En el cielo el hombre será libre no con la libertad de pecar, sino con la de hacer el bien. No será un estado de pasividad, sino “una paz plena, llena de actividad deliciosa”, como escribe san Agustín
Lo único de lo que no quedará rastro en el cielo es del pecado. Todo lo demás −libertad, ser social, tiempo y corporeidad− se encontrarán, llenos de sentido, de sabor, de belleza, de gloria. Y es esa promesa lo que da sentido a esos aspectos de nuestra vida mientras vivimos aquí en la tierra, y no al revés.
Hemos visto que en el cielo se goza de Dios para toda la eternidad. No hay lugar para hastío o aburrimiento. Dios llena el alma, y el hombre es feliz porque participa en la felicidad de Dios. Pero, ¿de qué tipo de felicidad se trata? ¿Quizás es sólo una plenitud de tipo espiritual? ¿Hasta qué punto estará involucrado el hombre entero, libre, individuo y social, temporal y eterno, hecho de cuerpo y alma?
Libertad en el cielo
Tomemos un ejemplo: la libertad humana. Si el cielo es eterno, si dura para siempre, se entiende que el hombre no puede alejarse de Dios, no puede pecar. Pero si no puede alejarse de Dios y establecer así un nuevo fin último, aunque sea falso, entonces el hombre en el cielo no es libre, en la vida eterna pierde la libertad. Y si se pierde la libertad en el cielo, se entiende que ella −la libertad− pertenece al hombre que está en la tierra, al hombre peregrino, pero no a la patria eterna. La libertad tendría sentido, por lo tanto, sólo en función de la vida terrena, pero se la pierde en el cielo. Se ha intentado explicar este dilema en dos modos.
Por un lado, se podría pensar que Dios, con una extraordinaria providencia, interviene en el alma que lo contempla para evitar que se aleje de él y no peque. En este caso, la libertad sería considerada como pura indiferencia o arbitrariedad ante el bien. Por otro lado (se trata de la posición de santo Tomás), se puede explicar que el objeto de la voluntad humana es el bien, en este caso el bien infinito, fuente de todos los bienes, que es Dios. A este bien el hombre se adhiere voluntariamente. Así, por una ley que no contradice la naturaleza humana, el hombre que contempla a Dios ve el Bien infinito y todos los bienes en/desde Dios. Por ello no puede pecar, pero además no quiere volver la espalda hacia su Creador. Como dice el Aquinate, “siendo Dios la Bondad por esencia… quienquiera lo vea en su esencia no puede odiarlo” (S.Th. III, Suppl., 1. 98, a. 5c), es decir, no puede pecar. Y también dice: “Los bienaventurados están satisfechos por Aquel en quien encuentran la verdadera felicidad; en efecto, las demás cosas no podrían satisfacer completamente su deseo” (IV Contra Gent., 96). Es decir, el hombre será libre en el cielo no con la libertad de pecar, sino con la de hacer el bien. No será un estado de pasividad, sino “una paz plena, llena de actividad deliciosa… sin esfuerzo de los miembros, sin ansiedad ni preocupación, sin sucesión de descanso y trabajo” (san Agustín, Ep. 55 in Iann. 9, 17).
Amistad y caridad
Otro ejemplo: ¿qué quedará de la naturaleza social del hombre en el cielo? Las personas, ¿se conocerán todavía? ¿Habrá amistad y solidaridad? ¿O bastará a los bienaventurados la visión de Dios, uno y trino? Por un lado, san Pablo claramente asocia la visión beatífica a la caridad (1 Cor 13, 12). Se entiende la razón de fondo: la caridad es inmortal y no cambia esencialmente cuando se transforma en gloria. Lo decía Hugo de san Víctor: en el cielo Dios “será visto sin la fe, será amado sin adversidad, será alabado sin cansancio” (De sacr. II, 18, 20). Pero esta plenitud de amor hacia Dios no excluye a las criaturas, especialmente a los demás hombres. Del mismo modo que vemos a Dios y lo amamos, así también vemos en Él todas las cosas que ha creado; las veremos con sus ojos, y por lo tanto las amaremos con su corazón, en un amor único que no logra separar amor de Dios y amor de los hombres… En el cielo se dará el perfecto cumplimiento al gran mandamiento de la ley de Dios: amor a Dios por encima de todo y amor al prójimo como a nosotros mismos.
San Cipriano escribió a los fieles en una ocasión: “¡Qué gloria, que gusto, cuando seréis admitidos a ver a Dios… a gozar de Cristo… la alegría de saludar a Abraham, Isaac, Jacob y todos los patriarcas, los Apóstoles, los profetas y los mártires, de gozar con los justos y los amigos de Dios en el reino de los cielos!” (Ep. 58, 27). Y en otra obra: “Nos esperan allá la multitud de los que hemos amado, nuestros padres, hermanos y hermanas, hijos, que son ciertos ya de su salvación, pero solícitos de la nuestra. Alcanzar a su presencia, a su abrazo… ¡qué gran alegría será para nosotros y para ellos!” (De mort., 26). San Agustín se pregunta en su obra La Ciudad de Dios: “¿Quién no desea estar en esta ciudad donde ningún amigo se va y ningún enemigo entra, donde ninguno nos tienta o nos disturba, donde ninguno divide el pueblo de Dios?”. No habrá envidia, todos gozarán de la paz de Dios, y también de la compañía de los ángeles (De Civ. Dei XIX, 13, 17; XXII, 30; Enn. in Ps. 84, 10).
En el cielo el hombre descubrirá que no tiene una capacidad sólo limitada de amar, un amor que tiene que “repartirse” entre Dios y las criaturas. Amando a Dios, el hombre se descubre capaz de amor a todas las criaturas, sin límite. Experimenta aquello de san Pablo: “nuestro corazón se ha dilatado” (2 Cor 6, 11) por la gracia de Dios. San Josemaría observa: “El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras. Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón” (Via crucis, 8, 5). Y aplica este principio también a la vida nuestra en el cielo: “No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra” (Amigos de Dios, 221).
Tiempo, corporeidad
Un tercer ejemplo. ¿Habrá tiempo en el cielo? ¿Puede el hombre crecer junto a Dios? En la encíclica Spe salvi Benedicto XVI afirma que se dará en el cielo “el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tempo −el antes y el después− ya no existe” (n. 12). En efecto, el hombre estará fijo en Dios, y a nivel sustancial su vida no podrá cambiar, no tendrá nada nuevo que esperar. Sin embargo, el hombre contiene una apertura hacia el infinito, es capaz de enriquecerse más y más de la infinita vida de Dios, de amar siempre más. Por ello no sorprende que autores de mucho peso como san Ireneo de Lyon, san Gregorio de Nisa y san Bernardo consideren que el hombre podrá crecer cada vez más en el cielo… Y para que esto sea posible, en el cielo tendrá que haber tiempo −o por lo menos sucesión−, tiempo o espacio para crecer.
Y un último ejemplo: ¿habrá corporeidad humana en el cielo? Ya lo hemos visto: con la resurrección de los muertos, el hombre será reconstituido en cuerpo y alma para siempre. Se trata ciertamente de una corporeidad glorificada, inmortal, incorruptible, pero real, como lo fue la de Jesús cuando se apareció a los discípulos después de la Resurrección. Además los justos no sufrirán, serán ágiles y llenos de belleza.
A fin de cuentas, lo único de lo que no quedará rastro en el cielo es del pecado. Todo lo demás −libertad, ser social, tiempo y corporeidad− se encontrarán, llenos de sentido, de sabor, de belleza, de gloria. Y es esa promesa lo que da sentido a esos aspectos de nuestra vida mientras vivimos aquí en la tierra, y no al revés.
Paul O’Callaghan Profesor ordinario de Antropología Teológica Universidad Pontificia de la Santa Cruz