La paz es fruto del esfuerzo laborioso del ser humano, no algo inmediato de lo que quepa despreocuparse
Intervención de Mons. Luis Romera en el ‘III Congreso Internacional Joseph Ratzinger’ enfocado en “El respeto a la vida, un camino para la paz”, celebrado el 23 y el 24 de octubre de 2014 en la Pontificia Universidad Bolivariana de Medellín, en Colombia.
La paz consiste en uno de los anhelos más profundos del corazón del ser humano, anhelo que recorre diacrónicamente la totalidad de la historia y se extiende sincrónicamente a todas las sociedades. Desde la perspectiva cultural en la que nos encontramos, fruto de un humanismo que hunde sus raíces en la tradición cristiana y se precia de importantes desarrollos intelectuales y socio-políticos llevados a cabo en la modernidad, la paz constituye un signo evidente de humanidad, tanto para cada persona como para una sociedad. Allí donde la paz se reconoce como un valor que hay que promover −no obstante las dificultades que puedan surgir y a costa de los esfuerzos denodados que quizás exija−, admitimos sin ambages que nos encontramos ante una persona o grupo social con conciencia de humanidad; allí donde, por el contrario, el aprecio por la paz mengua, se pone en juego por intereses de parte de cualquier índole o se atenta directamente contra ella con actitudes de violencia, constatamos con aflicción la exigüidad de dicha conciencia. En una palabra, la estatura moral de un ser humano corre pareja a su valoración de la paz.
Sin embargo, la paz constituye un anhelo, es decir, un bien que se desea, al que se tiende, que nos preocupa y por cuya consecución y preservación no reparamos en sacrificios… pero que todavía no posee el estatuto de realidad asentada y definitiva. De ahí que el Santo Padre Francisco se refiera con frecuencia a la paz recordando la página evangélica en la que se alaba a los pacíficos (“bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”), traduciendo significativamente el término griego eirenopoioi como “artesanos de la paz”. La paz es fruto del esfuerzo laborioso del ser humano, no algo inmediato de lo que quepa despreocuparse. Hijos de Dios son los artesanos de la paz. A este respecto, en el número 244 de la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium indica el motivo profundo de su enfoque, texto sobre el que vale la pena detenerse en las presentes jornadas dedicadas a reflexionar sobre la paz y que reza: “Tenemos que recordar siempre que somos peregrinos, y peregrinamos juntos. Para eso, hay que confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas, y mirar ante todo lo que buscamos: la paz en el rostro del único Dios. Confiarse al otro es algo artesanal, la paz es artesanal. Jesús nos dijo: ¡Felices los que trabajan por la paz! (Mt 5,9)”.
El carácter de anhelo con el que se presenta la paz, incluso en los contextos sociales más desarrollados, denota que ésta consiste en un bien que requiere un empeño constante por parte de cada uno de nosotros. La paz se consigue día a día. No estriba en un estado susceptible de ser alcanzado anónimamente y que se instala de un modo impersonal y definitivo. Por eso es algo artesanal, que supone el compromiso y el quehacer de cada mujer y hombre. En cuanto necesitada de un compromiso, la paz se asienta en una decisión de lo más profundo de la persona, que responde a convicciones acrisoladas que se refieren a las comprensiones fundamentales acerca de quién es el ser humano y su identidad radical. En cuanto fruto de un quehacer, la paz exige una actitud honda, que se expresa en acciones cotidianas y, en ocasiones, en actos excepcionales que pueden llegar a detentar incluso un cierto grado de heroicidad.
La índole artesanal de la paz, por seguir con la imagen gráfica, pone de manifiesto que ésta llama en causa tanto la inteligencia como la libertad del ser humano. La inteligencia se descubre implicada porque, como tendremos ocasión de considerar, la auténtica paz deriva de una comprensión de quién es el hombre que, si bien debería ser connatural a la persona, requiere ser suscitada. La libertad se implica en la medida en que la paz deriva de actos y actitudes que se inducen desde la propia interioridad, superando en no pocos casos tendencias que afloran quizás con espontaneidad o que se intentan imponer desde instancias con poder social, pero que desciframos como contrarias a la dignidad de la persona y por tanto enajenantes de nuestra auténtica humanidad. La libertad se expresa en actos, pero se consolida e incrementa en cuanto libertad en actitudes arraigadas gracias a las cuales se actúa habitualmente con humanidad. El adagio que Aristóteles recogiera –“una golondrina no hace primavera”– no ha perdido vigencia. No es suficiente un gesto singular para promover la paz; es menester la porfía cotidiana que deriva de actitudes bien acendradas, de virtudes, en una palabra.
Detenerse a reflexionar sobre la paz desde una perspectiva antropológica conduce, para empezar, a dos observaciones. La primera deriva de lo que hemos visto. La índole artesanal de la paz reclama el ejercicio de la razón práctica. Si bien ésta última se ejerce, implícita o conscientemente, a partir de comprensiones que cabe explicitar de un modo discursivo (aunque habitualmente se mantengan tácitas), la paz se construye en el día a día de la existencia real gracias al discernimiento de la razón práctica, en la diversidad de circunstancias, situaciones, eventos que determinan el empedrado de la existencia. Ahí, en lo prosaico de la vida así como en sus momentos excepcionales, se promueve la paz. De ordinario con acciones que podrán antojarse pequeñas pero que siembran humanidad con enorme incidencia; en otras ocasiones, con gestas que denotan un notable sacrificio. En ambos casos, discernir qué significa promover la paz en esa situación particular, con sus concreciones quizás inéditas, supone el ejercicio de la razón práctica, es decir, el uso de la inteligencia no para dilucidar una cuestión teórica o incluso de principio, sino para percatarse de cómo se es sembrador de paz en esa peculiar circunstancia. Ahora bien, la razón práctica se ejerce según diferentes modos en función de aquello sobre lo que versa. No es lo mismo resolver un problema tecnológico que enfrentarse con una cuestión jurídica. En el caso de la promoción de la paz, ¿qué modalidad de razón práctica es llamada en causa?
Para aludir a una respuesta, aunque se trate de un mero esbozo, se me permita adelantar un aspecto de los presupuestos antropológicos para la paz, sobre el que habrá que volver. La razón práctica que se ejerce de cara a la promoción de la paz no se reduce a la razón instrumental; es más, ni siquiera consiste en una modalidad ampliada de la misma. La razón instrumental se restringe a los medios requeridos para obtener un determinado resultado con la mayor eficacia posible. Para dicha modalidad de razón, por un lado, la eficiencia constituye un criterio esencial de su ejercicio correcto. Por otro lado, la razón instrumental se instala en un contexto práctico preliminarmente determinado con una lógica propia –el mundo de la política, de la economía, de la comunicación, de un deporte, etc. con sus correspondientes reglas vigentes– que la razón instrumental se limita a asumir para intentar desenvolverse con la mayor destreza posible. El objetivo, el código semántico, las reglas de actuación, los parámetros con los que evaluar los resultados, los principios, valores y conceptos fundamentales que sostienen la lógica de dicho contexto, todo ello son presupuestos de los que la razón instrumental se apropia para ejercerse con eficacia dentro de dicho contexto.
En cualquier ámbito práctico, la razón instrumental es imprescindible, en la medida en que para obtener resultados se requiere eficacia. De otro modo, los propósitos se agotan en buenas intenciones, meramente ilusorias y por ello, a la larga, frustrantes. Sin embargo, en los ámbitos en los que tenemos que ver con lo humano, como es el caso de la paz, la razón instrumental no es suficiente. Limitarse a ella, conduciría a conseguir un mero equilibrio de fuerzas, que de por sí siempre se revela precario. Es menester abrirse a una razón que, sin menoscabo de su naturaleza práctica y, por lo tanto, orientada hacia la acción en un determinado contexto social e histórico, sea capaz de advertir lo humano y lo aborde. Discernir lo que es verdaderamente humano, reconocerlo y promoverlo podrán requerir cambios de mentalidad y de actitudes de fondo; por eso no podemos limitarnos a asumir acríticamente los parámetros con los que se perciben y juzgan las acciones o situaciones en un contexto social determinado.
La razón práctica que reclama la promoción de la paz es de naturaleza eminentemente ética, en la medida en que la ética tiene por objeto reconocer, preservar y promover lo humano en la existencia de cada mujer y cada hombre, y en toda sociedad. De ahí que la promoción de la paz no se remita a una razón meramente instrumental. Es más, el discernimiento de lo humano puede conllevar un cierto grado de crítica con respecto a las tendencias usuales o extendidas en un determinado contexto social. Por eso, no es de extrañar que el ejercicio de la razón práctica de cara a la paz se apele con frecuencia a un ejercicio de la inteligencia de carácter reflexivo. En efecto, para discernir lo humano a pesar de los lastres de la historia reciente o lejana, que quizás conduzcan hacia actitudes de contraposición, de indiferencia o incluso de lucha, se necesita reconsiderar los presupuestos desde los que nos situamos ante la vida y los demás. Por eso es pertinente, en una reflexión acerca de la paz, no desligar la consideración de la razón práctica y de las razones prácticas, de una consideración en torno a los fundamentos antropológicos de la paz, porque desde ahí se suscitarán las comprensiones fundamentales que permitirán un ejercicio auténticamente humano de la razón práctica.
La segunda observación que mencionábamos se refiere a la pluralidad de ámbitos que incumben a la paz. Ésta se anhela en una multiplicidad de esferas de la existencia humana, en las que debe ser promovida: en la intimidad de la vida familiar, en los diferentes sectores de la sociedad civil −de los medios laborales al círculo de las amistades, de las entidades corporativas a la esfera pública en cuanto área de intercambio de ideas, etc.−, en el territorio de lo político, en sus diferentes niveles (local, estatal, internacional). Pero la paz también concierne la interioridad de la persona: es difícil ser artífice de paz en las relaciones con los demás si falta paz interior.
La paz atañe a una pluralidad de esferas en las que propugnarla no significa siempre lo mismo, en la medida en que el grado de armonía que corresponde a cada una de ellas es diferente. La paz en la familia no posee la misma intensidad ni las mismas manifestaciones que en un determinado dominio de la esfera pública, ya que la compenetración entre las personas que integran ambos ámbitos no es susceptible de una homologación total. De ahí que la paz que incumbe a uno u otro posea exigencias propias. Hay actitudes que son imprescindibles para la paz que pertenece a la intimidad familiar, pero que no son inherentes a la esfera pública. En conclusión, a la noción de paz le corresponde una naturaleza que técnicamente cabe denominar con la expresión analogía. A este respecto, se puede añadir que el grado de paz que compete a cada nivel de la existencia es paralelo a la implicación de la intimidad de la persona en las relaciones interpersonales que constituyen cada uno de ellos. A mayor implicación de la propia interioridad, como en el caso de la familia, mayor profundidad en la paz que compete a dicho ámbito. Dicho con otras palabras, la intersubjetividad se da según grados, en virtud de la intensidad del compromiso de la propia subjetividad en la misma, y ello se refleja en la cuestión de la paz.
La diferencia de estatuto existencial de la paz en los distintos ámbitos que le competen implica que la razón práctica poseerá una epistemología peculiar en cada uno de ellos. La razón práctica, en cuanto capacidad de discernir lo humano en las circunstancias concretas y de cara a la acción, se adecúa a lo singular de cada esfera. En su afán por la promoción de la paz, la razón práctica reconoce exigencias específicas de carácter normativo vigentes en la esfera familiar, que sin embargo no son pertinentes en la esfera laboral o política, precisamente de cara a fomentar la paz. No acatar tales diferencias conduce, a la larga, a utopías que acaban por atentar contra la paz: por ejemplo, la paternidad −con todo lo que le corresponde en la esfera familia− si se pretende ejercer en otros ámbitos cívicos tal y como se hace en la familia, se transforma en un paternalismo social, con actitudes que acaban por remplazar la libertad de los demás, dañando derechos que corresponden a la dignidad de la persona y, por eso, vulnerando la justicia y, con ella, la paz. Ahora bien, el que los diferentes ámbitos de la paz posean una propia idiosincrasia, que la razón práctica debe reconocer y respetar en su propósito de discernir lo humano, no significa que tales ámbitos sean autónomos. Por el contrario, la promoción de la paz será penetrante y duradera en la medida en que sea global, es decir, en tanto en cuanto alcance las dimensiones esenciales de la existencia humana: desde la interioridad de la persona, a los ámbitos más íntimos (familiar), y de allí, gradualmente, a las distintas esferas de la sociedad civil hasta el nivel nacional e internacional. La historia no deja de testimoniar que la ausencia de paz interior o la falta de paz familiar tienden a generar personalidades con desequilibrios que pueden acabar expresándose en atentados contra la paz social, más o menos graves. Y viceversa, contextos sociales de privación grave de paz civil inciden negativamente en la serenidad interior de las personas y en sus esferas íntimas, familiares. Aunque, gracias a Dios, no sean escasos los ejemplos de personas bien orientadas que se percatan de que precisamente en los estados de insuficiencia de paz social, es menester compensarla con un mayor empeño por promover la paz en la propia familia e interioridad.
Desde lo alcanzado, cabe plantear la pregunta central de la cuestión que ahora nos ocupa, a saber: ¿cómo enfocar antropológicamente la paz –en la variedad de ámbitos en le conciernen, con sus diferentes estatutos existenciales y la diversidad epistemológica que corresponde a la razón práctica en cada uno de ellos, y no obstante la unidad que la paz reclama en dicha multiplicidad– de cara a una propuesta que sea socialmente asumible en un contexto pluralista? La tesis que pretenden esbozar las siguientes reflexiones se reduce a afirmar que el enfoque antropológico más adecuado para abordar el tema de la paz lo ofrece un humanismo cristiano.
La pregunta enunciada conduce entonces a otras dos. Por un lado, ¿en qué consiste el humanismo cristiano desde un punto de vista epistemológico, si nos encontramos en un contexto social de naturaleza abierta y plural, no confesional? A ello cabría responder diciendo que el humanismo cristiano estriba en una comprensión del ser humano que se elabora con una razón atenta a sugerencias que provienen de la fe cristiana, una comprensión susceptible de ser propuesta a la sociedad como clave hermenéutica del hombre, capaz de iluminar a cualquiera −también a quien no tiene fe− en la medida en que permite esclarecer el misterio que albergamos cada uno de nosotros. El humanismo cristiano, en otras palabras, consiente desentrañar, reconocer y discernir lo humano con mayor hondura y alcance que otros posibles humanismos, partiendo de la experiencia acerca de quiénes somos, de los enigmas que ésta encierra y de los desafíos existenciales que comporta.
Por otro lado, la pregunta formulada conduce a una segunda cuestión: ¿en dónde radica lo esencial o distintivo del humanismo cristiano? Esta interrogación podría ser contestada con una expresión sintética. Lo esencial y característico de dicho humanismo estriba en la conciencia o sentido del prójimo.
Detengámonos a ilustrar la tesis propuesta, retomando el tema con el que hemos empezado.
El anhelo de paz que alberga todo corazón humano no se limita al deseo de alcanzar algunos momentos de tranquilidad personal y social. Por el contrario, consiste en una aspiración con pretensiones de totalidad, es decir, desea obtener un estado interior y social asentado, que no quede a merced de circunstancias históricas contingentes o de arbitrariedades por parte de los detentores de poder factico en la sociedad. Una paz consolidada es el resultado de una cultura y no meramente de actitudes ocasionales. Con otros términos, la paz deriva de un conjunto de instituciones sociales −que van desde las esferas más íntimas, como la familiar, hasta los ámbitos nacionales e internacionales, como parlamentos, sistemas económicos, ordenamientos jurídicos, etc.− en los que se reconoce, defiende y promueve la dignidad del ser humano, de cada mujer y hombre. La paz requiere instituciones y estructuras sociales que sean efectivamente justas, tanto en el nivel más inmediato a las personas como en las esferas cívicas, políticas, económicas o jurídicas. Dichas instituciones justas son promotoras de paz en la medida en que, además de ser en sus principios y estructuras expresión de la dignidad del ser humano, las praxis vitales que de hecho se dan en una sociedad las respetan. Donde se infiltra la corrupción, no puede asentarse la justicia y se atenta constantemente contra la paz, por muy acertado que sea el sistema de principios teóricos enunciados.
De ahí que cuando nos referimos a la cultura para indicar el humus donde se enraíza la paz, nos refiramos a ese conjunto de convicciones y actitudes de fondo, compartidas por los miembros de una sociedad, desde las que se actúa cotidianamente. Dichas convicciones y actitudes permanecen habitualmente latentes, como pre-comprensiones desde las que se evalúa lo que acontece, se enjuician las posibilidades que se nos presentan día tras día en el transcurrir de los avatares históricos y se actúa. En definitiva, las convicciones y actitudes a las que nos referimos son la instancia desde la que se considera si una institución o una praxis son sensatas o no.
Promover la paz exige apelarse a ese nivel profundo de la persona y de las sociedades, sin limitarse a elaborar fórmulas pragmáticas para lograr pactos coyunturales, por muy imprescindibles que sean en un primer momento. Ceñirse a lograr compromisos que conciernen dimensiones derivadas de la vida social (como, por ejemplo, compensaciones económicas o reajustes de distribución de poder) supone aplazar el problema e hipotecar la paz. Sin menospreciar tales pactos o compromisos, fomentar la paz requiere crear una auténtica cultura de la paz, es decir, alcanzar convicciones y asumir actitudes que lleguen hasta lo más hondo de la persona y generen instituciones sociales y praxis vitales que expresen el valor de la persona.
Concretamente, una cultura de la paz remite a convicciones acerca de quién es el hombre (quién es mi prójimo) que después se plasman en dimensiones culturales que atañen tanto a la intimidad de las personas y como a la convivencia cívica. Por ejemplo, dichas convicciones se verterán en instituciones que garanticen la justicia en la sociedad sin depender de las veleidades de quien detenta un cargo de poder. Pero no se limitan a ello. También promueven que cada uno se comprometa por el bien público, por el bien común, por el bien de quienes trata día tras día. En este sentido, una cultura de la paz genera valores y principios sociales y democráticos que conllevan el asentarse −de principio y de hecho− el estado de derecho o la distinción de poderes, por limitarnos a un par de ejemplos. Pero al mismo tiempo impele a reconocer en los pormenores de la existencia diaria la dignidad de cada uno, sus derechos y su libertad. Por esto mismo, no es suficiente fomentar convicciones. Es menester que dichas convicciones se lleven a cabo en tomas de postura ante la existencia y los demás y que estás resoluciones se expresen en la realidad de lo cotidiano, es decir, se traduzcan en actitudes operativas eficaces, en otros términos, en virtudes. Como recordábamos, Aristóteles se remitía al dicho popular evocado anteriormente para justificar en su tratado sobre la ética que las acciones aisladas no son suficientes para hacer buena a una persona o a una sociedad. Se requieren disposiciones y un talante que no son un mero fruto del temperamento, sino resultado de determinaciones conscientes y del ejercicio libre y continuado de las mismas en la cotidianidad de la existencia.
De lo dicho se pone de manifiesto que crear una cultura de la paz requiera forjar personas que, libremente, alcanzando convicciones y asumiendo actitudes, reconocen el valor de la paz porque reconocen el valor del prójimo. Edificar la paz presupone apelarse a la intimidad de las personas, a lo más hondo de su interioridad, a sus principios y a sus tomas de postura más esenciales ante la existencia. Detrás de una cultura de la paz se cela una idea de hombre, una antropología.
En efecto, ante la cuestión de la paz caben diversos planteamientos antropológicos, de tenor sociológico, psicológico, económico, político, etc. Sin embargo, desde un punto de vista filosófico creo que todos ellos, con sus diferencias, remiten a dos enfoques.
Por un lado, tenemos el planteamiento que podríamos denominar individualista, en sentido lato, que subyace tanto en un encuadre antropológico centrado en el yo aislado de cada uno, como en una óptica que aborda el tema de la paz desde una perspectiva étnico-céntrica o de clase. En este primer planteamiento, la paz consiste a la postre en un equilibrio de fuerzas. La paz se considera exclusivamente como la ausencia de conflicto. A este estado se llega gracias a un acuerdo social que prevé la renuncia de algo por parte de cada uno de los agentes cívicos −individuos, clases, grupos étnicos, etc.− en pro de la convivencia civil. Una renuncia, empero, que es vivida como un mal menor que, si se pudiese, habría que evitar. El “otro” es visto como alguien con quien tengo que convivir por el beneficio que me comporta y por cuya convivencia me veo obligado a ceder ámbitos de mi libertad. Es visto como diferente, lejano, ajeno; no como prójimo, en el sentido cristiano del término.
Por otro lado, nos encontramos con el planteamiento de un humanismo cristiano, según el cual el ser humano no se entiende en términos de una mónada con pretensiones de autonomía más menesterosa en su existencial real, que necesita de la colaboración de los demás dada su condición fáctica y que por ello se resigna a estipular un acuerdo con el “otro”, con la consiguiente cesión de intereses que, en otras circunstancias, habría mantenido. No. El humanismo cristiano reconoce al ser humano como relacional, llamado a abrirse a los demás y a establecer relaciones, precisamente para ser sí mismo. En otras palabras, la persona, lejos de concebirse como un ser que se entiende y realiza en cuanto mónada, se da cuenta de que tanto su identidad como su plenitud acontecen y se forjan en la relación.
El modo según el cual el “otro” es considerado repercute en la concepción de la propia identidad. Como Martin Buber indicaba en la apertura de su célebre obra “Yo y Tú”, la comprensión de la identidad del propio yo subyace, se expresa y se implica en el modo de referirse a los demás: “Para el hombre el mundo tiene dos aspectos, en conformidad con su propia doble actitud ante él. La actitud del hombre es doble en conformidad con la dualidad de las palabras fundamentales que pronuncia. Las palabras fundamentales del lenguaje no son vocablos aislados, sino pares de vocablos. Una de estas palabras primordiales es el par de vocablos Yo-Tú. La otra palabra primordial es el par Yo-Ello”. Referirse al “otro” como un tú o como un ello configura la encrucijada clave de la existencia humana, en la que nos va de nuestro yo más profundo.
Para el autor citado, las actitudes de fondo de la persona determinan la identidad de la propia subjetividad porque, a la postre, “las palabras primordiales no significan cosas, sino que indican relaciones”, la manera de situarse ante los demás y de dirigirse a ellos. Dichas actitudes, que se fundamentan en pre-comprensiones de quién soy yo y de quién son los demás y se expresan en actos y gestos de cada día, son de tal suerte definitorias de la índole de la persona, que nos determinan en nuestra cualidad de ser en cuanto seres humanos. “De ahí que también el Yo del hombre sea doble −observa Buber−. Pues el Yo de la palabra primordial Yo-Tú es distinto del Yo de la palabra primordial Yo-Ello”. El yo no existe ni se lleva a cabo al margen de su relacionarse con la alteridad, de ahí que el pensador traído a colación concluya afirmando: “Las palabras primordiales no expresan algo que pudiera existir independientemente de ellas, sino que, una vez dichas, dan lugar a la existencia”, al modo concreto de ser de cada mujer y cada hombre. La ética posee un alcance ontológico que no cabe marginar con retóricas seductoras o con conciencias narcotizadas por una emotividad deshumana, por muy espontánea y vehemente que sea.
La cuestión central estriba en cómo se concibe al “otro”. En el caso de individualismo es visto como una ocasión para la realización de un yo que se considera autónomo y mira al otro desde una perspectiva que, a la larga, se desvela como instrumental. El “otro” se interpreta como un ello en el que lo personal se difumina. Por el contrario, en una óptica judeo-cristiana, el “otro” se reconoce como prójimo, en el sentido de la parábola del Buen Samaritano, es decir, como un tú personal que me interpela y me implica en mi identidad, de tal modo que mi actitud ante él constituye el principal elemento que forja la propia identidad en la existencia. Como es claro, el enfoque de un humanismo cristiano reconoce lo humano, mientras que la perspectiva individualista se clausura en lo instrumental y se hace ciega ante lo humano.
De cara a la promoción de la paz se pone de manifiesto la centralidad de la categoría prójimo. Ver e ir al encuentro de los demás como prójimos significa ser conscientes de su carácter de “otro”, de su diferencia con respecto al yo, una diferencia que, además de personal −ya que cada uno de nosotros somos una persona con su propia individualidad−, puede ser cultural, étnica, nacional, de estamento social, de partido político, incluso de antagonismo o de bando en un enfrentamiento anterior. Y sin embargo, no obstante la diferencia, el “otro” se reconoce como prójimo, como íntimamente cercano a mi identidad porque se apela a mi ser de un modo que me determina en mi identidad como ser humano.
En el reconocimiento del “otro” como prójimo se crece. Sin pretensiones de ser exhaustivo, cabría señalar cuatro niveles en dicho reconocimiento, que se expresan en actitudes personales y en pautas culturales. Los cuatro niveles corresponden a cuatro escalones en la promoción de la paz. El primero y más primordial, sin el cual no hay reconocimiento de lo humano, se expresa en la afirmación de Isaías (32, 17) opus iustitiae pax, asumida significativamente por Pio XII como lema. En efecto, sin justicia la paz es una mera ilusión. Las estrategias de garantizar la convivencia cívica con medidas impositivas que no respetan la dignidad de la persona porque instauran o mantienen estados de injusticia, se limitan a dilatar el problema, agravándolo. La justicia, cuestión ética por antonomasia, es índice de la capacidad de los seres humanos y las sociedades de tener conciencia de lo humano, de ver a los demás como un tú, como prójimos y no como un ello ajeno que no me incumbe en mi más íntima identidad personal.
El segundo grado lo constituye el perdón. La justicia establece el piso sobre el que se asienta la paz. Pero en la realidad de la existencia humana, con los avatares de la historia y la presencia del mal en ellos, se requiere una actitud de un calado humano mayor; a saber, la capacidad de perdonar. La reconciliación se muestra imprescindible para la paz en la existencia fáctica, dada la condición humana. El perdón exige superar cualquier perspectiva de tenor individualista (egocéntrica, étnica, nacionalista o de clase) y pasar de ver al “otro” como un ello que amenaza al yo o está en deuda con él, a asumir una mirada humana que permite percatarse de que ambos se encuentran en una situación menesterosa, en la indigencia de quien debe restablecer una relación que reclama armonía. Es claro que superar el estado de rencor para abrirse a lo humano, que humaniza tanto al yo como al tú, no se resuelve en un trámite sencillo. Requiere en muchos casos un proceso prolongado, que consiste en una labor interior, donde la emotividad se reconduce desde su estado de resentimiento, animadversión o incluso odio, a un estado humano de reconciliación, cuyo umbral lo delimita la actitud del perdón. El recorrido puede revelarse difícil, pero la experiencia de la humanidad demuestra que cuanto mayor sea la resistencia que la emotividad debe superar, mayor será la percepción final de haber crecido como seres humanos.
El tercer grado puede ser indicado con la expresión hacerse cargo. Es lo que directamente indica la parábola evocada del Buen Samaritano. Éste, lejos de sentirse ajeno ante un extraño malherido, lo reconoce como prójimo. La indigencia del necesitado despierta la conciencia de su cercanía y apelo. Esta página emblemática del Evangelio, definitoria de la autenticidad de un humanismo cristiano vivido, retoma motivos de las advertencias de los profetas, que se dirigían al Pueblo recriminándolo porque se desentendía de las viudas, de los huérfanos, de los pobres, de los extranjeros. Como se recordará, el motivo es recogido por Levinas cuando contrapone una metafísica que se cifra en una ontología abstracta y despersonalizada, donde el ser humano se pretende entender al margen de la exigencia ética, a una en la que el “otro” se revela en su verdad como rostro menesteroso que me apela y me revela mi verdad profunda precisamente despertando la conciencia de saberme interpelado en mi humanidad por él. El Buen Samaritano es plenamente humano porque se hace cargo del otro. A esta actitud insta continuamente el Romano Pontífice Francisco, cuando eleva su voz contra una cultura de la exclusión y del desecho, y aboga por una de la inclusión. El tránsito de una a otra no es inmediato. Requiere transformaciones personales y sociales que involucran también instancias y estructuras económicas, políticas, cívicas, etc., con enormes lastres e inercias, mentales y prácticas. Sin embargo, pasar de una a otra supone un incremento sin par en términos de paz auténtica.
El cuarto nivel lo constituye alcanzar la capacidad de confiarse al prójimo. A él hacíamos mención al empezar las reflexiones: “Hay que confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas, y mirar ante todo lo que buscamos: la paz en el rostro del único Dios. Confiarse al otro es algo artesanal, la paz es artesanal”. Ese abandono presupone un grado de armonía tal que se constituye en fuente constante de paz profunda y duradera, que surge de la paz interior de la persona y se difunde en una transmisión y asentamiento de la paz.
Llevar a cabo el recorrido indicado requiere reconsiderar convicciones y actitudes profundas, personales y sociales. A este respecto, la fe supone una ayuda evidente. El valor humano de la fe se pone de manifiesto principalmente en la medida en que es fuente de humanización, también de cara a la paz. El pontificado de Benedicto XVI ha supuesto una toma de conciencia mayor de las relaciones entre fe y razón, no sólo porque ha sabido ilustrar cómo la razón alcanza en la fe la respuesta definitiva a las preguntas que se plantea en cuanto razón humana que no renuncia a sus exigencias; sino también de cara a la existencia del hombre en la realidad concreta de su vida. Bastará recordar unas palabras de un discurso pronunciado el 17 de octubre de 2012, leídas ahora en la perspectiva de una promoción auténtica de la paz. “La fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y donándose Él mismo en la cruz para salvarnos y volver a abrirnos las puertas del Cielo, indica de manera luminosa que sólo en el amor consiste la plenitud del hombre. Hoy es necesario subrayarlo con claridad −mientras las transformaciones culturales en curso muestran con frecuencia tantas formas de barbarie que llegan bajo el signo de conquistas de civilización−: la fe afirma que no existe verdadera humanidad más que en los lugares, gestos, tiempos y formas donde el hombre está animado por el amor que viene de Dios, se expresa como don, se manifiesta en relaciones ricas de amor, de compasión, de atención y de servicio desinteresado hacia el otro. Donde existe dominio, posesión, explotación, mercantilización del otro para el propio egoísmo, donde existe la arrogancia del yo cerrado en sí mismo, el hombre resulta empobrecido, degradado, desfigurado. La fe cristiana, operosa en la caridad y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida; más aún, la hace plenamente humana”.
“Bienaventurados los artesanos de la paz”. Este modo de traducir por parte de Francisco uno de los principios del humanismo cristiano, consignados en la carta magna del mismo que encontramos en el Sermón de la Montaña, subraya que el camino de la paz no se presenta habitualmente expedito. Requiere con frecuencia un trabajo interior que concierne las convicciones radicales acerca de quién es el ser humano. Dicha labor debe conducir a tomas de posturas ante la vida que se expresan en actitudes de fondo y en disposiciones operativas ejercidas día tras día, quizás con tropiezos de vez en cuando, pero sin cejar en el empeño. Este trabajo interior en pro de una cultura de lo humano que reconoce el “otro” como prójimo constituye, en definitiva, el camino auténtico de la paz. Ponerse en marcha en dicho camino podrá requerir una decisión que a veces suscitará resistencias en uno mismo e incomprensiones en los demás, pero es el único sendero que nos permite ser de verdad seres humanos y encontrar la auténtica felicidad.
Mons. Luis Romera Oñate
Rector de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma)
Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Pontificias de Roma
Fuente: fondazioneratzinger.va.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |