Texto completo de la Intervención del Presidente de los Obispos italianos en el Consejo Permanente de la Conferencia Episcopal Italiana
La ley sobre el final de la vida, que se está discutiendo en el Parlamento italiano «es radicalmente individualista», propia «de un individuo que prescinde de toda relación, dueño absoluto de una vida que no se ha dado».
Lo afirma el Cardenal Angelo Bagnasco, Arzobispo de Génova y Presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, abriendo en la tarde del pasado lunes, 20 de marzo, los trabajos del Consejo Permanente de los Obispos italianos. En su intervención, el purpurado habló de los vientres de alquiler y de la ideología de género, así como de desempleo juvenil y de la natalidad.
Queridos y venerados Hermanos, nuestra reunión es expresión de las Iglesias que están en Italia, de su vivacidad y de su compromiso, que toman rostro ya en las comunidades parroquiales: con sus sacerdotes, que siguen estando generosamente junto a la gente, escuchando su vida y compartiendo sus gozos y dolores, esperanzas y angustias. Es una proximidad arraigada en la historia de nuestro País y se manifiesta en una presencia capilar que irriga nuestra tierra, tomando el rostro de la historia, de la cultura, de ciudades, pueblos y aldeas. De esto es señal el compartir las ganas de redención y de cambio −más grande que cualquier intimidación− que anima la sociedad: nuestra solidaridad en estas horas va, en particular, a Mons. Francesco Oliva, Obispo de Locri, a cuantos con él están recordando las víctimas inocentes de la mafia, y a toda la querida población calabresa. En otro aspecto, también es señal de la proximidad de la Iglesia la atención concreta a las amplias zonas del Centro de Italia afectadas por un seísmo que cambió profundamente el rostro de los territorios, pero no doblegó a las poblaciones dignas y orgullosas, capaces de sacrificio y ejemplo para todos. Acompañamos con confianza la realización de las primeras intervenciones del Estado y el alivio a las familias que por fin tienen una casa. Gracias al ejemplo de esas comunidades, al empeño incansable de instituciones y voluntarios, puede crecer en todos el orgullo y la alegría de pertenecer a nuestro pueblo y a nuestra historia.
Somos una Iglesia que se siente constantemente acompañada por el magisterio del Santo Padre Francisco y animada por su testimonio apostólico. Le estamos agradecidos también por la particular atención que manifiesta a través de sus visitas pastorales: el sábado próximo estará es Milán, el 2 de abril en Carpi, el 27 de mayo en Génova.
Personalmente, le agradezco también por la confianza que ha mostrado con la prórroga a mi presidencia, hasta llegar a la próxima Asamblea General, que estará llamada a elegir la terna relativa al nombramiento del nuevo Presidente. Preparémonos con una más intensa oración al Espíritu Santo, para que ilumine nuestros corazones: presidir nuestra Conferencia es ciertamente una tarea, pero es ante todo una gracia. Requiere la humildad que no se complace, sino que sirve y hace capaces de escuchar verdaderamente a los Hermanos, en el signo de la estima sincera y de la recíproca confianza, para intentar síntesis claras y elevadas. Por eso, quien preside no necesita tener un programa propio, sino −con espíritu de cordial obediencia− acoge prontamente las indicaciones del Papa, Primado de Italia, y, junto a los Hermanos y a la vida de las Comunidades, las lleva a cabo lo mejor posible para nuestras Iglesias. Sabiendo también que, cuanto más viva y vital es la Comunidad cristiana, más será fermento benéfico para la sociedad entera. A la humildad y a la obediencia se acompaña la discreción. Que no busca ser centro de atención, aunque lo acepte cuando se impone por deber, y no se exhibe lo que el cargo le da en términos de conocimientos y relaciones. La inclusión en la Presidencia, además, es una ayuda formidable, junto a la Secretaría general y a las Oficinas de la CEI: en su complejo, esta estructura providencial anima y sostiene.
Al Papa renovamos, pues, nuestra disponibilidad y nuestro cariño. Como ya la semana pasada, con ocasión del cuarto aniversario de su elección, como Pastores de nuestras Diócesis, le renovamos nuestra sincera gratitud: por haber puesto en el centro de su pontificado esa Misericordia que viene a nuestro encuentro en el rostro de Jesucristo; por su ejemplo, hecho de sencillez y cercanía; por sus incansables exhortaciones a no dejarnos arrastrar por una cultura de la indiferencia, sino a vivir una proximidad animada por confianza y esperanza; por su incesante petición de oración, instrumento de bendición y de beneficio espiritual para todos.
Ya hemos llegado a la mitad del camino cuaresmal. Según las exhortaciones del Santo Padre, en nuestras Diócesis pretendemos vivirlo como tiempo fuerte para «no contentarnos con una vida mediocre», sino a «volver a Dios ‘con todo el corazón’ (Jl 2,12)», y «crecer en la amistad con el Señor». Queremos llegar a la Pascua y dejarnos aferrar por la mano estigmatizada del Señor resucitado, para vivir una fidelidad radical y, por tanto, misionera. Esta es la senda para descubrir la correcta relación con las personas, hasta «captar el otro como un don». Es una fraternidad concreta, que se manifiesta también con la participación en las Campañas de Cuaresma que muchos organismos eclesiales −comenzando por nuestros Centros Misioneros diocesanos− promueven para «hacer crecer la cultura del encuentro en la única familia humana» (Francisco, Mensaje para la Cuaresma 2017).
Con el trasfondo de la XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos −que el Papa Francisco ha convocado para el mes de octubre de 2018 sobre el tema «Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional»− y de las Orientaciones pastorales del decenio, en el Consejo Permanente de enero nos centramos en el tema principal de la Asamblea General de mayo. Para valorar un recorrido común, queremos afrontar la cuestión educativa y la acción pastoral en referencia precisamente al universo juvenil. En los trabajos de estos días tendremos oportunidad de discutir las modalidades con las que proponer dicha reflexión a la Asamblea, atentos a la vez a favorecer la implicación de todos los componentes eclesiales en vista de la cita sinodal.
En el País se registran señales positivas centrales y periféricas, y eso genera confianza. Pero la preocupación de la gente permanece: es el afán por mantener a su familia cada día, porque las exigencias primarias no admiten retrasos a tiempos mejores. La primera y absoluta urgencia sigue siendo el trabajo: son ya muchos años en los que el problema deja en carne viva a personas −adultos y jóvenes− y familias. La vida de la gente grita ese sufrimiento insoportable: debe tener la seguridad en que ese grito sea escuchado y tomado en serio y permanente consideración. Sería nefasto que en los lugares de responsabilidad la voz de los desempleados y de los pobres llegase débil y lejana. Simplificar las realidades difíciles y complejas no es justo: ¡ese enfoque genera populismo fácil y superficial, a menudo a gritos, a veces pedante, en todo caso engañoso e inconcluyente, y seriamente peligroso! Igualmente lo son también los atajos a los que cada vez más italianos recurren con la ilusión de resolver crisis y problemas económicos: piénsese en los 260 millones de euros que cada día en Italia se tiran en el juego de azar, destruyendo capitales y, peor aún, personas y relaciones.
Como siempre los Pastores hemos recordado, el primer y eficaz amortiguador social ha sido y es la familia, en la que los ahorros que quedan y las pensiones de los abuelos siguen siendo el ancla para todos −hijos y nietos−; donde, sobre todo, cada uno puede regenerar sus energías espirituales y morales para no rendirse y luchar. A pesar de todo, la gente es generosa, atenta a los más necesitados, mostrando un alma noble que ninguna sombra puede oscurecer. El pueblo quiere ver al mundo político entregado a este prioritario drama, mientras que lo ve continuamente distraído en otros frentes, además de cerrado en una belicosidad donde no entra para nada el bien del País.
Con esto, no renunciamos a reconocer en la política una forma alta de caridad, o sea, de servicio al pueblo, atenta a afrontar cuestiones como el trabajo, la familia, los jóvenes, el invierno demográfico. Hace falta una política auténtica, paz institucional, y es indiferente guillotinar al Estado.
En el reciente Congreso de las Iglesias del Sur, surgió que en nuestro espléndida Italia Meridional el paro juvenil ha llegado al 57%, mientras que media italiana es del 40%: cada año emigran de nuestro País unos treinta mil jóvenes en busca de fortuna. Si se considera que para llevar a un hijo de cero a 18 años son necesarios de media unos 171 mil euros, se comprende qué capital se emplea −además de las energías espirituales, morales y sociales− para preparar a jóvenes que llevarán su formación y competencia fuera de Italia. Otro fenómeno que parece ser desconocido, se refiere a los que −no teniendo ni estudios ni ocupación− se encierran en casa creándose un mundo virtual: en Italia se estima que sean al menos 6.000. Sin embargo, el 92% de los jóvenes declara el deseo de formar su propia familia y de tener dos o más hijos: es un extraordinario dato de confianza, pero que desgraciadamente se queda en vano por la falta de trabajo estable. Sin trabajo no hay dignidad personal, no hay seguridad social, no hay posibilidad de hacer familia, no hay futuro: el camino hacia la próxima Semana Social de los católicos de Italia en Cagliari −hablaremos en estos días− desea mostrar ese estado de cosas y, a la vez, contribuir de manera propositiva a su superación.
Otros Países desde siempre viven la que podríamos llamar la cultura del cambio de trabajo: seguramente tiene sus ventajas, especialmente en tiempos de fuerte crisis. Pero esa mentalidad no parece pertenecer a nuestra cultura, que −a su vez− contiene otras ventajas. La preparación seria, la capacidad de relación, el sentido de equipo, el espíritu de adaptación… y otras más, son ingredientes cualificados. Por otra parte, sabemos que la afección al propio trabajo y el sentido de pertenencia a un ambiente, son valores importantes para los trabajadores y para las empresas: requieren una cierta estabilidad.
Vinculada a la cuestión del trabajo, está creciendo la preocupación por la continua bajada demográfica: en 2015 los nacimientos fueron 486.000, en 2016 hubo un nuevo record negativo de 474.000 (- 2,4%), teniendo en cuenta incluso los niños nacidos de familias de inmigrantes, mientras que la edad media resulta crecer de manera sensible. ¿Existe una incisiva política que anime y apoye la natalidad? Cada vez estamos más convencidos de que −además del trabajo− es urgente incidir en una fiscalidad más humana, y pedimos llegar al llamado «factor familia» que las Asociaciones −a partir del Forum de las Familias− proponen desde hace años. Un dato interesante se refiere a las familias llamadas numerosas, es decir, con cuatro hijos o más: en Italia son 150.000, mientras que con al menos tres hijos son casi un millón. ¡El común testimonio es que los hijos regeneran a los padres!
La belleza y la necesidad de la familia, fundada en el matrimonio y abierta a la vida, nunca decaerán, aunque un cierto pensamiento único siga denigrando la institución familiar y promoviendo otros tipos de unión, que no son comparables en razón de las peculiaridades específicas de la familia, empezando por el valor educativo para los hijos y la importancia vital que la familia constituye para el tejido social. Verdaderamente no se comprende, fuera de una visión ideológica, la constante y creciente acción para desacreditarla y presentarla como un modelo superado o uno de tantos, todos equivalentes.
A este respecto, no podemos dejar de decir una palabra −siempre respetuosa, pero clara y convencida− sobre el derecho de los hijos a ser criados por su padre y su madre, con su diferencia de géneros que, como la experiencia universal demuestra, completa la identidad física y psíquica del niño. De lo contrario, se niega a los menores un derecho humano básico, garantizado por las Cartas internacionales y reconocido desde siempre en la historia humana. Este derecho no puede ser aplastado por los adultos, ni siquiera en nombre de los propios deseos. Ser padre es una cosa buena y natural, pero no a cualquier condición y a cualquier precio.
Una violencia discriminatoria viene ejercida también contra las mujeres con la práctica de la maternidad subrogada, comúnmente llamada «vientres de alquiler». En este caso, sucede una doble injusticia: ante todo se viola la Declaración de los derechos del niño (1959), que dice: «Salvo circunstancias excepcionales, el niño de tierna edad no debe ser separado de la madre». Además, se niegan los derechos de las madres subrogadas, que acaban siendo madres escondidas, es más, inexistentes, tras ser sometidas −empujadas en general por la pobreza− a una nueva forma de colonialismo capitalista: se encarga un niño, pudiéndose servir incluso de listas −cuesta incluso decirlo−, de «catálogos» que indican países, categorías de mujeres, opciones y garantías de éxito del «producto» que −si no corresponde− viene descartado. ¿Esta es la civilización, este es el progreso que se desea alcanzar?
A menudo se oye decir que ciertas soluciones son deseables respecto a la triste realidad de tantos niños sin familia en espera de adopción. Italia es el segundo país en número de adopciones, detrás solamente de los Estados Unidos; cada año 10.000 familias piden adoptar un menor. Desgraciadamente, el tiempo medio para la adopción es de tres años y tres meses, ¡con puntas de cinco años y medio! Hay que señalar que las familias, que piden y esperan la adopción en Italia son una multitud, mientras que la ineficiencia del sistema causa situaciones extremadamente largas y dificultosas, que supone una dura prueba para el deseo solidario de los padres, que es otra señal del alma de nuestro pueblo.
En el horizonte de los niños −y mucho más en el recorrido pastoral del decenio sobre el desafío educativo− no podemos dejar de llamar la atención de todos −padres e instituciones− sobre las repetidas palabras del Santo Padre, que revelan una preocupación grave. No raramente sucede, en algunos países europeos, que, con motivos compartibles, se trasmiten visiones y categorías referentes a la ideología de género, y se banaliza la sexualidad humana, reducida a un vestido que se cambia a placer: «Existe una ecología del hombre, porque también el hombre posee una naturaleza que debe respetar y no puede manipular a placer» (Papa Francisco, Laudato sì, 155). «Me pregunto −sigue afirmando el Papa− si la llamada ideología de género no es también expresión de una frustración y de una resignación, que pretende eliminar la diferencia sexual porque ya no sabe hacerle frente. Corremos el riesgo de dar un paso atrás, la remoción de la diferencia, de hecho, es el problema, no la solución» (Papa Francisco, Audiencia general, 15-IV-2015). El Papa denuncia lo que llama «adoctrinamiento de la ideología de género», por lo que −dice− «enseñar en las escuelas en esa línea para cambiar la mentalidad» es una inaceptable «colonización ideológica» (Conferencia de prensa al regreso del viaje a Georgia y Azerbaiyán, 2-X-2016). En la perspectiva trazada por el proyecto «Involúcrate» promovido por el Forum de las asociaciones familiares, docentes y padres no pueden quedarse mirando o limitarse a las quejas. Es necesario que los adultos estén muy vigilantes; en particular, los padres, mientras se ponen a disposición de los Órganos de participación previstos por la ley, se deben implicar con los demás padres por el bien de la escuela en todos sus aspectos, sabiendo que el Proyecto Formativo anual debe tener siempre el consentimiento informado de la familia. Ninguna iniciativa, como ningún texto que promueva concepciones contrarias a las convicciones de los padres, debe condicionar −de modo directo o indirecto− el desarrollo afectivo armónico y la sexualidad de los menores que, en cuanto tales, no pueden defenderse. La Convención Europea (1950), además, sanciona el derecho nativo e inviolable de los padres a la educación de los hijos.
Nuestro pueblo, en su sabiduría hecha de la vida misma y de sentido común, es presa de la desorientación y de un sentido de impotencia ante una cultura que, por un lado, glorifica la vida y, por otro, la desprecia, la descuida y favorece su supresión: basta pensar en las formas viejas y nuevas de esclavitud, en el comercio de órganos, en las muchas formas de trata y de explotación. Como hemos dicho muchas veces, estamos en presencia de una cultura que incide deliberadamente sobre el modo de pensar, exagerando algunos aspectos como la libertad y la individualidad de cada persona.
Es curioso que la Iglesia, bajo regímenes totalitarios, haya tenido que afirmar, al precio de persecuciones y de mártires, que toda persona es única e irrepetible, nativamente dotada de libertad y de autodeterminación; que el hombre no es el producto de la colectividad; que la persona precede a la sociedad. En otras épocas, en cambio, la Iglesia ha tenido que recordar −siempre a caro precio– que la persona, aunque sea ella misma, no es una isla autónoma del resto, un mundo cerrado y desligado de vínculos y responsabilidades. Que en la pluralidad el individuo no desaparece, sino que se realiza; que las reglas y los vínculos no son los enemigos de la libertad, sino −al contrario− son sus condiciones. Si el colectivismo hace al hombre rehén de la sociedad y del Estado, el individualismo libertario lo hace rehén de sí mismo, de sus instintos y de sus sentimientos. De un modo o de otro, el hombre se queda solo.
Hoy parece que la Iglesia tenga que volver a recordar y manifestar que la persona es un individuo único, pero no suelto de los demás; está en relación con el mundo, en primer lugar, con sus semejantes. Creo que es necesario contar las implicaciones de que somos “relación” en cuanto personas: la relación −y esto nos distingue de cualquier otro ser de la tierra− se manifiesta también en que todos necesitamos de los demás. Por esa razón nada de la vida individual es exclusivamente privado: momentos de alegría, de dolor, esperanzas y desilusiones, trabajo, formar una familia y tener hijos… Nada se refiere solo al individuo, ya que cada uno es un bien precioso no solo para sí sino para todos. La fragilidad misma es un don, porque interpela el amor activo de los demás, pone a prueba la comunidad y la hace crecer. Esta visión del hombre, que brilla en Jesucristo pero que está escrita también en la experiencia diaria, pide que «los demás» −sean familiares y amigos o la sociedad en su conjunto− se hagan cercanos, cada uno a su modo, en los diversos momentos de la vida, ya que −como decía− cada uno es un bien para todos y ninguno debe estar ni sentirse solo. Todo esto tiene, ciertamente, también costes en términos de recursos humanos y económicos, por lo que −al menos aparentemente− es menos difícil para un Estado que cada uno sea individuo confiado a sí mismo.
La ley sobre el fin de la vida, de la que está en acto el iter parlamentario, está lejos de una postura personalista; es, más bien, radicalmente individualista, adaptada a un individuo que se considera desvinculado de relaciones, dueño absoluto de una vida que no se ha dado. En realidad, la vida es un bien originario: si no fuese indisponible todos estaríamos expuestos al arbitrio de quien quisiera hacerse dueño. Esta visión antropológica, además de ser acorde a la experiencia, ha inspirado leyes, constituciones y cartas internacionales, ha hecho las sociedades más vivibles, justas y solidarias. Está aceptado que el encarnizamiento terapéutico −del que no se habla en el texto− es una situación precisa que se debe excluir, pero es evidente que la categoría de «terapias proporcionadas o desproporcionadas» se presta a la más amplia discrecionalidad subjetiva, distinguiendo entre intervención terapéutica y apoyo a las funciones vitales. Desconcierta incluso ver al médico reducido a un funcionario notarial, que levanta acta y ejecuta, prescindiendo de su juicio de ciencia y conciencia; y también, desde el paciente, suscita fuerte perplejidad el valor prácticamente definitivo de las declaraciones, sin tener en cuenta las edades de la vida, de la situación, del momento de quien las redacta: la experiencia enseña que estos son elementos que inciden no poco en el juicio. La muerte no debe ser retrasada con el encarnizamiento, pero tampoco anticipada con la eutanasia: el enfermo debe ser acompañado con las curas, la constante cercanía y el amor. Es parte integrante la cualidad de las relaciones entre paciente, médico y familiares.
Continua la atención y el compromiso solidario de nuestro País por los flujos de tanta pobre gente que huye de guerra, hambre, persecución religiosa y étnica, a la búsqueda de un futuro mejor. Parecen estar en acto intentos de cooperación concreta que miran a incentivar, de modo proporcionado y garantizado, el desarrollo y la paz en Países que se encuentran desde hace años en graves dificultad. En ese trasfondo, se sitúa también la acción de nuestra Iglesia, que se articula en varios niveles.
Ante todo, con una acción de apoyo directamente en los Países de proveniencia: por quedarnos en los últimos 4 años, son 2.727 los proyectos de formación y desarrollo social sostenidos con los fondos de la casilla de la declaración de la renta destinados a la Iglesia católica, con un presupuesto cercano a los 370 millones y medio de euros. En esta óptica debe verse también la iniciativa extraordinaria de la CEI Libres para irse, libres para quedarse: desea construir un puente entre nuestras Iglesias y, en particular, las de África y tiene por beneficiarios principales los inmigrantes menores de edad; el proyecto prevé un empleo en conjunto de 30 millones de euros, sacados también en este caso de los fondos de la casilla de la Iglesia.
Un segundo nivel de intervención se refiere a la implicación directa también de la CEI en la realización de corredores humanitarios para la llegada a Italia de prófugos, huidos de Países en conflicto: a través de las diócesis se acompañará un adecuado proceso de integración e inclusión en la sociedad italiana.
Finalmente, el tercer nivel, ve la presencia activa de la Iglesia, en colaboración con las Autoridades locales competentes. Parroquias, Institutos religiosos, asociaciones y grupos, Caritas diocesanas y Oficinas de Migrantes: todo recurso se lleva a cabo en la óptica de la acogida siempre necesaria, y también en el intento de integrar a los que muestran quererlo con hechos, participar activamente en los procesos previstos, aprender la lengua, conocer nuestro País y su cultura, comenzar a amarlo como al propio, trabajando por el bien común.
A su vez, la Unión Europea debe salir de sus ambientes cerrados, y llegar idealmente hasta nuestras costas; debe hacerse más responsable y menos crítico.
En pocos días se celebrará aquí en Roma el 60° aniversario del inicio de la Unión Europea. Como Pastores de este País que fue uno de los fundadores, nos alegramos y rezamos para que el camino emprendido no solo prosiga y se agrande, sino, en primer lugar, que mejore. Ante el Brexit y otros movimientos populistas, creemos que la Unión es un camino necesario para el bien del Continente. Por tanto −como he podido decir en diversas sedes, también como Presidente del CCEE− todavía se necesita más Europa, pero con una condición: que Europa no sea otra cosa respecto a sí misma, a sus orígenes judeo-cristianos, a su historia, a su identidad continental, a su pluralidad de tradiciones y culturas, a sus valores, a su misión. La Unión no está hecha por los jefes de Estado, sino por los pueblos de los Estados miembros, y es en los pueblos en los que hay que pensar con estima y respeto, sin imponerse. Acelerar los procesos no puede significar la homologación de culturas y tradiciones, ni tampoco la búsqueda de compromisos a la baja, ni aludir las declaraciones y las leyes comunes. Y tampoco limitar las soberanías nacionales. Los Jefes de los Estados y de los Gobiernos saben que son delegados de sus pueblos y que en las decisiones comunes deben tener en cuenta sus Naciones.
La Iglesia está presente en este camino con sus comunidades y sus Pastores, en sinergia con las Iglesias y comunidades cristianas del Continente. A este respecto, en mis recientes encuentros en Moscú con el Patriarca Cirilo y en Estambul con el Patriarca Ecuménico Bartolomé, hemos dado gracias al Señor por la riqueza de nuestras tradiciones y confirmado el compromiso común por el bien de todo el Continente y, por tanto, también de la Unión Europea. Ante el secularismo que se insinúa por doquier, hemos compartido la convicción de que los cristianos están llamados a anunciar nuevamente al Señor Jesús, Redentor del mundo, epifanía del Padre, espléndido icono del hombre. Siendo el Cristianismo la religión del Logos hecho carne, creemos en el valor de la razón humana, instrumento de diálogo entre las culturas, y aceptamos la fatiga de pensar la fe para comunicar con todos, y participar en la construcción de un Continente que promueva la vida en todas sus fases y la familia como la célula básica; un Continente que no tema la religión, y reconozca la libertad religiosa como el fundamento más alto y la garantía más segura de la dignidad de todo hombre.
Queridos Hermanos, como siempre nos espera un trabajo muy complejo: no solo en estos días de diálogo cordial al servicio de nuestras Iglesias, sino también en el diario vivir de nuestras comunidades, junto a nuestros amados sacerdotes y diáconos, con todo el santo pueblo de Dios. Es un tiempo de grandes desafíos, pero también de grandes oportunidades, el que la Providencia divina nos pone delante. La necesidad de no perder ninguna ocasión −y son ilimitadas− para encontrar, escuchar, dar testimonio, decir las palabras de la fe y las de la razón, para que el corazón de todos −cualquiera que sea su posición− recupere calor, compañía, luz y confianza para vivir los días y las estaciones.
Todo lo encomendamos a la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia, y a su castísimo Esposo, San José, al que celebramos con nueva confianza.
Cardenal Angelo Bagnasco
Arzobispo de Génova, Presidente de la Conferencia Episcopal Italiana
Fuente: avvenire.it.
Traducción de Luis Montoya.
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