El designio de Dios sobre el matrimonio y la familia apunta a que desde el origen y hasta el destino de estas realidades se encuentran inmersas en el eterno plan de salvación de Dios
El matrimonio y la familia no son, por consiguiente, realidades fruto del azar o de la necesidad, no son simples construcciones sociológicas o culturales, tampoco son un designio o proyecto humano, sino que hunden sus raíces en el misterio de Dios que Él mismo ha querido revelar a los hombres.
1. Introducción: ¿Qué hombre podrá conocer el designio de Dios? (Sb 9, 13)
2. El criterio de la remisión al Principio
3. La intrínseca relación entre Revelación divina y experiencia humana
4. El contenido del designio amoroso de Dios
5. Conclusión: “No he tenido reparo en indicaros todo el plan de Dios” (Hch 20, 27)
El título de este escrito encabeza la segunda parte de la exhortación apostólica Familiaris consortio[2] (nn. 11-16), que versa sobre la cuestión del fundamento y de la naturaleza del matrimonio y de la familia[3]. En estrecha relación a estos números, conviene situar la catequesis sobre el amor humano en el plan divino[4], que quisieron acompañar los trabajos preparatorios del sínodo de 1980, dirigiendo la atención a las profundas raíces de donde brota.
La misma expresión aparece también de un modo relevante en la constitución apostólica “Magnum matrimonii sacramentum”[5], por la que el siervo de Dios Juan Pablo II erigió el Pontificio Instituto que lleva su nombre. Con ella quiso mostrar claramente uno de los fines esenciales del mismo: profundizar y dar a conocer a todos en qué consiste este designio, este plan de Dios sobre el matrimonio y la familia. Se entiende así cómo las catequesis mencionadas se van a convertir como en el principal documento inspirador de la reflexión del Instituto.
Posteriormente, el Directorio de la pastoral familiar en España ha vuelto a señalar la centralidad de esta cuestión titulando su capítulo primero: “El plan de Dios sobre el matrimonio y la familia”, y remarcando la unidad de este designio que tiene como hilo conductor la vocación al amor.
El designio de Dios (consilium Dei) sobre el matrimonio y la familia apunta a que desde el origen y hasta el destino de estas realidades se encuentran inmersas en el eterno plan de salvación de Dios. El matrimonio y la familia no son, por consiguiente, realidades fruto del azar o de la necesidad, no son simples construcciones sociológicas o culturales, tampoco son un designio o proyecto humano (consilium hominis), sino que hunden sus raíces en el misterio de Dios que Él mismo ha querido revelar a los hombres. Ante la pretensión de secularizar el matrimonio y la familia, y contemplarlas como realidades puramente humanas, profundizar en el designio de Dios sobre ellas nos permitirá penetrar en su misterio e insertarnos en la lógica que las anima.
La tarea de conocer y profundizar el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia resulta particularmente urgente en el ambiente social y cultural que nos circunda, pues se constata una creciente pérdida de la identidad matrimonial y familiar. Tras el utópico anuncio de la “muerte de la familia”[6], propio del ambiente revolucionario de mayo del 68, en estos últimos cuarenta años se ha ido cambiando el discurso para poner el acento en la multitud de tipos y modelos de matrimonios y familias. En el fondo se reconoce que el matrimonio y la familia subsisten, pero que son irrrelevantes pues su verdadera identidad se encuentra oculta, oscurecida, escondida y, en última instancia, superada[7]. La gravedad de esta pretensión secularista sobre el matrimonio y la familia es tal que la amenaza alcanza a los rasgos constitutivos de la experiencia humana elemental, en lo que algún autor ha osado denominar la “abolición de lo humano”[8].
Ante esta situación es preciso ayudar al hombre a reconocer que, en realidad, él no está llamado a inventar nuevos modelos de matrimonio y familia usando su vigorosa imaginación y fantasía, sino que más bien está llamado a “leer” y “releer” una y otra vez de un modo nuevo y original la verdad del designio de Dios sobre la persona, el matrimonio y la familia, buscando comprenderlo siempre mejor a la par que lo va realizando en su vida. Es, por consiguiente, necesario, aprender a redescubrir la belleza del matrimonio y la familia como una vocación al amor vivida a la luz del designio amoroso de Dios, pues los términos mismos de tal designio de Dios, con su “gramática” y “sintaxis” propias, se encuentran amenazados por el actual estado de notable confusión. La respuesta a la identidad sobre el matrimonio y la familia es preciso buscarla en el designio creador y salvador de Dios.
Para ello es necesario invocar el don de sabiduría porque este designio divino alcanza su vértice en Jesucristo, el Verbo encarnado, muerto y resucitado, la Sabiduría en persona. Cristo, al revelarnos al Padre en la entrega esponsal a su Iglesia en la Cruz nos dona el Espíritu y revela simultáneamente la verdad más profunda del hombre como varón y mujer que, recibiendo el don de la filiación divina, están llamados a ser esposos y padres. Como afirma la instrucción “La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad”: “Ante tantas miradas y enfoques parciales sobre la realidad del matrimonio, Jesucristo revela al hombre la verdad íntegra sobre la persona, el matrimonio y la familia; Él es quien nos desvela el plan originario de Dios en su propia Persona y en sus obras y palabras. La Iglesia tiene como tarea manifestar al hombre de cada cultura la verdad y viabilidad de este designio de Dios”[9].
El proyecto originario de Dios sobre el matrimonio y la familia ha de ser reconocido como un don de Dios a la humanidad. Anunciar este designio divino en su plenitud y autenticidad abre el camino a una verdadera promoción humana y cristiana.
Para afrontar la crisis sobre la identidad del matrimonio y la familia y redescubrir el designio de Dios, es preciso dirigirse a Cristo y formularle una pregunta semejante a la que le plantearon los hombres de su tiempo: “¿se puede despedir a la mujer por cualquier motivo?” (Mt 19, 3). Es una pregunta que surge, con diferentes matices, en todas las épocas de la historia. Quizás la mayor diferencia entre la discusión rabínica y el debate contemporáneo es que si en la época de Jesús la cuestión del divorcio se planteaba como una eventual solución, ahora, en cambio, se exige y reivindica como un derecho.
Jesús, en su respuesta, reacciona contra el permisivismo que se había introducido en la misma ley mosaica, y recurre precisamente al misterio del Principio, es decir, al carácter originario del plan de Dios sobre el matrimonio. En efecto, a la pregunta sobre la licitud del divorcio da esta solemne respuesta, transida de una sabiduría singular y un modo totalmente novedoso de interpretar la Escritura: “¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mt 19, 4-6).
Conviene subrayar que, en su respuesta, Cristo no hace referencia a cuestiones sociológicas o a sondeos de opinión; no responde desarrollando una teoría de la evolución familiar, ni tampoco plantea la cuestión a partir de una sensibilidad moral más aguda que permita en cada momento determinar los límites morales. La afirmación de Jesús es rotunda y contundente; el origen de la misma reside en la clara conciencia y la firme convicción de que: ¡existe un plan de Dios sobre el matrimonio y la familia! Es precisamente a partir de él como se pueden encontrar respuesta a los interrogantes sobre su propia identidad para superar la crisis que atraviesan. De ahí que hemos de preguntarnos ahora: ¿en qué consiste este designio, este plan de Dios sobre el matrimonio y la familia en concreto?
Una primera pista nos la ofrece ya esta remisión al Principio. Veamos un poco más detenidamente qué significa esta expresión. En primer lugar, conviene notar cómo esta referencia al origen nos remonta al umbral de la Revelación, a los relatos del Génesis sobre la creación. La alusión a la creación nos indica que ésta es ya un plan divino. En el relato de Gn 1, la creación como proyecto de Dios está orientada hacia el Sabbat, hacia el sábado, signo de la alianza entre Dios y el hombre. De ahí podemos deducir que la creación se ha hecho para el culto, para ser un espacio de adoración[10].
El verdadero centro del ritmo de la vida del Universo es precisamente la adoración. Podemos decir que Dios ha creado el Universo para entablar con los hombres una historia de amor. El hombre, que se sitúa según el primer relato del Génesis en la cúspide de la obra creadora, cumple así un particular proyecto de Dios, pues lleva inscrito en lo más profundo del corazón una vocación originaria al amor.
En efecto, “Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor”[11] y “el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”[12]. La fundamental e innata vocación al amor, inscrita en el mismo ser del hombre, en su propio cuerpo, es originaria, es decir, anterior a cualquier elección humana.
De este modo, en la diferencia sexual se halla inscrita una específica llamada al amor, una llamada a la libertad del hombre a descubrir que el fin de su vida es una comunión de personas. La diferencia sexual (“hombre y mujer los creó” Gn 1, 27) está orientada al amor y a la comunión interpersonal. Es importante, para superar tanto todo espiritualismo como todo materialismo, comprender que nunca puede separarse la vocación al amor de la realidad corporal del hombre. La vocación al amor implica toda la persona en su realidad corpóreo-espiritual. La elección de la persona a la que entrego mi vida es la máxima expresión de la libertad. El amor esponsal es simultáneamente corporal y espiritual. Exige la fidelidad y la verdad en su realización; requiere la reciprocidad como camino de crecimiento y corroboración.
El fin, pues, de esta vocación es “el don sincero de sí”[13], la libre entrega a otra persona para formar con ella una auténtica comunión de personas. En la total e indivisible entrega de la persona está inscrita una promesa de fecundidad que revela la inagotable difusividad del amor creador divino del cual el hombre participa en la medida de su propia entrega. La dilatación del matrimonio en la familia, la bendición de los hijos como fruto del amor de los esposos y el don más precioso del mismo, constituye la genuina expresión de la fecundidad del amor. Así, en el designio divino, el amor conyugal que se vive en el matrimonio, está ordenado inseparablemente a la unión de los esposos y a la procreación y educación de los hijos[14]. El camino de crecimiento en la vocación originaria al amor está constituido por las experiencias de la filiación, la fraternidad, la esponsalidad y la paternidad que aparecen íntimamente unidas entre sí.
La remisión y el acceso al misterio del Principio se va a realizar de un modo peculiar conforme a la perspectiva que Juan Pablo II traza en sus catequesis sobre el amor humano[15]. La luz de la Revelación divina va a tocar la experiencia humana hasta tal punto que ésta se convierte en camino y fuente de revelación para conocer el designio de Dios. La experiencia connota un contacto directo e inmediato con el objeto. Al convertir la experiencia en el camino privilegiado de acceso al misterio del Principio, va a ser posible comprender lo que es esencialmente humano en el hombre concreto. Las experiencias originarias de la soledad, la unidad y la desnudez reflejan la particular vocación al amor que cada hombre está llamado a vivir.
Conviene insistir en cómo se instituye una peculiar reciprocidad entre Revelación y experiencia. En efecto, al ilustrar el método de sus catequesis sobre el amor humano en el plan divino, Juan Pablo II ha expresado su “convicción de que nuestra experiencia humana es un medio de algún modo legítimo para la interpretación teológica”[16]. De hecho, según sus palabras, “tenemos el derecho de hablar de la relación entre experiencia y Revelación, aún más, tenemos el derecho de plantear el problema de su recíproca relación, aunque para muchos entre la una y la otra pasa una línea de demarcación que es una línea de total antítesis y de radical antinomia. Esta línea, a su parecer, debe ser claramente trazada entre la fe y la ciencia, entre la teología y la filosofía. Al formular tal punto de vista, son tomados en consideración más bien conceptos abstractos que no el hombre como sujeto vivo”[17]. De hecho mientras las ciencias humanas proceden con el método de una objetivación, que separa las singulares dimensiones de la realidad del sujeto personal, la perspectiva de la experiencia implica la asunción del punto di vista del sujeto en cuanto tal, en su totalidad e integridad. Fundamental en este sentido deviene la aportación de la fenomenología, que sin contraponerse a la filosofía realista clásica, capta desde dentro el significado de las experiencias humanas originarias.
Es posible, por consiguiente, instituir lo que podríamos denominar una circularidad hermenéutica entre el conocimiento que deriva de la experiencia y el que deriva de la Revelación, atestiguada en la Sagrada Escritura. De este modo, el designio de Dios que pertenece al depósito de la Revelación puede ser “leído”, reconocido una y otra vez, en la misma experiencia humana del amor entre el hombre y la mujer. Por un lado, a partir de la experiencia cristiana se pueden evidenciar las dimensiones de la Sagrada Escritura. Las preguntas, las exigencias y las evidencias originarias del corazón constituyen el punto de partida inicial para poner de relieve el sentido espiritual, que no pertenece únicamente a algunas secciones explícitas de la Sagrada Escritura, sino que, como sabía la exégesis patrística y medieval, la recorre por entero[18]. Todo evento y cada palabra de la Escritura interpela, de hecho, a la libertad humana a una respuesta libre.
Por otra parte, es únicamente en la Revelación donde se manifiesta el significado pleno y último de la experiencia humana del amor. Es precisamente “en el misterio del Verbo encarnado donde se clarifica definitivamente el misterio del hombre” (GS 22). De hecho, se encuentra aquí el principio radical del hombre, que permanece como fundamento indestructible también después del pecado: es mirando a Cristo como el hombre descubre el significado último de su experiencia, que puede reencontrar en su corazón.
Una teología del hombre como “imagen de Dios” fundada cristológicamente, es, por consiguiente, la base adecuada para pensar esta circularidad hermenéutica[19], en la cual tiene un primado absoluto la Revelación.
Si se considera bien, además, esta circularidad está desde siempre en acto en la tradición de la Iglesia; es más, se realiza también en el interior de la misma Sagrada Escritura. En ella, de hecho, el evento salvífico viene continuamente mediado y confrontado con la experiencia humana, poniendo de relieve sus siempre novedosas implicaciones. En ambientes distintos, en circunstancias diversas, las permanentes exigencias del Evangelio son testimoniadas por la predicación apostólica según modalidades particulares. El kairòs de la historia de la salvación es ocasión de una siempre nueva interpelación moral, a la luz del Espíritu Santo, que “os enseñará todas las cosas y os recordará todo aquello que os he dicho” (Jn 14, 26)[20].
La originalidad del método de Juan Pablo II consiste en esta singular lectura del plan de Dios sobre el matrimonio y la familia en la convergencia entre la Revelación divina y la experiencia humana[21].
El designio de Dios sobre el matrimonio y la familia no es un designio formal, genérico y de rasgos confusos y, por tanto, irreconocible, sino que es un designio profundamente unitario y que tiene como dos pilares fundamentales respecto a su contenido.
El primero es que la verdad del matrimonio está vinculada a la verdad de la persona humana creada como varón y mujer, y destinada a entrar en la plena posesión de la propia humanidad a través de la comunión recíproca del don propio del amor conyugal. De este modo, donde el matrimonio no es estimado la persona humana es insidiada y, viceversa, donde la persona no es apreciada en toda su hondura, el matrimonio es vilipendiado.
Las palabras del Señor a la pregunta de los fariseos son, ciertamente, muy exigentes. Pero ¿cómo negar que son las que mejor expresan el sentido profundo del auténtico amor conyugal? En cuanto auténtico, este amor no puede reducirse a una elección “temporal”, a merced de las circunstancias o, peor aún, de los estados de ánimo. Además, en cuanto conyugal, abarca toda la experiencia de los esposos, respetando e integrando su masculinidad y feminidad específicas.
Las palabras de Jesús resultan, asimismo, exigentes pero verdaderas, si las analizamos desde el punto de vista de los hijos, cuyos derechos únicamente ellas pueden tutelar plenamente, pues favorecen su maduración psicofísica en un clima armonioso y sereno.
Además, la respuesta de Cristo a la verdad del Principio revela una novedad fundamental en el designio de Dios: la unidad indivisible entre el matrimonio y la familia. Esta novedad no se constata en ninguna de las culturas que se han sucedido a lo largo de la historia. En efecto, existen ciertas culturas que podríamos llamar familiares en las que la familia es una unidad económica de primera importancia y donde en ocasiones el matrimonio tiene sólo una finalidad reproductiva subordinada a la persistencia económica de la familia; en otras sociedades que podríamos denominar matrimoniales, en cambio, prima el matrimonio, concebido como elección libre de una convivencia entre un hombre y una mujer, y la familia es un simple objeto de elección para el matrimonio. La diferencia entre una y otra es la primacía que se da a los elementos naturales-sociales (en las culturas familiares), o a los elementos electivos (en la culturas matrimoniales). En el cristianismo, en cambio, se integran de un modo admirable la naturaleza y la libertad de la persona. La razón de esta integración es la profundidad de la afirmación que el hombre es imagen de Dios.
El versículo Hch 20, 27 se encuentra en el contexto de la despedida de Pablo ante los pastores de la Iglesia antigua. Pablo tiene la profunda convicción de que no ha sustraído nada en el anuncio del plan de Dios. Es ésta también la misión de la Iglesia respecto al designio de Dios sobre el matrimonio y la familia, dar a conocer en su integridad la vocación al amor de todo hombre.
Hemos podido comprobar la fecundidad de dirigirnos a Cristo para penetrar en este maravilloso designio de Dios sobre el matrimonio y la familia. Él, simultáneamente como mediador y plenitud de toda la Revelación[22], nos descubre el fascinante proyecto divino y la vocación al amor de los esposos cristianos, llamados a participar de modo singular del misterio de amor esponsal de Cristo por la Iglesia. Así, “como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio”[23].
Mediante esta acción de Cristo, el matrimonio y la familia pueden constantemente recordar y actualizar la verdad del Principio y, de este modo, llegar a comprender que la identidad y la misión de la familia consisten en “custodiar, revelar y comunicar el amor”[24]. Se trata del amor creador, que alcanza su plenitud en el amor filial y esponsal de Cristo. Se trata de un amor redentor, porque es capaz de unir al Padre con todos los hombres en la comunión de la Iglesia, edificada continuamente por la familia, como Iglesia en miniatura, como Iglesia doméstica.
Juan de Dios Larrú
Fuente: jp2madrid.es.
[1] Una reflexión sintética sobre este tema puede encontrarse en: A. SCOLA, “Il disegno di Dio sulla persona, sul matrimonio e sulla famiglia. Riflessione sintetica”, Anthropotes 15 (1999) 313-358.
[2] JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, AAS 74 (1982) 81-191.
[3] Un comentario a estos números puede verse en: J. RATZINGER, “El matrimonio y la familia en el plan de Dios”,·AA.VV. La 'Familiaris consortio'. Commenti, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1982, 77-88.
[4] JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000.
[5] JUAN PABLO II, Constitución apostólica “Magnum matrimonii sacramentum” (7.10.1982), Insegnamenti V/3 (1982) 723-726.
[6]D. COOPER, The Death of Family, Pantheon Books, London 1971.
[7] J. HAGAN, "Nuovi modelli di famiglia", en AA.VV., Lexicon. Termini ambigui e discussi su famiglia vita e questioni etiche, EDB, Bologna 2003, 635-639
[8] C.S. LEWIS, La abolición del hombre, Encuentro, Madrid 1990.
[9] CEE, Instrucción pastoral “La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad” (27.04.2001), n. 45.
[10] J. RATZINGER, Creación y pecado, Eunsa, Pamplona 1992, 51-54.
[11] JUAN PABLO II, Exhortación Familiaris consortio n. 11.
[12] JUAN PABLO II, Encíclica Redemptor hominis, n. 10.
[13] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, n. 24.
[14] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2201.
[16] JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000, 76.
[17] Ibidem, 77 en nota. Un comentario sobre tal método en: A. RODRIGUEZ LUÑO, “«In mysterio Verbi incarnati mysterium hominis vere clarescit» (GS 22). Riflessioni metodologiche sulla grande Catechesi del mercoledì di Giovanni Paolo II”, in Anthropotes VIII/1 (1992), 11-25.
[18] Cf. H. DE LUBAC, Histoire et esprit. L’intelligence de l’Ecriture d’après Origène, Aubier Montaigne, Paris 1950; ID., Exégèse médiévale. Les quatre sens de l’Ecriture, I-IV, Aubier Montaigne, Paris 1959-1964.
[19] Cf. A. SCOLA – G. MARENGO – J. PRADES, La persona umana. Antropologia teologica, “Amateca” vol. 15, Jaca Book, Milano 2000, cap. III: “L’uomo creato ad immagine e somiglianza di Dio in Gesù Cristo, Figlio unigenito”, 141-195.
[20] L. MELINA-J. NORIEGA, J.J. PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del amor. Los fundamentos de la moral cristiana, Palabra, Madrid 2007, 123.
[21] Cf. BENEDICTO XVI, Discurso al Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia, Roma, (11.05.2006), en J. GASCÓ, El Papa con las familias. Toda la enseñanza de Benedicto XVI sobre la familia, BAC, Madrid 2006, 38-41.
[22] CONCILIO VATICANO II, Constitución Dei Verbum n. 2.
[23] CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, n. 48.
[24] JUAN PABLO II, Familiaris consortio, n. 17.
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