amplia labor de divulgación.
Movido por un impulso de espiritualidad escribe entonces una importante serie de artículos sobre la gracia, en la revista Ephemerides Theologicae Lovanienses, que después se recogen en una magnífica monografía: Inhabitación trinitaria y gracia. Es uno de los mejores libros que pueden leerse sobre la historia de la doctrina de la gracia. Con tres grandes aciertos. Primero, en lugar de hablar de la gracia de una manera abstracta y, con frecuencia, cosificada, la relaciona siempre con la acción viva del Espíritu Santo y la espiritualidad trinitaria. En segundo lugar, tiene una profunda inspiración escriturística y patrística que combina perfectamente con la aportación de la escolástica. En tercer lugar, ese acceso centrado le permite entender mucho mejor la tradición ortodoxa, que depende mucho de Gregorio Palamas (siglo XIV). Y superar así penosos malentendidos.
En la Introducción a este notable libro abre su espíritu: “En estos tiempos en que los fundamentos de la fe parecen desquiciados y los teólogos escriben sobre la muerte y la sepultura de Dios, puede parecer presuntuoso preparar un libro sobre la unión personal con el Dios vivo. Sin embargo, para salir al paso del malestar que reina a nuestro alrededor nada hay más eficaz que explorar la doctrina de la Iglesia y de la verdadera teología sobre nuestra unión de persona a persona con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”.
Todavía dedica sus últimos esfuerzos a preparar un hermoso artículo sobre María en el plan de salvación. De este modo, su obra, no muy extensa pero muy valiosa, refleja bien los grandes intereses de su carrera teológica: la Iglesia, la gracia, María. Su corazón no da para más y se le para definitivamente el 14 de julio de 1972 en Lovaina, donde reside con su fiel hermana Roza. Será enterrado en su lugar de origen, Sint Truiden.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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