Meditación del Santo Padre durante el tradicional encuentro con los párrocos de la diócesis del Papa
A las 11:00 de la mañana del jueves, 2 de marzo de 2017, el Santo Padre se reunió con los párrocos de Roma en la basílica de San Juan de Letrán, Catedral de Roma, para el tradicional encuentro con los párrocos de su Diócesis.
«¡Señor, auméntanos la fe!» (Lc 17,5). Esta petición salió espontánea de los discípulos cuando el Señor estaba hablándoles de la misericordia y dijo que debemos perdonar setenta veces siete. “Auméntanos la fe”, pedimos también nosotros, al inicio de esta conversación. Lo pedimos con la sencillez del Catecismo, que nos dice: «Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente». Es una fe que «debe actuar “por la caridad” (Gal 5,6; cfr. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cfr. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia» (n. 162).
Me ayuda apoyarme en tres puntos firmes: la memoria, la esperanza y el discernimiento del momento. La memoria, como dice el Catecismo, está arraigada en la fe de la Iglesia, en la fe de nuestros padres; la esperanza es lo que nos sostiene en la fe; y el discernimiento del momento lo tengo presente al momento de actuar, de poner en práctica esa “fe que actúa por la caridad”.
Lo formulo de este modo:
−Dispongo de una promesa −siempre es importante recordar la promesa del Señor que me ha puesto en camino−.
−Estoy en camino −tengo esperanza−: la esperanza me indica el horizonte, me guía: es la estrella y también lo que me sostiene, es el ancla, anclada en Cristo.
−Y, en el momento específico, en cada cruce de caminos, debo discernir un bien concreto, el paso adelante en el amor que puedo dar, y también el modo en que el Señor quiere que lo haga.
Hacer memoria de las gracias pasadas confiere a nuestra fe la solidez de la encarnación; la coloca dentro de una historia, la historia de la fe de nuestros padres, que «murieron en la fe, sin haber obtenido los bienes prometidos, sino que los vieron y los saludaron solo desde lejos» (Hb 11,13)[1]. Nosotros, «rodeados de dicha multitud de testigos», mirando donde ellos miran, tenemos la mirada «fija en Jesús, aquel que de origen a la fe y la lleva a cumplimiento» (Hb 12,2).
La esperanza, por su parte, es la que abre la fe a las sorpresas de Dios. Nuestro Dios es siempre más grande que todo lo que podamos pensar e imaginar de Él, de lo que le pertenece y de su modo de obrar en la historia. La apertura de la esperanza confiere a nuestra fe frescura y horizonte. No es la apertura de una imaginación irreal que proyectase fantasías y deseos propios, sino la apertura que provoca en nosotros el ver el expolio de Jesús, «el cual, despreciando la ignominia, soportó la cruz en lugar del gozo que se le proponía, y está sentado a la diestra del trono de Dios» (Hb 12,2). La esperanza que atrae, paradójicamente, no la genera la imagen del Señor trasfigurado, sino su imagen ignominiosa. «Atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Es el darse total del Señor en la cruz lo que nos atrae, porque revela la posibilidad de ser más auténtica. Es el expolio de aquel que no se adueña de la promesa de Dios, sino que, como verdadero testador, pasa la antorcha de la heredad a sus hijos: «Donde hay testamento, es necesario que sea declarada la muerte del testador» (Hb 9,16).
El discernimiento, en fin, es lo que concreta la fe, lo que la hace «actuar por medio de la caridad» (Gal 5,6), lo qhe nos permite dar un testimonio creíble: «por mis obras te mostraré mi fe» (St 2,18). El discernimiento mira en primer lugar lo que place a nuestro Padre, «que ve en lo secreto» (Mt 6,4.6), no mira los modelos de perfección de los paradigmas culturales. El discernimiento es “del momento” porque está atento, como la Virgen en Caná, al bien del prójimo para que el Señor anticipe “su hora”, o “se salte” un sábado para poner en pie al que estaba paralítico. El discernimiento del momento oportuno (kairos) es fundamentalmente rico de memoria y esperanza: recordando con amor, apunta la mirada con lucidez a lo que mejor guía a la Promesa.
Y lo que mejor guía es siempre en relación con la cruz: con ese despojarme de mi voluntad, con ese drama interior del «no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mt 26,39) que me pone en las manos del Padre y hace que sea Él quien guíe mi vida.
Vuelvo un momento al tema del “crecer”. Si volvéis a leer con atención la Evangelii gaudium −que es un documento programático− veréis que habla siempre de “crecimiento” y de “madurez”, tanto en la fe, en el amor, en la solidaridad como en la comprensión de la Palabra[2]. Evangelii gaudium tiene una perspectiva dinámica. «El mandato misionero del Señor comprende la llamada al crecimiento de la fe cuando indica: “enseñándoles a observar todo lo que os he mandado” (Mt 28,20). Así parece claro que el primer anuncio debe dar lugar también a un camino de formación y de madurez» (n. 160).
Subrayo esto: camino de formación y de madurez en la fe. Y tomarse esto en serio implica que «no sería correcto interpretar esta llamada al crecimiento exclusiva o prioritariamente como formación (meramente) doctrinal» (n. 161). El crecimiento en la fe sucede a través de los encuentros con el Señor en el curso de la vida. Esos encuentros se guardan como un tesoro en la memoria y son nuestra fe viva, en una historia de salvación personal.
En esos encuentros la experiencia es la de una incompleta plenitud. Incompleta, porque debemos continuar caminando; plenitud, porque, como en todas las cosas humanas y divinas, en cada parte se halla el todo[3]. Esa madurez constante vale para el discípulo como para el misionero, para el seminarista como para el sacerdote y el obispo. En el fondo está ese círculo virtuoso al que se refiere el Documento de Aparecida que acuñó la fórmula “discípulos misioneros”.
Cuando hablo de puntos firmes o de “pivotar”, la imagen que tengo presente es la del jugador de baloncesto, que clava el pie como “perno” en tierra y hace movimientos para proteger la pelota, o para encontrar un espacio para pasarla, o para tomar carrerilla e ir a canasta. Para nosotros, ese pie clavado al suelo, en torno al cual pivotamos, es la cruz de Cristo. Una frase escrita en la pared de la capilla de la Casa de Ejercicios de San Miguel (Buenos Aires) decía: “Fija está la Cruz, mientras el mundo gira” [“Stat crux dum volvitur orbis”, lema de san Bruno y los Cartujos]. Luego uno se mueve, protegiendo la pelota, con la esperanza de hacer canasta o buscando a quien pasarla.
La fe −el progreso y el crecimiento en la fe− se funda siempre en la Cruz: «Quiso Dios salvar a los creyentes, por medio de la necedad de la predicación» de «Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1Cor 1,21.23). Teniendo pues, como dice la Carta a los Hebreos, «fijos los ojos en Jesús, iniciador y consumador de la fe», nos movemos y nos ejercitamos en la memoria −recordando la «multitud de testigos»− y corremos con esperanza «en la carrera emprendida», discerniendo las tentaciones contra la fe, «sin cansarnos ni perdernos de ánimo» (cfr. Hb 12,1-3).
En la Evangelii gaudium he querido poner de relieve esa dimensión de la fe que llamo deuteronómica, en analogía a la memoria de Israel: «La alegría evangelizadora brilla siempre en el trasfondo de la memoria agradecida: es una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles nunca olvidaron el momento en que Jesús les tocó el corazón: “Eran como las cuatro de la tarde” (Jn 1,39)» (n. 13).
En la «“multitud de testigos” […] se distinguen algunas personas que han influido de modo especial para hacer germinar nuestra alegría creyente: “Acordaos de vuestros pastores, que os anunciaron la Palabra de Dios” (Hb 13,7). A veces se trata de personas sencillas y cercanas que nos han iniciado en la vida de la fe: “Me acuerdo de tu fe sincera, que tuvieron también tu abuela Loide y tu madre Eunice” (2Tm 1,5). El creyente es fundamentalmente “uno que hace memoria”» (ibid.).
La fe se alimenta y se nutre de la memoria. La memoria de la Alianza que el Señor hizo con nosotros: Él es el Dios de nuestros padres y abuelos. No es Dios del último momento, un Dios sin historia de familia, un Dios que para responder a cada nuevo paradigma tendría que descartar como viejos y ridículos los anteriores. La historia de familia no “pasa nunca de moda”. Parecerán viejos los vestidos y los cabellos de los abuelos, las fotos tendrán color sepia, pero el cariño y la audacia de nuestros padres, que se gastaron para que nosotros pudiésemos estar aquí y tener lo que tenemos, son una llama encendida en todo corazón noble.
Tengamos bien presente que progresar en la fe no es solo un propósito voluntarista de creer más de ahora en adelante: es también ejercicio de volver con la memoria a las gracias fundamentales. Se puede “progresar hacia atrás”, yendo a buscar nuevamente tesoros y experiencias que estaban olvidados y que muchas veces contienen las claves para comprender el presente. Eso es lo verdaderamente “revolucionario”: ir a las raíces. Cuanto más lúcida es la memoria del pasado, más claro se abre el futuro, porque se puede ver la senda realmente nueva y distinguirla de las sendas ya recorridas que no han llevado a ninguna parte. La fe crece recordando, uniendo las cosas con la historia real vivida por nuestros padres y por todo el pueblo de Dios, por toda la Iglesia.
Por eso, la Eucaristía es el Memorial de nuestra fe, lo que nos sitúa siempre de nuevo, diariamente, en el acontecimiento fundamental de nuestra salvación, en la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, centro y eje de la historia. Volver siempre a ese Memorial −actualizarlo en un Sacramento que se prolonga en la vida−, eso es progresar en la fe. Como decía san Alberto Hurtado: «La Misa es mi vida y mi vida es una Misa prolongada»[4].
Para ir a las fuentes de la memoria, me ayuda siempre volver a leer un pasaje del profeta Jeremías y otro del profeta Oseas, en los que nos hablan de lo que el Señor recuerda de su Pueblo. Para Jeremías, el recuerdo del Señor es el de la esposa amada de la juventud, que luego le fue infiel. «Me acuerdo de ti −dice a Israel−, del cariño de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando me seguías por el desierto, […]. Consagrado al Señor estaba Israel» (2,2-3).
El Señor reprocha a su pueblo su infidelidad, que se reveló una mala decisión: «Dos son las culpas que ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron cisternas, cisternas llenas de grietas, que no retienen el agua. […] Pero tú respondes: “No, es inútil, porque yo amo a los extranjeros y quiero ir con ellos» (2,13.25).
Para Oseas, el recuerdo del Señor es el del hijo mimado y desagradecido: «Cuando Israel era niño, yo lo amé y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí; […] y quemaban incienso a los ídolos. Yo enseñé a andar a Efraím, lo llevaba de la mano, pero ellos no entendían que yo los cuidaba. Con vínculos de afecto los atraje, con lazos de amor. Ero para ellos como quien alza a un niño hasta sus mejillas, y me inclinaba a él y le daba de comer. […] Mi pueblo es duro de convertir» (11,1-4.7). Hoy como entonces, la infidelidad y la ingratitud de los pastores repercute en los más pobres del pueblo fiel, que quedan a merced de los extraños y de los idólatras.
La fe se sostiene y progresa gracias a la esperanza. La esperanza es el ancla enclavada en el Cielo, en el futuro trascendente, del que el futuro temporal −considerado de forma lineal− es solo una expresión. La esperanza es lo que dinamiza la mirada hacia atrás de la fe, que lleva a hallar cosas nuevas en el pasado −en los tesoros de la memoria− porque se encuentra al mismo Dios que espera ver en el futuro. La esperanza además se extiende hasta los confines, en toda la amplitud y en todo el espesor del presente diario e inmediato, y ve posibilidades nuevas en el prójimo y en lo que se puede hacer aquí, hoy. La esperanza es saber ver, en el rostro de los pobres que encuentro hoy, al mismo Señor que vendrá un día a juzgarnos según el protocolo de Mateo 25: «Cuanto hicisteis a uno solo de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (v. 40).
Así la fe progresa existencialmente creyendo en ese “impulso” trascendente que se mueve −que es activo y operante− hacia el futuro, pero también hacia el pasado y en toda la amplitud del momento presente. Podemos entender así la frase de Pablo a los Gálatas, cuando dice que lo que vale es «la fe que actúa por medio de la caridad» (5,6): una caridad que, cuando hace memoria, se activa confesando, en la alabanza y en la alegría, que ya le ha dado el amor; una caridad que cuando mira adelante y hacia arriba, confiesa su deseo de dilatar el corazón en la plenitud del Bien más grande; estas dos confesiones de una fe rica en gratitud y esperanza, se traducen en la acción presente: la fe se confiesa en la práctica, saliendo de uno mismo, trascendiéndose en la adoración y en el servicio.
Vemos así cómo la fe, dinamizada por la esperanza de descubrir a Cristo en el espesor del presente, está ligada al discernimiento.
Es propio del discernimiento dar primer un paso atrás, como quien retrocede un poco para ver mejor el panorama. Siempre hay una tentación en el primer impulso, que lleva a querer resolver algo inmediatamente. En ese sentido creo que hay un primer discernimiento, grande y básico, el que no se deja engañar por la fuerza del mal, sino que sabe ver la victoria de la Cruz de Cristo en cada situación humana. En este punto me gustaría releer con vosotros un párrafo completo de Evangelii gaudium, porque ayuda a discernir esa insidiosa tentación que llamo pesimismo estéril: «Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el Señor dijo a san Pablo: “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad” (2Co 12,9). El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal. El mal espíritu de la derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica. […] En todo caso, allí estamos llamados a ser personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la cruz donde, traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua viva. ¡No nos dejemos robar la esperanza!» (85-86).
Estas formulaciones «no nos dejemos robar…», me vienen de las reglas de discernimiento de san Ignacio, que suele representar al demonio como un ladrón. Se comporta como un capitán −dice Ignacio− que para vencer y robar lo que desea nos combate en nuestra parte más débil (cfr. Ejercicios Espirituales, 327). Y en nuestro caso, en la actualidad, creo que intenta robarnos la alegría −que es como robarnos el presente[5]− y la esperanza −el salir, el caminar−, que son las gracias que más pido y hago pedir para la Iglesia en este tiempo.
Es importante en este punto dar un paso adelante y decir que la fe progresa cuando, en el momento presente, discernimos cómo concretar el amor en el bien posible, acorde al bien del otro. El primer bien del otro es poder crecer en la fe. La súplica comunitaria de los discípulos «¡Auméntanos la fe!» (Lc 17,6) declara la conciencia de que la fe es un bien comunitario. Hay que considerar, además, que buscar el bien del otro nos hace arriesgarnos. Como dice Evangelii gaudium: «Un corazón misionero es consciente […] de que él mismo debe crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de ensuciarse con el barro del camino» (45).
En ese discernimiento está implícito el acto de fe en Cristo presente en el más pobre, en el más pequeño, en la oveja perdida, en el amigo insistente. Cristo presente en quien viene a nuestro encuentro −haciéndose ver, como Zaqueo o la pecadora que entra con su vaso de perfume, o casi sin dejarse notar, como la hemorroisa−; o Cristo presente en quien nosotros mismos abordamos, sintiendo compasión cuando lo vemos de lejos, tirado al borde del camino. Creer que ahí está Cristo, discernir el mejor modo de dar un pequeño paso hacia Él, por el bien de aquella persona, es progreso en la fe. Así come alabar es progreso en la fe, y desear más es progreso en la fe.
Puede hacernos bien detenernos ahora un poco en este progreso en la fe que sucede gracias al discernimiento del momento. El progreso de la fe en la memoria y en la esperanza está más desarrollado. En cambio, este punto firme del discernimiento, quizá no tanto. Puede incluso parecer que donde hay fe no debería ser necesario el discernimiento: se cree y basta. Pero eso es peligroso, sobre todo si se sustituyen los renovados actos de fe en una Persona −en Cristo nuestro Señor−, que tienen todo el dinamismo que acabamos de ver, con actos de fe meramente intelectuales, cuyo dinamismo se agota al hacer reflexiones y elaborar formulaciones abstractas. La formulación conceptual es un momento necesario del pensamiento, como elegir un medio de transporte es necesario para llegar a una meta. Pero la fe no se agota en una formulación abstracta ni la caridad en un bien particular, sino que lo propio de la fe y de la caridad es crecer y progresar abriéndose a una mayor confianza y a un bien común más grande. Lo propio de la fe es ser “operativa”, activa, y lo mismo para la caridad. Y la piedra de toque es el discernimiento. En efecto, la fe puede fosilizarse, al conservar el amor recibido, transformándolo en un objeto de museo; y la fe puede también volatilizarse, en la proyección del amor deseado, transformándolo en un objeto virtual que existe solo en la isla de las utopías. El discernimiento del amor real, concreto y posible en el momento presente, en favor del prójimo más dramáticamente necesitado, hace que la fe se vuelva activa, creativa y eficaz.
Para concretar esta reflexión respecto a una fe que crece con el discernimiento del momento, contemplemos la imagen de Simón Pedro “pasado por la criba” (cfr. Lc 22,31), que el Señor preparó de manera paradigmática, para que con su fe probada confirmase a todos los que “amamos a Cristo sin haberlo visto” (cfr. 1Pt 1,8).
Entremos de lleno en la paradoja por la que aquel que debe confirmarnos en la fe es el mismo al que a menudo el Señor reprocha su “poca fe”. El Señor suele indicar como ejemplos de gran fe a otras personas. Con notable énfasis alaba muchas veces la fe de personas sencillas y de otras que no pertenecen al pueblo de Israel −pensemos en el centurión (cfr. Lc 7,9) y en la mujer siro-fenicia (cfr. 15,28)−, mientras que a los discípulos −y a Simón Pedro en particular− le echa en cara con frecuencia su «poca fe» (Mt 14,31).
Teniendo presente que las reflexiones del Señor respecto a la gran fe y a la poca fe tienen una intención pedagógica y son un estímulo para incrementar el deseo de crecer en la fe, nos concentramos en un pasaje central en la vida de Simón Pedro, aquel en que Jesús le dice que “ha rezado” por su fe. Es el momento que precede a la pasión; los apóstoles acaban de discutir quién de ellos sería el traidor y quién sería el más grande, y Jesús dice a Simón: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos» (Lc 22,31-32).
Precisemos los términos, ya que las peticiones del Señor al Padre son para atesorarlas en el corazón. Consideremos que el Señor “ruega”[6] por Simón pero pensando en nosotros. “Desfallecer” traduce ekleipo −de ahí “eclipsarse”− y es muy plástica la imagen de una fe eclipsada por el escándalo de la pasión. Es la experiencia que llamamos desolación: algo tapa la luz.
Volver atrás (epistrepsas) expresa aquí el sentido de “convertirse”, de volver a la consolación anterior después de una experiencia de desolación y de ser pasados por la criba por parte del demonio.
“Confirmar” (sterizon) se dice en el sentido de “consolidar” (histemi) la fe para que de ahora en adelante sea “decidida” (cfr. Lc 9,51). Una fe que ningún viento de doctrina pueda remover (cfr. Ef 4,14). Más adelante nos volveremos a detener en este “pasar por la criba”. Podemos releer así las palabras del Señor: “Simón, Simón, […] yo he rogado al Padre por ti, para que tu fe no quede eclipsada (de mi rostro desfigurado, en ti que lo has visto transfigurado); y tú, una vez que hayas salido de esa experiencia de desolación de la que el demonio ha aprovechado para pasarte por la criba, confirma (con esa fe toda probada) la fe de tus hermanos”.
Así, vemos que la fe de Simón Pedro tiene un carácter especial: es una fe probada, y con esa tiene la misión de confirmar y consolidar la fe de sus hermanos, nuestra fe. La fe de Simón Pedro es menor que la de tantos pequeños del pueblo fiel de Dios. Hay incluso paganos, como el centurión, que tienen una fe más grande en el momento de implorar la curación de un enfermo de su familia. La fe de Simón es más lenta que la de María Magdalena y de Juan. Juan cree con solo ver la señal del sudario y reconoce al Señor en la orilla del lago con solo escuchar sus palabras. La fe de Simón Pedro tiene momentos de grandeza, como cuando confiesa que Jesús es el Mesías, pero a esos momentos le siguen casi inmediatamente otros de gran error, de extrema fragilidad y total desconcierto, como cuando quiere alejar al Señor de la cruz, o cuando se ahoga sin remedio en el lago o cuando quiere defender al Señor con la espada. Por no hablar del momento vergonzoso de las tres negaciones ante los siervos.
Podemos distinguir tres tipos de pensamientos, cargados de cariño[7], que interaccionan en las pruebas de fe de Simón Pedro: algunos son los pensamientos que le vienen de su mismo modo de ser; otros pensamientos los provoca directamente el demonio (el espíritu malo); y un tercer tipo de pensamientos son los que vienen directamente del Señor o del Padre (del espíritu bueno).
a) Los dos nombres y el deseo de caminar hacia Jesús sobre las aguas
Veamos, en primer lugar, cómo se relaciona el Señor con el aspecto más humano de la fe de Simón Pietro. Hablo de la sana autoestima con que uno cree en sí mismo y en el otro, en la capacidad de ser digno de confianza, sincero y fiel, en la que se basa toda amistad humana. Hay dos episodios en la vida de Simón Pedro en los que se puede ver un crecimiento en la fe que se podría llamar sincera. Sincera en el sentido de sin complicaciones, en la que una amistad crece profundizando quién es cada uno sin que haya sombras. Uno es el episodio de los dos nombres; el otro, cuando Simón Pedro pide al Señor que le mande ir hacia Él caminando sobre las aguas.
Simón aparece en la escena cuando su hermano Andrés va a buscarlo y le dice: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41); y él sigue a su hermano que lo lleva a Jesús. Y allí sucede inmediatamente el cambio de nombre. Se trata de una elección que hace el Señor en vista a una misión, la de ser Piedra, fundamento sólido de fe sobre la que edificará su Iglesia. Notemos que, más que cambiarle el nombre de Simón, de hecho, lo que el Señor hace es añadir el de Pedro.
Este hecho es ya en sí motivo de tensión y de crecimiento. Pedro se moverá siempre en torno al eje que es el Señor, girando y sintiendo el peso y el movimiento de sus dos nombres: el de Simón −el pescador, el pecador, el amigo…− y el de Pedro −la Roca sobre la que se construye, el que tiene las llaves, quien dice la última palabra, el que cuida y apacienta las ovejas−. Me hace bien pensar que Simón es el nombre con que Jesús lo llama cuando hablan y se dicen las cosas como amigos, y Pedro es el nombre con que el Señor lo presenta, lo justifica, lo defiende y lo pone de relieve de maniera única como su hombre de total confianza, ante los demás. Aunque es Él quien le da el nombre de “Piedra”, Jesús lo llama Simón.
La fe de Simón Pedro progresa y crece en la tensión entre esos dos nombres, cuyo punto fijo −el eje− está centrado en Jesús.
Tener dos nombres le descentra. No puede centrarse en ninguno de ellos. Si quisiera que Simón fuese su punto fijo, tendría siempre que decir: «Señor, apártate de mí, que soy un pecador» (Lc 5,8). Si pretendiese centrarse exclusivamente en ser Pedro y olvidase o tapase todo lo que es Simón, se convertiría en piedra de escándalo, como le pasó cuando “no se comportaba rectamente según la verdad del Evangelio”, como le dijo Pablo porque había escondido el hecho de haber ido a comer con paganos (cfr. Gal 2,11-14). Mantenerse Simón (pescador y pecador) y Pedro (Piedra y clave para los demás) le obligará a descentrarse constantemente para girar solo en torno a Cristo, el único centro.
La imagen de este descentramiento, su puesta en acto, es cuando pide a Jesús que le mande ir a él sobre las aguas. Allí Simón Pedro muestra su carácter, su sueño, su atracción por la imitación de Jesús. Cuando se hunde, porque deja de mirar al Señor y mira el agitarse de las olas, muestra sus miedos y sus fantasmas. Y cuando le pide que lo salve y el Señor le tiende la mano, muestra saber bien quién es Jesús para él: su Salvador. Y el Señor le refuerza la fe, concediéndole lo que desea, dándole una mano y zanjando la cuestión con aquella frase afectuosa y tranquilizadora: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?» (Mt 14,31).
Simón Pedro en todas las situaciones “límite” en las que pueda meterse, guiado por su fe en Jesús, discernirá siempre cuál es la mano que le salva. Con esa certeza que, incluso cuando no entiende bien lo que Jesús dice o hace, le hará decir: «¿Señor, a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Humanamente, esa conciencia de tener “poca fe”, junto a la humildad de dejarse ayudar por quien sabe y puede hacerlo, es el punto de sana autoestima donde radica la semilla de aquella fe “para confirmar a los demás”, para “edificar sobre ella”, que es la que Jesús quiere de Simón Pedro y de nosotros que participamos del ministerio. Diría que es una fe compartible, quizá porque no es tan admirable. La fe de uno que hubiese aprendido a caminar sin tribulaciones sobre las aguas sería fascinante, pero nos alejaría. En cambio, esta fe de buen amigo, consciente de su poquedad y que confía plenamente en Jesús, nos suscita simpatía y −esta es su gracia− nos confirma.
b) La oración de Jesús y la criba del demonio
En el pasaje central de Lucas que hemos tomado como guía, podemos ver lo que produce la criba del demonio en la personalidad de Simón Pedro y cómo Jesús ruega para que la debilidad, e incluso el pecado, se trasformen en gracia y gracia comunitaria.
Nos concentramos en la palabra “criba” (siniazo: cribar el grano), que evoca el movimiento de espíritus, gracias al cual, al final, se discierne lo que viene del espíritu bueno de lo que viene del malo. En este caso el que criba −el que reivindica el poder de cribar− es el espíritu maligno. Y el Señor no se lo impide, sino que, aprovechando la prueba, dirige su oración al Padre para que refuerce el corazón de Simón Pedro. Jesús ruega para que Simón Pedro “no caiga en la tentación”. El Señor ha hecho todo lo posible para proteger a los suyos en su Pasión. Sin embargo, no puede evitar que cada uno sea tentado por el demonio, que se introduce en la parte más débil. En este tipo de pruebas, que Dios no manda directamente pero que no impide, Pablo nos dice que el Señor cuida de que no seamos tentados por encima de nuestras fuerzas (cfr. 1Cor 10,13).
El hecho de que el Señor diga expresamente que ruega por Simón es extremadamente importante, porque la tentación más insidiosa del demonio es que, junto a una cierta prueba particular, nos hace sentir que Jesús nos ha abandonado, que de algún modo nos ha dejado solos y no nos ha ayudado como debería. El Señor mismo experimentó y venció esa tentación, primero en el huerto y luego en la cruz, encomendándose a las manos del Padre cuando se sintió abandonado. En ese punto de la fe es cuando necesitamos ser de modo especial y con cuidado reforzados y confirmados. En el hecho de que el Señor prevenga lo que le sucederá a Simón Pedro y le asegure que ya ha rezado para que su fe no desfallezca, encontramos la fuerza que necesitamos.
Este “eclipse” de la fe ante el escándalo de la pasión es una de las cosas por las que el Señor ruega de modo particular. El Señor nos pide rezar siempre, con insistencia; nos asocia a su oración, nos hace pedir que “no caigamos en la tentación y nos libre del mal”, porque nuestra carne es débil; nos revela también que hay demonios que no se vencen si no con la oración y la penitencia y, en ciertas cosas, nos revela que él ruega de modo especial. Esta es una de esas. Como se reservó la humilde tarea de lavar los pies a los suyos, como una vez resucitado se ocupó personalmente de consolar a sus amigos, del mismo modo esta oración con la que, reforzando la fe de Simón Pedro, refuerza la de todos los demás, es algo de lo que el Señor se hace cargo personalmente. Y hay que tenerlo en cuenta: a esa oración que el Señor hizo una vez y sigue haciendo −«está a la diestra de Dios e intercede por nosotros» (Rm 8,34)− es a la que debemos recurrir para reforzar nuestra fe.
Si la lección dada a Simón Pedro de dejarse lavar los pies confirmó la actitud de servicio del Señor y la fijó en la memoria de la Iglesia como un hecho fundamental, esta lección, dada en el mismo contexto, debe ponerse también como modelo de la fe tentada y cribada por la que el Señor ruega. Como sacerdotes que formamos parte del ministerio petrino, en lo que nos corresponde, participamos de la misma misión: no solo debemos lavar los pies a nuestros hermanos, como hacemos el Jueves Santo, sino que debemos confirmarlos en su fe, dando testimonio de cómo el Señor rezó por la nuestra.
Si en las pruebas que tienen origen en nuestra carne el Señor nos anima y nos refuerza, haciendo muchas veces milagros de curación, en estas tentaciones que vienen directamente del demonio, el Señor realiza una estrategia más compleja. Veamos que hay algunos demonios que expulsa directamente y sin miramientos; otros los neutraliza, haciéndolos callar; a otros los hace hablar, les pregunta su nombre, como aquel que era “Legión”; a otros les responde ampliamente con la Escritura, soportando un largo proceso, como en el caso de las tentaciones en el desierto. A este demonio, que tienta a su amigo al inicio de su pasión, lo derrota rezando, no para que lo deje en paz, sino para que su criba sea motivo de fuerza en beneficio de los demás.
Tenemos aquí algunas grandes enseñanzas sobre el crecimiento en la fe. Una se refiere al escándalo del sufrimiento del Inocente y de los inocentes. Esto nos afecta más de lo que creemos, afecta incluso a los que lo provocan y a los que fingen no verlo. Hace bien escuchar de la boca del Señor, en el momento preciso en que está a punto de cargar sobre sí ese escándalo de la pasión, que Él ruega para que no desfallezca la fe de aquel al que deja a cargo, y para que sea él quien no confirme a nosotros. El eclipse de la fe provocado por la pasión no es algo que cada uno pueda resolver y superar individualmente.
Otra lección importante es que cuando el Señor nos pone a prueba, nunca lo hace basándose en nuestra parte más débil. Eso es típico del demonio, que explota nuestras debilidades, que busca nuestra parte más débil y que se ceba ferozmente contra los más débiles de este mundo. Por eso, la infinita e incondicionada misericordia del Padre por los más pequeños y pecadores, y la compasión y el perdón infinito que Jesús ejerce hasta dar la vida por los pecadores, no es solo porque Dios es bueno, sino también fruto del discernimiento último de Dios sobre el mal para desarraigarlo de su relación con la fragilidad de la carne. En última instancia, el mal no está ligado a la fragilidad y al límite de la carne. Por eso, el Verbo se hace carne sin ningún temor y da testimonio de que puede vivir perfectamente en el seno de la Sagrada Familia y crecer protegido por dos humildes criaturas como san José y la Virgen María su madre.
El mal tiene su origen en un acto de orgullo espiritual y nace de la soberbia de una criatura perfecta, Lucifer. Luego se contagia a Adán y Eva, pero con el apoyo de su “deseo de ser como dioses”, no de su fragilidad. En el caso de Simón Pedro, el Señor no teme su fragilidad de hombre pecador ni su miedo a caminar sobre las aguas en medio de la tormenta. Teme, más bien, la discusión sobre quién será el más grande.
En este contexto es cuando dice a Simón Pedro que el demonio ha pedido permiso para cribarlo. Y podemos pensar que la criba inició ahí, en la discusión sobre quién sería el traidor, que acabó luego en la discusión sobre quién sería el más grande. Todo el pasaje de Lucas que sigue inmediatamente a la institución de la Eucaristía es una criba: discusiones, predicción de las negaciones, ofrecimiento de la espada (cfr. 22, 23-38). La fe de Simón Pedro está cribada en la tensión entre el deseo de ser leal, de defender a Jesús y el de ser el más grande y la negación, la cobardía y el sentirse el peor de todos. El Señor ruega para que Satanás no oscurezca la fe de Simón en ese momento, en el que se mira a sí mismo para hacerse grande, para despreciarse o quedarse desconcertado y perplejo.
Si hay una formulación elaborada por Pedro sobre estas cosas, es la de una “fe probada”, como nos muestra su Primera Carta, donde Pedro advierte que no hay que admirarse de las pruebas, como si fuesen algo extraño (cfr. 4,12), sino que se debe resistir al demonio «fuertes en la fe» (5,9). Pedro se define a sí mismo «testigo de los sufrimientos de Cristo» (5,1) y escribe sus cartas con el fin de «despertar […] el recto criterio» (2Pt 3,1) (eilikrine dianoian: juicio iluminado por un rayo de sol), que sería la gracia contraria al “eclipse” de la fe.
El progreso de la fe, pues, sucede gracias a esta criba, a este pasar a través de tentaciones y pruebas. Toda la vida de Simón Pedro puede ser vista como un progreso en la fe gracias al acompañamiento del Señor, que le enseña a discernir, en su propio corazón, lo que viene del Padre y lo que viene del demonio.
c) El Señor que pone a prueba haciendo crecer la fe de lo bueno a lo mejor y la tentación siempre presente
Finalmente, el encuentro junto al lago de Tiberíades. Un ulterior paso donde el Señor pone a prueba a Simón Pedro haciéndole crecer de lo bueno a lo mejor. El amor de amistad personal se consolida como lo que “alimenta” el rebaño y lo refuerza en la fe (cfr. Jn 21,15-19).
Leída en este contexto de las pruebas de fe de Simón Pedro que sirven para reforzar la nuestra, podemos ver aquí que se trata de una prueba muy especial del Señor. En general, se dice que el Señor le preguntó tres veces porque Simón Pedro lo había negado tres veces. Puede ser que esa debilidad estuviese presente en el ánimo de Simón Pedro (o en el de quien lee su historia) y que el diálogo haya servido para curarla. Pero también podemos pensar que el Señor curó aquellas negaciones con la mirada que hizo llorar amargamente a Simón Pedro (cfr. Lc 22,62). En ese interrogatorio podemos ver un modo de proceder del Señor, es decir, partir de una cosa buena −que todos reconocían y de la que Simón Pedro podía estar contento−: «¿Me amas más que estos?» (v. 15); confirmarlo simplificándolo en un simple «¿me amas?» (v. 16), que quita todo deseo de grandeza y rivalidad del alma de Simón; para acabar en aquel «¿me quieres como amigo?» (v. 17), que es lo que más deseaba Simón Pedro y evidentemente es lo que más interesa a Jesús. Si verdaderamente es amor de amistad, no cabe en absoluto ningún tipo de reproche o corrección en ese amor: la amistad es amistad, y es el valor más alto que corrige y mejora todo el resto, sin necesidad de hablar del motivo.
Quizá la tentación más grande del demonio era esa: insinuar en Simón Pedro la idea de no considerarse digno de ser amigo de Jesús porque lo había traicionado. Pero el Señor es fiel. Siempre. Y renueva de vez en cuando su fidelidad. «Si somos infieles, él es fiel, porque no puede negarse a sí mismo» (2Tm 2,13), como dice Pablo a su hijo en la fe Timoteo. La amistad posee esa gracia: que un amigo que es más fiel puede, con su fidelidad, hacer fiel al otro que no lo es tanto. Y si se trata de Jesús, Él más que ningún otro tiene el poder de hacer fieles a sus amigos. En esa fe −la fe en un Jesús amigo fiel− es cuando Simón Pedro viene confirmado y enviado a confirmarnos a todos. En este preciso sentido se puede leer la triple misión de apacentar a las ovejas y a corderos. Considerando todo esto que la cura pastoral comporta, el de reforzar a los demás en la fe en Jesús, que nos ama como amigos, es un elemento esencial. A ese amor se refiere Pedro en su Primera Carta: es una fe en Jesucristo a quien −dice− «amáis, aunque sin haberlo visto, y ahora, sin verlo, creéis en Él», y esta fe nos hace exultar «de alegría indecible y gloriosa», seguros de alcanzar «la meta de (nuestra) fe: la salvación de las almas» (cfr. 1Pt 1,7-9).
Sin embargo, surge una nueva tentación. Esta vez contra su mejor amigo. La tentación de querer indagar en la relación de Jesús con Juan, el discípulo amado. El Señor lo corrige severamente en este punto: «¿A ti qué te importa? Tú sígueme» (Jn 21,22).
* * *
Vemos como la tentación está siempre presente en la vida de Simón Pedro. Él nos muestra en primera persona cómo progresa la fe confesando y dejándose poner a prueba. Y mostrando igualmente que también el pecado mismo entra en el progreso de la fe. Pedro cometió el peor de los pecados −negar al Señor− y sin embargo lo hicieron Papa. Es importante para un sacerdote saber incluir sus tentaciones y sus pecados en el ámbito de esa oración de Jesús para que no desfallezca nuestra fe, sino que madure y sirva para reforzar a su vez la fe de los que se nos han confiado.
Me gusta repetir que un sacerdote o un obispo que no se siente pecador, que no se confiesa, se encierra en sí, no progresa en la fe. Hay que estar atentos a que la confesión y el discernimiento de las propias tentaciones incluyan y tengan en cuenta esa intención pastoral que el Señor quiere darles.
Contaba un hombre joven que se estaba recuperando en el Hogar de Cristo del padre Pepe en Buenos Aires, que la mente le jugaba malas pasadas y le decía que no debía estar allí. Luchaba contra ese sentimiento, y decía que el padre Pepe le había ayudado mucho. Un día le había dicho que no podía más, que sentía mucho la falta de su familia, de su mujer y de sus dos hijos, y que se quería ir. «Y el cura me dijo: “¿Y antes, cuando ibas por ahí a drogarte y a vender droga, los echabas de menos? ¿Pensabas en ellos?”. Yo dije que no con la cabeza, en silencio −dijo el hombre— y el cura, sin decirme nada más, me dio una palmada en el hombro y me dijo: “Anda, vete ya”. Como diciéndome: date cuenta de lo que te pasa y de lo que dices. “Agradece al cielo que ahora los echas de menos”.
Aquel hombre decía que el cura era un tío grande. Que le decía las cosas a la cara. Y eso le ayudaba a combatir, porque era él quien tenía que poner su voluntad.
Cuento esto para hacer ver que lo que ayuda en el crecimiento de la fe es tener junto al propio pecado, el deseo del bien de los demás, la ayuda que recibimos y lo que debemos dar nosotros. No sirve dividir: no vale sentirnos perfectos cuando realizamos el ministerio y, cuando pecamos, justificarnos porque somos como todos los demás. Hay que unir las cosas: si reforzamos la fe de los demás, lo hacemos como pecadores. Y cuando pecamos, nos confesamos por lo que somos, sacerdotes, subrayando que tenemos una responsabilidad hacia las personas, no somos como todos. Estas dos cosas se unen bien si ponemos ante la gente, nuestras ovejas, a los más pobres especialmente. Es lo que hace Jesús cuando pregunta a Simón Pedro si lo ama, pero no le dice nada ni del dolor ni de la alegría que ese amor le provoca, lo hace mirar a sus hermanos de ese modo: apacienta mis ovejas, confirma la fe de tus hermanos. Como diciéndole, como a aquel hombre joven del Hogar de Cristo: “Agradece si ahora los echas de menos”. “Agradece si siente que tienes poca fe”, quiere decir que estás amando a tus hermanos. “Agradece si te sientes pecador e indigno del ministerio”, quiere decir que te das cuenta de que si haces algo es porque Jesús ruega por ti, y sin Él no puede hacer nada (cfr. Jn 15,5).
Decían nuestros ancianos que la fe crece haciendo actos de fe. Simón Pedro es la imagen del hombre a quien el Señor Jesús hace hacer en todo momento actos de fe. Cuando Simón Pedro entiende esta “dinámica” del Señor, esta pedagogía suya, no pierde ocasión para discernir, en todo momento, qué acto de fe puede hacer en su Señor. Y en esto no se equivoca. Cuando Jesús actúa como su amo, dándole el nombre de Pedro, Simón lo deja hacer. Su “así sea” es silencioso, como el de san José, y se demostrará real en el curso de su vida. Cuando el Señor lo exalta y lo humilla, Simón Pedro no se mira a sí mismo, sino que está atento a aprender la lección de lo que viene del Padre y lo que viene del diablo. Cuando el Señor le reprocha porque se ha hecho grande, se deja corregir. Cuando el Señor le hace ver de modo ingenioso que no debe fingir ante los cobradores de impuestos, va a pescar el pez con la moneda. Cuando el Señor lo humilla y le preanuncia que lo negará, es sincero al decir lo que siente, como lo será al llorar amargamente y al dejarse perdonar. Tantos momentos tan diversos en su vida, pero una única lección: la del Señor que confirma su fe para que él confirme la de su pueblo. Pidamos también nosotros a Pedro que nos confirme en la fe, para que nosotros podamos confirmar la de nuestros hermanos.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
[1] Cfr. Discurso a los Representantes Pontificios, 21-VI-2013.
[2] Cfr. nn. 160, 161, 164, 190.
[3] Cfr. J.M. Bergoglio, Mensaje en la Misa para la Educación, Pascua de 2008.
[4] Un fuego que enciende otros fuegos, Santiago de Chile, 2004, 69-70; cfr. Doc. de Aparecida 191.
[5] Véase también EE 333: «Quinta regla. Debemos prestar mucha atención al curso de nuestros pensamientos. Si en los pensamientos todo es bueno, el principio, el medio y el final, y si todo está orientado al bien, eso es un signo del ángel bueno. Puede ser, en cambio, que en el curso de los pensamientos se presente alguna cosa mala o que distrae o menos buena de la que el alma se había propuesto hacer, o bien alguna cosa que debilita el alma, la hace inquieta, la pone en agitación y le quita la paz, la tranquilidad y la calma que tenía antes: entonces, eso es un claro signo de que esos pensamientos provienen del espíritu malo, enemigo de nuestro bien y de nuestra salvación eterna».
[6] Cfr. Homilía en Santa Marta, 3-VI-2014. Recordemos que el Señor ruega para que seamos uno, para que el Padre nos proteja del demonio y del mundo, para que nos perdone cuando “no sabemos lo que hacemos”.
[7] Se trata de pensamientos que el Señor discierne en sus discípulos cuando, resucitado, les dice: «¿Por qué estáis turbados, y por qué surgen dudas en vuestro corazón?» (Lc 24,38).
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