Los misterios cristianos no se nos han dado para pensarlos, sino para vivirlos cada uno en su actividad diaria y, con toda la Iglesia, en la Liturgia
Si pierde ese marco real, la teología podría convertirse en pura especulación o incluso en ideología
Sin la experiencia de la conversión personal, tratando de identificarse con la persona y el mensaje de Cristo; y sin la conciencia de participar en un misterio salvador, el teólogo podría sentirse como el que domina, supervisa y define los enunciados de la fe, cuando, en realidad, hemos sido insertados en un misterio, don inmerecido que siempre nos supera.
Cuando se resumen las corrientes teológicas del siglo XX, es frecuente fijarse en las grandes escuelas francesas de Le Saulchoir (dominicos) y Lyon-Fourvière (jesuitas); y en las más famosas facultades de teología alemanas (Tubinga y Múnich). En ellas se produce, en gran parte, el renacimiento patrístico y bíblico, y los estudios históricos, que son fermento de la renovación teológica del siglo XX.
Pero a este esquema hay que añadirle una tradición de más de un siglo, que en gran parte se inicia y desarrolla en los monasterios benedictinos de Francia (Solesmes), Bélgica (Maredsous, Mont-César) y Alemania (Beuron y Maria Laach). Un notable elenco de sabios benedictinos impulsan, por un lado, una “teología de la mística” (Stolz), y por otro, una renovación litúrgica, de celebración y pensamiento. A este segundo impulso que, después, repercute en la teología y vida la vida de la Iglesia, se le llama “Movimiento Litúrgico”, y dura más de cien años: desde la refundación de Solesmes (1833) hasta la Constitución sobre la Liturgia Sacrosanctum Concilium, del Concilio Vaticano II (1963).
En el Concilio se recogen las mejores inspiraciones, aunque, al mismo tiempo, una aplicación demasiado improvisada y la escasa formación de los agentes redujo con frecuencia esa aportación a unos pocos tópicos, con resultados mucho más pobres de lo que se deseaba. Esto ha favorecido una reacción “tradicionalista” que se apega a las formas del pasado reciente por la nostalgia de elementos muchas veces secundarios. Queda mucho por aprender.
Como la mayor parte de los monasterios franceses (cientos), Solesmes padeció la revolución (1789) con sus exclaustraciones, saqueos, incendios y subastas. Muchos grandes monasterios quedaron convertidos en canteras de piedra y paisajes de ruinas. Pero Solesmes revivió (1833) de la mano del abad Dom Prosper Guéranger.
Dom Guéranger (1805-1875) quería volver a lo auténtico. Y en primer lugar, secundar la intención de Trento de extender el rito romano. La mayor parte de las diócesis francesas todavía conservaban sus ritos propios antiguos (galicanos); y habían incorporado los gustos barrocos en arquitectura, música, ropa y ajuar litúrgico. Quizá como un efecto tardío del romanticismo, Guéranger asocia la recuperación del rito romano con el estilo medieval, que considera expresión de la madurez histórica del cristianismo. Y promueve la renovación de las vestiduras (casullas góticas) y objetos litúrgicos, con estudios y talleres artesanales.
En particular, recupera el canto gregoriano. De origen romano en los siglos V y VI, introducido y ampliado en la Francia de Carlomagno (finales del VIII), reformado o deformado y en gran parte perdido en el Renacimiento. Con un inmenso y paciente trabajo, se buscan las notaciones musicales antiguas, se rehacen, y se enseña el estilo propio del canto gregoriano. Crea escuela, y esta labor será muy alabada por san Pío X, en el motu proprio Tra le sollicitudine (1903).
Dom Guéranger se lamentaba de que la piedad cristiana se apoyaba más en los devocionarios llenos de prácticas particulares que en la participación en la liturgia que es la oración de la Iglesia y, en el fondo, de Cristo mismo. Estudia a los Padres y se esfuerza por explicar la acción de Cristo en la Misa. Recorre los misterios y edita un magnífico comentario del año litúrgico, (L’Année Liturgique), que alcanza mucho éxito y todavía se lee con interés. Es la obra escrita de su vida.
Aunque su obra más importante no es escrita, sino que se trata de la vida monástica de Solesmes con una espiritualidad muy centrada en la Liturgia, que también pone en juego toda la renovación de estilo, vestiduras y canto gregoriano. Eso provocará la admiración de los visitantes y la imitación temprana en otros monasterios benedictinos. Por eso se le considera el iniciador del Movimiento Litúrgico.
De origen irlandés, Columba Marmion (1858-1923) se formó en el monasterio belga de Maredsous y contribuyó a fundar Mont-César en Lovaina. Fue profesor de Teología y realizó una amplia labor de dirección espiritual (entre otros, del famoso cardenal Mercier). Fue beatificado por Juan Pablo II en 2000.
La aportación más preciosa de Marmion es describir los misterios de la vida de Cristo y mostrar de qué manera vivimos en ellos, tanto en la vida ordinaria como en la Liturgia. Lo hace en sus tres obras más famosas, Jesucristo, vida del alma; Jesucristo en sus misterios; y Jesucristo, vida del monje. Están traducidas al castellano y se leen con interés. Marmion poseía una gran cultura patrística y litúrgica, pero se expresa con sencillez y autenticidad, con una profundidad llena de piedad.
Se centra en el Misterio Pascual que vivimos en los sacramentos, pero también recorre todas las escenas de la vida de Cristo, destacando los grandes misterios: Encarnación, Nacimiento, Bautismo, milagros, Transfiguración, oración de Cristo, y su aplicación a nuestra vida. Utiliza también grandes temas patrísticos como el “admirable intercambio” (San Ireneo) del Hijo de Dios que se hace hombre para que el ser humano pueda convertirse en hijo de Dios. Y del admirable abajamiento de Dios que llega a la cruz. El cristiano ha resucitado en Cristo por el Bautismo y toda su vida es un proceso de identificación con Él que conduce a la filiación divina y a la semejanza con el amor del Hijo. En este contexto, da una explicación profunda y teológica de la devoción al Corazón de Cristo.
Jesucristo, vida del alma comienza con el plan divino de nuestra predestinación adoptiva en Cristo y explica cómo Cristo es nuestra “causa ejemplar”, porque estamos llamados a identificarnos con él, por la acción del Espíritu. Ese Espíritu es el mismo espíritu de Jesús, que viene a nosotros y que también nos reúne en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. Explica cómo se desarrolla la identificación con Cristo en la vida cristiana, de oración, participación en la vida de la Iglesia, y caridad.
Después de unos años de sacerdocio, en los que se interesó por la difusión de la doctrina social de la Iglesia, Lambert Beaudoin (1873-1960) ingresó en el Monasterio belga de Mont-César y recibió un gran influjo de Columba Marmion.
A Beaudoin, como a Dom Guéranger y a su maestro Marmion, le preocupaba ver que los cristianos más piadosos eran aficionados a devociones particulares, pero tenían poca formación litúrgica y no sabían vivir la Misa. Incluso en muchos sitios, se rezaba el Rosario o se predicaba durante la Misa (aunque se paraba un momento para la consagración). Pero la Misa no es una devoción más; es la oración de la Iglesia.
Beaudoin es un decidido divulgador de la Liturgia y un impulsor de la participación. Con ese fin y con el apoyo del cardenal Mercier, alentó unas jornadas litúrgicas en el monasterio y, más tarde, en Lovaina, y promovió con gran éxito una pequeña revista, La Vie liturgique, que contenía las lecturas del domingo, con su explicación y comentarios litúrgicos.
Frente a las devociones particulares, que tienen un valor secundario, la vida cristiana es trinitaria, pascual, eclesial y litúrgica. Por la acción del Espíritu Santo, el cristiano participa en el misterio pascual, y renace en Cristo, se incorpora a su Cuerpo, que es la Iglesia, y ora al Padre en el Espíritu Santo, uniéndose a la ofrenda de Cristo mismo. Todo esto se expresa y se vive en la Liturgia, y es lo que debe caracterizar la vida cristiana. En la liturgia se vive en el misterio de la creación y de la Trinidad y de la Redención en Cristo. Allí Dios está presente y habla. Por eso, como también defendía Columba Marmion, la Palabra de Dios que se lee en la Liturgia tiene un valor especial.
En consonancia con el cardenal Mercier fue también pionero del movimiento ecuménico, y fundó un monasterio con esa orientación en Amay, que después se trasladaría a Chevetogne. Y puso en marcha una de las revistas más importantes, Irenikon, especializada preferentemente en el diálogo con la ortodoxia. Su labor de pionero, tanto en el campo litúrgico como ecuménico, le valieron algunas incomprensiones que llevó de manera ejemplar.
La renovación litúrgica, tanto de pensamiento teológico como de práctica, que se extendía por Francia y Bélgica, llegó pronto a Alemania. En primer lugar, a Beuron. Y algo después a María Laach.
El benedictino Mauro Wolte, educado en Solesmes, fundó Beuron en 1863, con la inspiración litúrgica de Solesmes. Desde entonces, Beuron será un foco para la piedad alemana. La Liturgia bien celebrada, con una estética sobria y hermosa y con el canto gregoriano, atraerá especialmente a los intelectuales.
La influencia se extendió a toda la congregación de Beuron y en particular al monasterio de Maria Laach, refundado por los monjes de Beuron en 1892. El abad Ildefonso Herwegen (1874-1946) se interesó mucho por el movimiento litúrgico, y pensó que necesitaba un serio fundamento teológico. Esto le llevó a formar un amplio equipo para abordar la historia y teología de la liturgia: la celebración antigua, la doctrina de los sacramentos en los Padres de la Iglesia y en autores medievales. Promovió revistas, colecciones de ensayos y colecciones de fuentes.
Romano Guardini conoció pronto lo que se hacía en Beuron y, siendo ya sacerdote, participó con entusiasmo en los trabajos de Maria Laach, contribuyendo a su colección de ensayos, con El espíritu de la Liturgia (1918), uno de los libros más emblemáticos del Movimiento Litúrgico.
Entre el equipo de benedictinos que vivían en Maria Laach, el más importante y conocido es Odo Casel, estudioso y promotor de la idea de misterio aplicada a la celebración litúrgica. Pero explicarlo merece otro artículo.
El subrayado de la idea teológica de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, que tiene lugar en los años treinta, destaca también un gran tema litúrgico del que se toma conciencia: en la liturgia y especialmente en la Misa, celebra siempre toda la Iglesia. Y quien celebra es, en realidad Cristo mismo. La Iglesia celebra como Cuerpo de Cristo, con todos sus fieles en la tierra y en el cielo presentes y unidos, aunque cada uno con su función: obispo, sacerdotes, fieles. Los laicos no son espectadores, sino parte de la Iglesia que celebra.
Poco a poco se consigue que los fieles participen mejor en la Misa, que sigan los textos al tenerlos impresos o con un Misal. Más tarde se introducirán las Misas dialogadas, donde el pueblo −y no solo el monaguillo− responde al sacerdote. Todo va en la línea de una participación más consciente y activa.
La encíclica Mediator Dei (1943), de Pío XII, que es la primera encíclica sobre Liturgia del Magisterio eclesiástico, recoge y consagra estos avances. Subraya la idea de la unidad de la Iglesia como Cuerpo de Cristo que celebra, alienta la cultura litúrgica y la participación piadosa de los fieles. Y se queja por un lado de quienes no saben apreciar la importancia de estas mejoras y, por otro, de los que experimentan con demasiada ligereza. Alaba explícitamente el trabajo de los monasterios benedictinos: “Hacia finales del siglo pasado y comienzos del actual se despertó un singular entusiasmo por los estudios litúrgicos, bien por el esfuerzo de algunos particulares, bien, sobre todo, por la celosa y asidua diligencia de varios monasterios de la ínclita Orden benedictina […]. Las saludables consecuencias de este intenso apostolado fueron visibles tanto en el terreno de las ciencias sagradas, donde los ritos litúrgicos de la Iglesia occidental y oriental fueron más amplia y profundamente estudiados y conocidos, como en la vida espiritual y privada de muchos cristianos”.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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