No estamos ante cristianos de segunda categoría, sino ante fieles caracterizados por la secularidad, que al santificar las estructuras temporales (familia, sociedad, cultura, trabajo, etc.) cumplen un aspecto no marginal de la misión de la Iglesia
El hecho que toda la Iglesia tenga una dimensión secular −es decir, una responsabilidad sobre el mundo− implica que esa secularidad sea realizada en modo distinto por sacerdotes, religiosos y laicos. La modalidad propia de los laicos está constituida por la índole secular, que caracteriza su ser y su misión en la Iglesia.
En la teología de mediados del siglo XX el término “secularidad” designaba la condición propia de los laicos, su presencia en el mundo y su dedicación a las tareas temporales. Como es sabido, el Concilio Vaticano II dedicó amplio espacio a la figura del laico y a su apostolado, estableciendo las bases para definir su vocación y misión:
«Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo, y en las condiciones ordinarias de vida familiar y social que forman como el tejido de su existencia. Es ahí donde Dios los llama a realizar su función propia, dejándose guiar por el Evangelio para que, desde dentro como el fermento, contribuyan a la santificación del mundo (…)» (Lumen Gentium, n. 31).
El texto ofrece una descripción genérica de la tarea de los laicos en la Iglesia, pero sobre todo señala una doble referencia a la dimensión vocacional y al origen divino de la misión asignada: la santificación del mundo “desde dentro como el fermento”. No estamos, por tanto, ante cristianos de segunda categoría, sino ante fieles caracterizados por la secularidad, que al santificar las estructuras temporales (familia, sociedad, cultura, trabajo, etc.) cumplen un aspecto no marginal de la misión de la Iglesia:
«La obra de la redención de Cristo, que de suyo tiende a salvar a los hombres, comprende también la restauración de todo el orden temporal. Por tanto, la misión de la Iglesia no es sólo anunciar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico» (Apostolicam actuositatem, n. 5).
La Christifideles laici (san Juan Pablo II, 30-XII-1988) ha subrayado algunos rasgos de la doctrina conciliar sobre la responsabilidad de los laicos en la misión de la Iglesia, con algunas aclaraciones y puntualizaciones que nos interesan especialmente. En particular, el documento retoma del Concilio la afirmación de que la índole secular es el rasgo específico de los fieles laicos −compatible con (y consecuencia de)− la dimensión secular de toda la Iglesia:
«Como decía Pablo VI, ‘la Iglesia tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo Encarnado, y se realiza de formas diversas en todos sus miembros’ [Discurso 2-II-1972]. La Iglesia, en efecto, vive en el mundo, aunque no es del mundo (cf. Jn 17, 16) y es enviada a continuar la obra redentora de Jesucristo; la cual, “al mismo tiempo que mira de suyo a la salvación de los hombres, abarca también la restauración de todo el orden temporal” [AA 5]. −Ciertamente, todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular; pero lo son de formas diversas. En particular, la participación de los fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función, que, según el Concilio, “es propia y peculiar de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión índole secular” [LG 31]» (ChL 15).
El hecho que toda la Iglesia tenga una dimensión secular −es decir, una responsabilidad sobre el mundo− implica que esa secularidad sea realizada en modo distinto por sacerdotes, religiosos y laicos. La modalidad propia de los laicos está constituida por la índole secular, que caracteriza su ser y su misión en la Iglesia. A continuación el n. 15 de la exhortación indica el valor que ha de otorgarse a la secularidad:
«En realidad el Concilio describe la condición secular de los fieles laicos indicándola, primero, como el lugar en que les es dirigida la llamada de Dios: “Allí son llamados por Dios” [LG 31]. (…) El Concilio considera su condición no como un dato exterior y ambiental, sino como una realidad destinada a obtener en Jesucristo la plenitud de su significado [cf. LG 48]. (…) De este modo, el “mundo” se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo. (…) De este modo, el ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial. En efecto, Dios les manifiesta su designio en su situación intramundana, y les comunica la particular vocación de “buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios” [LG 31]» (ChL 15).
Y como demostración de que lo anteriormente afirmado no es una interpretación personal del Papa, san Juan Pablo II transcribe por entero la Propositio 4 de los Padres sinodales, manifestando así la colegialidad de esa aclaración:
«Precisamente en esta perspectiva los Padres Sinodales han afirmado lo siguiente: “La índole secular del fiel laico no debe ser definida solamente en sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico. El carácter secular debe ser entendido a la luz del acto creador y redentor de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres, para que participen en la obra de la creación, la liberen del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades sociales” [Propositio 4]» (ChL 15).
Las aclaraciones y puntualizaciones realizadas por la exhortación Christifideles laici acerca del valor teológico y eclesial de la secularidad, se complementan con la observación de un peligro en la vida del fiel laico:
«la tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades especificas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político» (ChL 2).
Estas aclaraciones de Christifideles laici tienen, en mi opinión, una misma raíz: el interés en subrayar la unidad del proyecto divino de salvación, y la correcta relación entre naturaleza y gracia, historia y escatología, de modo que la Iglesia no aparezca como realidad opuesta al mundo o, en cierto sentido, ante el mundo, como si Iglesia y mundo fueran dos realidades diversas en las que el laico actúa alternativamente (ahora rezo, ahora pago los impuestos; ahora participo en un reunión del consejo parroquial, ahora ejercito mi profesión: el laico no vive en una casa de dos pisos −la Iglesia y el mundo− realizando cada actividad en el piso correspondiente). Cuando se utiliza la expresión ‘en la Iglesia y en el mundo’ hay que estar muy atentos para no inducir a la idea de una estructura dualista en el ser y en el actuar del laico. La pertenencia del laico a la Iglesia y al mundo no se traduce en una doble acción: una centrada en la dinámica de comunión y de santificación en el interior de la Iglesia, y otra −externa−, que giraría alrededor del mundo y de las tareas seculares, como si las relaciones del laico con el mundo secular fuera algo accidental, realizado ‘fuera’ de la Iglesia. La realidad −y la doctrina de la Iglesia− nos dice que esa actuación del laico en el mundo constituye su plena participación en la misión del Pueblo de Dios.
La literatura teológica del laicado de los últimos veinte años −poco abundante, por cierto−, a pesar de rechazar en línea de principio el dualismo antes señalado, suele presentar la acción del laico encanalándola en los dos raíles: la edificación de la Iglesia, por un parte, y la construcción del mundo por otra. Ese planteamiento o esquema, en mi opinión, no ayuda a promover en la práctica la deseada unidad de vida del fiel laico. La edificación de la Iglesia y la construcción del mundo están entrelazadas con tal fuerza que la llamada ‘acción intraeclesial’ incide en la construcción del mundo y, a su vez, el compromiso social edifica la Iglesia. Detengámonos en ese recíproco influjo.
La vida cristiana es vida de identificación con Cristo, que vino al mundo para sanar al hombre y a la creación. La vida de Jesús en Nazaret −marcada por un trabajo manual− y su vida pública −constelada de curaciones y milagros que constituyen actos de perfeccionamiento de la naturaleza− nos hablan del destino eterno de la creación en la gloria de Dios. El Creador ha confiado al hombre la tarea de restaurar el mundo con la gracia que Cristo nos ha obtenido en la Cruz.
La vida de la Iglesia hace presente a Cristo en la historia con la Palabra y la liturgia de los sacramentos. Participar en la vida de la Iglesia significa ponerse en contacto con la fuente de la santidad y de la caridad. Por eso, toda actividad eclesial −incluso administrativa y organizativa− tiene como fin y razón de ser el crecimiento de la caridad de los fieles. El laico obtiene de la vida eclesial −litúrgica y también organizativa− las fuerzas necesarias para cumplir sus deberes familiares, laborales y sociales. El amor no es nunca abstracto ni indeterminado, sino que siempre busca realizarse en las relaciones humanas y en el esfuerzo por mejorar el mundo en las concretas circunstancias de la vida. Como recordó Benedicto XVI en la introducción de la encíclica Caritas in veritate, la caridad «es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz»[1]. En otras palabras, la llamada ‘acción intraeclesial’ o de edificación de la Iglesia desemboca siempre en una acción que construye, al mismo tiempo, el mundo y el Reino de Dios.
Por ello, es importante subrayar que la participación de los fieles laicos en la responsabilidad de edificar la Iglesia no se limita al ejercicio de un ministerio litúrgico o a su participación en los consejos parroquiales o diocesanos: no existen, además, suficientes ministerios ni estructuras eclesiales en las que puedan participar todos los laicos de una comunidad. Existe en la literatura teológica y pastoral una tendencia a interpretar de modo reductivo la misión del laico, que solo ve en él un potencial colaborador de los clérigos en sus funciones eclesiásticas. Se ha afirmado, con razón, que «con frecuencia los mismos presbíteros caen en la tentación de valora la ‘madurez’ de un laico por la cantidad de horas y energías que gastan dentro de las paredes de la casa parroquial, olvidando que la acción del laico no se desarrolla solo ni principalmente allí, sino en los diversos ambientes del mundo, en la vida ordinaria»[2]. Cuando un laico −con generosidad y amor a la Iglesia− asume un encargo u oficio eclesiástico, ha de ser consciente de que el tiempo y energías que dedique a esa actividad no han de conducirle a descuidar sus obligaciones familiares y compromisos de trabajo, que continúan siendo el principal ámbito de sus obligaciones eclesiales (excepto cuando ese oficio eclesiástico constituye full time su trabajo profesional).
La vida intraeclesial y comunitaria del fiel laico está constituida por su empeño en la transformación personal con la recepción de los sacramentos −principalmente Eucaristía y Penitencia−, la meditación de la Palabra de Dios, la oración, la formación doctrinal, espiritual y apostólica, etc. Todos los bautizados son sujetos activos y pasivos en esta actividad presente en el centro de la comunidad. La vida intraeclesial también se manifiesta en la comunión efectiva y afectiva entre los miembros de la comunidad y con el pastor local y universal, abrazando, por tanto, sus decisiones pastorales y evangelizadoras. Esa búsqueda de la santidad o perfección cristiana «suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena» (LG 40/b). La santidad personal de todo bautizado tiene, por tanto, consecuencias positivas en el tejido social y en el progreso del mundo, y en el caso de los laicos es más directa e inmediata porque ellos «viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida» (LG 31/b). Esta inseparabilidad entre acción intraeclesial o de edificación de la Iglesia y animación del mundo y progreso humano se muestra todavía con más claridad si consideramos el binomio desde la perspectiva opuesta: la eclesialidad del esfuerzo del laico en la construcción del mundo.
Esta perspectiva, excepto en algunos casos, no ha sido, en mi opinión, suficientemente considerada en la reciente literatura sobre el laico. No se ha desarrollado una oportuna reflexión sobre la clara indicación del Christifideles laici, n. 15: «el ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial». Del mismo modo que nadie duda del carácter eclesial de la educación cristiana de los hijos realizada por los padres −la madre que enseña las primeras oraciones a su pequeño− tampoco se debería dudar de la eclesialidad del trabajo realizado por un obrero o un profesional cristianos que buscan la santidad en el ejercicio de su actividad, desde el momento en que la santificación del mundo, la renovación del orden temporal constituye −junto con la salvación de las almas− la única misión de la Iglesia. Efectivamente, del carácter teologal y eclesial de esas actividades se escribe y se habla poco, como si la profesionalidad y la eficiencia de un médico, un agricultor, un ingeniero o un taxista solo afectara a su esfera privada y pública de ciudadano, y nada tuviera que ver con su condición cristiana y de miembro de la Iglesia, que tiene, precisamente, por misión santificarse en y santificar esa actividad, ordenándola según Dios. ¿Por qué atribuir valor eclesial casi exclusivamente a la colaboración de los laicos en la función de los ministros ordenados, dejando en la penumbra el carácter eclesial de sus actividades profesionales? Detrás de esa falta de sensibilidad es fácil descubrir cierta dosis de clericalismo, que concibe el trabajo de los laicos en el mundo como algo muy marginal y periférico en la Iglesia, cuando, en realidad está en el centro de su misión. Ese planteamiento clerical parece, más bien, producto de una Iglesia piramidal en la que a ciertos clérigos les gusta mandar y ciertos laicos, con complejo de inferioridad, consideran esos clérigos como paradigma de vida cristiana a imitar. No sorprende, por tanto, el ansia de algunos ‘laicos’ por realizar funciones y actividades propias de los presbíteros, y la obsesión de algunos clérigos en llenar las sacristías como único método de involucrar a los laicos en la vida eclesial. La Iglesia-comunión debería superar esos esquemas: todos tenemos la misma dignidad bautismal (¡el presbítero no es más cristiano que el laico!); todos somos responsables de la única misión de Iglesia, llevado a cabo en modo diverso según la propia condición; todos debemos sentirnos unidos en la complementariedad y en la diversidad de funciones, servicios y carismas. Estamos, por tanto, en una Iglesia-total, en la que todavía hay que profundizar en conceptos como sacerdocio común, función real de los laicos, servicio, gobierno, colaboración, complementariedad y corresponsabilidad. A propósito de esta última noción, un autor señala que «la corresponsabilidad supone que la historia tenga en la Iglesia carta de ciudadanía no periférica sino esencial y, por consiguiente, que quien se dedica directamente a la animación de las realidades temporales esté construyendo la Iglesia, y no simplemente traduciendo en el mundo los que la Iglesia dice»[3].
La eclesialidad del trabajo en el mundo de los fieles laicos encuentra su fundamento en la participación en la función real de Cristo o, en otras palabras, en la contribución de los laicos en la instauración del Reino:
«Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan en su oficio real y son llamados por Él para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. (…) Los fieles laicos están llamados de modo particular para dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario. Cuando mediante una actividad sostenida por la vida de la gracia, ordenan lo creado al verdadero bien del hombre, participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, junto consigo mismo, al Padre, de manera que Dios sea todo en todos» (ChL 14).
El texto coinciden señala que el esfuerzo de los laicos en promover con su trabajo el progreso humano de la sociedad constituye una etapa necesaria en la construcción del Reino de Cristo, una tarea a la que no se le puede negar su condición eclesial puesto que forma parte de la misión confiada a todo el Pueblo de Dios.
Lo que hasta ahora he intentado exponer está bien resumido en tres textos de san Josemaría Escrivá tomados de una serie de entrevistas realizadas en 1968. El primero responde a la pregunta de un periodista sobre el papel de los laicos en la Iglesia y en el mundo:
«De ninguna manera pienso que deban considerarse como dos tareas diferentes, desde el mismo momento en que la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra −de manera inmediata y directa− las realidades seculares, el orden temporal, el mundo. −Lo que pasa es que, además de esa tarea, que le es propia y específica, el laico tiene también −como los clérigos y los religiosos− una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a la condición jurídica de fiel, y que tiene su lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc.» (Conversaciones, n. 9).
Los otros textos pertenecen a otras dos entrevistas en las que san Josemaría responde señalando las cuestiones que hemos querido subrayar:
«Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos» (Conversaciones, n. 34).
«El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina» (Conversaciones, n. 59).
I) El uso del binomio en la Iglesia y en el mundo aplicado a la acción del laico es válido si se quiere significar su pertenencia tanto al Pueblo de Dios como a la sociedad civil y temporal. En cambio, insistir en la distinción del actuar del laico entre estos dos ámbitos puede conducir a dos serias dificultades: a) al peligro de un dualismo que puede producir la fractura de la necesaria unidad de vida del fiel laico; b) a no reconocer la eclesialidad de la actuación del laico en el mundo, que con el influjo de la gracia promueve la justicia, el desarrollo y el bien común, en su esfuerzo de reconducir el mundo hacia Dios
II) Detrás del no reconocimiento del carácter eclesial de la acción en el mundo puede intuirse el prejuicio clerical de pensar que el fiel laico es más cristiano en la medida en que se compromete en funciones y tareas eclesiásticas.
III) Conviene recordar que la necesaria colaboración de los laicos en las funciones litúrgicas y en el gobierno-gestión de la comunidad no es la única manifestación de eclesialidad, ni siquiera la más importante, pues la acción del laico se desarrolla principalmente en los diversos ambientes del mundo −familia, trabajo, arte, cultura, etc.− y en la vida ordinaria.
Vicente Bosch
[1] Benedicto XVI, enc. Caritas in veritate, n. 1.
[2] E. Castellucci, Il punto sulla teologia del laicato oggi: prospettive, en «Orientamenti pastorali» 51 (2003) nn. 6-7, p. 33. La traducción y el cursivo son nuestros.
[3] E. Castellucci, Il punto sulla teologia del laicato oggi: prospettive, en «Orientamenti pastorali» 51 (2003), nn. 6-7, p. 52.
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