Esta cuestión, inspirada en unas frases de santo Tomás de Aquino, ha sido una de las más debatidas por la teología del siglo XX, y sigue abierta con curiosas ampliaciones
Todo el mundo conoce la frase de san Agustín que aparece al comienzo de sus Confesiones: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en ti”. En ella se encierra una de las verdades más profundas de la antropología cristiana: hemos sido hechos por Dios y para Dios. Eso explica en cierto modo la estructura de nuestro ser: al desear la felicidad, estamos deseando a Dios, quizá sin saberlo. Precisamente en ese “quizá sin saberlo” aparece una clave de la cuestión que vamos a tratar.
Dice santo Tomas de Aquino en la Suma contra los Gentiles: “Todas las criaturas que no tienen inteligencia se ordenan a Dios como a su fin, y todas alcanzan este fin en la medida en que participan de su semejanza. Pero las criaturas inteligentes lo alcanzan por su propia operación entendiéndolo. Luego el fin de la criatura intelectual es entender o contemplar [intelligere] a Dios” (C.G. III, XXV).
En estas palabras está implicada toda la ontología y la psicología tomistas. Santo Tomás entiende que toda tendencia al bien es tendencia a Dios, porque todo lo bueno es participación de Dios. Sin embargo, las criaturas irracionales no son capaces de Dios y por eso sólo alcanzan fines más pequeños. En cambio, el ser humano, con la apertura de su inteligencia a todo conocimiento y de su voluntad a todo bien, sí es capaz de Dios. Es más, Dios es lo único que puede saciar su deseo de conocer y amar. Por eso, el fin de la criatura humana es contemplar a Dios. Así, concluye santo Tomás que en todos los seres inteligentes hay un “deseo natural de contemplar a Dios” o un “deseo natural de contemplar la esencia divina”.
Este punto no suscitaba especiales problemas hasta que con motivo de las controversias de los siglos XVI y XVII sobre la naturaleza y la gracia, se intentó distinguirlas perfectamente y se originó la definición de gracia como “lo que está por encima de las capacidades y aspiraciones de la naturaleza”. Así se establecía una especie de frontera para defender la gratuidad de la gracia.
Pero entonces, ¿cómo se podía entender un “deseo natural de contemplar la esencia divina”? ¿Cómo puede haber un “deseo natural” de lo “sobrenatural”? Al advertir el problema se intentó explicar a santo Tomás de una manera que fuera coherente con la distinción, retocándolo o recubriéndolo con una montaña de distinciones.
Pero aquí no se trata de eso, no se trata de un acto, sino de la inclinación natural y permanente que todas las cosas tienen a su fin y, en concreto, la inteligencia al conocimiento. Como la inteligencia está abierta a todo conocimiento, lo único que puede saciarla es Dios mismo. De manera que la pura apertura al saber puede ser presentada como un deseo implícito de Dios, aunque quizá el sujeto no lo sepa ni se lo haya planteado nunca. Y lo mismo podría decirse de la voluntad: su apertura al bien, a todo bien, sólo puede ser colmada en Dios: de manera que la inclinación humana hacia el bien puede ser interpretada como deseo natural de Dios, aunque quizá –conviene repetirlo– el sujeto no sea consciente de ello; es decir no sepa qué es lo que desea en el fondo.
Esto salva la definición de la gracia como “lo que está por encima de las capacidades y aspiraciones”, pero también muestra su ambigüedad. Es seguro que no le gustaría a santo Tomás, porque argumentaría que no sólo los seres humanos, sino todas las cosas aspiran a Dios, aunque no lo sepan. Por eso, no tiene sentido definir la gracia como lo que está “por encima de las aspiraciones”. Las aspiraciones en cuanto apertura son naturales, pero lo único que puede colmarlas es Dios, que no es “natural”, y es mucho más que nuestras aspiraciones.
La fórmula quería defender la gratuidad de la gracia poniéndola “por encima” de la naturaleza. Precisamente esta especie de superposición era lo que atacaba Henri de Lubac en su libro Surnaturel (“Sobrenatural”).
De Lubac pensaba, como ya se dijo, que esta distinción parecía justificar las pretensiones de la Modernidad laicista, con su separación radical del orden profano y del religioso, como si no tuvieran nada que ver, y su esfuerzo por construir la ciudad terrena sin ninguna necesidad de Dios. Se apoyaba también en una convicción de la teología patrística: el fin del ser humano es la contemplación de Dios. No tiene sentido pensar en un orden natural con su correspondiente fin natural, como había llegado a pensar la escuela tomista.
Por su parte, los autores tomistas objetaban que De Lubac, al trasgredir los límites marcados por la definición, socavaba todo el orden de la gracia y de la redención.
A pesar de los tonos bastante trágicos y alarmistas, la discusión presentaba curiosas y hasta divertidas paradojas. En su mayoría, los autores tomistas atacaban a De Lubac basándose en una interpretación de santo Tomás que en este punto estaba claramente retocada. Por su parte, De Lubac se apoyaba en la letra de santo Tomás, pero su interpretación estaba inspirada en el fondo por las preocupaciones de Blondel, y le parecía ver una inclinación positiva en el espíritu humano hacia la contemplación de Dios. Así, defiende que el espíritu o lo espiritual se define precisamente por esa inclinación positiva hacia Dios. Pero en esto, ciertamente, no se expresaba con la precisión que lo hace santo Tomás.
Karl Rahner lo llevaría todavía más lejos hablando de un “existencial sobrenatural”, que sería algo así como una estructura del espíritu humano que fundamenta su inclinación a lo sobrenatural y que se inspira en las condiciones de posibilidad de Kant. Nunca llegó a definirlo bien pero, al final, lo identifica con la gracia, como algo ya dado y presente en el espíritu humano, que lo capacita para acoger la revelación. Pero esto apenas se corresponde con la noción tradicional de gracia que es esencialmente, como luego diremos, algo dado por Dios en la historia y no presupuesto en el espíritu humano.
Está claro que el ser humano ha sido hecho para Dios y que tiene una capacidad de recibirlo, que se suele llamar “potencia obediencial”. Pero santo Tomás no piensa en otra cosa que en la misma estructura de la inteligencia (y también de la voluntad). No es nada más (y nada menos) que eso. Y en esto basa su argumento central: querer conocer, es, en el fondo, querer contemplar a Dios. Santo Tomás permanece en el plano de la naturaleza de la inteligencia sin añadirle nada, pero no olvida que se trata de una naturaleza creada por Dios y por tanto íntimamente unida a Él.
El debate de los años cincuenta perdió fuerza por puro cansancio. Volviendo a la teología patrística, quedó claro que solo hay un fin, el sobrenatural; lo demás quedó tapado por la montaña de la literatura generada. Además, en cierto modo el debate escenificó el fin de una época teológica: la teología tomista manualista romana de los años cincuenta, por llamarla de algún modo, se enfrentó en bloque con la “nueva teología”, escogió mal los puntos de ataque, quedó desprestigiada en esta lid y prácticamente desapareció.
Al cabo de los años, las cuestiones planteadas y no resueltas sobre el deseo de Dios y otros puntos han resurgido. Lawrence Feingold en una voluminosa tesis doctoral defendida en la Universidad romana de la Santa Cruz hizo una detenida revisión de los textos de santo Tomás, defendiendo la legitimidad de las interpretaciones de la escuela tomista y atacando duramente la exégesis tomista de De Lubac. Está claro que De Lubac no es un intérprete exacto de santo Tomás. Sin embargo, las múltiples distinciones generadas por la escuela a propósito del deseo tienden a oscurecer, si no a confundir, los argumentos del Aquinate, y no resuelven las paradojas que genera la definición de la gracia “por encima de las aspiraciones”.
Por su parte, la llamada “teología radical” (John Milbank) se ha inspirado precisamente en el debate suscitado por De Lubac y ha querido darle una significación mucho más amplia, leyéndolo como una clave general de los cambios culturales acaecidos en la teología y en la Iglesia. Hace de De Lubac, por una parte, el héroe que destruyó el viejo orden teológico e introdujo una nueva relación entre la teología y la filosofía; pero, por otra, le acusa de haberse plegado a las exigencias del Magisterio. Sin duda, el ponderado De Lubac se sentiría muy incómodo y no aceptaría ninguno de los dos extremos, pero especialmente el segundo. Su aceptación del Magisterio era una convicción de fe, perfectamente articulada en su pensamiento y en sus lealtades, y no un oportunismo. En este punto, Milbank, que es anglicano, parece no entender lo que es una mente católica.
El tiempo ofrece perspectivas y recursos nuevos. De entrada, las dos partes planteaban la gracia de manera demasiado abstracta y desligada de la historia de la salvación, como ha sido habitual desde el siglo XVI. Pero, para situar la cuestión en sus términos reales, hay que recordar oportunamente que la gracia no es una cosa que actúa, sino Dios que actúa. Y hay que recordar también cómo ha actuado Dios.
El orden de la gracia es, en realidad, la historia de la salvación y su efecto en nosotros. Es gracia toda la revelación de Dios desde su inicio, la alianza con Abraham y todo su desarrollo histórico hasta culminar en la Encarnación y en la vida de Cristo; y es gracia la acción del Espíritu Santo que nos transforma en Cristo y nos reúne en su Cuerpo Místico que es la Iglesia.
Por eso, la gracia no se corresponde con un orden abstracto, situado por encima del natural, sino con la intervención de Dios en la historia humana, que la convierte en historia de la salvación. Esto permite relacionar más exactamente los dos órdenes. Mientras que la naturaleza se corresponde con el designio creador de Dios, la gracia se corresponde con su acción real en la historia de la humanidad y en cada uno de nosotros. La distinción entre naturaleza y gracia se resuelve en la distinción entre creación e historia de la salvación.
Por motivos didácticos, podemos distinguir dos fases y hablar de la obra de la creación y de la obra de la salvación. Y en este contexto, es evidente que toda la salvación obrada por Dios en la historia es algo inesperado y gratuito, puro don que nos sobrepasa. Pero, al mismo tiempo, en Dios no es posible distinguir los dos designios como si se tratase de dos decisiones sucesivas. El mismo Dios que crea, salva; y los dos misterios están profundamente relacionados en el plan divino. Esta es una convicción de la teología que surgió del debate.
En el ámbito de la creación (naturaleza), Cristo es el fin del ser humano; y, en la historia de la salvación (gracia), es el Redentor que ofrece al Padre el sacrificio de la Cruz como ofrenda y transmite a sus discípulos el Espíritu que da la nueva vida, vida en Cristo, vida de la gracia.
Conduce a error hablar de la gracia sin recordar que se trata de la acción salvadora del Espíritu Santo en nosotros que nos identifica con Cristo. La terminología de la gracia surge al intentar pensar el misterio, pero la historia de la salvación es la realidad del misterio de la gracia.
La dirección de una inteligente tesis de Christopher Smith sobre el debate (Surnaturel Revisited. Henri de Lubac’s Theology of the Supernatural in Contemporary Theology) aumentó la documentación y me dio la oportunidad de revisar los distintos aspectos de este tema y pensar en sus claves.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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