La segunda parte del Catecismo de la Iglesia Católica se titula “La celebración del misterio cristiano”. Podría llamarse “La liturgia de la Iglesia”, “El culto cristiano” o “Los sacramentos”, como en el de San Pío V. Pero se llama así por la influencia de Odo Casel
Repitiendo incansablemente sus intuiciones, Odo Casel (1886-1948) consiguió sobrepasar la oposición que suscitó al principio; y la substancia de lo que quería decir, o más bien recordar, pertenece hoy al patrimonio común de la Iglesia católica.
Llamamos “misterio” a lo que tiene una parte oculta. En términos más sabrosos, el diccionario de la Real Academia dice: “Cosa arcana o muy recóndita, que no se puede comprender o explicar”.
En el vocabulario cristiano, se llaman “misterios” a las grandes verdades de la fe. Popularizó el término el gran teólogo alemán Matthias Scheeben, con su magnífica obra Los misterios del cristianismo, que editó Herder en 1865.
Scheeben defendía que la teología es, sobre todo, “ciencia de los misterios”, y que hay tres grandes planos en los misterios cristianos: el misterio de Dios en sí mismo (Trinidad), el misterio del Dios hecho hombre (Jesucristo, Encarnación) y el misterio de la salvación que se nos aplica (misterios de la gracia, de la Iglesia, de la Eucaristía, de los sacramentos, de la glorificación y predestinación). La revelación de quién es Dios y de su obra salvadora provoca esa situación de misterio ante la inteligencia humana, porque en parte se nos manifiestan Dios y sus designios, pero al mismo tiempo permanecen más allá de lo que podemos comprender.
A esta noción de misterio en la realidad y en el conocimiento, Casel añadió la dimensión vital y litúrgica: el cristianismo es, sobre todo, participar en el misterio de Cristo, presente en toda la historia desde su centro que es el misterio pascual.
Las intuiciones de Odo Casel en parte consistieron en dar la vuelta a un argumento de la “historia comparada de las religiones”. Desde el siglo XIX, esta escuela se había esforzado en declarar, entre otras cosas, que el cristianismo había tomado muchos préstamos de las religiones mistéricas griegas, suscitando la réplica de los autores católicos.
Casel se limitó a decir que el cristianismo llevó a su plenitud lo que estas religiones y en realidad toda religión presentían: “Cuando la iglesia de Cristo penetró en este mundo no abolió este espíritu ‘antiguo’ sino que le confirió su ‘plenitud’” (El misterio del culto en el cristianismo, p. 47). Ese espíritu “antiguo” era la mentalidad mítica, con su necesidad representarse lo divino y de participar en ello de alguna manera.
Cuando se escribe este artículo, Grecia es la pesadilla de la economía alemana que no es capaz de tolerar tanto caos en un país europeo. Pero en el siglo XVIII, la “nación alemana”, en búsqueda de su identidad histórica, se sintió heredera de la antigua e idealizada Grecia (Goethe): de su literatura, de su filosofía y de su arte (Winckelmann). El asunto llega hasta el siglo XX, cuando Heidegger declara con toda sencillez que el alemán es “la otra” lengua filosófica capaz de expresar “el ser”. Era una búsqueda romántica de pedigrí intelectual, que, de paso, marcaba distancias con las naciones mediterráneas, latinas (católicas y chapuceras).
Como consecuencia, todo el patrimonio cristiano, como cualquier otra cosa, fue contemplado y estudiado desde el mundo griego, creando un inmenso prejuicio, que ha durado hasta mediados del siglo XX, cuando se empezó a conocer a fondo el mundo judío antiguo, que es la base principal del cristianismo y de la figura de Jesucristo (como cabía esperar).
Pero también operaba otro prejuicio. Desde Lutero el protestantismo defendía que la Iglesia había tomado muchos préstamos de la cultura helénica (filosofía y culto). A esto se le llama “helenización del cristianismo”. Entre otras cosas la Reforma se hizo para volver a lo original no sólo en la disciplina sino en la doctrina. Lutero había despotricado de los escolásticos por usar la filosofía griega (Aristóteles), pero también los Padres de la Iglesia la usaban, incluso San Pablo al exponer el misterio cristiano. ¡Podía ser el primer “helenizador” del cristianismo!
El liberalismo protestante asumió la tarea de deshelenizar el cristianismo (Adolf von Harnack): bastaba prescindir del dogma (“griego”) y volver a la sencillez del mensaje original que, a pesar de lo que declaran los mismos evangelistas (en griego), sería solo un simple mensaje de fraternidad y de elevación de espíritu hacia el Ser Supremo. Esa es la esencia de toda religión según Schleiermacher, y todas las religiones lo expresan, aunque el cristianismo lo hace mejor.
En este contexto “griego”, los primeros estudios sobre religiones comparadas y el primer conocimiento de las religiones mistéricas grecorromanas concluyeron rápida (y precipitadamente) que los sacramentos cristianos serían una simple transposición de los cultos mistéricos antiguos (Reitzenstein, Las religiones mistéricas helenísticas, 1820). Casi un siglo después, Alfred Loisy, sacerdote francés que abandonaría la fe en la crisis modernista, popularizó esta tesis (Los misterios paganos y el misterio cristiano, 1913).
La tesis tenía el atractivo de la brillantez. Pero tenía el problema de que la mayoría de esos cultos eran y son muy desconocidos, de que lo que sabemos de ellos es, en gran parte, por las críticas de los Padres de la Iglesia (que los consideraban inventos del demonio), de que muchos de esos cultos se extienden después del cristianismo y pueden estar influenciados por él. Y, sobre todo, de que es totalmente inverosímil que el Señor estuviera pensando en eso cuando celebró la última Cena, ofreció su Cuerpo y su Sangre y pidió que lo repitieran “en memoria mía”. Es difícil observar rasgos “griegos” en la figura de Cristo. Además, la epístola a los Hebreos, escrita en griego, interpreta la muerte sacrificial de Cristo con figuras y argumentos “hebreos”. La idea de una transposición de los misterios griegos resultaba forzada y sin base documental, como reconocen muchos especialistas.
En este contexto, cuando Odo Casel presentó sus ideas sobre el misterio cristiano, algunos teólogos sintieron como si les disparasen por la espalda y reaccionaron con dureza. Pero Casel nunca se desanimó, y consiguió, poco a poco, matizar y ganarse adeptos.
Que el lenguaje religioso es, por su propia naturaleza, metafórico y simbólico, lo acabará aceptando todo el mundo. Que el cristianismo tiene en su centro un misterio, en el sentido religioso, también: hay una presencia actuante y al mismo tiempo velada de Dios entre los hombres. Eso son los sacramentos, eso es la Iglesia, eso es la vida de cada cristiano. Eso es, en definitiva, el misterio del Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado glorioso. Todo el cristianismo tiene una naturaleza sacramental y mistérica, todo participa de esa presencia que se revela y salva.
“El cristianismo […] no debe considerarse como una cierta concepción del mundo que se derive de un contexto religioso, o un sistema doctrinal religioso o teológico, ni puramente una ley moral, sino un misterio, en el sentido paulino del término […]. Es Dios que se revela a sí mismo por medio de hechos y de gestos teándricos de los que brotan la vida y la fuerza” (El misterio del culto en el cristianismo, p. 11).
Pero se matizó mucho la idea de que hubiera una relación con las religiones mistéricas. Sin duda, hay algún préstamo, porque el propio san Pablo (sobre todo en Rom 6, 5, y 1 Cor 11, 26) y los Padres de la Iglesia usan la palabra mysterion; y los latinos la hacen corresponder con sacramentum (san León Magno). Pero es indudable el origen pascual y judío de la ofrenda de Cristo (cordero pascual y expiatorio). Casel no simpatizaba con el mundo judío antiguo, que, por otra parte, era muy mal conocido en relación a lo que sabemos hoy.
Odo Casel nació en un pueblecito de Renania (Koblenz-Lützel). Su padre era maquinista de ferrocarril. Terminado el bachillerato, se trasladó a Bonn para estudiar filosofía clásica (1905). Allí conoció a Ildefons Herwegen, que más adelante sería abad del monasterio de Maria Laach. Al poco de iniciar el curso, decidió entrar en esa abadía (1905), donde hizo estudios, de filosofía y teología, y profesó (1907). A finales de 1908 fue enviado a la abadía de San Anselmo en Roma, para concluir los cursos de teología. Se ordenó (1911) y preparó una tesis sobre la doctrina eucarística de San Justino mártir (1912). Así entró contacto con la manera patrística de explicar los sacramentos (mystagogia).
Entre 1913 y 1918, volvió a la universidad de Bonn para terminar la filosofía clásica que había comenzado. La concluyó con una tesis sobre el silencio místico en los filósofos griegos (1919), que le dejaría una permanente huella.
De retorno a Maria Laach comenzó a escribir breves ensayos que se editan en la colección Ecclesia orans, que había promovido Herwegen. De esos primeros años son El memorial del señor en la liturgia cristiana primitiva (1918) y La liturgia como celebración mistérica (1921), donde ya expone la substancia de su pensamiento. Seguirán muchos otros y, sobre todo, su obra más conocida El misterio del culto en el cristianismo (1932)
Cuando se suscita la polémica sobre la esencia del cristianismo (y del catolicismo) no lo duda; para él consiste en el misterio de Cristo (muerte y resurrección) expresado en la liturgia. Repetía constantemente: “La fiesta de Pascua es la expresión cultual de la esencia del cristianismo”.
Le gusta pensar en los distintos modos en que el Señor se hace presente en la Iglesia y en la historia, y es uno de los pioneros en subrayar el valor de los textos de la Escritura leídos en la liturgia, como auténtica palabra de Dios dirigida a la Iglesia. Otra de las ideas que hoy son patrimonio común. Pero él no tenía sensación de estar innovando, sino recordando la enseñanza de los Padres de la Iglesia.
En 1922, le nombran capellán del monasterio de benedictinas de la Santa Cruz de Herstelle. Vive allí hasta el final de su vida (1948). Y lleva un ordenado plan de oración, estudio y trabajo intelectual. Dedica al menos una hora diaria a leer a los Padres de la Iglesia, confiesa y da pláticas a las monjas, y dirige la revista Jahrbuch für Liturgiewissenschaft (Anuario para la ciencia litúrgica). Entre 1921 y 1941 aparecen quince volúmenes, algunos con más de quinientas páginas. Allí publica artículos, respuestas y aclaraciones a las críticas que suscitan sus ideas, y más de mil recensiones.
Una parte considerable de su obra son las colecciones de pláticas que dirige a las monjas, agrupados por festividades y temas, algunas publicadas póstumamente en El misterio de la Ekklesia (1961). También hay que destacar una colección importante dedicada, precisamente, a la Santa Cruz, título del monasterio: El misterio de la cruz (1954).
Dom Odon era un hombre más bien tímido, sonriente, pequeño y ligeramente grueso, y de voz suave. Celebraba la Misa con una concentración que le dejaba, a veces, exhausto. Era extremadamente sensible al ruido y padeció una pronta diabetes y algunas limitaciones de corazón. Recibía bastante gente que buscaba su consejo espiritual, y en los paseos por los alrededores se entretenía con los campesinos (debo estos detalles biográficos principalmente a los trabajos del profesor chileno Guillermo Rosas, que hizo su tesis sobre Casel).
En la madrugada del día de Pascua de 1948 (28 de marzo), después de haber cantado por tres veces el Lumen Christi (Luz de Cristo), como prescriben los ritos de la Liturgia Pascual, se desplomó y murió poco después. Todo un signo.
Se había alegrado al leer la reciente encíclica de Pío XII Mediator Dei (1947), que recogía algunas de sus intuiciones (aunque también pedía prudencia). El gran teólogo y liturgista Louis Bouyer, poco sospechoso de entusiasmos infundados, declara: “No es posible dudar de que el corazón de la doctrina sobre la liturgia desarrollada por la constitución conciliar (Sacrosanctum Concilium) es igualmente el corazón de la enseñanza de Odo Casel” (L. Bouyer, Le Mystère du culte de Dom Casel, en La Maison Dieu, 80, 1964/4, 242).
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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