La idea que tenemos del universo ha sido transformada por las ciencias experimentales en el último siglo. Esto afecta directamente al pensamiento filosófico y también interesa directamente al teológico
Sobre el origen del hombre y del mundo, antes sólo teníamos el relato del Génesis y algunos mitos y fábulas antiguos. Desde mediados del siglo XIX, tenemos otro relato sobre el origen de las especies y del hombre, el que inició Charles Darwin, que ha sido completado y perfilado a medida que hemos conocido mejor la genética. Y, desde mediados del siglo XX, tenemos también un nuevo relato sobre el origen del mundo: el Big Bang, la gran explosión. Según los indicios que tenemos, el universo actual procede de la explosión de un punto enormemente denso, y todavía está en expansión.
Ambas teorías científicas son más que hipótesis porque han acumulado pruebas en su favor que parecen suficientes para sostener que ambos procesos conforman la historia de nuestro universo.
Con esto nuestra idea del universo es muy distinta de la que podían tener, por ejemplo, hace cien años. Hoy podemos contar una “historia del universo” desde un momento original hasta el momento actual. Ciertamente, no podemos contar los detalles, y desconocemos muchas transiciones, pero podemos contar las líneas generales y sabemos que se trata de una única historia: una historia donde ha surgido todo lo que hoy existe: todas las estructuras de la materia y todos los organismos vivos. Todo se ha hecho a partir de un punto original y todo está hecho de lo mismo. Cabe la posibilidad de que hubiera habido algo antes, pero, aparte de que no tenemos ningún indicio de eso, no afecta a la afirmación de que todo el universo que hoy conocemos ha tenido una historia única y está compuesto de lo mismo.
Nunca hemos tenido una idea tan unitaria de la realidad. Las gentes de otras épocas vivían en un mundo lleno de misterios aparentemente inconexos. Había muchas explicaciones parciales y muchos misterios desconocidos. Hoy no lo sabemos todo, pero sabemos que todo procede de un mismo proceso y que está relacionado. Es un dato en cierto modo nuevo en la historia del pensamiento y quizá uno de los datos más importantes de la historia del pensamiento. Algunas personas con mentalidad, por así decir solo “de letras”, tienden a considerar las afirmaciones científicas como afirmaciones demasiado circunstanciales y, por eso mismo prescindibles. Pero las afirmaciones que hemos hecho son realmente universales, sobre todo el conjunto de la realidad visible y, por eso mismo, tienen realmente un rango filosófico y, en esa misma medida, teológico.
El relato de la historia del universo actual es mucho más maravilloso que un cuento de hadas e incluso podría ser contado como un cuento de hadas: “Érase una vez que había un punto muy pequeño pero enormemente denso, y, de repente, estalló irradiando una cantidad fabulosa de energía. Y entonces…”.
Para un cristiano, esta historia es una manifestación casi evidente del poder de Dios. En cambio, para personas que tienen una visión materialista, es un puro despliegue de “azar y necesidad”, por mencionar el célebre libro de Monod, premio Nobel de medicina y representante moderno del materialismo biológico. Todo ha sucedido sin sentido alguno y de manera imprevista.
Como nuestra imagen científica moderna del universo se ha hecho tan unitaria, se han reducido mucho las explicaciones posibles: quedan muy pocas cosmovisiones posibles, muy pocas visiones globales del mundo. De entrada, caben tres:
−El mundo viene “de abajo”: no hay Dios y el mundo se ha hecho solo a sí mismo, por el surgimiento casual de leyes internas que han dirigido el crecimiento. Es la tesis materialista, que es defendida por mucha gente, incluido expertos científicos, aunque, generalmente, sin llegar a sus últimas consecuencias.
−El mundo viene “de arriba”: lo ha hecho un ser inteligente, Dios. Por tanto, la explicación de su orden interno, del surgimiento de estructuras y de sus mismas leyes, es que ha sido pensado por un ser inteligente. Galileo dijo que la naturaleza tiene entraña matemática, pero ese orden maravilloso merece una explicación.
−El mundo mismo es Dios o, por lo menos divino. Es la tercera posibilidad. Aunque, de entrada, puede parecer sorprendente, por inusual, esta postura está bastante extendida. La defienden algunos panteísmos antiguos y algunos importantes científicos modernos, como el premio Nobel de física Schrödinger o el gran divulgador que fue Karl Sagan. Lo característico de esta postura es transmitir al universo la característica más importante que conocemos en el universo, la conciencia humana. Dan al todo una cierta conciencia o al menos lo consideran como el fundamento de todas las conciencias. A ese “todo”, se le puede llamar “Dios”, aunque, generalmente, no piensan en un ser personal. Es más algo que alguien.
Las tres explicaciones globales dan lugar a tres modelos de ser humano:
−Si el mundo es una casualidad sin sentido, el ser humano es también una casualidad sin sentido. Y no vale más que el resto. Esto tiene consecuencias prácticas insostenibles. Nuestra cultura occidental y nuestras instituciones democráticas están basadas en la idea de que todo hombre tiene una especial dignidad que debe ser respetada. Pero si es un poco de materia acumulada por casualidad no se ve por qué hay que respetarla especialmente.
−Si el mundo lo ha hecho Dios, el ser humano puede ser, como defiende el mensaje bíblico, “imagen de Dios”. Es persona a imagen de las personas divinas. Un ser inteligente y libre, capaz de bien y de amor, y que se realiza amando, a imagen de las personas divinas. La explicación radical de la singularidad de la conciencia humana vendría de Dios.
−Si el mundo mismo es Dios o una especie de todo divino, todo es parte de lo mismo. Todo es divino o emanación unida a lo divino. Entonces, el ser humano sólo puede ser un chispazo transitorio del todo, una parte que se ha separado temporalmente y que manifiesta temporalmente una conciencia personal, pero que está llamada a unirse y fundirse en el Todo, como defienden los panteísmos orientales (se aprecia en la tradición budista o hinduista). No puede haber una identidad personal fuerte, sino transitoria. Por eso, es frecuente encontrarse en estas posturas con la creencia en la reencarnación o transmigración de las “almas”.
Estamos acostumbrados a hablar de grandes dimensiones humanas, como el amor, la justicia, la libertad y la belleza. Nos parecen tan importantes que las podemos escribir con mayúsculas: Amor, Justicia, Libertad, Belleza.
Pero si el mundo es azar y necesidad, estas dimensiones humanas no pueden tener mucho fondo ni mucho sentido. ¿Qué sentido puede tener el amor o la justicia en un mucho surgido de partículas elementales por casualidad? En la física, existe la masa o la carga, pero no existe el amor o la justicia. Si no son dimensiones de la materia, y no hay más que materia, sólo pueden ser ilusiones del espíritu. El amor no puede ser nada más que instinto y, en el fondo, física. Y la justicia, una convención humana sin ningún fundamento en la física, que sólo sabe de atracciones y repulsiones, ni en la biología, donde prima la ley de la selva.
Sólo si el mundo lo ha hecho Dios, estas dimensiones tan humanas pueden ser reflejos de un Dios personal. Solo, en la medida que el ser humano sea “imagen de Dios”, puede existir en la vida humana algo que realmente sea amor y justicia y libertad y belleza.
Es fácil hacer afirmaciones materialistas, pero es muy difícil vivir como un materialista consecuente, porque contradice las aspiraciones y los usos más elementales de la condición humana. Todo materialista debería cuestionarse seriamente si tiene sentido que quiera a sus hijos, a su cónyuge, a sus padres o a sus amigos. Y otro tanto en relación con sus aspiraciones o sus reclamaciones de justicia: ¿por qué hay que aspirar al amor o defender la justicia en lugar de aceptar el azar y la necesidad?
Y si el materialismo, que parece tan serio, resulta tan inhumano, ¿no habrá algún error de planteamiento? Si partiendo de nuestra idea reductiva de la materia acabamos negando lo humano ¿no será que nos equivocamos de método? ¿No habrá que partir de la existencia de estas dimensiones humanas, que son tan reales por lo menos como las de la materia, para demostrar que el mundo es más rico que la visión materialista? ¿O es que la justicia no existe porque no tenemos un termómetro para medirla?
El tema de la “mayúscula” de la libertad es especial. La Libertad es una gran dimensión humana, muy enaltecida en la historia de nuestro mundo moderno. Incluso se han erigido importantes estatuas a la Libertad en París y, sobre todo, en Nueva York (regalo del Estado francés).
Pero, si el mundo es sólo materia evolucionada por azar y necesidad, no puede haber realmente libertad. Azar quiere decir pura casualidad; y necesidad quiere decir determinación, ausencia de libertad. Si la materia no es libre y el ser humano es sólo materia, no puede tener libertad, al menos tal como se ha entendido en la tradición occidental. Entonces toda la cultura moderna, incluso toda la cultura humanista, habría caído en un error fundamental. Seguiría viviendo en el mito y no en la ciencia.
Claro es que también aquí es imposible ser consecuentes. Si pensamos que la libertad no existe y que todo lo que hacemos está dominado por el azar y la necesidad, habría que cambiar muchas cosas. Pero todo intento de tomarse en serio esta afirmación desemboca en una paradoja, incluso en un chiste. Porque si pensamos que el azar y la necesidad es la explicación de todo, tenemos que aceptar también que esto mismo lo pensamos por puro azar y necesidad, y no porque sea lógico. En realidad, nos dejaría sin argumentos.
El Papa Benedicto XVI desarrollaba muy bien esta paradoja: “Al final, se presenta esta alternativa: ¿Qué hay en el origen? O la Razón creadora, el Espíritu creador que lo realiza todo y deja que se desarrolle, o la Irracionalidad que, sin pensar y sin darse cuenta, produce un cosmos ordenado matemáticamente, y también el hombre con su razón. Pero entonces, la razón humana sería un azar de la Evolución y, en el fondo, irracional” (homilía en Ratisbona, 12.IX.2006).
Pero vayamos al núcleo de la cuestión. Si el ser humano es sólo materia, dominada por el azar y la necesidad, no puede ser realmente libre. La única salida materialista de este argumento (intentada por muchos) es refugiarse en la mecánica cuántica. Resulta que toda la física es determinista, menos la física de las partículas subatómicas, la física cuántica, donde no podemos determinar exactamente la posición y velocidad de las partículas elementales (electrones, fotones) ni tampoco su comportamiento (como onda o como corpúsculo). Esto es, en definitiva, el principio de indeterminación de Heisenberg. Según la visión científica actual, la materia está totalmente determinada, menos en esa esfera. La solución sería, entonces, intentar relacionar la libertad humana con esa esfera de indeterminación. Es lo que hizo, por ejemplo, Penrose (La mente del emperador). Y le siguen otros.
Pero se trata de un malentendido. Indeterminación significa que no sabemos determinar dónde está algo ni cómo se va a comportar. Pero libertad es más que no poder prever lo que va a pasar. Es, precisamente, decidir y crear lo que va a pasar. Visto desde lejos, el comportamiento de las personas puede parecerse al de las partículas subatómicas porque es imprevisible. Pero las personas libres piensan lo que van a hacer y lo que sucede a continuación está guiado por la inteligencia y no por la indeterminación. Se puede decir que la catedral de Toledo estaba indeterminada antes de hacerla, porque nada hacía suponer que en ese terreno habría una catedral. Pero la catedral de Toledo no es el fruto de la indeterminación, sino de la inteligencia y la libertad humanas: es fruto de proyectos y de imaginación y de decisiones creativas. Por eso, está llena de pensamiento, cosa que no sucede en el comportamiento de las partículas elementales ni en ninguna otra esfera de la materia.
Somos libres porque somos inteligentes. Y la inteligencia es un misterio casi tan grande como la libertad. Es la prueba más evidente de que en el universo hay algo más que materia: hay inteligencia. Pero también, en el mundo humano, hay verdad, justicia, belleza y amor. Para un cristiano, todas estas dimensiones son reflejos de la imagen de Dios. Y no tienen otra explicación posible.
Juan Luis Lorda, en Revista Palabra.
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