Una bella representación de los pasos propios de la educación moral; el camino de la vida surge de la persona misma y se sostiene por la ayuda de los otros
Conferencia pronunciada con motivo de la presentación del libro Caminar a la luz del amor: los fundamentos de la moral cristiana, de Livio Melina, José Noriega y Juan José Pérez-Soba, en el Aula Juan Pablo II de la Parroquia de la Concepción de Nuestra Señora. Madrid, 13 de octubre de 2008.
“Si alguno camina durante el día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si camina de noche, tropieza, porque no hay luz en él” (Jn 11,9-10). Estas palabras de Cristo justo antes de la resurrección de Lázaro, quieren ser el resumen de su propia misión. De esta forma, revela de ser “la luz verdadera que (…) ilumina a todo hombre” (Jn 1,9), con el sentido preciso de enseñar al hombre a caminar. A imagen de esta enseñanza sublime hemos entendido nuestra humilde labor de enseñanza de la moral que hemos intentado reflejar en este libro que tiene el significativo título: Caminar a la luz del amor.
En la hermosa representación de Rembrandt que tiene como título “primeros pasos” en el centro de la escena está un niño que comienza a caminar. Tiene miedo. Ve en sí mismo la fragilidad. No está seguro ante un camino que no ve, temeroso en sus pasos vacilantes. Pero cuenta con un apoyo. Dos figuras femeninas, posiblemente su madre y su abuela, le dan la mano. Con esta ayuda que le prestan no lo arrastran, sino que lo sostienen, para que pueda encontrar dentro de sí la audacia necesaria para caminar. Vemos también que la madre no solo le ofrece su apoyo, sino que con su otra mano le indica un camino. Es verdad que este camino no está hecho, el niño tiene que abrirlo con sus pasos. Es una imagen que cuenta con su propia dramática, en la que vemos el esfuerzo del protagonista, a modo de un vencimiento interior.
Es una bella representación de los pasos propios de la educación moral. El camino de la vida surge de la persona misma y se sostiene por la ayuda de los otros. No lo puede hacer el caminante solo, como si el camino se dedujese racionalmente por un pensamiento a modo de monólogo, o se proyectase inmediatamente de sus sueños y deseos; requiere la experiencia y, para ello, necesita una ayuda en otras personas ya maduras que deben ser reconocidas como autoridad. Son ellas las que enseñan al educando un ideal de vida, una dirección en la cual el hombre puede reconocerse a sí mismo.
En todo caso, se nos desvelan dos aspectos convergentes en la experiencia moral: la mirada hacia uno mismo, y la apertura a un camino exterior. Esta duplicidad de referencias, nos indica conjuntamente el significado moral de caminar y el de la luz del amor.
Es muy conocida la imagen bíblica que identifica la sabiduría moral con el camino[1]. Obedece a la experiencia profunda del pueblo elegido, el cual, depositario de las promesas, y partner de la Alianza de Dios, es guiado por el desierto en busca de la tierra prometida, con el mandato de no apartarse del camino marcado por Dios “ni a derecha, ni a izquierda”. La centralidad de esta metáfora llega hasta el punto de que el primer nombre que recibe el cristianismo es el de “camino”[2] que señala el aspecto de la nueva vida que supone para el fiel.
En el Manual que presentamos, pensado como un método de enseñanza de la moral, hemos usado de esta imagen de un modo activo: como la acción de “caminar”. Pues, de modo semejante al niño que da los primeros pasos, no le basta al hombre que le indiquen un camino, hay que enseñarle a hacerlo. Y es allí donde la luz del amor es esencial para empezar a caminar. La primera característica que la experiencia moral nos ilumina tiene que ver con el conocimiento propio, descubrir el amor es un despertar necesario para poder reconocerse en la verdad original de ser un sujeto amante.
El niño se mira a sí mismo, y necesita conocer sus propias fuerzas para saber qué es caminar. Asumirá poco a poco su capacidad de dar pasos y de correr como una apertura enorme en su vida que le abre a nuevas posibilidades hasta entonces ignoradas. Esta es la luz interior, por la que se ve a sí mismo, reconoce sus fuerzas y habilidades, pero también algo más profundo: descubre en sí un mundo enorme de deseos, que hasta entonces estaban casi dormidos y que con la nueva capacidad motora se le despiertan fascinantes.
Pero el niño no aprendería a caminar solo. La luz interior a la que nos referimos, no es la mera espontaneidad de unas fuerzas naturales, requiere ser despertada en un encuentro personal. El amor del que hablamos tiene una dimensión radical de interpersonalidad, nace, se descubre y se alimenta por medio de las relaciones personales básicas, precisamente las que configuran al hombre como persona.
El principio de la luz todavía es más necesario para encontrar el camino. En este punto la educación de los padres es una tarea muchas veces compleja: se parece a perseguir a un niño corretón; el cual, entusiasmado por el descubrimiento de su autonomía motora, y dominado por un impulso vital poderoso, emprende frenéticas carreras en todas direcciones. La indicación de la madre va a ser esencial para el niño. Es más, el infante comprende internamente que lo peor que le puede ocurrir es quedarse solo. El desamparo de sentirse abandonado le causa un auténtico terror que muestra hasta qué punto vive de la seguridad de la presencia de los padres. Los mismos encuentros personales que realiza en sus primeros momentos, están mediados por el consentimiento paterno que es el que le permite afrontar la presencia ambigua de los extraños. Este complejo sistema de relaciones es el que se puede llamar con gran exactitud luz del amor y que enseña al niño un nuevo camino.
Al dar los primeros pasos, se hace evidente que no tiene sentido caminar sin un camino que requiere ser iluminado. La luz interior que tiene como objeto un mundo fabuloso de deseos, no basta para proyectarse hacia un horizonte; requiere un orden para poder actuar humanamente, lo cual no se halla sin un auténtico caminar. Lo primero que se transmite al niño de forma connatural es que todo camino tiene su propio fin y que lo más importante es llegar. Esto lo aprende el niño muy rápidamente, pues al emprender cualquier viaje acostumbra a repetir hasta agotar al paciente interlocutor: “¿cuándo llegamos?” Caminar humanamente no consiste entonces en dar pasos unos tras otros sin traspiés, es descubrir el camino verdadero que confirma esa luz interior con una realidad exterior que presenta siempre una cierta resistencia a los deseos propios. Dejar de mirarse los pies y empezar a divisar el horizonte para descubrir una dirección, es el modo de dar sentido a la dinámica profunda de trascendencia que contiene la experiencia originaria. La impresión de no ir a ninguna parte perturba al caminante, y la posibilidad de volver sobre los propios pasos, puede ser una tentación muy fuerte, como fue por Israel en el desierto. La imagen del camino pasa ahora a indicarnos el crecimiento humano que se realiza por medio de sus acciones, con ella, nos aparece en toda su fuerza la necesidad de hablar de verdad. No basta con la sinceridad del propio caminar, el empeño de seguir adelante; es necesario, encontrar el camino verdadero. No vale ir por cualquier parte, porque podríamos alejarnos dramáticamente de donde deseamos llegar.
No podemos perder en ningún momento la delicada interrelación entre el aspecto de la interioridad y el de trascendencia que se articulan dentro de la experiencia moral. Si la referencia al camino, tal como nos la presenta la Sagrada Escritura, sirve para comprender la ley como una indicación que ilumina la búsqueda humana; el finalismo interior, es el que explica de verdad el caminar. ¡Cuántas veces en medio de un camino difícil nos preguntamos: “¿por qué lo habré emprendido?”! A esta pregunta el camino por sí solo no puede responder, ¡es necesario apoyarse en la luz interior! No podemos por menos que recordar en este punto la exclamación de Santo Tomás que usa la encíclica Veritatis splendor para mostrar la esencia de la moralidad en el hombre: “«Muchos dicen: ¿Quién nos mostrará el bien?» (Sal 4,7); y, respondiendo a esta pregunta, dice: «La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes», como si la luz de la razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo −tal es el fin de la ley natural−, no fuese otra cosa que la luz divina impresa en nosotros”[3].
De este modo, Juan Pablo II señalaba la “ley natural” como una luz interior que permite discernir el camino que recorrer. Por eso mismo, la experiencia de amor es esencial para encuadrar adecuadamente la condición real de la ley natural, muy lejos, desde luego, de ser una deducción de una ley física. Es en un marco más amplio, el de la experiencia moral, donde su calidad de camino alcanza todo su sentido. La experiencia moral nos muestra una verdad inicial, un fin al que llegar que concede a la ley su razón de camino, mientras que esa verdad originaria nos anima a caminar.
Es un hecho incuestionable que cuesta mucho más enseñar a adultos que a niños. Es más difícil la labor del moralista que la, ya de por sí difícil, tarea de los padres. La razón está clara, el deseo de las personas ya crecidas es mucho menos dócil. Si el niño se apoyaba agradecido en la mano que le ofrecía la madre, al adulto le es mucho más difícil confiar en el moralista; incluso hay quien no quiere ser enseñado, o quien su auténtico temor es que le puedan enseñar un camino que no desea recorrer.
Por eso, la imagen de Rembrandt nos ha permitido describir lo esencial de la perspectiva que hemos señalado seguido en este Manual. Tal como hemos descrito anteriormente, parte de la experiencia, y sigue la denominada “moral de la primera persona” que toma “la perspectiva del sujeto que actúa” (VS 78), del niño que da sus primeros pasos.
Entonces, los análisis anteriores que hemos señalado, no eran sino aproximaciones para dejar claro de forma narrativa y natural la preeminencia que tiene en la moral la experiencia de la acción. Pues es en ella donde el hombre se reconoce a sí mismo, descubre la interrelación maravillosa entre la interioridad, la trascendencia y la apertura la realidad, de un modo original en cada persona como expresión indeducible de la propia libertad. En ella hay una luz muy particular que brilla por encima de todas las tinieblas.
En la acción humana se contiene un misterio que es vital para el hombre porque allí descubre la verdad de sí mismo y en la cual se da una presencia de Dios del todo singular. Así ha descrito recientemente esta experiencia de la acción Benedicto XVI: “«Mi Padre sigue actuando y yo también actúo». Dios mismo es el Creador del mundo, y la creación todavía no ha concluido. Dios trabaja, ergázetai! Así el trabajo de los hombres tenía que aparecer como una expresión especial de su semejanza con Dios”[4]. De este modo llegamos al punto que hemos considerado la clave del Manual que presentamos, pues como Joseph Ratzinger escribió, el tema esencial de toda la moral cristiana es pensar en: “la colaboración de las acciones humana y divina en la plena realización del hombre”[5].
La novedad que nosotros presentamos en el Manual es el hecho de haber tomado el amor como la luz privilegiada en la cual el hombre descubre su ser moral. Podría parecer algo que se debería dar por descontado en una moral cristiana, pero, por el contrario, en nuestra tarea de presentar una moral del amor, apenas si hemos podido encontrar apoyo en otros moralistas. No porque no hablen de amor, sino porque no se han parado a considerar suficientemente la lógica propia del amor como la que ha de sistematizar la obra y sirva además como el principio primero del conocimiento moral.
La mayor novedad del Manual es querer en verdad caminar con esta luz. Esto nos obligaba a querer fundar el orden de los temas morales en la experiencia misma del amor y esto nos condujo a una triple división inicial, que nos alejaba de la presentación clásica: ley, conciencia y pecado, pero que nos abría a un horizonte dinámico y magnífico de la moral.
El primer elemento a considerar era que la experiencia primera del amor es un despertar. Si hemos comenzado esta conferencia con los primeros pasos de un niño, es también porque la luz de la experiencia moral es algo que está en lo más profundo de la memoria. Recordemos el enorme alcanza que San Agustín daba a esta potencia humana, y cómo le permitía una atribución a la presencia del Padre en lo íntimo del hombre. De un modo semejante nosotros hemos querido “volver al Principio” para encontrar el fundamento seguro de nuestro amor. Con ello, seguimos la indicación de Jesús a los fariseos en su respuesta a la cuestión sobre el repudio, según la profunda explicación que hace de esta expresión Juan Pablo II en sus Catequesis sobre el amor humano[6]. En este primer nivel de la experiencia, hemos querido rastrear todas aquellas dimensiones de la moralidad que pertenecen al despertar mismo de la conciencia, y que, en consecuencia, esto es que pertenecen a un mundo preconsciente que es esencial para comprender nuestros propios actos e incluso nuestro propio despertar a la conciencia. En especial la llamada a la plenitud que es el principio de toda la intencionalidad humana.
Tal despertar solo se hace concreto en la vida personal por medio de un encuentro. La fuerza de este hecho alcanza tal valor de llamada en la vida del hombre que los diversos encuentros humanos contienen como una segunda palabra que anuncia otro encuentro del todo definitivo, el con Cristo. El carácter de acontecimiento que caracteriza el encuentro personal es el inicio de una serie de significados que van a determinar el camino moral del hombre. Ante todo, supone la determinación de una verdad inicial de carácter interpersonal que guía como fin la propia libertad, esto se realiza dentro de una comunicación objetiva del bien que da solidez a estas relaciones y es el germen de toda virtud. El hombre la vive como una auténtica llamada que supone una respuesta responsable que configura internamente cualquier libertad humana.
Es imposible vivir todas estas dimensiones del amor de una forma humana, si el amor mismo no es capaz de construir el camino por el que encontrar el sentido de vivir. La verdad característica del amor solo se explicita en la propia historia. Ha empezado en un encuentro, pero se desarrolla mediante un hilo conductor del todo especial que tiene como fin la construcción de una comunión de personas. Así hemos podido configurar las tres partes de este Manual, a partir de esta dinámica personal del amor que nace de la experiencia moral que todo hombre vive en su existencia cotidiana.
Quizá la dificultad mayor que se encuentra en la actualidad para tomar el amor como centro de la moral, sea recuperar su aspecto cognoscitivo. El racionalismo y romanticismo, aun siendo contrarios, coinciden en afirmar el amor como un impulso irracional. Tal pretensión supuso una ruptura radical con la gran tradición cristiana que siempre reconoció en el amor el mayor conocimiento de los misterios divinos. Como afirma San Gregorio Magno: “Pues cuando amamos lo que oímos de las cosas celestiales, ya conocemos lo que amamos, pues el mismo amor es conocimiento”[7].
En especial, esto se debe a que la persona requiere ser amada para reconocerla en toda su plenitud. Y en este conocimiento es donde se percibe la verdad de una comunicación en el bien en la que este desvela toda su dinámica interior. De esta forma, la experiencia del amor nos introduce en el modo específico de conocimiento moral en el que la verdad objetiva del bien que se actúa, alcanza un relieve específico en la relación interpersonal en la que se enmarca. En particular, esto significa una clara superación del conocimiento proprio del juicio de conciencia, el cual centrado en la correspondencia del acto concreto con la ley universal, pierde la visión dinámica del amor que apunta más allá.
Como es obvio, esto no significa de ningún modo que este conocimiento derivado de la conciencia moral sea falso, todo lo contrario, es tantas veces decisivo para evitar los actos intrínsecamente malos; simplemente, hemos querido afirmar con certeza que no se trata del conocimiento moral por excelencia que es, en cambio, el propio del amor. La diferencia fundamental entre ambos es que la conciencia acaba en un juicio y el amor en la conformación de una comunión de personas. Al comparar estos dos fines tan distintos, no es difícil darse cuenta de la distancia que existe entre una y otra forma de presentar la moral; pero todavía lo es más si nos paramos a reflexionar sobre los distintos niveles cognoscitivos que se dan en la moral.
En este Manual que presentamos, hemos partido siempre de la experiencia moral, porque es esta la que nos abre a un modo de conocimiento sapiencial que es el propio de las acciones humanas. Es más, es aquí donde se da un reconocimiento de los dones de Dios como partes integrantes de nuestras acciones, por lo que estas alcanzan un relieve divino. Esta dimensión moral tan importante es la que en la tradición teológica se ha desarrollado en relación a los dones del Espíritu Santo entre los cuales el primero es el don de la sabiduría que Santo Tomás relacionaba directamente con la dinámica de la caridad[8]. De esta forma el conocimiento moral se pone en un marco de transformación en Cristo, dentro de un camino de perfección en la caridad que mueve internamente al hombre.
Situados en este horizonte de sentido, se evidencia la aportación original de la racionalidad práctica, la cual, analizando con detenimiento la intencionalidad propia la acción humana, es capaz de desvelar el papel que juega la razón en la especificación moral. Con ello muestra el fundamento científico de la existencia de actos intrínsecamente malos, determinables por su objeto moral, esto es, en la perspectiva de la persona que actúa (VS 78). En concreto, se aprecia aquí el papel decisivo de la virtud como una integración de los dinamismos humanos en vista de una cierta excelencia humana.
Es en este dinamismo de la acción iluminado por el amor, dentro de una dinámica de perfección por el ejercicio de las virtudes, donde se redimensiona el papel de las normas dentro de la moral cristiana. Las normas son indicativas de la verdad del bien y ayudan al sujeto agente a obrar para no desviarse del camino de perfección; pero, no agotan la originalidad del conocimiento moral, sino que son un auxilio precioso al mismo. Sobre todo, nunca pueden pretender ocupar el puesto de fin. No obramos para cumplir normas, sino que las normas son para que podamos conocer mejor la verdad del amor. Todavía hay que insistir en la superación de un legalismo que infecciona aún ciertas exposiciones de la moral cristiana. Además, evita el rechazo mismo de la norma como si fuera una imposición ajena a la acción personal, desvelando así lo erróneo de cualquier pretensión de una ética sin normas, como si no fuera posible la formulación de una verdad universal sobre el bien moral.
En definitiva, un adecuado análisis de la lógica amorosa propia de la moral, integra los otros niveles cognoscitivos como son el de la ley que se expresa en normas, y el de las virtudes con sus fines de excelencia. El amor concede una perspectiva más amplia en la que cada persona ha de ser capaz de descubrir la verdad de su propia historia de amor.
En la historia del joven rico que Juan Pablo II eligió como plantilla escriturística de la encíclica Veritatis splendor, se nos revela la luz plena que significa el encuentro con Cristo, que conduce a “la desconcertante y exigente propuesta del seguimiento de Cristo”[9]. Por eso mismo, la experiencia moral de la que hemos partido con su propia luz que ilumina nuestros pasos, es ahora la luz misma de Cristo que nos antecede en el camino y en cuya identificación nos abre una plenitud inusitada.
En todo momento hemos tenido en cuenta esta dimensión, y ha sido en el amor de Cristo donde nos hemos podido apoyar para descubrir con asombro de qué forma Él entra en nuestras propias acciones por medio de ese tipo específico de amistad que es la caridad. Así se realiza ese principio que gustaba en repetir a Santo Tomás que lo había descubierto a su vez en Aristóteles, pero que supo aplicarlo en Cristo en toda su amplitud: “lo que podemos por los amigos, de algún modo lo podemos por nosotros mismos”[10].
Esta amistad única con Cristo es la que nos ha permitido articular el manual de una forma trinitaria. No se trata de una simple atribución extrínseca, sino de una manifestación de la dinámica amorosa en la cual, por estar implicada la identidad personal, emerge de forma decisiva las relaciones interpersonales, incluidas las trinitarias. Solo en ellas se responde definitivamente a la pregunta moral por excelencia: “¿quién soy yo?”[11], cuya primera respuesta es la de “ser hijo”.
Hacer de nosotros hijos de Dios, esta es la misión de Jesucristo que requiere nuestra respuesta. Se trata de la filiación que nos hace vivir para la “gloria de Dios”, en esa correlación de carácter moral que existe entre la gloria de Dios y la vida humana. Pues, en palabras de San Ireneo: “la gloria de Dios es que el hombre viva, pues la vida del hombre es la visión de Dios”[12]. Descubrimos aquí todo el dinamismo de la acción del hombre penetrado de la vida como un don de Dios que podemos ya pregustar como una vida eterna y que encuentra en las bienaventuranzas el modo de descubrir el camino de felicidad que Jesucristo ha hecho posible para el hombre.
Esta vida nueva de hijos, solo se puede vivir “en el Hijo”. Se trata ahora de penetrar en el misterio de nuestra “transformación en Cristo”, por la cual se produce la auténtica “conformación del sujeto cristiano”. Las virtudes humanas, nos aparecen ahora como las virtudes de Cristo, movidas por la caridad y dirigidas al don de sí que Cristo mismo nos ha mostrado en el misterio Pascual. Por medio de la caridad que nos infunde con su ofrecimiento en la Cruz se hace “ley viviente y personal”[13], la plenitud de la ley por haber vencido el pecado.
“Conducido por el Espíritu Santo” (Lc 4,1), así nos narra la Sagrada Escritura el modo de actuar de Cristo, por lo que el mismo Santo Tomás pudo definir la “ley nueva” como la “gracia del Espíritu Santo que se nos da por la fe en Cristo”[14]. Se nos desvela una fuente de amor por la que participamos en lo más profundo del amor Trinitario. Se trata ahora de secundar esta acción del Espíritu a modo de un aprendizaje nuevo en el amor. Para ello, hemos procurado descubrir a la luz del amor el complejo proceso de la acción humana a modo de un enamoramiento en el cual, es la presencia afectiva del Espíritu Santo su principal motor.
Son los primeros pasos de un largo camino, por lo que, como el niño de la imagen, no nos puede faltar el apoyo de la Madre. Así lo hace la Iglesia con nosotros como experta que es en el amor, generada en la escuela de su Esposo que la prepara para sí “gloriosa, sin mancha ni arruga sino santa e inmaculada” (Ef 5,27). A Ella se le ha encomendado sostenernos en nuestros pasos e indicarnos el camino, de este modo Ella misma se convierte en “luz de los pueblos”. En verdad, es incomprensible el volumen que presentamos sin la profunda conciencia de estar realizando un servicio eclesial. Es cierto, que los primeros beneficiados hemos sido los autores, que hemos aprendido tanto al escribirlo; pero hemos tenido siempre presentes el hecho de que la Iglesia reclama a los teólogos moralistas la tarea de ofrecer una “reflexión científica sobre el Evangelio como don y mandamiento de vida nueva, sobre la vida según «la verdad en el amor» (Ef 4,15), sobre la vida de santidad de la Iglesia, o sea, sobre la vida en la que resplandece la verdad del bien llevado hasta su perfección”[15]. En esta tarea nuestro maestro primero ha sido, sin duda, Juan Pablo II. El privilegio de haber trabajado conjuntamente en un Instituto que él mismo fundó y quiso que llevara su nombre, de haber gozado, por tanto, de su cercanía y su ánimo ha supuesto siempre un revulsivo para aprender de él un modo nuevo de leer la vida de cada hombre desde la profundidad divina de un amor humano.
Esto ha significado en todo momento una profunda experiencia de comunión. El trabajo realizado en común, con la colaboración generosa de muchas personas, nos ha permitido experimentar con gratitud el inmenso bien que se realiza en la comunicación de una verdad relevante para las personas. La primera vez que Santo Tomás habla de “comunión” en un sentido profundamente personal lo hace en relación al estudio universitario. Así lo hemos vivido nosotros. Para ello, hemos procurado siempre un diálogo abierto con otros profesores y otras posturas, por medio de los coloquios y encuentros organizados por el Área de internacional investigación en Moral Fundamental organizada por S.E. Angelo Scola en 1997 y que ha sido esencial para el desarrollo de este trabajo.
Es fácil pues concluir esta breve explicación de un intento de enseñar cómo la luz del amor mueve y dirige nuestros pasos. La Iglesia nos lo ha enseñado con el apoyo de la mano de los santos, su testimonio de caridad incuestionable ha abierto caminos y descubierto luces nuevas. Así lo hemos recibido especialmente de la santidad de Juan Pablo II, por eso, no podemos contentarnos con contemplar su belleza, nos corresponde dar frutos de santidad, pues es tiempo de caminar.
Livio Melina
Presidente del Pontificio Instituto Juan Pablo II
Fuente: jp2madrid.es.
[1] Cfr. J. RATZINGER, La fe como camino. Contribución al ethos cristiano en el momento actual, EIUNSA, Barcelona 1997, 55.
[2] Cfr. Hch 9,2; 16,17; 17, 25; 19,9.23; 22,4; 24,14.22.
[3] S. TOMÁS DE AQUINO, STh., I-II, q. 91, a. 2. Citado en: JUAN PABLO II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 42.
[4] BENEDICTO XVI, Discurso al mundo de la cultura en París (12-IX-2008).
[5] J. RATZINGER, “La fe como camino: Introducción a la encíclica «Veritatis splendor» sobre los fundamentos de la moral”, en ID., La fe como camino, EIUNSA, Barcelona 1997, 64.
[6] Cfr. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Ediciones Cristiandad, Madrid 2000.
[7] S. GREGORIO MAGNO, XL Homiliarum in Evangelio libri duo, l. 2, h. 27, 4 (PL 76, 1207): “Dum enim audita super coelestia amamus, amata jam novimus, quia amor ipse notitia est”.
[8] Cfr. J. NORIEGA, Guiados por el Espíritu. El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, PUL-Mursia, Roma 2000.
[9] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Ins. Pas. Teología y secularización en España a los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II, n. 52.
[10] SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh., I-II, q. 5, a. 5, ad. 1. La cita es de: ARISTÓTELES, Ethic. Nic., l. 3, c. 3 (1112b27 s.).
[11] Cfr. L. MELINA – J. NORIEGA – J.J. PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del amor. Fundamentos de la moral cristiana, Palabra, Madrid 2007, 162-166.
[12] SAN IRENEO, Adversus haereses, IV, 20, 7 (SC 100/2,648): “Gloria Dei vivens homo, vita autem hominis visio Dei”.
[13] JUAN PABLO II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 15.
[14] SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh., I-II, q. 106, a. 1.
[15] JUAN PABLO II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 110.
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