La traducción española de la tercera edición del Misal Romano cuenta entre sus principales novedades con un cambio en la liturgia eucarística
La expresión “por todos los hombres” que aparece en la consagración del vino, será sustituida a partir del primer domingo de cuaresma de 2017 por la expresión “por muchos”.
Para entender este cambio es útil considerar la historia reciente del tema. Desde antiguo la expresión latina que usaba la liturgia romana era “pro multis” y así seguía apareciendo en el Misal promulgado por Pablo VI tras la reforma del Vaticano II. Pero al verter los textos latinos a las lenguas vernáculas, la expresión pro multis de la consagración fue traducida, en algunos casos, con un cambio de matiz: “por todos los hombres” (for all, per tutti, für alle...), con el deseo de expresar el valor universal del sacrifi cio redentor de Cristo. Esta traducción es la que ahora ha sido objeto de revisión y de cambio.
Con el paso de los años se ha visto que la opción de traducir “por todos los hombres” no se ajustaba al deseo de la Santa Sede de elaborar las traducciones con una mayor literalidad respecto de los textos originales. Por este motivo, entre otros, la Congregación para el Culto Divino hizo en julio de 2005 una consulta a los presidentes de las conferencias episcopales acerca de la traducción del “pro multis” en la fórmula de consagración de la Sangre de Cristo en las distintas lenguas. Fruto de esta consulta fue la Carta circular del cardenal Arinze, entonces prefecto de dicha Congregación, en la que se exponían breve y ordenadamente los “argumentos a favor de una versión más precisa de la tradicional fórmula pro multis” (17-X-2006: n. 3). En ella se hacía particular hincapié en que la fórmula usada en la narración de la institución es “por muchos” y en que “el rito Romano, en latín, ha dicho siempre pro multis”. La Carta circular instaba a las Conferencias de Obispos de aquellos países donde la fórmula “por todos” estaba en ese momento en uso a introducir una traducción precisa, en lengua vernácula, de la fórmula “pro multis”. Deseaba también que se preparase a los fieles para ese cambio con una adecuada catequesis.
En este contexto, en marzo de 2012, el presidente de la Conferencia Episcopal Alemana informó a Benedicto XVI de que algunos sectores del ámbito lingüístico alemán deseaban mantener la traducción “por todos”, a pesar del acuerdo en la Conferencia Episcopal de traducir “por muchos”, tal y como había sido indicado por la Santa Sede. Ante esta situación, el Papa, con el fin de prevenir una división en la Iglesia local, elaboró una carta en la que explicaba por qué la nueva traducción resultaba conveniente (Benedicto XVI, Carta al presidente de la conferencia episcopal alemana sobre la traducción de “pro multis”, 14-IV-2012, Pastoral litúrgica. Documentación. Información 328-329, 2012, 81-86). Apremiaba también a los obispos alemanes a poner definitivamente en marcha las indicaciones de la Carta circular del año 2006.
También en este marco, y como fruto de un largo trabajo de revisión y actualización, la Conferencia Episcopal Española ha presentado recientemente la nueva edición oficial en español del Misal Romano. Se trata, pues, de la versión castellana de la editio typica tertia emendata del Missale Romanum, publicada en 2008, en la que se modifica la traducción de las palabras de la consagración: la expresión “por todos los hombres” que hasta ahora se utilizaba queda sustituida por la traducción más literal del texto latino “por muchos”.
Los evangelios nos han trasmitido lo que hizo Jesús en la Última Cena, cuando “tomó pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio [a los discípulos] diciendo: «Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros»”, y luego, tras la cena, con el cáliz en sus manos: “«Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros»” (Lc 22, 19.20). Los relatos evangélicos al narrar esta escena aluden también a cómo interpretarla. Mencionando la “alianza en la sangre”, Jesús evoca lo que, muchos siglos antes, había hecho Moisés para confirmar la alianza con Dios. Había leído las palabras de la Ley al pueblo y lo había aspergido con la sangre de los novillos ofrecidos en sacrificio, mientras decía: “Esta es la sangre de la Alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras” (Ex 24, 8). De ese modo Israel había pasado a ser el pueblo elegido, la propiedad de Dios entre todas las naciones.
Con el paso de los años, sin embargo, Israel no había seguido rectamente la ley de Dios y, en la práctica, con las obras, había negado el Pacto. Sin embargo, Dios, que es perseverante en su amor y en sus elecciones, no había cedido a la desafección de los suyos. Los abandonó en manos de sus enemigos, los cuales les deportaron y les privaron de sus tradiciones, los purificó con el sufrimiento, pero no los rechazó. Más aún, precisamente en esos momentos difíciles para Israel, Dios infundió en algunos de sus siervos su deseo de establecer una alianza nueva y definitiva. “He aquí que vienen días –oráculo de Yahveh– en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza”: así predicaba el profeta Jeremías hacia el año 600 a.C. De ese modo se formó la idea de que esa alianza nueva y definitiva tendría lugar, por deseo de Dios, cuando llegaran los tiempos del Mesías Rey.
Las palabras de Jesús en el Cenáculo se encuadran en este contexto. Tiene ante Él a sus discípulos, a los que ha elegido como columnas del nuevo pueblo de Dios, y declara ante ellos que el sacrificio de su vida, que se iba a cumplir al día siguiente en Jerusalén, tendría por objeto fundar aquella alianza nueva y eterna. Pero, a diferencia del antiguo, este nuevo Pacto no se destinaba a una raza o a una nación particular, pues iba a tener un carácter universal. Dando a comer su cuerpo y a beber su sangre, Jesús invitaba a los discípulos a entrar en esa alianza definitiva, que no se limitaba sólo a ellos, pues se prolongaba en el espacio y en el tiempo hasta abrazar intencionalmente a toda la humanidad. Así lo manifestó Jesús cuando, tras su resurrección, se despidió de los suyos con estas palabras: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20).
Al transmitir las palabras de Jesús en la Última Cena, los evangelistas tienen en cuenta todo este horizonte interpretativo. Jesús se dirige a sus discípulos y dona su vida por ellos, pero también por la multitud, es decir, por todos aquellos que son llamados a ese nuevo pueblo de Dios, y que son, en definitiva, todos los hombres. Cristo, como afirma san Juan, ha entregado su cuerpo y su sangre por “la vida del mundo” (Jn 6, 51). En este sentido, los destinatarios del sacrificio de Cristo se pueden considerar desde distintos puntos de vista; por eso es natural que los relatos de la Última Cena y, en particular, las palabras esenciales de Jesús en aquella ocasión, se hayan trasmitido con pequeñas diferencias que no afectan al contenido principal. Concretamente, Jesús habla de “la Alianza en mi sangre” derramada por “vosotros” en el evangelio de san Lucas (también san Pablo se refiere al cuerpo entregado por “vosotros”), mientras para los otros dos sinópticos, Jesús alude a la “sangre de la Alianza” derramada por “muchos”.
Los especialistas en el campo de la exégesis bíblica notan, en general, que ese “muchos”, proviniendo del arameo, no puede tener un sentido partitivo: no se debe entender como opuesto a “todos” (“muchos” en sentido de “no todos”), sino más bien como Vidriera representando un momento opuesto a “uno”. En este sentido es un término abierto e indeterminado que significa “un gran número”, “la muchedumbre”, la “multitud”; y que, en sí mismo, no tiene porqué excluir a nadie. En todo caso, entendidas en su contexto, las dos formas de expresión (por vosotros / por muchos) son justas y se complementan, porque la primera considera los presentes, los que están en aquellos momentos con Jesús y que representan en germen el nuevo Pueblo de Dios, y la segunda mira a todos los que se beneficiarán a través de los tiempos del sacrificio de Jesús, ese nuevo Pueblo en su desarrollo universal.
Cuando el rito romano de la celebración eucarística incorpora este momento fundamental de la vida del Hijo de Dios en la tierra –el don de su Cuerpo y de su Sangre– no desea perder nada de lo que trasmiten los evangelios. Considera que se trata de un acontecimiento único y decisivo de la historia de la salvación. Así que, simplemente, en lugar de elegir entre las dos tradiciones narrativas (Mateo/Marcos y Lucas/Pablo), se queda con las dos y las reúne en la medida en que se dejan integrar en una única fórmula. Por eso el texto original latino, al consagrar el cáliz, pone en boca del celebrante las consabidas palabras: “Hic est enim calix Sanguinis mei novi et aeterni testamenti, qui pro vobis et pro multis effundetur in remissionem…”, formula del canon romano, presente también, por deseo explícito de Pablo VI, en todas las nuevas Plegarias Eucarísticas surgidas con motivo de la reforma litúrgica del Vaticano II.
Es natural que las fórmulas de consagración del pan y del vino hayan apurado los relatos evangélicos, precisamente en esos momentos cruciales en los que el celebrante actúa in persona Christi. Por eso se entiende que exista unidad entre las palabras de Jesús que se leen en los relatos y las que se pronuncian en la celebración. Concretamente el canon romano, vigente en la Urbe desde tiempos remotos, expresa los destinatarios de la sangre derramada por Jesús con la locución “pro vobis et pro multis”. Y algo análogo se puede decir de las principales biblias latinas (la Vulgata de san Jerónimo, la Vulgata Sixto-Clementina propagada tras el concilio de Trento, la más reciente Neovulgata), que también han puesto siempre en boca de Jesús los términos “vobis” y “multis”. Por tanto, es bastante razonable que este acuerdo terminológico entre la celebración eucarística y la narración bíblica se mantenga también al traducir del latín a las lenguas modernas, de modo que las palabras que pronuncia el sacerdote, al consagrar el cáliz, respondan a lo que cualquiera puede leer en las mejores ediciones de la Biblia, las cuales traducen casi unívocamente “vobis” con “vosotros” y “multis” con “muchos”.
Celebrando la Eucaristía con la nueva formulación se lee que la sangre de la Alianza “será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados”. Al poner de nuevo en sincronía los textos bíblicos y la recitación litúrgica, la fórmula se ajusta mejor a la realidad, porque la celebración eucarística reenvía naturalmente al relato de los gestos de Jesús en el Cenáculo, y ambas acciones, la histórica y la celebrativa, tienen el mismo contenido: el sacrificio de Jesús en la Cruz. En el fondo, el cambio de formulación testimonia la veneración de la Iglesia a la Palabra revelada y su fe en que la celebración eucarística es “memoria Christi”, presencia sacramental del acontecimiento pascual narrado en los evangelios.
Pocos años después del Concilio Vaticano II vio la luz el nuevo Misal. A continuación, se hicieron las traducciones del texto latino a las lenguas modernas. Se quiso entonces tener en cuenta la intención universal de Jesús al derramar su sangre, y se valorizó para ello el carácter abierto e indeterminado de la expresión “por muchos”, que, como hemos dicho, indica la muchedumbre.
Se deseaba seguir los pasos del Concilio, que había sostenido con fuerza la doctrina de la llamada universal a la santidad. Los textos conciliares habían subrayado la cercanía de Dios para con los hombres. Su gracia alcanza a todos, porque todos fueron creados para vivir en comunión con Él y por todos dio su vida Jesús. Se tenían también presentes las críticas que las corrientes ilustradas y anticlericales dirigían a la religión cristiana, a la que acusaban de fundarse en un acontecimiento particular del pasado, la historia de Jesús y, como tal, no plenamente alcanzable por muchos. De ahí se concluía que la salvación no podía venir de la religión, salvo que se admitiera que Dios era un ser parcial que daba los medios de salvación a algunos hombres y no a otros. Se buscaba así dar protagonismo a la razón y sacudirse de la tutela moral impuesta por los credos religiosos.
El Concilio tuvo presente estas objeciones y, en cierto modo, trató de responder a ellas, cuando presentó a Jesús como culmen de la realidad humana y afirmó el carácter universal de su redención, que se ofrece a todos. Dios obra en las personas de modo invisible, afirma el Concilio, y su voz resuena en lo más íntimo de la conciencia humana; por eso no hay nadie que sea ajeno a Cristo. El sacrificio redentor, que es fuente de salvación para los bautizados, no limita sus efectos sólo al cuerpo de la Iglesia, a sus miembros, sino que implica a todos los hombres, pues “el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual” (Gaudium et Spes 22).
Además, y siempre dentro del periodo moderno, la Iglesia había tenido que combatir contra las tendencias rigoristas, que se habían hecho fuertes con Jansenio y habían dejado trazas en la mentalidad popular, de modo que no era infrecuente encontrar concepciones de Dios en las que la severidad del Juez eterno prevalecía ampliamente sobre la misericordia del Padre solícito y amante. En este contexto era natural que la traducción del “pro multis” tuviera un corte universalista: la sangre de Jesús se derramó por todos los hombres. Traducir, siguiendo al Concilio, quería decir entonces subrayar el alcance universal de la llamada y de la acción de Dios en Jesucristo, un Dios que no deja a nadie abandonado.
Hay que reconocer, sin embargo, que el contexto actual es, en ciertos aspectos, profundamente distinto del que conoció el Vaticano II. Tras varios decenios subrayando la universalidad del mensaje cristiano desde perspectivas cristocéntricas, e insistiendo en el diálogo y en la apertura de la Iglesia hacia el entero panorama de las realidades humanas, los cristianos no dudan de que Dios es un Padre amoroso que no deja a ninguno sin abundantes oportunidades de acoger su gracia. El problema hoy es, más bien, el contrario: que esa salvación se entiende en muchos ambientes como algo necesario, porque Dios es tan bueno y tan Padre que no puede dejar a nadie sin la felicidad eterna.
Si se atiende a lo que han escrito los teólogos de mayor prestigio en el siglo XX, se encontrará una clara indicación en este sentido. Con frecuencia han sostenido posiciones que, aun cuando no siempre afirmaran la tesis de la salvación humana universal, se aproximaban bastante a ella. Los filósofos y teólogos ortodoxos Nikolaj Berdjaev y Sergej Bulgakov, el luterano Dietrich Bonhoeffer, el calvinista Karl Barth, el católico Hans Urs von Balthasar..., todos ellos, en distinta medida, han compartido la esperanza de una salvación última y definitiva para todos los hombres.
Unas palabras del conocido teólogo calvinista que acabo de mencionar pueden servir de botón de muestra de lo dicho. Escribe Barth en su Ensayos Teológicos: “Lo cierto es que no existe ningún derecho teológico por el que nosotros podamos poner límite alguno a la filantropía de Dios que apareció en Jesucristo. Nuestro deber teológico es el de verla y entenderla siempre más grande de como lo hemos hecho hasta ahora”. Palabras justas, pero que encierran también el riesgo de gravar de tal modo la misericordia de Dios, su filantropía, que se lleguen a hacer insignificantes las luchas y las batallas de los hombres en pro o en contra de la voluntad divina. ¿Acaso no se tiene hoy la impresión de que el hombre es un ser tan relativo y pequeño que a nadie pueden importar sus miserias? Y, por tanto, ¿no parece que la obligación de un Dios bueno no pueda ser otra que la de apiadarse de todos, cerrando uno o los dos ojos ante lo que fue la vida de cada uno? Pero entonces, ¿dónde quedó la tradición de los discípulos de Cristo, de los mártires y de los santos que dieron su vida por Jesús, e iluminaron sus tiempos encarnando el evangelio con firmeza.
Tal vez hoy vuelva a ser necesario explicar que Dios, ciertamente, se dirige y busca a todos, pero también desea, como en épocas pasadas, la correspondencia intrépida y hasta heroica de los hombres; que, en definitiva, lleva razón el viejo axioma escolástico cuando afirma: “facienti quod in se est, Deus non denegat gratiam”: quien, con el auxilio de la gracia, se dispone libremente a recibir la voluntad de Dios, obtendrá de Él luz y fuerza para realizarla. En definitiva, la misericordia de Dios, que circunda al hombre, también lo involucra y lo compromete en ella. Y esto es lo que está también presente en el cambio de la fórmula de consagración, que Dios se toma en serio al hombre y que espera de cada uno correspondencia a su infinita misericordia.
En este sentido el paso del “por todos los hombres” a “por muchos” contiene una saludable admonición, y creo que así será percibida, porque no hay duda de que el nuevo lenguaje es formalmente más restrictivo que el precedente.
Lo que habrá que explicar al pueblo fiel son dos cosas: primero, que esa restricción no obedece a cambio alguno en lo doctrinal –porque ni había, ni hay duda de que Jesús ha muerto por todos los hombres–; y segundo, que “los muchos”, “la multitud” por los que Jesús se entrega, distinguiéndose de “todos los hombres”, aluden discretamente a la posibilidad de que la sangre ofrecida sea rechazada, y no pueda ejercer en algunos toda su fuerza salvadora. Manteniendo una cierta distancia de las dos expresiones, “por todos los hombres” y “por muchos hombres”, la nueva traducción “por muchos” recoge, en su aparente indeterminación, los dos aspectos de la obra salvadora de Cristo: el objetivo y el subjetivo, la intención universal del Señor de fundar una alianza nueva con toda la humanidad, y la necesidad de que el hombre contribuya, con su amor y con su lucha, a realizar en el mundo el proyecto de Dios. De este modo, la nueva traducción es también una palabra que orienta hoy a la Iglesia en su caminar histórico.
Antonio Ducay
Fuente: Revista Palabra.
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