El Oficio divino es, si cabe hablar así, una oración y adoración más alta que la de los ángeles, pues es la oración y adoración del mismo Hijo de Dios
En este artículo se recogen unas consideraciones acerca de la Liturgia de las horas que pueden ayudar a profundizar en el sentido de la celebración del Oficio divino, tanto cuando se lo reza individualmente como en la celebración comunitaria. Siempre podemos redescubrir, con luces nuevas, estos tiempos de oración: estos espacios que Dios nos da, en expresión de Benedicto XVI, “para respirar de nuevo”.
“Espacios abiertos”, “espacios para respirar de nuevo”: así se refería en una ocasión Benedicto XVI a la Liturgia de las horas y a la Eucaristía. El Papa hablaba a sacerdotes y diáconos de Múnich y Frisinga, la diócesis en la que recibió el sacerdocio, y en la que inició su ministerio episcopal. Estos “espacios abiertos”, seguía Benedicto XVI, son a su vez “centro y fuente del servicio”[1] a los demás. Se deja adivinar algo de la vida interior del papa emérito en estas palabras, que pueden ayudarnos a meditar sobre la misión de los ministros ordenados como hombres de oración.
La Sacrosanctum concilium, en continuidad con el Magisterio anterior, nos ha recordado que “el Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales. Él mismo une a Sí la comunidad entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de alabanza. Porque esta función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que, sin cesar, alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo no sólo celebrando la Eucaristía, sino también de otras maneras, principalmente recitando el Oficio divino”[2]. Este rico número de la constitución conciliar nos presenta la Liturgia de las horas como oración común de Cristo y de su Iglesia.
El centro de la vida y de la persona de Jesús es su permanente comunicación con el Padre[3]. Esta familiaridad e intimidad entre el Hijo y el Padre nos la subraya el evangelista Marcos a través del apelativo Abbá, que Jesús emplea frecuentemente en su oración, tanto durante la jornada como cuando, al final del día, le vemos dirigirse al monte para rezar a solas[4]. Se vislumbra claramente en los evangelios cómo las palabras y las acciones de Jesús surgen de su intimísimo ser uno con el Padre: se puede decir que “su actividad diaria estaba tan unida con la oración que incluso aparece fluyendo de la vida misma”[5].
En la oración Jesús vive ese contacto ininterrumpido con el Padre para realizar, hasta las últimas consecuencias, el proyecto de amor por los hombres. Por eso, en todo lo que dice y hace brilla la relación filial, siempre presente y siempre activa. Su dignidad más alta no es un poder que posee aisladamente, sino que se funda en su ser referido al Otro: a Dios Padre. De ahí que la palabra fundamental del “Hijo” sea Abba[6].
En este contexto se entiende el mandato del divino Maestro: “conviene orar perseverantemente y no desfallecer” (Lc 18,1). La Iglesia ha tratado de obedecer fielmente a su Señor elevando sin cesar sus preces al cielo. A su vez, Ella, bajo la guía del Espíritu Santo y en fidelidad a las recomendaciones apostólicas de “orar sin cesar” (1 Ts 5,17; Ef 6,18), ha estructurado la celebración de tal manera que la alabanza de Dios consagre el curso entero del día y de la noche[7].
El Papa Pablo VI, al aprobar para la Iglesia el nuevo Oficio divino reformado por mandato del Concilio Vaticano II, recordaba cómo “la Liturgia de las horas se desarrolló poco a poco hasta convertirse en oración de la Iglesia local, de modo que, en tiempos y lugares establecidos y bajo la presidencia del sacerdote, vino a ser como un complemento necesario del acto perfecto de culto divino que es el sacrificio eucarístico, el cual se extiende así y se difunde a todos los momentos de la vida de los hombres”[8].
La Liturgia de las horas es, pues, en primer lugar y fundamentalmente, oración. De hecho la expresión Oficio divino, con la que se denominaba tradicionalmente a la Liturgia de las horas, nos conduce a la época de los Padres de la Iglesia, en la que la vida monástica se definía como vida al estilo de los ángeles, pues se consideraba que la característica esencial de los ángeles era ser adoradores: su vida es adoración. Y esto debía valer también para los monjes, que, ante todo, no oraban por una finalidad específica, sino simplemente porque Dios merecía ser adorado. Confitemini Domino, quoniam bonus!, “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”, exhortan varios Salmos[9]. Por eso, esta oración sin finalidad específica, que quiere ser puro servicio divino, se llama con razón officium. Es el “servicio” por excelencia, el “servicio sagrado” de los monjes. Se ofrece al Dios trino que, por encima de todo, es digno “de recibir la gloria, el honor y el poder” (Ap 4, 11), porque ha creado el mundo de modo maravilloso y de modo aún más maravilloso lo ha renovado.
Con todo, el Oficio divino es, si cabe hablar así, una oración y adoración más alta que la de los ángeles, pues es la oración y adoración del mismo Hijo de Dios. Efectivamente, Cristo quiso “que la vida iniciada en el cuerpo mortal con sus oraciones y su sacrificio continuase durante los siglos en su Cuerpo místico, que es la Iglesia”[10], de donde se sigue que la Liturgia de las horas “es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre”[11].
No podemos olvidar que solo podemos decir Abba con Cristo, en comunidad con Él. De hecho, el protagonista de la oración, como sucede con todo acto de culto, es Cristo que glorifica al Padre. En este sentido, así como la alabanza trinitaria constituye el origen remoto de la oración de la Iglesia, la oración terrena del Señor constituye su origen próximo. Por eso, para rezar con fruto la Liturgia de las horas se requiere mirar constantemente y siempre de manera nueva a Cristo. Y esta mirada implica una necesaria transformación paulatina de nuestro ser: ir progresivamente identificándonos con Él.
La misma Liturgia de las horas nos ayuda en este camino de identificación con los sentimientos de Cristo: profundamente arraigado en la comunión con el Padre, el Señor salía a recorrer todas las aldeas y las ciudades para anunciar el reino de Dios. Y así sucede también con el Oficio divino, que tiene también una estructura profundamente personal −mi yo encuentra el Tú de Dios− y por tanto comporta siempre un éxodo, un salir de uno mismo sin el cual el amor no puede desarrollarse.
En este sentido, el criterio de validez para la Liturgia de las horas, como para toda oración, es que conduce al amor, al inescindible amor de Dios y del prójimo[12]. Por eso el Oficio divino es también un servicio sagrado a los hombres y un testimonio para ellos. Cuando lo rezamos como personas orantes, representamos también a los demás hombres, y realizamos así un ministerio pastoral de primer grado. No nos retiramos, pues, a realizar una actividad privada: se trata de una prioridad pastoral, una actividad pastoral, en la que somos colmados nuevamente de Cristo, incluimos a los demás en la comunión de la Iglesia orante y, al mismo tiempo, dejamos que brote la fuerza de la oración, la presencia de Jesucristo, en este mundo.
Rezar el Oficio divino como personas orantes supone que cada uno trata de vivir el coloquio de unión con Dios, en Cristo. Esto se traduce también en la forma de nuestra oración. Como afirma de modo admirable san Agustín, “cuando nos dirigimos a Dios con súplicas, no establecemos separación con el Hijo, y cuando es el cuerpo del Hijo quien ora, no se separa de su cabeza, y el mismo salvador del cuerpo, nuestro Salvador Jesucristo, Hijo de Dios, es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros”[13].
Nos damos cuenta de que “para que se adueñe de esta oración cada uno de los que en ella participan, para que sea manantial de piedad y de múltiples gracias divinas, y nutra, al mismo tiempo, la oración personal y la acción apostólica, conviene que la celebración sea digna, atenta y devota, de forma que la mente concuerde con la voz”[14]. Es decir, debemos entrar en las palabras de la oración de la Iglesia, encontrar la concordia con esta realidad que nos precede[15].
En efecto, afirmar −como hacíamos antes− que solo podemos decir Abba en comunión con Cristo, significa que cada vez que clamamos ¡Abba, Padre! es la Iglesia, toda la comunión de los hombres en oración, la que sostiene nuestra invocación, que es así invocación de la Iglesia. Solo Jesús puede decir “Padre mío”: todos los demás únicamente podemos dirigirnos a Dios como Padre en comunión con aquel “nosotros” que Jesús ha inaugurado, porque todos hemos sido creados por Dios y somos creados uno para el otro.
Por este motivo, hemos de transformar nuestro “yo” entrando en el “nosotros” de la Iglesia, con las palabras de la Iglesia, entablando realmente un coloquio con Dios. Es decir, se trata de rezar el Oficio divino como oración en comunión con el Israel de la Antigua y de la Nueva Alianza, en comunión con Jesucristo y con los orantes de todos los siglos: una oración que brota de lo más profundo de nuestro ser, del contenido más profundo de estas plegarias
Y esto supone que, más que recitar el Breviario, lo vivimos como escucha de la Palabra que el Señor nos ofrece en la Liturgia de las horas. Es preciso interiorizarla, estar atentos a lo que el Señor nos dice con esta Palabra: no solo descifrar y explicar términos del pasado, sino también buscar la palabra de consuelo que el Señor me está diciendo a mí aquí y ahora. El Señor me interpela hoy por medio de esta palabra. Solo de esta forma seremos capaces de llevar, a los hombres de nuestro tiempo, la Palabra de Dios actual y viva.
Después escuchamos los comentarios de los Padres de la Iglesia, de los maestros espirituales o también del Concilio, en la segunda lectura del Oficio de lectura. De ese modo se nos revela más profundamente el sentido del Misterio celebrado, se nos ayuda a la inteligencia de los salmos y se prepara nuestra oración silenciosa. Es la misma celebración de las horas la que pone en relación, la Palabra de Dios con la comunidad viviente de la Iglesia, que es el “lugar originario de la interpretación escriturística”[16].
Y oramos con esa gran invocación que son los Salmos, escuela de oración, a través de los cuales nos insertamos en la oración de todos los tiempos. Ora con nosotros el pueblo de la antigua Alianza, y nosotros oramos con él. Oramos con el Señor, que es el verdadero sujeto de los Salmos. Oramos con la Iglesia de todos los tiempos
El tiempo dedicado al Oficio divino es, en definitiva, un tiempo de gracia, de presencia de Dios: Él nos habla y nosotros le hablamos a Él La Iglesia nos da, casi nos impone −aunque siempre como Madre buena− esta libertad, este espacio libre de vida con Dios, que es también vida para los demás. Si, quienes por nuestro estado de vida, tenemos el deber de recitar la Liturgia de las horas, así como todos los fieles que participan en esta oración de la Iglesia, lo hacemos dirigiendo la mirada a Dios en la comunión de los santos, esta oración expresará la belleza y la sublimidad del Dios amigo de los hombres.
Juan José Silvestre
Fuente: collationes.org.
[1] Benedicto XVI, Discurso, 14-IX-2006.
[2] Const. Sacrosanctum Concilium (SC), n. 83.
[3] Cfr. Benedicto XVI, Audiencia general, 30-XI-2011.
[4] Cfr. Mc 1, 35; 6, 46; 14, 35-39.
[5] Instrucción General para la Liturgia de las horas (IGLH), n. 4.
[6] Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa in Cena Domini, 5-IV-2012.
[7] Cfr. SC, n. 84.
[8] Pablo VI, Const. apost. Laudis canticum, 1-XI-1970.
[9] Cfr. por ejemplo, Sal 106, 1.
[10] Pío XII, enc. Mediator Dei, 20-XI-1947.
[11] SC, n. 84.
[12] “Toda oración contemplativa cristiana remite constantemente al amor del prójimo, a la acción y a la pasión, y, precisamente de esa manera, acerca más a Dios” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Orationis formas, n. 13).
[13] San Agustín, Enarrationes in Psalmos, 85, 1: CCL 39, 1176.
[14] IGLH, n. 19. También IGLH, nn. 105 y 108.
[15] Cfr. Benedicto XVI, “Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Albano”, 31-VIII-2006.
[16] Benedicto XVI, Ex. apost. post. Verbum Domini, 30-IX-2010, n. 29.
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