La humanidad conoce situaciones terribles de violencia y de odio, que hacen inevitable la pregunta sobre la existencia de Dios, y sobre quién es este Dios. El Papa Francisco lo ha intuido, y subraya: este es el tiempo de la misericordia
Hablar de misericordia en nuestros días es referirse a un tema actual, porque el Papa Francisco se refiere a ella desde el inicio de su pontificado (por primera vez en su segunda homilía, pronunciada en la iglesia parroquial de Santa Ana el 17 de marzo de 2013), sino sobre todo porque muchas veces parece olvidada e incluso vilipendiada. Recientemente, la humanidad ha asistido a situaciones terribles de violencia y de odio, que despiertan un sentimiento de miedo generalizado. Como ejemplo, se puede citar el terrorismo inaugurado el día 11 de septiembre de 2001 con las torres gemelas del World Trade Center, el fenómeno de las oleadas de inmigrantes y refugiados, el desprecio a la dignidad humana y casos clamorosos de injusticia y de guerras, sin olvidar las dos grandes guerras del siglo pasado.
Esta situación de sufrimiento es, probablemente, el argumento de mayor peso del ateísmo moderno, según Walter Kasper (La misericordia. Clave del Evangelio y la vida cristiana, Santander 2012, pp. 11-15). El sufrimiento de los inocentes se convirtió en la “roca del ateísmo”, en opinión de Georg Büchner. Stendhal afirma, por eso, que “la única disculpa para Dios es que no existe”. Y Friedrich Nietzsche piensa que el sufrimiento muestra la muerte de Dios en las almas de muchas personas, que para Martin Heidegger es la “ausencia de Dios”, y para Martin Bubber el “eclipse de Dios”, la verdadera y más profunda aflicción. Esta situación, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, pertenece a los “signos de los tiempos” y a los “fenómenos más graves de nuestro tiempo” (Gaudium et Spes, n. 19). Por eso parece hacerse difícil hablar de la misericordia. Y aún más de un Dios justo y misericordioso, pues estas situaciones plantean la pregunta inevitable sobre la existencia de Dios y sobre quién es este Dios. Por eso, la misericordia es un tema fundamental para el siglo XXI.
El Papa Francisco ha intuido esta situación de nuestros días. Con la proclamación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia por la Bula Misericordiae Vultus, fechada el 11 de abril de 2015, determinando el inicio del año de la Misericordia para el 8 de diciembre de 2015 y su término para el 20 de noviembre de 2016, día de la Solemnidad litúrgica de Jesucristo, rey del universo, quiere provocar a la reflexión y a la vivencia de la misericordia. Apunta a la necesidad de “contemplar el misterio de la misericordia” y, por eso, “hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a tener la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre” (Misericordiae Vultus, n. 2 y 3). La periodista Lucetta Scaraffia, el 10 de diciembre de 2010, escribe que el Papa Francisco parece no dar importancia a las multitudes ni a los millares de ojos mediáticos que lo persiguen: su único objetivo conseguir que se escuche la invocación de la misericordia en un mundo que hace de la concurrencia, de la victoria sobre los otros, del éxito, el único propósito de la vida.
A veces, se difunde la opinión de que el Dios del Antiguo Testamento es vengativo y airado, en tanto que el del Nuevo Testamento es bueno y misericordioso. Sin embargo, los dos testamentos dan testimonio de un mismo Dios: un Dios misericordioso y justo, compasivo y lleno de misericordia.
La palabra latina misericordia proviene del término griego éleos, que significa “afecto de enternecimiento”, presente en la Septuaginta, que a su vez corresponde en la mayoría de los casos al término hebraico hesed. Esta palabra corresponde al término rachamim, proveniente de rachem, que indica el “seno materno” y es también susceptible de ser entendido como las “entrañas de una persona”, la sede de los sentimientos, que brotan del corazón. Así, hesed indica un favor inmerecido, la afabilidad, la benevolencia y, por consiguiente, también la gracia y la misericordia divinas, o sea, la solicitud libre e indulgente de Dios para con el ser humano, que se prolonga en el tiempo.
Como el término éleos se convirtió en la traducción de hesed e hien, que determinan el significado de misericordia, ésta sólo puede ser comprendida con el término corazón: leb, lebad – kardía. Así, diversos textos bíblicos se refieren al “corazón de Dios” (cfr. 1 Sam 13, 14; Jer 3, 15; Hch 13, 22), indicando la tristeza de Dios ante los pecados del ser humano (cfr. Gén 6, 6). Por eso, el profeta Oseas afirma que el corazón de Dios se estremece y se le conmueven las entrañas (cfr. Os 11, 8). De ese modo, en la Biblia el corazón designa el centro de la persona, la sede de los sentimientos y del juicio (cfr. 2 Sam 19; también en Mc 3, 5; 6, 34; Lc 7, 13; Jn 11, 38). Dios pastorea a su pueblo con corazón íntegro (cfr. Sal 78, 72) y actúa con un amor verdaderamente apasionado por el ser humano. Los profetas anuncian la misericordia de Dios. El profeta Oseas, por medio de su casamiento con una prostituta, muestra al pueblo cómo una prostituta por estar manchado por la violación de la alianza, y asimismo que Dios viene a su encuentro (cfr. Os 11,8). Los Salmos expresan la misericordia divina con belleza poética, que nace de la intimidad más profunda de Dios: 25, 10; 36, 6; 103, 8; 106, 1; 107, 1 145, 8.
Misericordia no es debilidad o flaqueza, sino manifestación de sentimientos profundos que nacen en el corazón de la persona. Cuando se aplica a Dios, expresa un don inesperado e inmerecido de la gracia divina, que sobrepasa toda relación mutua de fidelidad y todas las expectativas y categorías humanas. La misericordia divina demuestra la alteridad insondable y soberana de Dios, y está asociada a la santidad (qados), a la justicia (hedaqah) y a la fidelidad (emet) de Dios.
El Nuevo Testamento muestra a Jesucristo como la misericordia de Dios para con la humanidad. El Evangelio de Jesús –la Buena Nueva– es la palabra del Hijo sobre la misericordia del Padre. Los evangelistas muestran la misericordia de Dios en la acogida de los pecadores por parte de Jesús. El evangelio de Marcos entiende que el Reino de Dios irrumpe en las curaciones y expulsión de los demonios. El de Lucas proclama el año de la misericordia. El de Mateo ve las obras de misericordia de Cristo presentes en las curaciones y en el anuncio del Reino a los pobres e insignificantes. Las llamadas parábolas de la misericordia son una prueba irrefutable del amor misericordioso y compasivo de Dios para con el pecador. La parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11-32) muestra un padre incapaz de dejar de ser padre ante el hijo rebelde, porque la misericordia del Padre sobrepasa toda medida esperada por la dignidad filial: he aquí el criterio del amor. De ese modo, la misericordia se convierte en la más perfecta realización de la justicia. La parábola del buen samaritano (cfr. Lc 10, 25-37) presenta al samaritano como modelo de la misericordia. En ella, la pregunta “quién es mi prójimo” encuentra respuesta, pues él es quien, ante una situación concreta e inesperada, personifica el amor de Dios para con la humanidad. El Evangelio de Jesús es la Buena Nueva de la compasión del Padre por la humanidad. Esta es la novedad traída por Jesús: Él anuncia y realiza la misericordia divina de forma definitiva y para todos
El cardenal Walter Kasper (La misericordia. Clave del Evangelio y la vida cristiana, pp. 75-80) entiende que la vida de Jesús fue una “pro-existencia”, pues vivió no para sí mismo, sino para los demás. Las expresiones “por vosotros” (Lc 22, 19) o “por muchos” (Mt 26, 28; Mc 14, 24) atestiguan esta realidad: ser-para-nosotros-y-para-todos – pro nobis. En esta expresión también está contenido el concepto de representación, que entiende la muerte de Jesucristo como muerte por nosotros y en nuestro lugar, movido únicamente por la misericordia. Y así se restablece la justicia, pues su muerte es muerte vicaria. Jesús se hizo pecado por nosotros (2 Cor 5, 21): aunque era inocente, murió voluntariamente en nuestro lugar y para nuestro bien, realizando la exigencia de justicia exigida por el pecado humano (Rom 8, 3; Gál 3, 13). Los pecadores, los espiritualmente pobres, son acogidos como destinatarios del mensaje de Jesús. Él no sólo anuncia, sino que vive la misericordia (cfr. Mt 11, 29). Y esto se hace presente en su cruz que, por la resurrección, se transforma en señal de reconciliación y signo de reconciliación y de victoria sobre la muerte (1 Cor 15, 3). Es el perdón de los pecados por la misericordia divina.
El Papa Francisco, en la Bula Misercordiae Vultus, en los números 4 y 11, cita tres Papas como indicativo de su atención al tema de la misericordia.
El Papa Juan XXIII, en el discurso de apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II el día 11 de octubre de 1962, afirmaba que “la Iglesia Católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad religiosa, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella. Así como Pedro un día al pobre que le pedía limosna, dice ahora ella al género humano oprimido por tantas dificultades: ‘No tengo oro ni plata, pero te doy lo que tengo. En nombre de Jesús de Nazaret, levántate y anda’ (Hch 3, 6)” (Discurso en la apertura solemne del SS. Concilio, VII, n. 3). En su Diario Espiritual, él afirmaba que “la misericordia es el más bello nombre de Dios, la manera más hermosa de dirigirnos a él; nuestras miserias son el trono de la misericordia divina”, y citaba el Sal 89, 2: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor”.
El Papa Juan Pablo II escribió una carta encíclica totalmente dedicada al tema de la misericordia, la Dives in Misericordia, publicada el 30 de noviembre de 1980, la segunda de su pontificado. De esta forma, muestra la importancia que dio al tema de la misericordia en todo su pontificado. Proclamó el primer domingo después de Pascua como domingo de la Divina Misericordia: “Así pues, es importante que acojamos íntegramente el mensaje que nos transmite la palabra de Dios en este segundo domingo de Pascua, que a partir de ahora en toda la Iglesia se designará con el nombre de ‘domingo de la Misericordia divina’. A través de las diversas lecturas, la liturgia parece trazar el camino de la misericordia que, a la vez que reconstruye la relación de cada uno con Dios, suscita también entre los hombres nuevas relaciones de solidaridad fraterna. Cristo nos enseñó que “el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a ‘usar misericordia’ con los demás: ‘Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia’ (Mt 5, 7) (Dives in misericordia, 14). Y nos señaló, además, los múltiples caminos de la misericordia, que no sólo perdona los pecados, sino que también sale al encuentro de todas las necesidades de los hombres. Jesús se inclinó sobre todas las miserias humanas, tanto materiales como espirituales” (Homilía del Papa Juan Pablo II en el Rito de canonización de la Beata María Faustina Kowalska, n. 4). Y esta primera canonización del siglo XXI, el día 30 de abril de 2000, fue programática: María Faustina Kowalska caracteriza la misericordia como el mayor y el más elevado atributo de Dios: “Jesús dijo a sor Faustina: ‘La humanidad no encontrará paz hasta que no se dirija con confianza a la misericordia divina’ (Diario, p. 132). A través de la obra de la religiosa polaca, este mensaje se ha vinculado para siempre al siglo XX, último del segundo milenio y puente hacia el tercero. No es un mensaje nuevo, pero se puede considerar un don de iluminación especial, que nos ayuda a revivir más intensamente el evangelio de la Pascua, para ofrecerlo como un rayo de luz a los hombres y mujeres de nuestro tiempo” (Homilía del Papa Juan Pablo II en el Rito de canonización de la Beata María Faustina Kowalska, n. 2). El propio Papa Juan Pablo II experimentó en su vida la misericordia de Dios: el murió en la víspera del Domingo de la Misericordia, día 2 de abril de 2005. Sobre esto, el Cardenal Walter Kasper escribe: “El testimonio de su sufrimiento fue una homilía más elocuente que muchas de sus homilías que pronunció y que los innumerables documentos que escribió” (La misericordia. Clave del Evangelio y la vida cristiana, p. 17).
El Papa Benedicto XVI también se refirió a la misericordia durante su pontificado. En la homilía de la Misa de Exequias del Papa Juan Pablo II, el 8 de abril de 2005, el afirmó que “él ha interpretado para nosotros el misterio pascual como misterio de la divina misericordia”. En seguida, recordó lo que Juan Pablo II escribió en su último libro: el límite impuesto al mal “es en definitiva la divina misericordia” (Memoria e identidad, p. 70). En su primera Encíclica, Deus caritas est, publicada el 25 de diciembre de 2005, continúa el pensamiento de sus predecesores y profundiza en el tema del amor de Dios. En continuidad con esta enseñanza, afirma que “contemplando con los ojos de la fe al Crucificado, podemos comprender en profundidad qué es el pecado, qué trágica es su gravedad y, al mismo tiempo, qué inconmensurable es el poder del perdón y de la misericordia del Señor” (Ángelus de 25 de febrero de 2007).
Aún puede añadirse el Papa Francisco. Él repite frecuentemente el tema de la misericordia, que, según la periodista Lucetta Scaraffia, es la llave maestra de su persona y de su pontificado. Así, toda la Bula de proclamación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia está repleta de reflexiones sobre el tema. Para citar sólo un pasaje, puede recogerse su afirmación hecha en la entrevista con el periodista Andrea Tornielli: “Sí, creo que este es el tiempo de la misericordia. La Iglesia muestra su rostro materno, su rostro de madre, a la humanidad herida” (El nombre de Dios es Misericordia, p. 34 de la edición en portugués).
La Iglesia es portadora y anunciadora de la misericordia de Dios, pues ella continua en el mundo la misión de Jesucristo como sacramento universal de salvación (cfr. Lumen Gentium, n. 1). Anuncia el amor de Dios para con la humanidad como resumen del Evangelio. A este propósito, el Papa Juan Pablo II escribió: “Creer en el amor significa creer en la misericordia” (Dives in misericordia, n. 7). Realmente, el Dios que adoramos y amamos es el Dios de la misericordia (cfr. 2 Cor 1, 3); un Dios rico en misericordia (cfr. Ef 4, 24). Ante ese hecho, el apóstol Pablo, tan convencido del amor misericordioso de Dios experimentado en su propia vida, pregunta: “¿Quién nos separará del amor de Dios?” (Rom 8, 35s). Así, la omnipotencia de Dios se manifiesta en la indulgencia y en el perdón, de manera que la misericordia aparece como signo bajo el cual se desarrolla toda la historia de la salvación.
Cuando Jesús proclama “bienaventurados los misericordiosos” (Mt 5, 7), quiere afirmar que el mensaje de misericordia tiene consecuencias para la vida de cualquier cristiano, así como para la práctica pastoral de la Iglesia y para la contribución que los cristianos deben dar para a configuración de un orden social digno, justo y misericordioso. Por eso el amor es el resumen del Evangelio y el principal mandamiento del cristiano. Es lo que se reza en la oración enseñada por Jesús: “Y perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6, 12). Al enseñar el perdón al próximo, Jesús incluye a los enemigos, y de esta forma está rompiendo el círculo del mal (cfr. Mt 5, 43-48). Así, misericordia no significa permitir todo, sino respetar la verdad. Es lo que responde el Papa Francisco cuando le preguntan si hay oposición entre la misericordia y la verdad: “Respondo así: la misericordia es verdadera, es el primer atributo de Dios. Después, podemos hacernos reflexiones teológicas sobre doctrina y misericordia, pero sin olvidar que la misericordia es doctrina. Con todo, prefiero decir: la misericordia es verdadera” (El nombre de Dios es misericordia, p. 97). Por eso, creer en el amor significa poner el amor, que se demuestra en la misericordia, como fundamento de una nueva cultura de fraternidad en la vida de la sociedad y la de la Iglesia, y creer que la misericordia es la fuerza transformadora de una nueva sociedad basada no amor.
La Iglesia, hoy, tiene un sacramento de la misericordia: la confesión. El Papa Juan Pablo II, al afirmar que la “Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia […] y cuando aproxima a los hombres a las fuentes de la misericordia”, afirma que tiene “un gran significado la meditación constante de la palabra de Dios, y sobre todo la participación consciente y madura en la Eucaristía y en el sacramento de la Penitencia y la Reconciliación” (Dives in Misericordia, n. VII, 13). Así como es infinita la bondad de Dios, es infinito su perdón a los pecadores, su acogida a los hijos perdidos que vuelven a casa arrepentidos (cfr. Lc 15, 32).
En fin, María, la madre de Dios, es quien experimentó de modo impar la misericordia de Dios, como ella canta: “Y su misericordia perdura de generación en generación” (Lc 1, 50). El Papa Juan Pablo II la denomina La madre de la misericordia: “María es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Madre de la misericordia: Virgen de la misericordia o Madre de la divina misericordia; en cada uno de estos títulos se encierra un profundo significado teológico, porque expresan la preparación particular de su alma, de toda su personalidad, sabiendo ver primeramente a través de los complicados acontecimientos de Israel, y de todo hombre y de la humanidad entera después, aquella misericordia de la que ‘por todas la generaciones’ nos hacemos partícipes según el eterno designio de la Santísima Trinidad” (Dives in Misericordia, n. V, 9).
Geraldo Luiz Borges Hackmann
Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Rio Grande do Sul (PUCRS), Brasil
Fuente: Revista Palabra.
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