Es necesario que el hombre, para salvarse haga obras buenas, y, para ello, es ayudado por la gracia de Dios, que regenera nuestra voluntad
Las tesis de San Agustín y San Bernardo sobre la gracia y la libertad fueron también claramente expuestas por Bossuet, en su libro de diálogo con el protestantismo Exposition de la doctrina de l’Église Catholique sur les matières de controverse. El célebre predicador francés del siglo XVII comienza esta obra notando que: «Después de más de un siglo de discusiones con los líderes de la religión, pretendidamente reformada, las materias que fueron objeto de su ruptura, deben ser aclaradas, y explicadas las posiciones de la Iglesia católica. Parece así que lo mejor que puede hacerse es proponerlas simplemente, y distinguirlas muy bien de las que falsamente le han sido imputadas».
Confiesa seguidamente que: «En efecto, he observado en diferentes ocasiones que la aversión que estos líderes tenían a la mayoría de nuestras posiciones, estaba unida a ideas falsas que habían concebido, y a menudo a ciertas palabras que de tal manera les chocaban, que sólo se fijaban en ellas y nunca pasaban a considerar el fondo de las cosas».
Añade que, para evitar estos inconvenientes y dar a conocer la enseñanza católica, seguirá la doctrina del Concilio de Trento. «Es por eso que he creído que nada les podría ser más útil que explicarles lo que la Iglesia definió en el Concilio de Trento, tocando las materias que más les alejan de nosotros, sin detenerme a lo que acostumbran a objetar a doctores en concreto, o contra cosas que no son aprobadas necesaria y universalmente»[1].
Al empezar la explicación de la justificación, uno de los puntos más controvertidos, nota Bossuet, por una parte, que una cuestión muy importante en el conjunto de todo su tratado, porque: «La materia de la justificación hará (…), que sean todavía mayormente esclarecidas cuántas dificultades pueden suscitarse de una simple exposición de nuestra posición»[2].
Por otra, que: «Los que conocen, aunque sea poco la historia de la pretendida Reforma, no ignoran que todos los primeros autores, propusieron este tema a todo el mundo como el principal, y como el fundamento más esencial de su ruptura; es, por ello, el que es el más necesario entender bien»[3].
Los creyentes católicos creemos −afirma, en primer lugar−, que: «Nuestros pecados nos son remitidos gratuitamente por la misericordia divina, por causa de Jesucristo” (C. de Trento, s. VI, cap. IX). Estos son los propios términos del concilio de Trento, que añade que se dice que somos justificados gratuitamente, porque ninguna cosa que preceda a la justificación, sea la fe, o sean las obras, puede merecer esta gracia (Ibíd. c. VIII)».
Sobre la cuestión central de la justificación, la determinación del estado del pecador justificado, considera Bossuet que: «Como la Escritura nos explica la remisión de los pecados, ora diciendo que Dios los cubre, u ora diciendo que los quita, y que los borra por la gracia del Espíritu Santo, que nos hace nuevas criaturas: creemos que hay que juntar estas dos expresiones, para formarse la idea perfecta de la justificación del pecador».
Los católicos, a diferencia de los reformadores: «Es por eso que creemos que nuestros pecados, no solamente son cubiertos, sino que son totalmente borrados por la sangre de Jesucristo, y por la gracia que nos regenera, que, lejos de oscurecer o de disminuir la idea que se debe tener del mérito de esta sangre, por el contrario lo aumenta al contrario y lo ensalza».
También frente a las tesis protestantes, añade Bossuet, que, como consecuencia, el perdón que conlleva la justificación no es algo externo, sino que afecta internamente al pecador. «Así la justicia de Jesucristo es no solamente imputada (atribuida), sino actualmente comunicada a los fieles por obra del Espíritu Santo, de manera que no solamente son reputados (considerados), sino hechos justos por su gracia».
Hay un argumento racional, que aporta seguidamente: «Si la justicia que está en nosotros fuera justicia sólo a los ojos de los hombres, no sería obra del Espíritu Santo: es, pues, igualmente justicia delante de Dios, porque es el mismo Dios quien la hace en nosotros, derramando la caridad en nuestros corazones»[4].
Sin embargo, advierte Bossuet que, en el estado de naturaleza reparada la justificación no es completa ni perfecta, porque: «es muy cierto que “la carne ansia contra el espíritu, y el espíritu contra la carne (Ga 5, 17)” y que “tropezamos todos en muchas cosas” (St 3,2). Así aunque nuestra justicia sea verdadera por la infusión de la caridad, no es en absoluto justicia perfecta por causa del combate de la codicia: aunque el gemido continuo de un alma arrepentida de sus faltas hace deberle lo más necesario de la justicia cristiana. Lo que nos obliga a confesar humildemente con santo Agustín, lo que nuestra justicia tiene en esta vida consiste más bien en la remisión de los pecados que en la perfección de las virtudes»[5].
Bossuet dedica el capítulo siguiente al de la justificación a las buenas obras. Lo titula «El mérito de las obras», por la cuestión conexa del papel de las obras humanas en la justificación, o sobre el esfuerzo o mérito del hombre en el cumplimiento de los mandamientos, negado por el protestantismo, especialmente el luterano.
Comienza también citando el Concilio de Trento: «Sobre el mérito de las obras, la Iglesia católica enseña que: “la vida eterna debe serles propuesta a los hijos de Dios, como una gracia que misericordiosamente les es prometida por medio de Nuestro Señor Jesucristo, y como una recompensa que fielmente es dada a sus buenas obras y a sus méritos, en virtud de esta promesa” (C. Trento, Just., XVI). Son los propios términos del concilio de Trento».
Las buenas obras son meritorias y tienen recompensa: «Pero por temor de que el orgullo humano sea halagado por la opinión de un mérito presuntuoso, el mismo Concilio enseña que todo el precio y el valor de las obras cristianas proviene de la gracia santificante, que se nos da gratuitamente en nombre de Jesucristo, y que es un efecto de la influencia continua de esta divina cabeza sobre sus miembros».
Es necesario que el hombre, para salvarse haga obras buenas, y, para ello, es ayudado por la gracia de Dios, que regenera nuestra voluntad. «Verdaderamente los preceptos, las exhortaciones, las promesas, las amenazas y los reproches del Evangelio hacen ver suficientemente que hace falta que operemos nuestra salvación por el movimiento de nuestras voluntades con la gracia de Dios que nos ayuda».
Debe tenerse en cuenta, para comprender en que consiste esta ayuda, que: «Es un primer principio, que el libre albedrío no puede hacer nada que conduzca a felicidad eterna, sino en tanto que es movido y elevado por el Espíritu Santo».
El sentido el mérito de las buenas obras se explica desde esta acción de la gracia de Dios, actuante en la voluntad libre del hombre, para que haga buenas obras. «Así la Iglesia que sabe que este divino Espíritu, que hace en nosotros por su gracia todo el bien que hacemos, debe creer que las buenas obras de los fieles son muy-agradables a Dios, y de gran consideración delante de Él: y es justamente se sirve de la palabra mérito, con toda la antigüedad cristiana, principalmente para significar el valor, el precio y la dignidad de estas obras que hacemos por la gracia».
Observa Bossuet que esta es la doctrina del mérito de las buenas obras enseñada por el Concilio de Trento. De manera que: «Así como toda su santidad viene de Dios que la hace en nosotros, la misma Iglesia recibió en el concilio de Trento como doctrina de fe católica, la palabra de san Agustín, que “Dios corona sus dones coronando el mérito de sus servidores” (C. Trento, VI, XVI)»[6].
En el capítulo XVI del Decreto sobre la justificación del Concilio de Trento, titulado «Del fruto de la justificación, esto es, del mérito de las buenas obras y de la naturaleza de este mismo mérito», se dice: «No quiera Dios que el cristiano confíe ni se gloríe en sí mismo, y no en el Señor, cuya bondad es tan grande para con todos los hombres, que quiere que sean méritos de éstos los que son dones suyos»[7].
En uno de sus célebres sermones, el que pronunció con motivo del ingreso en las Carmelitas, de la joven duquesa de la Vallière, Luisa Francisca La Baume Le Blanc −en presencia de la reina, María Teresa de Austria, esposa de Luis XIV, el Rey Sol−, Bossuet desarrolló la cuestión de los cambios que produce la gracia. Comenzó refiriéndose a otro cambio, también obra de Cristo. «Maravilloso espectáculo se ha de presenciar, sin duda, cuando Aquel que está sentado en su trono, desde donde vela sobre todo el universo, y al que cuesta igual el obrar que el decir, porque hace todo lo que le place con su palabra, anuncie desde lo alto de su trono, en el fin de los siglos, que se dispone a renovarlo todo; y al mismo tiempo, vea a toda la naturaleza cambiada hacer aparecer un mundo nuevo para los elegidos».
Al final de los tiempos, Cristo Redentor, juez de vivos y de muertos, realizará este maravilloso cambio de purificación, transformación y renovación del mundo actual. Una transformación que equivaldrá a una nueva creación. Sin embargo, ya en el tiempo, se da otro admirable y asombroso cambio, que sirve de preparación para el posterior, porque: «obra Él secretamente en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, los cambia, los renueva y, removiéndolos hasta el fondo, les inspira deseos hasta entonces desconocidos; tampoco es este cambio menos nuevo ni menos admirable»[8].
Respeto al último cambio, al «cielo nuevo y una tierra nueva»[9] advierte que: «No debemos sentir curiosidad por conocer distintamente esas maravillosas novedades de los siglos futuros; obrándolas Dios sin nosotros, debemos confiar en su poder y en su sabiduría».
Sin embargo, sí que se puede y debe conocer el primer cambio de Dios o: «las santas novedades que obra en lo profundo de nuestros corazones. Escrito está: “Os daré un nuevo corazón” (Ezeq. 36, 26), y escrito está también: “Haceos un corazón nuevo” (Ezeq. 18, 31); de manera que este corazón nuevo que se nos da, también a nosotros corresponde hacerlo; y, como debemos concurrir en ello por el impulso de nuestras voluntades es preciso que tal impulso se halle prevenido por el conocimiento».
Comienza, para ello, preguntándose por el estado antiguo y el estado nuevo, que se dan en el mundo temporal. «¿Qué existe más antiguo que el amarse a sí mismo y que más nuevo que el erigirse uno mismo en su propio perseguidor? Pero aquel que se castiga a sí mismo debe de haber visto alguna cosa a la que ama más que a sí mismo: de modo que hay aquí dos amores que lo hacen todo. San Agustín los define con estas palabras: Amor sui usque ad contemptum Dei; amor Dei usque ad contemptus sui (La ciudad de Dios, XIV, 27)».
Uno es: «“el amor de sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios”, que es lo que hacen la vida antigua y la vida del mundo. El otro: «“el amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí mismo”, que es lo que hace la vida nueva del cristianismo»[10].
En el estado antiguo: «El recuerdo del que nos ha creado está impreso profundamente dentro de nosotros. Pero, ¡oh desgracia increíble y lamentable ceguera!, nada tan fuertemente grabado en el corazón del hombre, y nada que le sirva menos en su conducta. Los sentimientos religiosos son la última cosa que se borra en el hombre, y la última que el hombre consulta»[11].
El hombre es como un «edificio destruido», creado por Dios pero caído por el pecado, pero conserva algo de su grandiosidad del plan del arquitecto. «La impresión de Dios perdura aún tan viva en el hombre, que no puede perderla, y a la vez tan débil, que no puede seguirla, de tal modo que no parece haber perdurado en él sino para convencerle de su falta, y hacerle sentir su pérdida. Así, es verdad que ha perdido a Dios, pero también (…) es cierto, que no podía evitar, después de ello perderse también a sí mismo»[12].
Sin embargo: «en este olvido profundo de Dios y de sí mismo, en que el alma está hundida, Dios la sabe encontrar. Cuando a Él le place, hace sentir su voz en medio del estrépito del mundo; en su mayor esplendor, y en medio de todas sus pompas, descubre Él el fondo de todo ello, es decir, la nada y la vanidad»[13].
Se llega entonces por la gracia de Dios a un estado nuevo. «Nada existe más nuevo que este estado en que el alma, llena de Dios, se olvida de sí misma. De esta unión con Dios, vemos nacer al punto en el alma todas las virtudes»[14].
En este nuevo estado, no obstante: «ve todavía por debajo de sí abismos profundos: la nada de donde fue sacada y otra nada más espantosa todavía, que es el pecado en el que puede caer de nuevo en todo momento, por poco que se aleje de Dios y que le obligue a abandonarla».
Ante este angustioso peligro de la soledad absoluta, de la insoportable soledad sin Dios: «Considera el alma que si es justa es porque Dios la hace justa continuamente, San Agustín no quiere que se diga que Dios nos ha hecho justos, sino que dice que nos hace justos a cada momento (De gen. Ad litt. I, 8, 25) No es −dice− como un médico que habiendo devuelto la salud a su enfermo, lo deja en estado, en que ya no necesita de su auxilio; es como el aire, que no ha sido hecho luminoso para continuar siéndolo por sí mismo, sino que es hecho luminosos continuamente por el sol».
Siempre se precisa absolutamente la gracia de Dios. Por ello: «El alma, unida a Dios, siente continuamente su dependencia, y siente que la justicia que le es dada no subsiste por sí sola, sino que Dios la crea en ella a cada instante; de modo que ella se mantiene siempre con la atención despierta hacia esa parte; permanece siempre bajo la mano de Dios, unida siempre al gobierno y como el efluvio de su gracia»[15]. No quiere quedar en la soledad inaguantable de la nada más terrible: la del pecado.
En esta misma línea, en nuestros días, el tomista Francisco Canals, también en diálogo con el protestantismo, advirtió que, por una parte: «Las definiciones tridentinas no rechazaban más que la tesis de que la justificación consiste en una mera declaración de que el hombre ha sido justificado, después de la cual el hombre permanece siendo, sin embargo, totalmente pecador». Por otra, por el contrario: «Lo que se afirmó contra la reforma, es que la gracia de la justificación renueva internamente al hombre»[16].
Frente al protestantismo, y más concretamente a su «teología de la gracia sin la libertad, de la justificación sin la interna regeneración del hombre redimido»[17], la tesis nuclear del Concilio de Trento es que la gracia regenera el espíritu humano y con ello a la misma voluntad libre. Además, precisa Canals que: «Esto no significa en modo alguno que la justificación misma provenga parcialmente de Dios y parcialmente del hombre, sino que la justificación hace al hombre operante»[18].
Si no se afirmara esto último, no se caería en el pelagianismo, que piensa: «en el hombre como el autor del bien obrar, merecedor de vida eterna»[19], pero sí en el semipelagianismo. El creer que: «el hombre y la gracia de Dios, o, si se quiere, la gracia de Dios y el hombre, son causas coordinadas entre sí concurrentes en la acusación de la buena obra, es propio de posiciones semipelagianas»[20].
Frente a esta doctrina semipelagiana −siempre muy difundida, pero muchas veces inadvertida por el creyente−, reaccionó el protestantismo, con una forma antitética de dirección opuesta también incorrecta, con «una teología de la gracia sin libertad», que implicaba «el no tener en nada las obras y el libre albedrío humano»[21].
El concilio de Trento, en cambio: «reafirmaba la verdad tradicional y plenaria. “No yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1Cor 15, 10)»[22]. En su justa acusación al semipelagianismo, el protestantismo cayó en un grave olvido: la libertad y las buenas obras. Por ello, el concilio recordaba que: «la salvación del mismo libre albedrío por la gracia, que mueve al justo a obrar meritoriamente, y aun excita al pecador a la cooperación activa a su justificación»[23]. De manera que: «es efecto de la gracia misma toda buena obra y toda buena voluntad del cristiano»[24]. Frente al desvío protestante, Trento mantenía que: «la gracia de Dios conmigo es la fórmula paulina y católica»[25].
La posición tridentina sería igualmente opuesta al semipelagianismo, porque no considera: «el libre albedrío como consistente en una “emancipación del hombre” frente a Dios», sino que: «es Dios quien obra en nosotros la buena voluntad y la buena obra, y así el mismo acto meritorio es el propio efecto de la gracia»[26].
Con la regenerada libertad de la buena voluntad causada por la gracia: «la libre cooperación del hombre en la obra de su justificación no puede ser entendida como si por ella se derogase la fe en la iniciativa exclusiva de Dios en la obra redentora. La gracia de la justificación, que renueva al hombre, lo hace activo y causa en él obras libres meritorias de vida eterna»[27].
La enseñanza tridentina, frente a la desviación protestante −y también frente a la semipelagiana, que reparte: «entre la gracia divina y la recta voluntad del hombre, entendidas como dos causas entre sí independientes en su respectiva actividad concurrente, la eficiencia del bien obrar»[28]−, establece que: «sólo la gracia tiene poder para regenerar íntimamente al hombre caído y mover su libre albedrío a obrar meritoriamente en orden a la vida eterna»[29].
Observa finalmente Canals que la no consideración en ningún sentido de la libertad y de las buenas obras es una desviación muy peligrosa, tanto o más que la contraria afirmación absoluta semipelagiana, porque: «Las formas más sutiles y peligrosas del error son aquellas en las que la rebeldía humana no se dirige, al parecer, sino contra los elementos inferiores y creados, sensibles e instrumentales, de la comunicación de la gracia». Además, con una actitud farisaica: «Entonces la misma rebeldía se presenta como fidelidad a la soberanía de Dios, apoyo exclusivo en su omnipotente misericordia, y rechazo de toda idolatría y de toda confianza en el hombre»[30].
En otra obra, escrita cuarenta años después, en la que presenta lo más nuclear de la síntesis tomista, Canals desarrolla también esta última observación. Lo hace al notar que sobre la afirmación de la perfección de la libertad por la gracia, que le permite, ya renovada, realizar obras meritorias, Santo Tomás no considera consistentes otras explicaciones.
Al tratar la cuestión de si la salvación es toda de Dios o también por causación humana, indica Santo Tomás que hay algunos que: «parecen haber distinguido entre lo que pertenece a la gracia y lo que pertenece al libre albedrío, como si el mismo efecto no pudiese provenir de ambos». Sobre lo que surge de la gracia de Dios y del libre albedrío, advierte que: «no son cosas distintas lo que procede de la causa primera y de la segunda, y la providencia divina produce sus efectos por las operaciones de las causas segundas»[31].
Comenta Canals que en esta tesis del Aquinate que no separa «en el acto meritorio, la eficacia de la gracia del ejercicio del libre albedrío humano», se revela «como una norma o criterio». Se descubre implícita en su aplicación, siempre que Santo Tomás afirma: «la composición, la síntesis de algo en alguna línea “superior” o más perfecto con otro elemento de la realidad en cierto sentido inferior, como participativo o receptivo de aquello más eminente que lo perfecciona».
Esta especie de regla del Aquinate, es que lo participado, y, por tanto, lo más perfecto y perfectible, «nunca suprime ni minimiza este elemento participativo y perfectible», con el que se compone.
Precisa Canals que lo participante o «lo de algún modo inferior no tiene carácter de la imperfección privativa». Al sujeto de lo participado le pertenece la limitación, propia de la medida de la participación, pero no la privación, que en el sentido de ser debida, lo es de lo malo. Como explica seguidamente: «El mal, para Santo Tomás, no tiene subsistencia ni consistencia esencial alguna, y sólo se da en una substancia y sujeto bueno privado en alguna línea de la perfección a que tendería por su naturaleza. No hay error más que en un sujeto intelectual, ni enfermedad más que en un viviente, ni pecado más que en un sujeto personal dotado del bien del libre albedrío y ordenado, por su misma naturaleza, a encontrar su plenitud en la ordenación al bien y en la participación del mismo».
Se trata, por tanto, de «la composición o síntesis de la capacidad de perfección con la perfección para la que capacita» Esta composición participante participado o potencial actual se da en: «la composición en lo entitativo de la forma con la materia, de la esencia finita con el acto de ser que la actualiza, de la facultad operativa con la operación a que tiende y, en la cima del universo creado y elevado por Dios al orden de receptor de la comunicación de la vida divina»[32].
De la «regla» de que lo participado o superior no anula lo participante o inferior, sino que lo presupone como perfectible y lo perfecciona e incluso lo restaura en sus imperfecciones[33], se sigue que tampoco lo minimiza o disminuye en su naturaleza y en sus acciones. Puede decirse que, para Santo Tomás: «Nunca lo superior, para perfeccionar lo inferior en que es recibido, anula o minimiza lo inferior».
Por ello, la gracia no elimina o mengua la naturaleza caída, ni tampoco: «La sabiduría teológica no ha cortado a nadie las posibilidades de su talento metafísico. La santidad nunca ha cortado las alas a la plenitud de una vida humana. Aquellos santos a los que llamamos “humanistas devotos” no tienen, en lo cultural y lo personal, inferior valía a la realizada en cualquier humanismo. La fuerza espiritual de la mística Doctora Santa Teresa nadie puede pensar que le quitase algo de su genio tan “femenino". La poderosa acción de Santa Juana de Arco no encontró obstáculo, antes bien, como es obvio, todo el impulso en la vida de su tensión religiosa»[34].
Desde esta «regla» de Santo Tomás, se comprende «la composición o síntesis entre la gracia divina y el libre albedrío humano, que el pecado original hiere con la inclinación al mal, pero que no anula y que sigue siendo, aun en el hombre caído, el sujeto propio receptor de la eficacia de la gracia que le mueve al bien»[35].
Eudaldo Forment
Fuente: infocatolica.com.
[1] Jacques-Benigne Bossuet, Oeuvres complètes de Bossuet, Paris, Librairie de Louis Vivès Editeur, 1862, vol. XIII, Exposition de la doctrine de l’Église Catholique sur les matières de controverse, pp. 51-104, I, p. 51.
[2] Ibíd., VI, p. 62.
[3] Ibíd. VI, pp. 62-63.
[4] Ibíd., VI, p. 63.
[5] Ibíd., pp. 63-64.
[6] Ibíd., VII, p. 64.
[7] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. XVI.
[8] JACQUES BÉNIGNE BOSSUET, Sermones, Trad. S.J. Arbó, Barcelona, Luis Miracle Editor, 1940, Sermón “Por la profesión de madame de la Vallière, duquesa de Vanjours”, pp. 219-248, p. 227.
[9] Cf. Is 65, 17 y Ap 21, 1.
[10] JACQUES BÉNIGNE BOSSUET, Sermones, op.cit.,p. 229.
[11] Ibíd., p. 237.
[12] Ibíd., p. 238.
[13] Ibíd., p. 239.
[14] Ibíd., p. 243.
[15] Ibíd., p. 244.
[16] FRANCISCO CANALS, En torno al diálogo católico protestante, Barcelona, Herder, 1966, p. 30.
[17] Ibíd., p. 38.
[18] Ibíd., p. 30.
[19] Ibíd, p. 43-44.
[20] Ibíd., p. 44.
[21] Ibíd., p. 43.
[22] Ibíd.
[23] Ibíd., p. 44.
[24] Ibíd., p. 43.
[25] Ibíd., p. 44.
[26] Ibíd., p. 48.
[27] Ibíd., p. 47.
[28] Ibíd., pp. 47-48.
[29] Ibíd., p. 47.
[30] Ibíd., p. 42.
[31] Santo Tomás, Summa theologiae, I, q. 23, a. 5, in c.
[32] Francisco Canals Vidal, Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, Barcelona, Scire, 2004, p. 94.
[33] Cf. SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I, q. 1, a. 8, ad 2.; I, q. 2, a. 2, ad 1; y I-Ii, q. 109, a. 3, in c.
[34] Francisco Canals Vidal, Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, op. cit., p. 95.
[35] Ibíd. En los errores y herejías sobre esta cuestión se han separado los dos constitutivos y se han igualado, o se han contrapuesto antitéticamente, o bien se ha anulado uno de ellos.
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