La verdad de la vida y la familia no se puede comprender fuera de un amor que es el que mueve a las personas a transmitir la vida o a entregarla; dicha verdad se comprende sólo desde una vocación al amor que le da su auténtica dimensión humana
“El cristianismo no es obra de persuasión, sino de grandeza”[1]. Con esta hermosa cita de San Ignacio de Antioquía, el Papa Benedicto XVI resumía ante los obispos suizos el punto clave en el que reside para él el formidable desafío de la nueva evangelización en nuestros días. La dificultad mayor, no es tanto la de no hacerse entender, cuanto la de entendernos a nosotros mismos. Perder la grandeza inicial que el cristianismo propone con asombro, es lo que lleva a tantos cristianos a aferrarse en unas convicciones válidas privadamente, pero que son despreciadas a nivel público. O bien, les conduce a sentir vergüenza de tales convicciones, refugiándose en un vago “espiritualismo” que se contenta con el cultivo de “buenas intenciones” sin concreción alguna, o con un “altruismo” formal, que pierde precisamente la grandeza del Amor que nos salva. Dos son las vías de escape más comunes: la primera es la de recluirse en grupos cada vez más pequeños donde compartimos la fe, encerrados con temor ante un mundo exterior amenazador. La segunda vía de escape es la de acabar viviendo como los demás, sin diferencia alguna; es decir, pensando en las realidades humanas más básicas “como si Dios no existiera”.
1. Una mirada de fe, una grandeza incomparable
De esta primera consideración sobre la nueva evangelización emerge una sencilla aplicación metodológica al acercarnos al tema candente de la vida humana y la familia. Se trata de un presupuesto básico muy iluminador: es imposible hacer un diagnóstico a base de una simple acumulación de datos; es necesario tener una idea previa de salud, de una cierta perfección humana.
El motivo es muy claro. Las verdades implicadas en la vida humana y la familia no son un conjunto de funciones biológicas o sociales, sino que incluyen ante todo y por sí mismas un sentido humano. Quererlas valorar fuera de éste conduce necesariamente a su desprecio.
Cualquier diagnóstico social en torno a la familia y la vida humana en vista de la evangelización debe partir de una mirada de fe. Es ésta la que nos permite una comprensión más profunda de la realidad, sin falsificar ninguno de los datos objetivos que la ciencia humana nos ofrece. Con esta advertencia no procedemos a un vacío epistemológico, sino por el contrario, nos estamos apoyando en un principio de conocimiento adecuado al objeto implicado, que en nuestro caso es el amor. La verdad de la vida y la familia no se puede comprender fuera de un amor que es el que mueve a las personas a transmitir la vida o a entregarla. Dicha verdad se comprende sólo desde una vocación al amor que le da su auténtica dimensión humana.
Por consiguiente, nuestro análisis debe centrarse en el modo específico que el hombre tiene de amar. Es así como se puede hablar en verdad de una “vida digna” y de una familia “humana” y no desde otros parámetros ya sean biológicos o colectivistas. En este sentido se comprenden las palabras del Papa: “la mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el amor”[2].
Baste por ahora dos apuntes acerca de las bases fundamentales innegociables que, además, están llenas de luz. Es imposible comprender que la “vida es siempre un bien”[3], si no la descubrimos en primer lugar como un don de Dios[4]. Uno de los aspectos más importantes de la cultura occidental fue la ruptura radical que impuso el Imperio Romano respecto de los sacrificios humanos, en especial de los primogénitos, que fueron todavía comunes entre los fenicios y cartaginenses[5].
Tampoco es posible defender la integridad del matrimonio, sin aceptar el don de sí que conlleva una plenitud de libertad abierta a un campo de trascendencia. La Revelación en este punto es verdaderamente magnífica. El Génesis sentencia: “dejará a su padre y a su madre se unirá a su mujer y serán una sola carne” (Gen 2,24). Al unir en un mismo designio el matrimonio y la familia, el texto sagrado considera ambas realidades como una tarea de libertad personal, muy diferente a la consideración de unas funciones a cumplir que podrían ser suplidas por otras instancias. Por eso, se puede reconocer en tal frase la primera defensa de la dignidad de la persona como expresión privilegiada de la imagen de Dios[6].
Un estudio detenido del empobrecimiento y la posterior debilidad del matrimonio en nuestra sociedad occidental conduce a hallar su origen en la secularización ocurrida con Lutero[7] y la refutación del carácter sacramental del matrimonio. Es la primera vez en la historia de la cultura que se considera la unión pública y estable de un hombre y una mujer como una realidad no sagrada. El enorme influjo de esta visión es la causa principal de que incluso muchos fieles consideren la visión cristiana del matrimonio como “un añadido” a la realidad natural, como algo que el creyente “pone” por su voluntad.
Hemos de hacernos una primera idea de lo que significa arrebatar de una realidad esencialmente sacral este valor. Con ello da comienzo una cierta degeneración que, imperceptible en un principio, encierra después al hombre en una profunda oscuridad. Era la pesadilla que despertó en el romanticismo y que, tras las luces de una emoción amorosa refulgente, escondía también la oscuridad del desaliento y la desesperanza, de un amor sin futuro[8]. Así lo describe D’Arcy, como interpretación del análisis psicológico de Jung: “El romanticismo comienza con la esperanza, declina en la melancolía hasta la adoración de la diosa oscura. Es el nivel más bajo (…) en el que desaparece lo espiritual. El anima [aquí] es lo irracional, el centro vital donde proceden las oscuras pasiones, impulsos e instintos. Es la morada de lo inconsciente, y las fuerzas tanto agresivas como seductoras, el águila y la serpiente, Vishnú y el consorte de Siva”[9].
2. La integridad de la persona y la verdad de la intimidad
La pregunta surge inmediatamente: ¿cómo se puede reducir a la pura materia lo que es más espiritual en el hombre? La respuesta es también sencilla. Cuando se espiritualiza una realidad hasta separarla de cualquier relación con la corporeidad humana, al final todo queda reducido a una corporeidad meramente sensible. El proceso anterior no es, entonces, sino la máxima expresión del dualismo nacido con el racionalismo y que consideraba el cuerpo como un mero instrumento de un espíritu que se cree puro pensamiento.
Cuando Freud aplicó esta interpretación materialista de forma sistemática a la conciencia, descubrió, ante todo, la imposibilidad de reducir la intimidad humana al simple pensamiento, a la autoconciencia[10]. La realidad que en nuestro lenguaje coloquial denominamos “yo”, no se puede reducir a la conciencia que tengo de mí mismo. El fundador del psicoanálisis redescubrió entonces el subconsciente como parte ineludible de nuestra personalidad y ligado íntimamente a tendencias corporales en las que la sexualidad tiene un valor destacado. A este descubrimiento se le puede llamar con propiedad la aparición de la intimidad.
A través del fenómeno de la revolución sexual se ha llegado al pansexualismo actual[11], en el que la sexualidad pasa a significar simplemente excitación genital dentro de una sociedad de consumo que encuentra en el sexo y el impudor un negocio más. Esta interpretación cultural explota con la revolución sexual de los años sesenta del siglo pasado. Ocasionó la última fractura del valor del amor humano al llevar hasta el límite el dualismo anterior y separar el sexo, como algo meramente físico, del amor, como expresión personal que el hombre puede “poner” libremente en el “sexo”. Así, el amor humano deja de ser el motor de todos nuestros actos y se convierte en dependiente del propio arbitrio. Por otra parte, la absolutización de la propia decisión “autónoma” lleva a una sublimación del denominado “sexo libre”. Con él, ya no sólo se rechaza su dimensión de fecundidad por medio de la anticoncepción, sino que se exige el aborto sea considerado como un derecho “individual”, necesario para que nuestra sociedad avanzada progrese sin excesivas barreras opresivas.
La victoria del “género” en el ámbito político ha conducido a sus mentores a querer invadir también el campo de la educación de los jóvenes, pues es aquí donde ven el paso decisivo para alcanzar el triunfo social que pretenden.
3. La privatización: La debilidad de la soledad
Para comprender plenamente la fractura anterior, hemos de ser conscientes del tercer punto que impide la visión de la grandeza de la vida humana y la familia: la marginación del amor en el ámbito público. Tras la secularización que hemos presenciado del amor humano, y su fragmentación en un dualismo que daña su integridad personal, el amor ha sufrido una profunda involución debida a un proceso enorme de privatización. Benedicto XVI incide en este punto en toda la segunda parte de la Deus caritas est mediante la relación que allí establece entre la justicia y el amor. La pérdida del valor universal del amor y su carácter fundante del bien común, ha conducido a una ambigüedad profunda de los temas éticos a nivel social, que quedan generalmente a merced de un simple acuerdo de voluntades.
La consecuencia de la posición marginal del amor es, en definitiva, la aceptación de una moral social solo procedimental. Como es evidente, la gravedad de este hecho no está en los acuerdos que se consiguen y en la configuración de un estado de derecho que ha hecho posible la extensión de una “sociedad del bienestar”; el problema real consiste en que una sociedad cuya consistencia reside sólo en bienes negociables es una sociedad desmoralizada, falta de una grandeza que cree vínculos entre los hombres en torno a bienes trascendentes. El relato genesìaco es del todo revelador: “no es bueno que el hombre esté solo” (Gen 2,18). La simple satisfacción de los deseos, y la experiencia de un poder de dominio, no responden a la verdad del hombre[12]. Cuando la sociedad quiere ser “neutral” ante las cosas más grandes, genera una cultura en la que se comunica a los hombres una cierta indiferencia ante esa grandeza. De modo usual lo hace mediante la ambigüedad de los mensajes (como si todo valiera lo mismo) y el cinismo ante las convicciones (mediante el desprecio de la excelencia como si fuera una discriminación).
Por eso mismo, si bien no se puede negar el crecimiento de un cierto respeto a la vida en muchas de sus manifestaciones (el rechazo general de la violencia física y la pena de muerte, el cuidado de la salud, y la ayuda a los necesitados), es manifiesto que se pierde la claridad de su aspecto trascendente. La valoración última de la propia vida se apoya en una valoración subjetiva, débil en cuanto dependiente de los estados de ánimo, y queda a merced de lo “socialmente correcto”, envuelto en equilibrios inestables. Todo ello se extiende en enormes proporciones por el impacto producido por los medios de comunicación social.
Por todo ello, el problema de transmisión de la verdad de la vida humana y de la familia propio de la evangelización, no es directamente una cuestión de ideas, sino de los significados que hacen vivir a los hombres. Es preciso percibirlos en profundidad. Sólo así la novedad de su grandeza los convierte en buena noticia, a diferencia de otras “novedades” que no construyen nada. Por eso, ante esta posición de ambigüedad genérica de los términos fundamentales que termina en una interpretación privatizadora de los mismos, la terapia ética que se ha propuesto es la comprensión profunda del valor de una tradición viva, que no sólo es una transmisión de conceptos, sino que se realiza en una profunda interrelación de las personas en referencia a comunidades creativas[13].
La opción de fundarse en una tradición particular no nos hace, a los cristianos, incompresibles o ajenos a las realidades que mueven nuestro mundo. Al contrario, dicha opción nos permite la auténtica inculturación, que consiste en percibir las semillas de Dios que deben dar fruto abundante, pero mezclado con una cizaña que tantas veces oculta el trigo. La gran aportación del cristiano a la cultura actual es la de saber construir una cultura nueva. Es así como Juan Pablo II ha insistido en una “cultura de la vida” y una “cultura de la familia”.
4. El relativismo de un procedimiento inicuo
Para poder dar una respuesta firme en este campo, hemos de ser conscientes del inicuo procedimiento relativista que se emplea para producir la desmoralización de la sociedad como ruptura cínica de las convicciones. Se trata de la extensión de la idea de que cualquier convicción fuerte es negativa para el funcionamiento de la sociedad, porque impide llegar a acuerdos. Como es lógico, una vez que se conforma una sociedad sin convicciones sólidas, la ambigüedad anterior crece exponencialmente.
El procedimiento es muy sencillo: donde existía una convicción moral, se promueve la existencia de opiniones alternativas, hasta que se llegue a considerar a aquélla como una “opinión más” entre otras, también plausibles. Después, se hace creer por medio de supuestas encuestas manipuladas que es además una “opinión minoritaria”; para hablar finalmente de la gran tolerancia del sistema que permite la existencia de tal “opinión marginal”.
Este proceso social ha sido aplicado una y otra vez de forma sistemática en tantos países para la extensión del aborto, y después, para la aceptación de los denominados “modelos de familia”. Todo ello se ha hecho en vista de formar una sociedad en la que cada uno pueda vivir como quiera, sin otros límites morales que una débil y ambigua “corrección” que queda al fin y al cabo en manos de los poderosos.
El marco general de comprensión de la realidad social que hemos esbozado tiene un impacto enorme en el modo de entender la vida como si fuera una decisión privada, gobernada por un derecho centrado en la libertad individual. Así ocurrió con la reivindicación abortista del “free choice”, y en la actual pretensión de legitimar la eutanasia desde una aplicación radical del denominado “principio de autonomía”[14]. A ello hay que añadir la terrible debilidad inherente a la “privatización del matrimonio”, por la comprensión esquizofrénica de su eticidad separada de cualquier sentido de “bien común” de la sociedad[15].
5. Como en la primera evangelización
Hasta aquí nuestro breve análisis a modo de diagnóstico sintomático. Pasemos ahora a la consideración de la integridad humana, la verdad del hombre que está en juego para poder comprender la enfermedad humana presente en la cultura actual. Resulta significativo que el primer cristianismo fue proféticamente consciente de la argucia escondida bajo la propuesta social del “politeísmo”. Jamás quiso presentarse como “una religión más”, y comprendía que lo peor que le podía ocurrir es que su presencia se interpretase de este modo. Si fuera así, su pretensión se reduciría a introducir en el nutrido panteón romano una efigie más, la del dios llamado Jesucristo. Por eso mismo, en el diálogo con el mundo de su época el cristianismo apuntó hacia otra realidad: hacia la verdad de Dios que los filósofos habían intuido, un logos filosófico que, de forma muy diversa a las religiones de la época, propugnaba un fuerte valor de universalidad. No se resignó a ser una tradición religiosa asimilable sin más trabajo, sino que quiso exigir la búsqueda de una verdad que une a todos los hombres en lo más grande, y pedir una conversión que sólo podía provenir de una fe que contenía una verdad novedosa. Este es el punto central del discurso de Benedicto XVI en Ratisbona[16]. Es esencial para comprender la posición de la Iglesia en torno a la familia y la vida.
Posiblemente, esta exigencia de un diálogo que no busca en primer lugar convencer, cuanto convertir a una grandeza, sea en nuestros días todavía más urgente. No podemos dejar de asombrarnos ante el panorama de una sociedad que acepta sin apenas rechazo modos de manipulación terribles que afectan a puntos neurálgicos para la vida humana, como es el caso extremo de la biotecnología que anuncia el nacimiento de “un nuevo hombre”: “Hijos mejores, de prestaciones superiores, con cuerpos más jóvenes y bellos, con mentes más agudas y almas más felices”[17]. Esta situación de pasividad se asemeja a la de un enfermo anestesiado que, reposando plácidamente en su sueño, no es consciente de la grave operación de la que es sujeto.
Una perspectiva básica para nuestro diagnóstico completo que explica esta falta de reacción es la del sujeto moral ante el que nos hallamos[18]. Esto es, la personalidad moral que el hombre construye en sí mismo, mediante una conformación en estrecha dependencia con el modo de educación moral que ha recibido. Es así como podemos calificar la enfermedad moral del hombre de nuestros días como emotivismo. Nos hallamos ante un verdadero “analfabetismo afectivo” de gravísimas consecuencias. El joven no es capaz de leer en sus afectos la verdad de su vida y, en consecuencia, dejan de ser la promesa de una plenitud para convertirse en un principio de debilidad. Todo queda reducido a un modo de interpretación en el que se prima de tal modo la simple intensidad emotiva que se dificulta enormemente el establecimiento de relaciones personales profundas. Son los denominados “amores líquidos”, acomodaticios y veloces.
Por consiguiente, la tarea terapéutica que se nos abre no puede consistir simplemente en unir exteriormente los miembros fracturados, sino regenerar al sujeto y dotarlo de vitalidad suficiente para descubrir el sentido profundo de su vida en cuanto humana. Esto es, renovar su capacidad de construir una comunión de personas cuyo referente primero es la familia.
Para ello, no podemos perder de vista la verdad integral del hombre, más allá del secularismo y del dualismo espiritualista o materialista. En todo caso, hay que superar cualquier resto que nos quede de considerar los temas de familia y vida, como los propios de una moral privada. La no comprensión de las consecuencias sociales de la marginación en estos temas ha sido uno de los motivos principales para la extensión de leyes permisivas que han quebrado el valor absoluto que hacía relevantes socialmente el valor sagrado de la vida humana y la familia.
Por el contrario, hay que proclamar con firmeza que la defensa de la familia es de una fecundidad social desconcertante. Los datos sociológicos realizados en las situaciones de extrema pobreza, como son las favelas de Salvador de Bahía en Brasil, son concluyentes: donde se potencia una familia con lazos fuertes, las personas salen de la pobreza, porque tienen un futuro, porque se sienten llamados a una tarea más grande, y se les puede transmitir el sentido real por el que vivir.
6. La revelación de una historia de amor
Nuestro análisis ha comenzado con el diagnóstico, aunque para ello hemos tenido en mente siempre una idea de salud. En verdad, esto no es suficiente para el cristianismo, que no sólo sabe acerca de la verdad del hombre, sino de la santidad de Dios que refulge en Cristo: la insólita grandeza de la que hablábamos en un inicio. En momentos de un profundo desconcierto sobre la familia, el Siervo de Dios Juan Pablo II fue un testigo privilegiado de esta grandeza. Desde el inicio de su pontificado habló de “vocación al amor” para descubrir la verdad del hombre, por la que éste es “el camino de la Iglesia”[19].
A partir de esta visión que une el misterio del hombre y el de Dios en Cristo, Juan Pablo II supo iluminar el modo como el hombre aprende a amar: “Hay que preparar a los jóvenes para el matrimonio, hay que enseñarles el amor. El amor no es cosa que se aprenda, ¡y sin embargo no hay nada que sea más necesario enseñar! Siendo aún un joven sacerdote aprendí a amar el amor humano”[20]. Para él, este debía ser la forma como la Iglesia toma al hombre como su camino.
Al ser profundamente consciente de la revelación que significa el amor[21], supo mostrar de qué forma Dios mismo se ha servido del amor humano para manifestar a la persona humana una nueva grandeza inusitada: la verdad de que existe un plan divino sobre el hombre que se ha de denominar con toda propiedad como “de salvación”. Benedicto XVI ha querido resumir la rica doctrina de su predecesor en las siguientes palabras: “el matrimonio y la familia están enraizados en el núcleo más íntimo de la verdad del hombre y su destino. La Sagrada Escritura revela que la vocación al amor forma parte de la auténtica imagen de Dios que el Creador ha querido imprimir en su criatura, llamándolo a ser más semejante a Él precisamente en la medida en que abierto al amor. La diferencia sexual que muestra el cuerpo del hombre y la mujer no es entonces un simple dato biológico, sino que contiene un significado mucho más profundo: expresa la forma del amor con el que el hombre y la mujer −como dice la Sagrada Escritura− se hacen una sola carne y pueden realizar una auténtica comunión de personas abierta a la transmisión de la vida y cooperan así con Dios a la generación de nuevos seres humanos”[22].
La aportación del Papa Wojtyla, todavía no suficientemente conocida, conjuga el plan de Dios con la necesaria redención del corazón del hombre. Sabe descubrir el don de la gracia que le capacita para vivir en vista de una plenitud última en Cristo, que incluye la revelación del matrimonio como sacramento y la posibilidad de la vida virginal “por el Reino de los cielos”. Este conjunto de significados propios del amor esponsal de Cristo, es lo que el Apóstol denomina “misterio grande” (Ef 5,32) y constituye entonces un aspecto central de la Evangelización, manifestación privilegiada del Misterio Pascual.
La pérdida que se produjo, por una visión racionalista del mismo Credo católico, del sentido sacramental del amor y la vida[23], nos debe hacer conscientes de que esta “grandeza” no se puede dar por supuesta en la actualidad. Es desconocida por muchos cristianos y de aquí la profunda división entre la fe y la vida, que no les permite interpretar sus experiencias más básicas, en las que Dios les llama al amor. Cuando el Evangelio que se les predica se interpreta sólo a modo de genéricas intenciones bondadosas, y no ilumina aquello por lo que los hombres viven: su familia y su trabajo. El Evangelio mismo se vuelve superfluo o, como mucho, un asunto que podría servir a personas con una especial inclinación hacia lo espiritual, pero que es del todo irrelevante para lo esencial de la vida cotidiana.
La insistencia de Juan Pablo II en construir una “cultura de la vida” y “de la familia”, obedecía precisamente a la convicción de que “el bien es comunicable”[24], y que la grandeza del cristianismo muestra su propia verdad en la medida en que genera una nueva cultura por la que el hombre crece y transforma aquello que obra.
7. Cómo hablar de grandeza a un hombre desmoralizado
Ahora bien, cuando pretendemos dar el primer paso en el camino para la santidad, surge un nuevo problema realmente complejo. La experiencia pastoral en el trato con las personas que vienen a contraer matrimonio nos enseña que el temor con el que se acercan a la Iglesia no procede de una insensibilidad total ante esta grandeza. Vienen en un momento vital muy especial que les da una perspectiva distinta de la simplemente cultural, porque el tema les afecta ahora en lo más íntimo y están abiertos a un mensaje de belleza. Por ello, las personas que trabajan en este campo comprueban una y otra vez que los novios quedan asombrados e ilusionados por lo que se les transmite. La dificultad que viven es otra, el considerarlo excesivo, más allá de las propias fuerzas.
Es esencial saber que cuando se habla a los hombres de una grandeza que consideran imposible, no se les transmite una buena nueva; sino que, por el contrario, el afecto que se les despierta es el resentimiento[25]. La persona que no se ve capaz de una vida auténticamente grande que otra persona le presenta, vierte contra ésta la violencia que le genera la frustración interior que siente. El mensaje le abre una herida, le descubre un deseo insatisfecho. No hace falta más que comprobar las reacciones desmesuradas de rechazo ante el anuncio abierto sobre la familia y la defensa de la vida, para poder comprobar la presencia en nuestra sociedad actual de este triste afecto colectivo de difícil curación.
En verdad, sólo existe un remedio adecuado para esta herida del corazón humano: se trata de la misericordia. Ante la debilidad que el hombre vive respecto de lo más grande, Dios ha respondido de un modo sorprendente: “no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros” (Hb 4,15); “por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para ser misericordioso” (Hb 2,17); “para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte (…) y libertar a cuantos, por temor a la muerte, andaban por la vida como esclavos” (Hb 2,14-15).
Es imposible evangelizar, hablar de amor cristiano como fuente de vida, sin descubrir cómo su sentido se funda en un amor que la regenera en la esperanza[26]. La seguridad que ha de transmitir el mensaje cristiano, la convicción inconmovible en la que se basa, nace de haber experimentado hasta el fondo un Amor capaz de vencer todas las debilidades humanas, incluidos el dolor y la muerte. No consiste pues en un argumento, sino en una grandeza manifiesta, a la que sólo se accede por medio del testimonio personal de quien la ha experimentado. De aquí procede el reconocimiento de la dignidad humana en el testimonio incontrovertible de los mártires que proclaman con su sacrificio el valor sagrado de la vida: “A través de toda la historia humana los mártires representan la verdadera apología del hombre y demuestran que la criatura humana no es un fallo del Creador, sino que, aún con todos los aspectos negativos que se han verificado en la historia, el Creador ilumina realmente al hombre. En el testimonio hasta la muerte, se demuestra la fuerza de la vida y del amor divino. Así precisamente los mártires nos indican al mismo tiempo el camino para comprender a Cristo y para entender qué significa ser hombre”[27].
Se hace evidente la importancia decisiva de la presencia del perdón en los dos ámbitos humanos que estamos analizando. La afirmación cristiana del perdón parte de una potencia realmente divina, porque no pone nunca más límite a su ofrecimiento que el hecho de ser recibido. Tal medida por encima de la capacidad humana devuelve una esperanza envuelta en una “gracia que vale más que la vida” (Sal 63,4). El perdón es más que una compasión, porque no sólo comparte el padecimiento, sino que regenera la persona. Por esta dimensión que apunta siempre a un futuro, nunca se exagerará acerca de lo imprescindible que es el perdón en la vida familiar, una convivencia, además, que es el analogado primero para el ofrecimiento del perdón. En nuestra sociedad teñida de un individualismo sostenido por la sola justicia, tal vez, es la misericordia la realidad más difícil de enseñar y gustar, a pesar de ser lo que más desea el hombre[28] y su falta es un principio de debilidad en toda convivencia.
En particular, el perdón entre los esposos significa la posibilidad de experimentar un amor que no pasa nunca, (1 Co 13,8), que puede siempre superar las deficiencias de un amor esponsal débil y amenazado. Esta es la razón más profunda de la indisolubilidad que reconoce el cristianismo a la alianza matrimonial y que tiene que ver con la presencia regeneradora del amor de Cristo en el amor humano[29].
En la Cruz se nos revela el amor más fuerte que el dolor y la muerte, más allá de las capacidades humanas, pero con una certeza que no admite duda. En el centro mismo de la vulnerabilidad del hombre, aparece, por el don de Dios, una fuente de vida en la que el hombre experimenta la eternidad. Se aclara de forma definitiva en qué consiste la dignidad de la persona humana de saberse amado y de poder corresponder siempre a ese amor. La muerte digna del hombre no es elegir morir, pensando que no existe un futuro para él, sino entregar la vida en un último don de amor.
8. Un tiempo favorable
“La mies es mucha, pero los obreros son pocos” (Mt 9,37). Esta exclamación del corazón de Cristo es ante todo una invitación a la oración y, por ello, una comunicación de esperanza. “El campo está ya blanco para la siega” (Jn 4,35), todo parte de mantener la mirada en la mies que es abundante, no por el juicio práctico de que hay mucho por hacer, que lleva tal vez al desánimo de pensar que es demasiado, sino para reconocer que Dios ha preparado el campo previamente, ha esparcido sus semillas y dispuesto la tierra. Nuestro análisis, que es una mirada de fe, no puede sino terminar reconociendo que el tiempo es favorable, un auténtico tiempo de gracia. No es esta una afirmación voluntarista; hay signos relevantes que han de constituir una auténtica llamada a trabajar en la viña del Señor. La misma grandeza que hemos podido contemplar desde el plan de Dios, nos permite determinar esos signos en medio de la ambigüedad ambiental.
Respecto de la defensa de la vida humana, es muy significativo el nacimiento y expansión irrefrenable de la bioética. Se trata del primer resurgir de la ética en un ámbito público. Es cierto que ha nacido entre muchas sombras y que en su origen se reconoce la intención de algunos autores de romper con la tradición deontológica médica de raíz hipocrática. Pero es, desde cualquier punto de vista, un “areópago” privilegiado para el cristiano, un lugar para transmitir la belleza de una cultura de la vida centrada en el sentido de vivir. Se trata de responder a la necesidad de un testimonio clamoroso de la dignidad auténtica de la vida humana, que no puede reducirse a una mera “certificación de calidad”, conscientes del inmenso impacto social que esto implica, muy por encima de cualquier efectividad inmediata.
Por otra parte, en todo el mundo occidental se aprecia, por el empuje interno del “invierno demográfico”, una importante recuperación del papel de la familia el debate político. Ningún político puede presentar un programa de gobierno que no incluya la familia y la educación como partes significativas, en vez de ser las grandes ausentes, como hace pocos años. Las “políticas familiares” se han hecho indispensables para el buen funcionamiento de la sociedad. Se plantea, desde luego, desde una medida ambigüedad teñida por la “ideología de género”, que reclama la equivalencia de cualquier modelo de familia y pretender hacer electiva cualquier orientación sexual. Sin duda, se aplican aquí todos los recursos para una “experimentación social” que manipula la información y las personas. Hemos de ser conscientes de la clara primacía que ha conquistado tal ideología en los acuerdos internacionales, pero también que es un campo decisivo de diálogo en la medida en que sepamos desenmascarar la profunda inhumanidad de la propuesta de género. El primer paso para cualquier política familiar es dejar que la familia sea ella misma, reconocerla como sujeto social de importancia decisiva[30]. El cristiano debe saber aquí proponer medidas sabias en un aspecto tan fundamental que afecta a la inmensa mayoría de la población, como ocurre con la vivienda, la conciliación con el trabajo y la educación de los hijos. Son problemas que no tienen los pretendidos “matrimonios homosexuales”, simplemente por el hecho de no ser una verdadera familia.
Por último, existe una conciencia creciente de la necesidad de ofrecer una ayuda afectiva a las personas para alcanzar su plenitud personal. Incluso los partidarios de la “teoría del género” se ven en la obligación de exclamar como Giddens: “Me había prometido ocuparme sólo del sexo y me he encontrado escribiendo sobre el amor”[31]. Los afectos comienzan a contar de nuevo en el mundo público y en relación a todas las actividades humanas como lo comprueba el éxito clamoroso de la inteligencia emocional de Goleman[32]. En tantos foros, el amor comienza a reivindicarse como un principio de superación de los dualismos racionalistas. Como dice Luce Irigaray sobre la unidad personal que obra el amor: “Allí donde la humanidad creía haber concluido su recorrido, aceptando estar escindida en dos, se abre el espacio a su creación más decisiva (…) Se hace una carne, que llega a ser ella misma palabra”[33]. Es el momento de mostrar hasta qué punto los cristianos somos “expertos en el amor” y nuestra misión es “enseñar a amar”.
No es un campo fácil, todo lo contrario; pero ciertamente se ha roto una indiferencia social paralizante y la vida y la familia son ahora ámbitos en los que existe una sensibilidad especial que los cristianos hemos de percibir como una llamada urgente a incidir positivamente en nuestra sociedad moralmente enferma.
Ante todo, hemos de tener presentes las primeras palabras que Dios pronuncia sobre el hombre: “no es bueno que el hombre esté solo” (Gen 2,18). Es necesario ofrecer una ayuda a la persona concreta para que sepa reconocer el sentido de su vida como un don que admirar, para que sea capaz de recrear el canto gozoso de amor ante la persona con la que contraer matrimonio, para que agradezca a Dios el don de un “hijo que se ha recibido” (Gen 4,1; cfr. Is 9,5), y para entender que ser acompañado en la muerte es descubrir el sentido de morir por amor.
En particular, como buenos samaritanos, hemos de acercarnos a las verdaderas víctimas de esta situación, que nuestra sociedad farisaica ignora totalmente. A tantas mujeres que han caído en la tragedia de abortar, a los hijos de matrimonios separados, a las personas abandonadas injustamente, a veces por una larga enfermedad. Hemos de ofrecerles el aceite de la caridad que cure sus heridas.
En verdad, se trata de una pastoral articulada, cercana, progresiva, no sectorial, sino de profunda comunión eclesial[34]. Una tarea que necesita “muchos obreros”, ciertamente preparados y formados para esta hermosa tarea, pero, sobre todo, fascinados por la belleza de esa grandeza que nos ha seducido en el seguimiento de Cristo y conscientes del don de su misericordia.
Mons. Livio Melina
Presidente del Pontificio Instituto Juan Pablo II
Fuente: jp2madrid.es.
[1] SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Romanos, III, 3. Citado por: BENEDICTO XVI, Discurso al final del encuentro con los obispos de Suiza (9-XI-2006).
[2] BENEDICTO XVI, C.Enc. Deus caritas est, n. 31.
[3] JUAN PABLO II, C.Enc. Evangelium vitae, n. 31.
[4] J.J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, “La vita personale: fra il dono e la donazione”, en L. MELINA–E. SGRECCIA –S. KAMPOWSKI (eds.), Lo splendore della vita: Vangelo scienza ed etica. Prospettive della bioetica a dieci anni da Evangelium vitae, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2006, 127-141.
[5] Cfr. G.K. CHESTERTON, El hombre eterno, en Obras Completas, I, Plaza y Janés, Barcelona 1952, 1554-1568.
[6] Cfr. J.J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, El corazón de la familia, Facultad de Teología “San Dámaso”, Madrid 2004, 35-38.
[7] Destaca sabiamente este hecho: A. ROUCO VARELA, Carta pastoral La familia: vida y esperanza para la humanidad (15-VI-2008), 2, b.
[8] Cfr. S. MITCHELL, Can Love Last? The Fate of Romance over Time, Norton & Company, New York 2002.
[9] M.C. D’ARCY, The Mind and Heart of Love. Lion and Unicorn a Study in Eros and Agape, Faber and Faber Limited, London 21954, 194.
[10] Es muy interesante al respecto el lúcido análisis de: J. LEAR, Love and its Place in Nature. A Philosophical Interpretation of Freudian Psychoanalysis, The Noonday Press, New York 1991.
[11] Cfr. el número especial de: Anthropotes 20/2 (2004) está todo él dedicado a: “Evangelizzare nella cultura del pansessualismo”.
[12] Tal como lo explica: JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cat. 5 y 6, Ediciones Cristiandad, Madrid 2000, 78-86.
[13] Es revelador de esta situación la propuesta moral de: A. MACINTYRE, Three Rival Versions of Moral Enquiry: encyclopaedia, genealogy, and tradition, Duckworth, London 1990.
[14] Según la conocida propuesta de: T. BEAUCHAMP–J. CHILDRESS, Principles of Biomedical Ethics, Oxford University Press, New York, 2001 (1ª ed. 1979).
[15] Sirva como reflexión para este punto: C. CAFFARRA, Familia e bene comune, Prolusione per l’Inaugurazione dell’Anno Académico 1006-2007 del P.I. Giovanni Paolo II, Città del Vaticano 2006.
[16] Algo que destaca ya en el judaísmo de la época helenística: cfr. BENEDICTO XVI, Discurso a la Universidad de Ratisbona (13-IX-2006): “De este modo, a pesar de toda la dureza del desacuerdo con los soberanos helenísticos, que querían obtener con la fuerza la adecuación al estilo de vida griego y a su culto idolátrico, la fe bíblica, durante la época helenística, salía interiormente al encuentro de lo mejor del pensamiento griego”.
[17] Cfr. L. KASS, Beyond Therapy. Biotechnology and the Pursuit of Hapiness. A Report by the President’s Council of Bioethics, Regan Books–Harper Collins, New York 2003, 274-310.
[18] Seguimos con ello, el penetrante análisis de: G. ABBÀ, Quale impostazione per la filosofia morale?, LAS, Roma 1996.
[19] Cfr. JUAN PABLO II, C.Enc. Redemptor hominis, n. 14.
[20] JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, 132.
[21] Tal como lo presenta: BENEDICTO XVI, C. Enc. Deus caritas est, n. 2: “Sin embargo, en toda esta multiplicidad de significados [del término amor] destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor”.
[22] BENEDICTO XVI, Discurso al P.I. Juan Pablo II (11-V-2006).
[23] El primer intento de recuperación es el que hace: M. SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo, Herder, Barcelona 1960.
[24] Tal como lo recuerda en: JUAN PABLO II, Carta a las familias, n. 19.
[25] Para ello cfr. el análisis de: M. SCHELER, “Die christliche Moral und das Ressentiment”, in Das Ressentiment im Aufbau der Moralen, in Gesammelte Werke. Band 3: Vom umsturz der Werte, Francke Verlag, Bern 1955, 70-95.
[26] Es el contenido principal de: BENEDICTO XVI, C.Enc. Spe salvi.
[27] J. RATZINGER, “Il rinnovamento della teologia morale: prospettive del Vaticano II e di Veritatis splendor”, en L. MELINA–J. NORIEGA (eds.), “Camminare nella luce”. Prospettive della teologia morale a partire da Veritatis splendor, Lateran University Press, Roma 2004, 45.
[28] Así lo argumentaba: JUAN PABLO II, C.Enc. Dives in misericordia.
[29] Cfr. L. MELINA, “Il perdono, che rigenera la persona e la coppia”, en ID., Per una cultura della famiglia. Il linguaggio dell’amore, Marcianum Press, Venezia 2006, 30-44.
[30] Cfr. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Inst. La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad, n. 137: “consiste en dos elementos muy sencillos: saber reconocer la identidad propia de la familia y aceptar efectivamente su papel de sujeto social”.
[31] A. GIDDENS, La trasformazione dell’intimità. Sessualità, amore ed erotismo nelle società moderne, Il Mulino, Bologna 2005, 7.
[32] Cfr. D. GOLEMAN, Inteligencia emocional, Kairós, Barcelona 241998.
[33] L. IRIGARAY, La via dell’amore, Bollati Boringhieri, Torino 2008, 13.
[34] Cfr. A. ROUCO VARELA, Carta pastoral La familia: vida y esperanza para la humanidad, 4, b: “En este campo d la pastoral matrimonial es esencial la cooperación franca y decidida entre los presbíteros y los matrimonios. Es ejemplar la unión pastoral que se estableció entre Pablo y el matrimonio de Aquila y Priscila; en ella tenemos un modelo a seguir de la fecundidad de esta coordinación de carismas en una misma misión”.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |