El gesto de signarse recuerda que la acción litúrgica no es una realización humana, sino que es principalmente trinitaria: verdadera acción de Dios que nos une a Jesús a través de su Espíritu
El signo de la cruz que acompaña la bendición del sacerdote recuerda que todas las bendiciones vienen a través de Cristo que, con su sacrificio en la cruz, nos ha reconciliado con Dios.
El saludo inicial en la Santa Misa va acompañado de la señal de la Cruz. Tiene un claro sentido bautismal, y expresa a la comunidad la presencia del Señor (cfr. Misal Romano, IGMR, n. 46). La señal de la cruz y las palabras “En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” son una profesión de fe en el Dios Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y así se convierten en recuerdo del bautismo.
De hecho, la cruz, signo de la pasión y de la resurrección, se hace presente en el bautismo, por el cual nos convertimos en contemporáneos de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Por eso, “el Bautismo es algo más que un baño. Es muerte y resurrección. San Pablo mismo, en la carta a los Gálatas, hablando del viraje de su vida que se produjo en el encuentro con Cristo resucitado, lo describe con la palabra: Estoy muerto. En ese momento comienza realmente una nueva vida. Llegar a ser cristianos es algo más que una operación cosmética, que añadiría algo de belleza a una existencia ya más o menos completa. Es un nuevo inicio, es volver a nacer: muerte y resurrección. Obviamente, en la resurrección vuelve a emerger lo que había de bueno en la existencia anterior” (Benedicto XVI, Audiencia 10-XII-2008). Así pues, el gesto de signarse recuerda que la acción litúrgica no es una realización simplemente humana, sino que es principalmente trinitaria: verdadera actio Dei, acción de Dios que nos une a Jesús a través de su Espíritu. A su vez el signarse y el saludo inicial del sacerdote expresan a la comunidad la presencia del Señor: son Iglesia de Cristo. Es el mismo Cristo quien por medio de la Cruz nos ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo.
En la liturgia de la Palabra
En el centro de la liturgia de la Palabra, antes de la proclamación del Evangelio, el signo de la Cruz vuelve a hacerse presente. En el ambón, el ministro que proclama el Evangelio, abre el libro y, teniendo las manos juntas, saluda al pueblo diciendo “Dominus vobiscum”, “El Señor esté con vosotros”; el pueblo responde: “Et cum Spiritu tuo”, “Y con tu espíritu”. Al decir las palabras: “Lectio sancti Evangelii”, “Lectura del santo Evangelio”, signa el libro con el dedo pulgar y luego se signa a sí mismo, en la frente, la boca y el pecho, lo cual hacen todos los demás.
Podemos fijarnos en la relación intrínseca entre Evangelio y cruz: el signo de cruz que traza el que lo proclama sobre la página del Evangeliario, gesto con el que después, junto a los fieles, se signa la frente, los labios y el pecho, significa la entrada de la palabra del Evangelio en las facultades fundamentales de la persona: intelecto, lenguaje, y voluntad y afecto. Con este gesto queremos expresar nuestra acogida a la Palabra que se va a proclamar, hacemos una profesión de fe: cuando escuchamos la Palabra, escuchamos a Cristo y queremos que Él tome posesión de nosotros y nos bendiga. Es bonito el comentario espiritual que el conocido libro del Cardenal Bona hace de estos gestos: “Al comenzar el Evangelio signarás el libro y te signarás tú con tierno afecto hacia la pasión y la muerte del Cristo. Se hace el signo en la frente −asiento del pudor−, para que no te avergüences del Evangelio. En la boca, para que lo anuncies y lo confieses públicamente; en el pecho, para que lo conserves siempre en el corazón, para que ninguna sugestión del diablo pueda impedir su fruto. Al final besarás el libro allí donde primeramente hiciste la señal de la cruz, para significar el amor con que se ha de abrazar y observar esta doctrina, y tu propósito de practicar y no solo de oír la palabra: todo con un acto muy ferviente de amor hacia Dios y su ley” (J. Bona, El sacrificio de la Misa, Rialp, Madrid 1986, p. 133).
En la liturgia eucarística
También en la liturgia eucarística el signo de la cruz está presente, ahora sobre el altar. Es lógico, pues en la imagen de la cruz se expresa a la vez el memorial de la Pasión, la fe en la Resurrección y la esperanza de la parusía. Como recuerda el Papa Francisco, “en el centro del espacio destinado a la celebración se encuentra el altar, que es una mesa, cubierta por un mantel, y esto nos hace pensar en un banquete. Sobre la mesa hay una cruz, que indica que sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo” (Audiencia 5-II-2014).
La posición de la cruz en el centro del altar indica, por una parte, la centralidad del crucifijo en la celebración eucarística. De hecho, “la celebración eucarística es mucho más que un simple banquete: es precisamente el memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la salvación. Memorial no significa sólo un recuerdo, un simple recuerdo, sino que quiere decir que cada vez que celebramos este sacramento participamos en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo” (Francisco, Audiencia 5-II-2014). Junto a la centralidad de la cruz, el crucifijo en el centro recuerda también la orientación exacta que toda la asamblea está llamada a tener durante la liturgia eucarística: no nos miramos unos a otros, sino que se mira a Aquel que ha nacido, muerto y resucitado por nosotros, el Salvador. Es a Él, de quien toda salvación proviene, el sol que surge, a quien todos hemos de dirigir nuestra mirada, de quien hemos de recibir el don de la gracia. Por eso cuando el sacerdote celebra versus populum, su orientación espiritual también debería ser versus Deum per Iesum Christum in Spirito Sancto, hacia Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo (cfr. Congregación para el Culto Divino, 25-IX-2000).
En el Prefacio a su Opera omnia, afirmaba el Papa emérito: “El resultado es claro: la idea de que sacerdote y pueblo deben mirarse recíprocamente durante la oración se formó solo en la época moderna y es totalmente extraña en el antiguo cristianismo. Sacerdote y pueblo no oran uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. Por eso miran durante la oración en la misma dirección: hacia el este, como símbolo cósmico del Señor que llega, o, cuando esto no era posible, hacia la imagen de Cristo en el ábside, hacia una cruz o simplemente hacia arriba, como hizo el Señor durante la oración sacerdotal en la noche antes de su pasión (Jn 17, 1). Entre tanto, se impone afortunadamente cada vez más la sugerencia que hice al final de referido capítulo en mi libro: no hacer nuevas construcciones, sino colocar simplemente en medio del altar la cruz, hacia la que miran sacerdote y fieles a la vez, dejándose así conducir hacia el Señor, al que rezamos todos unidos” (Prefacio, Opera omnia, vol. XI).
Bendición: a través de Cristo
Cuando está por concluir la Santa Misa, el sacerdote uniendo de nuevo las manos, y colocando luego la mano izquierda sobre el pecho y elevando la derecha, imparte la bendición al pueblo diciendo: “La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros”. Y el pueblo responde: “Amén”. El signo de la cruz que acompaña la bendición del sacerdote recuerda que todas las bendiciones vienen a través de Cristo que, con su sacrificio en la cruz, nos ha reconciliado con Dios. El Padre “en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones, el Espíritu Santo” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1082).
La celebración se iniciaba con la convocación del pueblo por la Trinidad: se había reunido “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. De hecho, la Iglesia es la comunidad de los creyentes convocada por el Padre, creada por Jesucristo −el Hijo de Dios encarnado y constituido Señor en la resurrección− y reunida en el Espíritu Santo. Así, toda la Iglesia aparece como el pueblo unido “por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática. Lumen Gentium, n. 4). Al mismo tiempo, en la celebración eucarística todo se realiza por la presencia operativa de las tres Personas divinas. “La Trinidad se ha enamorado del hombre” (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84d) podemos decir con palabras de san Josemaría, y es en la Santa Misa donde se advierte con mayor claridad. “Toda la Trinidad está presente en el sacrificio del altar. Por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora” (ibidem, n. 86a).
Juan José Silvestre Profesor de Teología Litúrgica Consultor de la Congregación para el Culto Divino