Decir que el concepto “comunión” es redescubierto en el siglo XX parece una exageración; sobre todo cuando hace más de mil quinientos años que el credo cristiano proclama la “comunión de los santos”. Y sin embargo, es una luminosa verdad
Las palabras tienen una vida propia y, por eso, también una historia. También están sometidas al inevitable ciclo de desgaste y novedad que caracteriza las modas. Pero aquí se trata de algo más profundo que una moda: realmente en el siglo XX, se produjo una concentración de factores que condujo a un extraordinario enriquecimiento de nuestra comprensión y expresión del misterio de la Iglesia. El contraste resultó, además, mayor, porque el punto de partida era poco satisfactorio.
De entrada, hay que comprender que la Iglesia es un tema difícil para tratar con el método escolástico, porque este método recurre a las categorías aristotélicas para definir bien sus términos. Y ¿en qué categoría aristotélica debe colocarse la Iglesia? Evidentemente, la Iglesia, desde el punto de vista ontológico, es una sociedad: un conjunto de personas, discípulos de Cristo, que tienen en común la fe, la vida sacramental y la organización eclesiástica. Al ser definida como una sociedad, se prestaba mejor a un tratamiento jurídico. Y, en efecto, éste se desarrolló, primero, al tener que defender su independencia ante el sacro imperio romano-germánico (que se consideraba sagrado) y, mucho más tarde, ante los gobiernos liberales. La Iglesia se entendía a sí misma, por derecho divino, como una sociedad perfecta y jerárquica, con capacidad para emanar y vivir de acuerdo con sus propias leyes.
Es lógico que esto llevara a destacar los elementos más visibles y legales. De manera que la noción de Iglesia era prácticamente una descripción de la jerarquía y de sus atribuciones. Esto fue subrayado también por la necesidad de distanciarse de las concepciones protestantes que hablaban de una Iglesia invisible, formada por todos los que se unían íntimamente con Dios. En frase famosa y polémica del cardenal Belarmino, la Iglesia católica era tan visible como la república de Venecia. Aunque evidentemente, también tenía muchos bienes invisibles.
En paralelo y también en contraste con el protestantismo, se desarrolló la teología de las cuatro notas: una, santa, católica y apostólica. Pero esto era un tema de la apologética de los siglos XVIII y XIX, que llegó a ser una asignatura. Ni siquiera existía un tratado sobre la Iglesia. Santo Tomás, aunque tiene muchas luminosas frases sobre la relación de la Iglesia con el Cuerpo de Cristo y con la Eucaristía, no desarrolla una eclesiología. Y los tratados teológicos se generaron a partir del siglo XVI, fraccionando la Suma Teológica. Por tanto, no existía base para formar un tratado sobre la Iglesia.
En el siglo XIX hay varias importantes inspiraciones. Sobre todo destaca la obra de Johann Adam Möhler, La unidad de la Iglesia (1825), que recupera muchos temas patrísticos para justificar de una manera más profunda la estructura jerárquica de la Iglesia. Y la presenta como una unidad de los fieles, de los obispos y con el Papa. Por un lado, era un evidente contraste con la debilitación de los vínculos de unidad que, casi desde el principio, habían provocaban el fraccionamiento del mundo protestante. Por otro lado, subrayaba fuertemente el principio espiritual de la unidad de la Iglesia en la acción del Espíritu Santo. Y ponía de manifiesto la fuerte implicación que existe en la Iglesia católica entre los elementos visibles e invisibles.
También el itinerario personal y la obra de John Henry Newman dieron que pensar. La génesis intelectual de su conversión tiene que ver precisamente con la investigación de hasta qué punto puede considerarse la Iglesia anglicana como parte de la Iglesia de Cristo. Y, aunque históricamente puede reivindicar allí su raíz, de hecho había roto los vínculos que la unían. No se podía pensar en una Iglesia espiritual que fuese la suma de la anglicana, la católica y las ortodoxas. No había una “vía media”.
Una de las primeras es la feliz recuperación de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo. Mucho debe a los hermosos estudios del jesuita belga Émile Mersch, prematuramente fallecido, La teología del cuerpo místico (1935- 1939); que, en parte inspiraron la encíclica Mystici Corporis (1943). Con esto se ponía en primer plano los profundos y misteriosos lazos que dan lugar a la unidad de la Iglesia, de la que lo visible, la jerarquía y los fieles, es el cuerpo, y el Espíritu Santo es el alma. Tomarse en serio la poderosa imagen de San Pablo implicaba que la Iglesia es una profunda e intensa unidad de todos en Cristo.
A enriquecer esto contribuiría la obra de De Lubac con tres grandes inspiraciones confluyentes. Por un lado, su libro Catolicismo. Los aspectos sociales del Dogma (1938) recordaría la manera patrística de ver la salvación como algo dirigido a todo el género humano a través de la Iglesia: esto le da una dimensión cósmica y supera una visión reductiva del cristianismo como una religión de prácticas piadosas privadas. Las múltiples divisiones del pecado que separan a cada hombre con Dios, le rompen internamente y disuelven las sociedades humanas quedan reparadas precisamente dentro de la Iglesia. Y, en el “corazón de la Iglesia”, está la Eucaristía, como destaca el capítulo IV de su Meditación sobre la Iglesia (1953), inspirado en San Agustín: “La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia”. Hacer la Iglesia es unir a los hombres con Dios y entre sí, no de una manera superficial y nivelante, como en una masa amorfa, sino en lo más íntimo y personal de cada uno. También en su Corpus Mysticum (1944), combina los dos significados históricos de esta expresión: la Eucaristía y la Iglesia.
También merece destacarse la notable obra de Charles Journet, La Iglesia del Verbo encarnado (1941-1969), en tres grandes volúmenes, que, con una gran inspiración tomista, supo destacar los aspectos de la Iglesia como misterio y puso en circulación una considerable cantidad de ideas y citas patrísticas.
Todas estas inspiraciones llevaron a superar sin perder una descripción sociológica o jurídica de la Iglesia, y destacaron su aspecto de misterio de unidad con Dios y entre los hombres, centrado en la Eucaristía.
A esto se añadirá el redescubrimiento del término communio, que tiene una importante base escriturística. En realidad, surge del esfuerzo ecuménico. En ese sentido, Francia está en una situación privilegiada, porque no solo había teólogos protestantes reconocidos, sino también muchos contactos con las Iglesias ortodoxas, tanto por el protectorado que Francia ejerció (pagando), durante siglos, sobre todos los cristianos sometidos a la Sublime Puerta (Estambul), como por el importante grupo de teólogos rusos, que huyendo de la Revolución de octubre (1917), se instalaron en París.
Allí Congar conoció, por ejemplo, el concepto ruso de sobornost, que se corresponde bien con el latino communio o el griego koinonia. El concepto será empleado en la eclesiología de Afanasiev para definir la Iglesia como comunión de Iglesias particulares. Pero antes había sido popularizado por los eslavófilos del XIX, como Khomiakov y Soloviev. Y para ellos expresaba todos los anhelos de reunión universal de los cristianos, como parte de la misión providencial de Rusia en el mundo, con una generosidad que desbordaba, los re celos y prejuicios acumulados durante siglos en las estructuras eclesiásticas. Era evidente que cualquier acercamiento al ecumenismo tenía que profundizar en la idea de comunión. Y esto mantiene hoy la misma vigencia.
Muy pronto Congar se dio cuenta de que el concepto de “comunión” tenía mucho más peso teológico que, por ejemplo, el de sociedad. Y ya en 1938 contribuye al diccionario Catholicisme, con la voz Concept de communion; y en 1950, publica en la revista ecuménica Irenikon, unas Notas sobre las palabras confesión, Iglesia y comunión, manifestando que es muy apropiada para expresar el misterio de la Iglesia. Le sigue el también dominico Le Guillou.
Y, sobre todo, el también dominico, Jerome Hamer, que publica, un mes antes del Concilio (septiembre 1962) una monografía con el directo título La Iglesia es una comunión, con amplios desarrollos, inspirados muchos de ellos en Congar, pero puestos en orden y en relieve. El libro tendrá una indudable influencia en el Concilio y Hamer será llamado desde el principio al Secretariado para la unidad de los cristianos.
Curiosamente el término como tal, communio, aparece muy poco en los textos conciliares, que usan en su lugar e indistintamente otros como unidad, unión, congregación, etc. Sin embargo, es evidente la presencia de todos los fermentos que hemos mencionado.
La Iglesia claramente es definida “en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen Gentium 1). Con esa perspectiva se describen los distintos grados y vínculos de unidad que mantienen los distintos grupos cristianos, ortodoxos y protestantes, los judíos, los musulmanes y los hombres de buena voluntad, incluso ateos. Con esa clave se entiende el colegio episcopal y sus relaciones con el Primado. También con esa clave se entiende la relación entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares.
De tal manera que, al celebrarse el sínodo extraordinario de 1985, con motivo de los veinte años del Concilio Vaticano II, se declaró que “es una idea central y fundamental de los documentos del Concilio”.
Con esto se instaura lo que se llamará una “eclesiología de comunión”, que tiene muchos aspectos. Por un lado, el aspecto teológico, donde se pone de manifiesto el paralelismo que hay entre la comunión de las personas en la Trinidad y la comunión de las personas en la Iglesia que es como participación y reflejo de aquélla. En esta perspectiva contribuye evidentemente, el pensamiento personalista que ha desarrollado el fundamento relacional de la persona; y asume también la definición de persona (divina) que hace Santo Tomás de Aquino, como “relación subsistente”.
En segundo lugar, implica la centralidad de la Eucaristía, donde la Iglesia realmente expresa y construye lo que es: esa comunión con Dios y entre los hombres, a la que están llamados todos.
Por otro lado, refleja una tarea, que es la tarea de la caridad, una forma de ejercer todos los ministerios y actividades en la Iglesia, que han de realizarse con espíritu de comunión. Esto impregna todas las relaciones entre los fieles, entre los sacerdotes, entre los obispos, y también entre fieles, sacerdotes y obispos. También el ministerio del Papa es, eminentemente, un ministerio de comunión, que expresa y realiza la comunión en la Iglesia y se ejerce en comunión con la Iglesia. Y esto mismo permite expresar el carisma del primado de una manera más profunda y teologal; al mismo tiempo que constituye un motivo de reflexión y un reclamo para otras confesiones.
Con todo, no se puede considerar un tema cerrado, ya que las expresiones teológicas necesitan desarrollos jurídicos. En particular, ha quedado planteado cómo entender bien en estos términos la relación entre la Iglesias particulares y la Iglesia universal. Esto afecta tanto a cómo se concibe la estructura de la Iglesia católica como a sus relaciones con las iglesias ortodoxas.
Y, por eso, fue objeto de una importante y clarificadora Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre Algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión (1992), publicada por el entonces prefecto, cardenal Ratzinger, que también había sido un gran estudioso del tema.
La carta señala la importancia del concepto de comunión que “es muy adecuado para expresar el núcleo profundo del Misterio de la Iglesia y, ciertamente, puede ser una clave de lectura para una renovada eclesiología católica”. Y, en palabras de Juan Pablo II (a los obispos americanos, 1987), “está en el corazón del autoconocimiento de la Iglesia”.
Recuerda que la Iglesia es comunión de los santos y en las cosas santas; que cada fiel, al mismo tiempo que es miembro de una Iglesia particular, se inserta en la comunión de la Iglesia universal, que es el Cuerpo de Cristo, por el Bautismo y la Eucaristía. Explica muy bien que los elementos de la Iglesia universal no son externos, sino internos a cada Iglesia particular. Precisamente, la unidad de la Eucaristía, que celebra unido todo el Cuerpo de Cristo, manifiesta esa unidad y esa imbricación. Dentro de esos elementos ocupa un lugar especial el primado de Pedro, vínculo de unidad. Y también las instituciones universales y carismas que el Espíritu ha suscitado en la Iglesia y que son servicio a todas las Iglesias particulares.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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