A partir de los principales modelos de relación entre sexo y género, el objetivo de este artículo es plantear la alternativa del modelo de la igualdad en la diferencia, también denominado de la reciprocidad, complementariedad o corresponsabilidad
El punto de partida es que, aunque los diferentes discursos de género que se han ido sucediendo han llevado a cabo contribuciones significativas en el ámbito de la igualdad, sin embargo, en ocasiones, han arrastrado consigo algunas deficiencias y reduccionismos de los que no han conseguido desprenderse. En concreto, en muchas ocasiones se ha desequilibrado la balanza, bien en favor de la diferencia o de la igualdad varón-mujer. Se plantea que el modelo de la igualdad en la diferencia, por el contrario, cuando es bien entendido, permite una armónica combinación entre dichos principios, lo cual lo sitúa en un mejor punto de partida para el debate en el ámbito de los derechos humanos.
Resumen: 1. Introducción. 2. Modelos de relación sexo-género. 3. El modelo de la igualdad en la diferencia, reciprocidad o corresponsabilidad. 4. Conclusión. Bibliografía
La categoría de “género” está muy presente en el discurso antropológico, social, político y legal contemporáneo. En las últimas décadas se ha integrado en el lenguaje académico, en las normas jurídicas y, desde 1995, en muchos documentos y programas de Naciones Unidas. En la actualidad, es objeto de una consolidada disciplina académica, y también se está introduciendo en el campo de la educación básica.
A partir de los años setenta del siglo pasado, esta categoría resultó útil para poner en evidencia que, en los roles femeninos y masculinos, existen unos elementos propios de la estructura humana, y otros que dependen de las mentalidades y usos sociales. En este contexto, con el recurso a la expresión “género” se quiso significar que la realidad integral del ser humano supera la biología, en el sentido de que, en la conformación y desarrollo de la identidad sexual, poseen también mucha importancia la educación, la cultura y la libertad. Estos factores influyen, a su vez, en el papel o rol que asume una persona en su desenvolvimiento social. Dicho rol se manifiesta en actitudes, patrones de comportamiento y atributos de la personalidad mediados, principalmente, por el contexto histórico-cultural en el que cada ser humano se desarrolla (Aparisi, 2009, p. 170).
Considerados de este modo, el sexo y el género serían dos dimensiones complementarias, que confluyen en una misma realidad: la identidad sexual del ser humano. Un aspecto es innato y biológico −el sexo−, y remite al dato empírico - o “recibido y asumido”-, de la dualidad biológica varón/mujer. El otro es cultural -el género-, y conduce a una representación psicológico-simbólica, una construcción histórica y antropológico-cultural, con los condicionamientos sociales que ello conlleva (Zuanazzi, 1991, pp. 81-82). Ambos aspectos, integrados en la persona, conforman su identidad masculina o femenina. En cualquier caso, interesa hacer notar que, en esta línea argumental, ambas dimensiones no se presentan como antagónicas, sino como complementarias. Se trata, por ello, de aspectos que, en un desarrollo equilibrado de la persona, están llamados a integrarse armónicamente. Lo anteriormente señalado configuraría, en nuestra opinión, la estructura básica de una visión realista del género, porque refleja la realidad antropológica y vital del ser humano, que no es solo biología, ni solo cultura, sino una compleja integración de múltiples factores.
No obstante, es importante tener en cuenta que, en la actualidad, la referencia al género no nos remite a un solo discurso. Al contrario, nos sitúa ante un panorama intelectual y práctico, muy complejo. En consecuencia, no podemos apelar, en absoluto, a una sola teoría de género, ya que coexisten enfoques y perspectivas muy diferentes, apoyadas en antropologías distintas, con consecuencias prácticas muy dispares, especialmente en el Derecho.
Es conocido que, a lo largo de las últimas décadas del siglo XX, sobre todo en el ámbito anglosajón, proliferaron los denominados Women’s Studies. Ante la situación de desigualdad varón-mujer, evidenciada a lo largo de la historia, dichos estudios trabajaron en programas de equidad, tanto en aspectos teóricos, como en su aplicación a la práctica. Sin embargo, esta defensa de la igualdad ha estado presa, frecuentemente, de un claro prejuicio: el de identificar la subordinación, propia de una cultura secular, que ha venido denominándose “patriarcado” (Amorós, 1991), con la diferencia. Subordinación y diferencia se han considerado inexorablemente unidas, entendiéndose que, al admitir que las mujeres son distintas a los varones, se acepta su inferioridad y consiguiente subordinación. En consecuencia, arrastradas por ese lastre teórico, las políticas de igualdad han sido frecuentemente igualitaristas. Por ello, de manera progresiva, los Women’s Studies entraron en conflicto con quienes defendían la existencia de cualquier tipo de diferencia entre el varón y la mujer. Dicha diferencia era siempre considerada -y aún, muchas veces, lo es-, como esencialista y determinista (Nubiola, 2002, pp. 155-187; Álvarez, 2002, pp. 353-390). De ahí que, en este contexto igualitarista, se tendió a suprimir cualquier referencia, o constancia, de la dualidad biológica varón-mujer.
Dichos estudios fueron evolucionando hacia los Gender Studies. En ellos, certeramente, las reflexiones sobre la mujer se han ido incluyendo en un ámbito antropológicamente más amplio. En este marco, como ya se ha señalado, la palabra género presuponía, inicialmente, la base biológica de la diferencia sexuada entre varón y mujer. No obstante, también aquí se ha ido derivando hacia un igualitarismo, hasta llegar a lo que algunos han denominado postfeminismo de género. En este contexto, desde hace algunos años, el uso del término género se ha desplazado hacia posiciones cada vez más ambiguas y complejas. En el ámbito de los Gender Studies existe, actualmente, una importante línea de interpretación, de carácter radical, en la que se ignora y elimina, cualquier referencia a la corporalidad del ser humano. Se defiende así la total irrelevancia de la dimensión biológica en la identidad sexual de las personas. El sexo queda reducido a un mero dato anatómico, sin trascendencia antropológica alguna (Butler, 2007).
Las razones que han motivado esta evolución son complejas. En cierta medida, responden a la idea de que, siendo la biología una constatación empírica de la diferencia, e identificándose, como ya se ha indicado, la diferencia con la inferioridad y la subordinación, se pretende avanzar en la igualdad de género por la vía de ignorar la dualidad genética varón-mujer. Incluso, se defiende un supuesto “derecho” a superarla, gracias a los avances de la tecnología biomédica, de tal modo que dicha diferencia nunca sea un límite a la libertad individual en la configuración de la propia identidad.
Esta libertad −en la línea de la emancipación de la antropología, propuesta por amplios sectores de la filosofía moderna−, se plantea como una facultad totalmente autónoma y desvinculada de cualquier otra instancia o dato previo. De este modo, se ha desembocado en la teoría postmoderna de género, o postfeminismo de género, que disocia las categorías de sexo (biología) y género (cultura, libertad). Se sostiene así que cualquier diferencia entre varón y mujer responde, íntegramente, al proceso de socialización e inculturación y debe ser superada.
Como se puede advertir, frente a la teoría realista de género, anteriormente referida, en la que sexo y género se consideran dos dimensiones complementarias, esta concepción sigue una línea muy diferente. La distinción entre sexo y género -dimensiones ya no necesariamente vinculadas-, se integra en el ya clásico enfrentamiento entre naturaleza y cultura, donde se produce la aniquilación de la primera en beneficio de la segunda: el género termina siendo exaltado como algo convencionalmente elaborado, al gusto de la autonomía individual. En definitiva, el género, entendido en este segundo sentido, tiende a anular al sexo en todos los ámbitos de la vida personal y social (Palazzani, 2008, pp. 31-35).
En las últimas décadas, las posiciones se han llevado hasta el extremo, en un intento de anular cualquier presupuesto objetivo en la identidad sexual humana. Dichas líneas argumentales llegan a defender la absoluta irrelevancia, e indiferencia, no solo del sexo biológico, sino también del género, sosteniendo una noción de identidad sexual “deconstruible”, y “reconstruible”, social e individualmente. Por esta vía se llega a la denominada Queer theory de Judith Butler (2007) Jane Flax (1990) o Donna Haraway (1989; 1991).
En nuestra opinión, esta deriva del postfeminismo, y su pretensión de acaparar cualquier interpretación del término género, está necesitando de una renovada reflexión antropológica. Dicha reflexión debe encaminarse a proponer modelos de relaciones personales más acordes con la realidad del ser humano. Se trata de formular nuevas hipótesis, en orden a reconocer, tanto a nivel teórico, como práctico, la enriquecedora y armónica conjunción entre igualdad y diferencia de varones y mujeres (Castilla de Cortázar, 1992; 1996; 1997). En este contexto, el presente trabajo persigue proponer líneas alternativas de pensamiento que, desde una antropología realista, permitan la elaboración de una teoría de género que haga posible defender la complejidad, riqueza y unidad de la identidad sexual de la persona (biología, cultura, educación, libertad,…). Asimismo, pretendemos aportar algunas bases antropológicas válidas para sustentar un modelo de relación sexo-género que pueda integrar, en las relaciones varón-mujer, no solo la igualdad, ni solo la diferencia, sino ambas dimensiones, sin que ninguna lesione a la otra. Desde ahí, y como consecuencias prácticas, se propone trabajar en un modelo de relación sexo/ género que haga posible la corresponsabilidad y complementariedad varón-mujer, en los diversos ámbitos de la vida familiar y social.
Para situarnos mejor en el tema, puede resultar útil exponer, de manera esquemática, los modelos de conexión entre sexo y género que se han sucedido a lo largo de la historia. La relación entre las categorías de sexo y género nos permite distinguir, al menos, cinco modelos de relación varón-mujer: el modelo de la subordinación, los primeros movimientos por la igualdad, la evolución hacia el modelo igualitarista, el pensamiento de la diferencia y el modelo de la igualdad en la diferencia, también denominado de la corresponsabilidad, reciprocidad o complementariedad (Elosegui, 2011).
El primer modelo, el de la subordinación, se caracteriza por la desigualdad entre varón y mujer, al confundir diferencia con inferioridad. Además, se entiende que el sexo biológico determina el género, es decir, las funciones o roles que la persona debe desempeñar en la sociedad. Por otro lado, esta se presenta dividida en dos espacios: el público y el privado, teniendo primacía el primero sobre el segundo. La actividad de la mujer se limita al espacio privado, fundamentalmente a la crianza de los hijos y a las labores domésticas. Al varón le corresponde la actividad pública: la política, la economía, la cultura, la guerra, etc. En definitiva, se cae en un reduccionismo biologicista, que sirve como sustrato del sistema patriarcal.
Frente a esta situación, en las culturas de raíces cristianas, surgieron los primeros movimientos por la igualdad, que contribuyeron a reconocer como tal a la mujer, y a mejorar la situación de discriminación sufrida a lo largo de la historia. No obstante, en este legítimo marco de lucha por la igualdad, se produjo, con el tiempo, una derivación hacia un modo específico de entender las relaciones varón-mujer que, posteriormente, se designará como modelo igualitarista. Como intentaremos mostrar, dicho modelo presenta importantes avances, pero también dificultades e incoherencias. La fundamental es que, para defender la igualdad, se niega cualquier diferencia entre varón y mujer. Este planteamiento pendular, frecuente en el pensamiento humano, se debió al prejuicio de considerar, nuevamente, como sinónimos, los conceptos de diferencia y subordinación. Se produce así una confusión entre igualdad e igualitarismo, con negación de cualquier diferencia entre varón y mujer, al relacionarla con la inferioridad, llegándose así a la pérdida de la identidad de esta última (Ballesteros, 2000).
La reacción frente al modelo igualitarista, y la consiguiente pérdida de identidad de la mujer, vino a través del denominado feminismo de la diferencia. Dicho pensamiento distingue entre una perspectiva masculina, y otra femenina, de construir la cultura y, en definitiva, la historia. La primera, en línea con el modelo igualitarista y con el discurso moderno, potenciaría el individualismo, el pragmatismo, la racionalidad y la autonomía personal. Se trataría de un modelo pretendidamente neutro y abstracto, en la medida en que ignora las diferencias de género. En este marco, el pensamiento de la diferencia denunció que dicha neutralidad es solo aparente, ya que, en realidad, propone al varón como paradigma único, y exclusivo, de lo humano, también para la mujer.
Ciertamente, el feminismo de la diferencia ha aportado mucha riqueza al discurso de género. Por otro lado, las éticas del cuidado, impulsadas por este modelo, han tenido mucha repercusión en el ámbito práctico. Sin embargo, también hay aspectos rechazables en esta visión. Lo cuestionable no es el pensamiento en sí, sino la radicalización feminista de este enfoque, la exaltación unilateral de lo femenino (Scoltsar, 1992; Allen, 1986; Gilligan, 1986). En realidad, el feminismo de la diferencia corre el riesgo de entender al varón como un ser irredento, condenado a guiarse exclusivamente por criterios individualistas, de poder, violencia y competitividad. Comete, por ello, un grave error: el de atribuir al género masculino, como si fueran su “esencia”, los caracteres y modos de construir la realidad que a este le había asignado el pensamiento moderno.
El último modelo, el de la igualdad en la diferencia (también denominado de la complementariedad y corresponsabilidad varón-mujer), se propone hacer compatible la igualdad y la diferencia entre ambos, sin caer en la subordinación, en el igualitarismo, ni en la exaltación unilateral de la diferencia. Por un lado, se parte de la igual condición de personas del varón y la mujer y, en consecuencia, de su igual dignidad y derechos. Ambos, en igualdad de derechos, poseen una doble misión conjunta: la familia y la cultura. En consecuencia, están llamados, de igual manera, a ser co-protagonistas de la construcción de la historia y la sociedad, de un progreso equilibrado y justo, que promueva la armonía y la felicidad. No obstante, dicha igualdad en dignidad y derechos no es óbice para defender, al mismo tiempo, la diferencia entre varón y mujer (genética, biológica, hormonal, e incluso psicológica). Para sostener sus aseveraciones, este modelo intenta sentar sus raíces en la realidad de la existencia humana y, primariamente, en los datos que nos aportan las ciencias experimentales y culturales. Ello requiere, inevitablemente, de un enfoque interdisciplinar.
La conciencia de las insuficiencias del modelo igualitarista, fundamentalmente la pérdida de la propia identidad de la mujer, de la familia y de la cultura del servicio al otro, dio origen en los años setenta a nuevos movimientos feministas que intentaron realizar una profunda crítica a esta situación. En estos movimientos se admite lo que de positivo ha tenido el primer feminismo, en su dura lucha por la igualdad de derechos entre hombre y mujer. Pero, junto a ello, se pretende cambiar los presupuestos de los que partía el igualitarismo. En este contexto, surge el modelo de la igualdad en la diferencia, o complementariedad.
Es aún una tarea pendiente de la antropología filosófica el sentar las bases de dicho modelo: fundamentalmente, explicar cómo se articula el género con la estructura personal, es decir, desarrollar el enclave personal y relacional de la condición sexuada, con objeto de conocer mejor la identidad personal y sus implicaciones en las relaciones familiares y sociales. No obstante, se podría señalar, en rasgos muy generales, que dicho modelo como ya se ha indicado, intenta aunar, de manera adecuada, las categorías de igualdad y diferencia entre hombre y mujer. Por ello, se plantea, en primer lugar, el reto de profundizar en las mismas desde diversas perspectivas. Se trata de evitar caer en los errores, tanto del modelo subordinacionista, como del igualitarismo y del pensamiento de la diferencia y, en definitiva, en los excesos en los que han incidido quienes han desequilibrado la balanza a favor de la diferencia o, por el contrario, de la igualdad (Castilla de Cortázar, 1996; Castilla de Cortázar, 2002, p. 24).
Se presupone así, en términos muy generales, que hombres y mujeres son diferentes pero, y al mismo tiempo, iguales. Diferentes, por ejemplo, desde un plano genético, endocrinológico e, incluso, psicológico. Sin embargo, tales diferencias no llegan a romper la igualdad ontológica, en cuanto que hombres y mujeres son personas y, por lo tanto, poseen una igual dignidad ontológica. De este modo, la distinción presupone, necesariamente la igualdad (Castilla de Cortázar, 1996, p. 45).
La categoría de la igualdad entre varón y mujer es un presupuesto incuestionable. Es más, tal igualdad es condición imprescindible para la propia complementariedad. De hecho, estudios psicológicos han demostrado que las semejanzas entre los sexos son muy superiores a las diferencias en cualquier tipo de variable.
Una vez establecida convenientemente la igualdad, el modelo de la complementariedad debe dar un paso adelante: tiene que dilucidar donde se encuentra la diferencia y saber insertarla en la igualdad, de modo que ninguna categoría lesione o le reste su lugar a la otra. Se trataría de encontrar lo que Janne Haaland Matláry denominó el “eslabón perdido” del feminismo, es decir “una antropología capaz de explicar en qué y por qué las mujeres son diferentes a los hombres” (Haaland Matláry, 2000, p. 23). Además, al determinar en qué consiste la diferencia, tendrá que precisar qué tiene de cultural y qué de permanente en la condición sexuada, explicando cómo se armonizan igualdad y diversidad (Castilla de Cortázar, 1992, pp. 37-38).
En relación a la igualdad, se plantean dos elementos estructurales comunes a hombres y mujeres: a) su dignidad intrínseca, con los correspondientes iguales derechos; b) su carácter relacional. Así, frente al individualismo que enarbola gran parte del igualitarismo, se entiende que la dimensión de interdependencia es también consustancial a la persona. Esta se construye en y a través de la relación intersubjetiva. La experiencia humana −tanto de varones como de mujeres− es, así, una experiencia de relación e interdependencia con los demás. En realidad, se podría afirmar que el ser humano no es solo ser, sino ser con los demás. La persona es, por constitución, máxima comunicación. Ciertamente, este rasgo constitutivo se manifiesta, posteriormente, en sus actos, pero la estructura relacional e interdependiente está enclavada en el ser de la persona.
Además, cabe destacar que la conciencia que cada ser tiene de sí mismo está ligada a la conciencia del otro. La relación con el mundo es intrínseca a la estructura del ser y, por tanto, la identidad se define en su relación con la alteridad. Desde la perspectiva psicológica, se puede afirmar que la “medida de mi yo me es dada por un otro-yo, del yo que reconozco en el tú. Identidad y alteridad se reclaman recíprocamente” (Zuanazzi, 1995, p. 55; Zuanazzi, 1991, p. 1).
3.1. Algunas hipótesis sobre la diferencia
Partiendo de la igualdad ontológica entre varón y mujer, el problema está ahora, como ya se ha apuntado, en dilucidar el estatuto de la diferencia, ensamblándolo con la igualdad. En principio, se plantea que la distinción o diferencia entre varón y mujer afecta a la identidad más profunda de la persona. En contraposición al pensamiento dualista, se parte de la unidad radical entre cuerpo y espíritu, entre dimensión corporal y racional. La diferencia sexual humana sería, entonces, una distinción en el mismo interior del ser. Y teniendo en cuenta que el ser humano es personal, sería una diferencia en el seno mismo de la persona. De este modo, existirían dos modalidades o posibles “cristalizaciones” del ser personal: la persona masculina y la persona femenina (Castilla de Cortázar, 1996).
La diferencia entre varones y mujeres está actualmente respaldada por las ciencias biomédicas; en concreto, por la Genética, la Endocrinología y la Neurología (Camps, 2007, pp. 41-187). Es evidente que, desde un punto de vista biológico, la persona se sitúa en la existencia como varón o como mujer. El ser humano, de modo natural o innato, se desarrolla diferenciándose en cuerpo humano masculino y femenino. Los gametos que aportan a la fecundación el organismo del varón y el de la mujer son diferentes. El cromosoma X o Y del gameto masculino determinará el sexo cromosómico del nuevo individuo, ya que el femenino siempre tiene el cromosoma sexual X. A su vez, el sexo cromosómico determinará el sexo gonadal y este el hormonal, con todas sus importantes consecuencias posteriores.
Por ello, desde un punto de vista genético, todas las células del hombre (que contienen los cromosomas XY) son diferentes a las de la mujer (cuyo equivalente es XX). Se calcula que la desigualdad sería de un 3%. No se trata de un porcentaje muy alto. No obstante, hay que tener en cuenta que esa pequeña diferencia se encuentra en todas las células de nuestro cuerpo (Blay, 1992, p. 228). Por ello, la condición sexual de la persona humana es una característica que −al menos, desde el punto de vista biológico− acompaña al ser humano desde su mismo origen y a lo largo de toda su existencia.
La referida realidad biológica encierra, en sí misma, un profundo significado personal. Spaemann denomina “identidad natural básica” a la dimensión biológica de la persona. Dicha dimensión natural −el organismo−, permite que el ser humano sea “en todo momento reidentificable desde fuera” (Spaemann, 2000, p. 96; Camps, 2007, pp. 241-280). Se trata de un indicio crucial: la identidad personal corporal, la identidad sexual y las identidades y relaciones familiares que se desprenden de esa realidad −maternidad, paternidad, filiación y fraternidad− se encuentran encarnadas en un organismo, y marcarán la vida de la persona. En consecuencia, la condición sexual no es un elemento irrelevante, sino un presupuesto insoslayable en el camino personal de búsqueda y formación de la propia identidad.
El desarrollo adecuado del cromosoma «Y» determinará, a su vez, diferencias endocrinológicas que se sumarán a la diferenciación genética. La acción de las hormonas es muy importante en el posterior crecimiento intra y extrauterino del ser humano. Estas determinan el desarrollo sexuado e influyen en el sistema nervioso central. En consecuencia, parece que también configuran de modo diferencial el cerebro (De Vries et al., 1984; Moir y Jessel, 1989; Kimura, 1992, pp. 77-84; Gur, 1997, pp. 65-90). Para Zuanazzi, “la sexualización involucra a todo el organismo, de modo que el dimorfismo coimplica, de manera más o menos evidente, a todos los órganos y funciones. En particular, este proceso afecta al sistema nervioso central, determinando diferencias estructurales y funcionales entre el cerebro masculino y femenino” (Zuanazzi, 1995, p. 80; Barbarino y de Marinis, 1984; López Moratalla, 2009). De este modo, se podría afirmar que ambos cerebros serían dos “fundamentales variantes biológicas del cerebro humano” (Dimond, 1977, p. 477; Zuanazzi, 1991; Zollino y Neri, 1990, pp. 21- 22; Zuanazzi, 1995, p. 46).
Los estudios realizados en la especie humana están todavía abiertos. No obstante, parece que fenotípicamente (y ello incluye la conducta) mujeres y varones difieren (Castilla de Cortázar, 1992, p. 23). Se podría afirmar que, la complejidad infinitamente más desarrollada del psiquismo humano -en comparación con el de los animales- no permite delimitar con tanta evidencia lo que, en este, se encuentra bajo la dependencia inmediata de las hormonas genitales. En cualquier caso, parece que las diferencias se refieren, fundamentalmente, a que un sexo emite un determinado comportamiento con mayor frecuencia o intensidad que otro. Por otro lado, estudios psicométricos han demostrado la existencia de una variedad de diferencias, estadísticamente significativas, respecto a habilidades cognitivas entre hombres y mujeres. Así, por ejemplo, Kimura estudió las diferencias entre el cerebro del varón y el de la mujer en el modo de resolver problemas intelectuales. Llegó a la conclusión de que poseen modelos diversos de capacidad, no de nivel global de inteligencia. De este modo, se podría afirmar que existe heterogeneidad entre los sexos en cuanto a la organización cerebral para ciertas habilidades. Pero tal diferencia no implica una mayor o menor inteligencia entre ellos, sino una capacidad complementaria de observar y abordar la realidad (Kimura, 1992, pp. 77-84).
Dicho esto, conviene tener en cuenta que las diferencias referidas no nos permiten, como en ocasiones se ha pretendido, dividir el mundo en dos planos, el masculino y el femenino, entendiéndolos como dos esferas perfectamente delimitadas. Tampoco es admisible referirse a “virtudes” o “valores” exclusivamente masculinos o femeninos. Como indica Castilla, las cualidades, las virtudes, son individuales, personales. Tener buen o mal oído, buena o mala voz, no depende de ser varón o mujer. Por otra parte, puede haber varones con una gran intuición y mujeres con destreza técnica. Las cualidades son individuales y las virtudes pertenecen a la naturaleza humana, que es la misma para los dos sexos. Por ello, no se puede hacer una distribución de virtudes y cualidades propias de cada sexo, afirmando, por ejemplo, que a la mujer le corresponde la ternura y al varón la fortaleza. La mujer demuestra habitualmente, sobre todo ante el dolor, una mayor fortaleza que muchos varones (Castilla de Cortázar, 2002, pp. 36-37). Por otra parte, los varones, sobre todo a partir de los 35 años −al menos es lo que afirman los psiquiatras−, desarrollan una gran ternura (Castilla de Cortázar, 2002, p. 36), que se asocia con el descenso en la proporción de testosterona.
Desde esta perspectiva, parece que hombres y mujeres presentan, en general, modos complementarios de percibir y construir la realidad. Se podría afirmar que los valores, cualidades y virtudes “cristalizan” de manera diferente en hombres y mujeres. Por decirlo de algún modo, en general, es distinta la fortaleza femenina que la masculina. Pero, al mismo tiempo, cada una necesita o se complementa con la otra. Ballesteros (2000, p. 130) hace un elenco de valores complementarios, o más bien, de distintos modos o “cristalizaciones” de estos. Por ejemplo, relaciona la exactitud, el análisis, el discurso, la competencia, el crecimiento y lo productivo con el varón. En contrapartida, atribuye a la mujer la analogía, la síntesis, la intuición, la cooperación, la conservación y lo reproductivo con la mujer. También Castilla realiza un elenco de actitudes más frecuentes, respectivamente, en varones y en mujeres (Castilla de Cortázar, 2002, pp. 37-38).
No obstante, es importante destacar que no encontramos valores o cualidades superiores en uno u otro sexo, sino perspectivas y enfoques complementarios de la realidad. En esta línea, la profesora norteamericana Jean Bethke Elsthain, en su conocido libro Public Man, Private Woman ha expuesto claramente el planteamiento que intenta sentar las bases de una sociedad más ética y más humana. En sus palabras: “Una alternativa a la protesta feminista que busca la completa absorción de la mujer dentro de la sociedad mercantil debiera no perder contacto con la esfera tradicional de la mujer. El mundo de la mujer surgió de un troquel de cuidado y preocupación por los demás. Cualquier comunidad humana viable debe tener entre sus miembros un sector importante dedicado a proteger su vulnerabilidad. Históricamente esa ha sido la misión de la mujer. Lo lamentable no es que la mujer refleje una ética de responsabilidad social, sino que el mundo público, en su mayoría, haya repudiado dicha ética” (Elsthain, 1981).
El modelo de la igualdad en la diferencia pretende superar las insuficiencias de anteriores paradigmas de relación sexo-género, sin renunciar a incorporar sus logros. Se trata de edificar una sociedad más humana, aprovechando la riqueza que pueden aportar, varones y mujeres, tanto en el ámbito privado −especialmente en la familia−, como en el público.
Para ello se plantea, como señala Castilla, la necesidad de “construir una familia con padre y una cultura con madre” (2002, p. 30). Porque la realidad es que cada hijo necesita el amor de su padre y de su madre y, además, del cariño que ambos se tienen entre sí. Para ello, una de las claves está en entender que aquellos valores que la modernidad asignó a la condición femenina −el cuidado, el servicio, la atención diligente a los demás, la actitud de dar lo mejor de sí mismo−, no deben ser privativos, ni exclusivos, de ella. Por el contrario, son igualmente indispensables para el varón, intentando evitar que se convierta en un ser preocupado solo por el poder y la competencia frente a los demás. De ahí lo obligatorio para el hombre de cultivar las actitudes de respeto, cuidado y valoración de la vida, de su activa presencia en el hogar, y de su colaboración corresponsable en las tareas del mismo.
Además, es importante destacar que también las estructuras laborales y sociales necesitan del “genio” y de los valores que tradicionalmente ha representado la mujer. Y ello, para hacerlas más habitables, para que se acomoden a las necesidades de cada etapa de la vida de las personas, para que cada ser humano pueda dar, en cada circunstancia, lo mejor de sí mismo. Pero consideramos que esto solo será posible desde un modelo en el que la corresponsabilidad sea una realidad, empezando por el ámbito familiar y, desde ahí, llegando al público.
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Ángela Aparisi Miralles
Universidad de Navarra
Fuente: arbor.revistas.csic.es.
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